200 años después el poder político y la
Academia convierten en patriota a un obispo contrario a la Independencia
Con inusual
noticia, por decir lo menos, amanecimos con un artículo publicado en El Telégrafo (http://www.eltelegrafo.com.ec/cultura1/item/hoy-se-conmemora-el-bicentenario-del-obispo-jose-cuero-y-caicedo.html): hoy, en la sala capitular de la catedral metropolitana de
Quito, se dará
una misa de desagravio al obispo de Quito José Cuero y Caicedo, quien ha sido patriota y por lo
tanto sus restos merecen ser repatriados de Lima para reposar junto a los del
gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. ¡Pobre Abel Americano, no
podía contar con mejor compañía!
En el artículo se dice que “La imagen de Cuero y Caicedo ha
sido maltratada por la historiografía revisionista, que ha querido ver en él un
traidor a los intereses de la patria…” Y como Oswaldo Albornoz Peralta, un
historiador honesto con cuya versión me quedo, ya no está para defenderse él
mismo, pongo su testimonio tomado de dos de sus mejores libros. El lector sabrá
juzgar cuál es la verdad histórica.
Real
Audiencia de Quito[1]
Pasamos
a la Real Audiencia
de Quito.
El
obispo de Quito José Cuero y Caicedo, hasta ayer tenido como prócer, también es
enemigo de la independencia. Siendo vicepresidente de la llamada Junta
Soberana ─donde de paso diremos que hay muchos otros criollos traidores─ en
unión del Cabildo Eclesiástico, inicia el combate contra el naciente intento
de libertad. De manera torva y taimada. Mientras aparenta estar con la
revolución en calidad de miembro de la
Junta ─aunque ya no asiste a la misa dada en celebración del
pronunciamiento por tener “una fuerte indigestión con exaltación violenta del
flato”─ por debajo, hace todo lo que está a su alcance en contra de ella. Las
pruebas son contundentes.
He
aquí algunos párrafos de un documento con su firma recientemente dado a luz,
que sobresale por su ruindad, y prueba nuestro aserto:
Que se mantienen ─el obispo y su
Cabildo─ firmes delante de los cielos y la tierra, en el amor, obediencia y
fidelidad que profesan a su Rey y señor Natural el Señor Don Fernando Séptimo.
Que no reconocen por legítimas autoridades a las que se han instituido por los
insurgentes a nombre del mismo Pueblo que se halla ignorante de todo. Que la
aplicación del incruento sacrificio que ha de celebrarse, sea precisamente por
la restitución de nuestro Prisionero y Venerando Monarca, prosperidad de sus
invencibles Armas, y fidelidad de toda su vasta Monarquía.
Pero que por otra parte reflexiona que hallándose
los principales invasores en un estado de verdadera locura, furor y ceguedad,
no se conseguirá con la resistencia del Prelado y su clero otra cosa que
encender más el fuego y sufrir infructuosamente el Estado Santo de la Iglesia, atropellamientos,
vejámenes y desprecios… conceptúa conforme a los dictámenes de la prudencia,
no precipitar las cosas por un celo ardiente, y poco conforme con el espíritu
de mansedumbre y lenidad que debe caracterizar a los ungidos de Dios vivo, y
ceder por ahora a la fuerza y violencia de los mandones que están respaldados
de toda la Tropa
y Armas.
La Madre Priora del
Carmen de la Nueva
Fundación, y la que sucediera, mantendrá reservado este
pliego, sin comunicar su existencia a persona del mundo, hasta que lo pidamos
para hacer uso o sea nuestro Cabildo Eclesiástico en caso de muerte; lo que
cumplirán bajo de Santa Obediencia y pena de Ex-Comunión.
Trabaja,
además, junto con el traidor Juan Pío Montúfar para la restitución monárquica,
logrando que se resigne el mando en el noble Juan José Guerrero, encargado de
entregar el poder a los españoles. Durante la matanza del 2 de Agosto de 1810,
aplaca al pueblo insurreccionado ─no para impedir el derramamiento de sangre
como se ha dicho─ sino para impedir que se castigue y expulse a los españoles.
Llega, inclusive, a censurar al conde Ruiz de Castilla, presidente de la Audiencia de Quito, por
haber ordenado el retiro de las tropas asesinas.
Desterrado
a Lima ─donde vive tranquilamente, pues que según su propia confesión, el
“magnánimo” virrey “está casi cerciorado de mi inocencia”─ es reemplazado por
el realista recalcitrante Leonardo Santander y Villavicencio, que parte a
España después del triunfo de Pichincha, llevándose el odio de todos los
quiteños.
El
obispo de Cuenca, el ilustrísimo Quintián, es también realista fervoroso.
Ya
en 1806, cuando Miranda da su primera proclama, este clérigo lo combate y se
convierte en tenaz enemigo de las ideas republicanas. Y cuando Quito da el
grito del 10 de Agosto, es él, el que organiza la resistencia en su diócesis de
Cuenca. Su actividad es inmensa. Escribe cartas a todos los confines condenando
el golpe. Reparte excomuniones y amenaza con los más terribles castigos a los
partidarios de la independencia. Jura de rodillas y ordena jurar con las manos
sobre los Evangelios a todos los nobles y clérigos de la ciudad, “obedecer al
Rey Nuestro Señor Don Fernando VII defender los derechos de la Corona... la religión y la Patria, hasta derramar, si
fuere necesario, la última gota de sangre”. Más todavía: organiza y dirige
batallones.
El
historiador don Eduardo Posada narra así las actividades de este singular
prelado:
El sistema antiamericano ─dice─ hizo que el
pastor de Cuenca se convirtiése en Gral. de armada; que conmutase por la espada
el cayado; y que el órgano de evangelio y paz se trasmutase en guerra nacional
y muerte. ¡Qué asombro! Ver a un Obispo dar lecciones de guerra al cruel Aymerich;
levantar una compañía de clérigos con el sobrenombre de Muerte, con
uniforme de luto y en oposición a las leyes Municipales. ¡Qué espanto! Ver
prodigar las rentas del Seminario; la subsistencia de los pobres, los tesoros
de las obras pías, entre gentes brutales, entre una multitud de asesinos que
han asolado la fertilísima provincia de Quito. ¡Qué deshonra! Oir a Fray José
Balleno, lego de la Merced,
predicar al lado de un Obispo, persuadir la desolación de la América, exhortar a derramar
la sangre de los quiteños. ¡Pero qué desverguenza! Cuando estas tropas se
disponían a conquistar América, cuando el Gobernador y Oficiales se disputaban
ya las propiedades y las haciendas de los quiteños, se oyó un grito que decía:
“¡Enemigos se acercan!” Este trueno aterró a todo el ejército: Aymerich se
encerró en su palacio, poniendo en la puerta y en la galería fusileros que le
guardasen: los soldados morlacos corrieron despavoridos a buscar escondrijos en
que ocultarse, y el Sor. Obispo, Gral. del ejército, salió corriendo, tomó la
ruta de la hacienda de San José, que dista de la ciudad dos leguas, y con un
pie descalzo no paró hasta meterse en una zanja ¡Oh valor! ¡Oh impavidez
marcial!
A
este valeroso clérigo guerrero ─especialista en retiradas de rotas imaginarias─
le sucede José Ignacio Cortázar, también realista, pero que no tiene mayor
actividad práctica por haber fallecido a poco de lograda su consagración.
El
Obispado de Maynas, finalmente, es otro foco de contrarrevolución.
El
obispo, Fray Hipólito Sánchez Ranjel, es furibundo enemigo de la emancipación,
al igual que su vicario José María Padilla. Los dos, cuando los patriotas
proclaman la independencia en 1820, huyen de la población de la Laguna para organizar la
resistencia, logrando reunir a los adictos al rey venidos desde Trujillo y
desde Loja con el coronel Tolrá, que organizan una Junta de Guerra para reconquistar
Maynas, objeto que no se lleva a cabo por rivalidades entre los jefes
españoles, razón por la que luego se retiran hasta Tabatinga. Y finalmente,
cuando el obispo ve perdida la causa de la restauración monárquica, regresa a
España en 1822, donde en pago de sus servicios se le concede la silla de Lugo.
Los
siguientes párrafos del prelado, nos pueden dar idea de su odio para nuestra
causa:
Cualquiera de nuestros súbditos que
voluntariamente jurase la escandalosa independencia, con pretexto frívolo y de
puro interés propio, lo declaramos excomulgado vitando y mandamos que sea
puesto en tablillas; si fuese eclesiástico lo declaramos suspenso y si alguna
ciudad o pueblo de nuestra diócesis, le ponemos en entredicho local y personal
y mandamos consumir las especies sacramentales y cerrar la Iglesia hasta que se
retracten y juren de nuevo la
Constitución española y ser fieles al Rey. Si alguno de
nuestros hijos obedeciere a otro Obispo que nos o a otros vicarios que a los
que nos pusiéramos, si oyese misa de sacerdote insurgente o recibiése de él
Sacramentos, lo declaramos también excomulgado vitando por cismático y
cooperador del cisma político y religioso que es toda la obra de los
insurgentes. Mandamos que sea circulado y leído este escrito, que anegado en
lágrimas y consumido de las plagas, escribiendo en el Marañón a 4 de Agosto de
1821 y lo mandamos a refrendar a nuestro Secretario.
Resumiendo,
tenemos entonces, que el arzobispo y todos los obispos del virreinato de Nueva
Granada son realistas consumados.
Helos
aquí:
Juan
Francisco Sacristán, Arzobispo
Fray
Manuel Redondo y Gómez, Obispo de Santa Marta
Higinio
Durán, Obispo de Panamá
Carrillo,
Obispo de Cartagena
Gregorio José Rodríguez, Obispo
de Cartagena
Salvador
Jiménez de Enciso, Obispo de Popayán
José Cuero y
Caicedo,
Obispo de Quito
Leonardo
Santander y Villavicencio, Obispo de Quito
Andrés
Quintián, Obispo de Cuenca
Fray
Hipólito Sánchez Ranjel, Obispo de Maynas
José Cuero y Caicedo, Obispo de Quito |
Todos,
absolutamente todos, son realistas. No hay una sola excepción. Pero no
solamente se trata de arzobispos y obispos, sino que el clero en general ─salvo
algunos curas pobres y otros de verdaderos ideales progresistas─ siguen la
misma oscura trayectoria, en defensa de los intereses generales de los
terratenientes y los específicos de la Iglesia.
Esta
preocupación tan material ─no obstante el espiritualismo de que se creen
monopolizadores los frailes─ se transparenta claramente en las palabras del
provisor del obispado de Quito que antes citamos: que el pueblo “se abansara a
echarse sobre las propiedades”.
Ninguna
arma se deja de utilizar para la defensa de esos intereses. Ya hemos visto las
penas que imponen a los feligreses en las furibundas pastorales, donde a la
par, se halla la diatriba más ruin y calumniosa contra los más grandes
próceres, o el ruego hipócrita, envuelto en sofismas religiosos. Se sirven de
las Encíclicas de los Papas contra la independencia como de banderas de
combate, como sucede con la de Pío VII, que según el jesuita Leturia es
ampliamente aprovechada por los predicadores de la Nueva Granada, para
llamar a los fieles “a la obediencia al Rey legítimo”. Los púlpitos, conventos
y confesonarios, son focos permanentes de conspiración contrarrevolucionaria.
Las llamas de la
Inquisición se alimentan con los libros de los pensadores
progresistas, tal como sucede después de la ofensiva del español Morillo, pues
los cavernarios creen, a pie juntillas, que las ideas pueden ser reducidas a
ceniza. Cuando no son generales como el intrépido obispo Quintián, son por lo
menos capellanes de las huestes españolas, a las que siguen solícitamente por
breñas y por llanos, peor todavía, a los que incitan a derramar la sangre de
sus propios compatriotas. ¡Hasta se prestan para ser carceleros de sus hermanos
de hábito que han seguido el buen camino!
Es
cierto, por tanto, lo que el historiador colombiano Restrepo afirma, que al
clero sólo importa “sostener el despotismo y la dominación de la Madre Patria,
sosteniendo que Dios nos había sujetado a los Reyes de España, y que era un crimen
irremisible no obedecer a estos príncipes, según el precepto de la sagrada
escritura”.
Es
cierto también lo que afirma el jesuita Leturia, con cierta comprensible
suavidad, desde luego. Dice: “La impresión de conjunto que este cuadro produce,
y que no creemos pueda tergiversarse, es la que el bloque del episcopado fue
desfavorable a la emancipación o al menos no acabó de aclimatarse a ella”.
Y
esta coincidencia de opiniones entre un historiador seglar y otro religioso,
tiene una sola base de explicación: la de que ambos se remiten a la realidad
de los hechos, crudos sí, pero irrebatibles.
Excepciones
honrosas, como expresamos ya, claro que las hay.
Son
aquellos frailes que el brutal general Morillo, siguiendo instrucciones de
Madrid, con la más grande saña e inhumanidad apresa y destierra del virreinato.
Son
los que en la Real
Audiencia de Quito asisten a los combates al frente de gente
sencilla pero valerosa, avivando la llama de su entusiasmo y la fe en la
justicia de su causa. Los que saben morir por la patria, como el heroico cura
Riofrío.
Todos
ellos.
Pero que no se diga, con agudeza de jesuita, que de todo hay en la viña
del Señor. Porque si es así, se habrá que reconocer, que las proporciones son
sumamente desiguales.
* * *
ACTAS
SECRETAS Y EXCLAMACIONES[1]
Existe
en España, y por tanto también en sus colonias, una práctica muy singular y
curiosa para evadir el castigo por la participación en acciones prohibidas o
consideradas como revolucionarias: la suscripción a las llamadas actas secretas o exclamaciones. En ellas
se dice, y naturalmente se jura por Dios y todos los santos, que la
intervención de los firmantes en el acto sedicioso y non sancto es forzada por las circunstancias y por el peligro de
perder la vida. Se deja en claro que son vasallos y por demás leales y
contrarios en todo a los hechos en que involuntariamente se hallan inmiscuidos.
Práctica fácil y sencilla a simple
vista.
Tan fácil y hacedera que hasta
personajes de viso, algunos cargados de títulos y pergaminos, ni encuentran
obstáculos ni razones para no recurrir a esa tabla salvadora. El conde de
Floridablanca, por ejemplo. El, al aceptar la presidencia de la Junta Central
-organismo creado para conducir la lucha contra los franceses- deja en el
Ayuntamiento de la ciudad de Murcia una “declaración voluntaria” donde se dice:
(...) aceptar sólo por fuerza y
miedo la presidencia, conociendo que la nación iba a su ruina; y que así lo
declaraba solemnemente para que el Rey José no lo tuviese por criminal en
tiempo alguno.[2]
La
“declaración voluntaria” de Floridablanca -ya viejo y alejado de toda anterior
idea progresista- es instrumento mágico para la protección de los cobardes.
Pero no sólo para ellos: también para los traidores y oportunistas. A los
primeros les permite actuar en filas que no son suyas para procurar su derrota.
Y a los segundos obtener recompensas si la causa triunfa y salir ilesos en caso
de revés o vencimiento.
Pócima milagrosa para cobardes,
traidores y oportunistas, entonces, las actas secretas y las exclamaciones.
Aquí en América, como dijimos no es
desconocida la maravillosa panacea.
Veamos, solamente, lo que sucede
durante el movimiento revolucionario de los comuneros de Nueva Granada.
Berceo y otros dirigentes de la
revuelta protocolizan en una Notaría de la ciudad del Socorro una exclamación,
que en su parte sustancial dice esto:
Dígnese V. A. guardar no por
deslealtad la admisión de los supuestos empleos de Capitanes, sino tan solo por
dolo legal, que el tiempo y su diferencia los pusieron en el teatro en tan
urgente como extrema necesidad con el fin de evadir otros más perjudiciales
resultados y sin otras máximas que la de nuestro sencillo proceder, se ve
canonizado por San Pablo cuando en sus tiempos dijo a los de Corintho lo que
nosotros decimos a V. A. que ejecutamos: Cum essen status dolo vox caepi. Usó
el apóstol del buen dolo o trampa legal, y de ella nos valimos para el fin de
defender y mirar por estos dominios que se hallaban cual otro Scila y Charibdis
en las más voraces y crespas revoluciones, para su perdición... Que por todo lo
referido, temerosos de recibir la muerte con sus familias, a manos de los
tumultuarios, y por estos violentados y contra su voluntad, sin que se entienda
incurrir en la fea nota de traidores al
Rey (que Dios guarde), y antes sí por si con el comando en que les constituyeron, pueden por medios lícitos y suaves, contener,
sosegar y subordinar a los abanderizados.[3]
Larga
la transcripción, pero muy ilustrativa. Los firmantes no hacen otra cosa que
valerse del buen dolo o trampa legal utilizada y canonizada por
el mismo San Pablo. Proceden así, no sólo para salvar sus vidas sino, sobre
todo, ¡para subordinar a los
abanderizados! Y todo esto en lenguaje judicial, empleando inclusive
latinajos, sin duda para dar mayor fuerza al tramposo documento.
Esto no es todo. Cuando se firman las
Capitulaciones en las que se reconocen las reivindicaciones populares, las
justas reclamaciones del común, los firmantes, no obstante haber jurado por
Dios y los Santos Evangelios, suscriben un acta secreta renegando de las
monstruosas capitulaciones. Se dice que
se “procedió a la admisión, aprobación y confirmación, bajo el seguro concepto
de su nulidad, pues a no haber intervenido tan poderosos motivos, lejos de
convenio en ella, ni dispensar su aprobación, habría procedido a escarmentar
tan execrable delito de la mera proposición con penas severas”.[4]
Y claro, con tales exclamaciones y
actas secretas, con el reiterado empleo del buen dolo o trampa legal, el
movimiento comunero es derrotado y Galán, el más destacado de sus capitanes,
cruelmente sacrificado.
Actas y exclamaciones similares han
sido encontradas en el Ecuador. Nosotros conocemos tres, suscritas en la época
de nuestra independencia. La primera encabezada por el obispo Cuero y Caicedo,
corresponde a los miembros del Cabildo Eclesiástico de Quito. La segunda se
refiere a varios cabildantes de la ciudad de Riobamba. Y la tercera, atañe a
los realistas de Guaranda.
El acta del Cabildo Eclesiástico,
entre otras cosas, dice:
Que se mantienen firmes delante
de los cielos y la tierra en el amor, obediencia y fidelidad que profesan a su
Rey y Señor Natural el Señor Don Fernando Séptimo. Que no reconocen por
legítimas autoridades a las que se han constituido por los Insurgentes a nombre
del mismo Pueblo que se halla ignorante de todo.
Pero
por otra parte reflexiona que hallándose los principales invasores en un estado
de verdadera locura, furor y ceguedad, no se conseguiría con la resistencia del
Prelado y de su Clero otra cosa que encender más el fuego y sufrir
infructuosamente el Estado Santo de la Iglesia, atropellamientos, vejámenes y
desprecios... conceptúa conforme a los dictámenes de la prudencia no precipitar
las cosas por un celo ardiente, y poco conforme con el espíritu de mansedumbre
y lenidad que debe caracterizar a los Ungidos de Dios vivo, y ceder por ahora a
la fuerza y violencia de los mandones que están respaldados de toda la Tropa y
Armas.
f)
José, Obispo de Quito.- Doctor Joaquín Sotomayor y Unda.- Calixto Miranda.-
Doctor Joaquín Pérez de Anda.- Francisco Rodríguez Soto.- Doctor Juan
Estanislao Guzmán.- Santiago José López Ruiz.- Mariano Batallas.- Gabriel
Batallas.[5]
Esta
Acta de Exclamación -así se la llama- es firmada el 14 de agosto de 1809 y se
la entrega a la priora del Carmen de la Nueva Fundación para que la mantenga en
absoluta reserva bajo pena de excomunión mayor late sentencie. Se manifiesta también que el juramento que se hará
apoyando la independencia y reconociendo a las nuevas autoridades -y que
efectivamente se hace el 17 de agosto-, en realidad no tendría ese objeto, sino
que más bien será una solemne promesa de adhesión al rey Fernando y a los
funcionarios depuestos. Se agrega que en el santo tribunal de la penitencia y
en la cátedra del Espíritu Santo, se conversará y se trabajará, para disponer
los ánimos, poco a poco, a la “reposición de las cosas a su debido orden y
ser”.[6]
Un simulacro indigno, en suma. Para
dar mayor credibilidad a la farsa, la mayoría de los firmantes, dan generosos
donativos para sostener la causa de la patria según anota Ramón Núñez de Arco
en su conocido informe. Despistado, les califica de “criollos insurgentes”, a
excepción de Mariano Batallas, que desde un principio se presenta como
realista.
Empero, el Acta de Exclamación, no es sino una demostración de
la posición traidora y vacilante mantenida por sectores de la aristocracia
criolla y del Alto Clero. Su objetivo fundamental es conquistar el poder
político, pero manteniendo todas sus propiedades y privilegios coloniales, para
lo cual están dispuestos, en un principio sobre todo, a entrar en transacciones
con la metrópoli y contentarse con una simple autonomía, pues piensan que así
estarían mejor protegidos sus intereses sociales y económicos. Temen, conforme
lo prueban varias declaraciones de algunos de sus representantes, que la
irrupción de las masas populares en una lucha abierta por la independencia,
puede hacer peligrar las prerrogativas anotadas. Sólo se deciden a exponerse a
esta contingencia después de salir y entrar en el redil del amado Fernando,
cuando no quede otro camino. Ya en este trance, siempre pensando en la
salvaguardia de sus bienes, propugnan la monarquía o los gobiernos fuertes.
El acta de nuestro cuento permaneció
desconocida por mucho más de un siglo. Cuando se la descubre y causa el
consiguiente escándalo -pues hasta entonces la mayoría de los firmantes habían
sido considerados como patriotas- los descendientes de la seudo aristocracia
criolla, que habían reivindicado para sí el procerato de la libertad, quisieron
justificar por todo medio una actitud injustificable. Inclusive, algunos,
tomando la ofensiva, critican acerbamente a los escandalizados.
Igual hacen cuando el doctor Manuel
María Borrero publica su libro Quito, Luz
de América, donde documentadamente demuestra las vacilaciones y traiciones
de la nobleza criolla, a la vez que pone en evidencia que es el pueblo quiteño
el verdadero actor de nuestra gesta emancipadora. La grita es amplia y
estentórea. Se sostiene, acogiendo -aunque sin decirlo- la teoría del buen dolo y de la trampa legal de los comuneros, que eso era lícito y necesario para
salvar las vidas. Esto, no obstante de que los verdaderos próceres, con
hidalguía y firmeza, se mantienen fieles a su causa y a sus ideales. Hasta se
recurre a la Academia Nacional de Historia para que se impugne la obra de
Borrero!
Veamos, ahora, lo que sucede en
Riobamba.
El Ayuntamiento de la ciudad de
Riobamba, luego de conocer un oficio del marqués de Selva Alegre dando cuenta
de la transformación realizada en Quito el 10 de agosto de 1809, acuerda por
unanimidad adherirse al movimiento y obedecer a las nuevas autoridades.
El voto de algunos de sus miembros,
empero, es sólo simulado. Se quiere aparentar patriotismo ante el pueblo que se
ha pronunciado con entusiasmo en favor del movimiento quiteño.
Sobre esta lucha, el escritor
Alfredo Costales Cevallos dice:
Mientras
el pueblo disfrutaba de una efímera libertad, concedida por la decisión de los
patriotas quiteños, el día 5 de septiembre se reunían secretamente Don
Francisco Dávalos, don Jorge Ricaurte, Don Martín Chiriboga, Don Fernando
Velasco, Don Mariano Dávalos y el Escribano Don Baltasar de Paredes, para
formar un Acta, que podemos llamarle traidora, la misma que nos abstenemos de
reproducir por varias causas.
.................................
Quizá
los firmantes intuyeron desde el comienzo de la revolución que iba a fracasar,
como hecho no como idea, que ese grito quiteño no fue más que un balbuceo
libertario que debía ahogarse en sangre y por eso hicieron justificación para
sus intereses.[7]
El
autor citado, al igual que algunos otros, no sabemos por qué se abstienen de
publicar el Acta Secreta. Acierta al decir -aunque sea con reticencia- que se
busca una justificación para sus
intereses, en el caso de un fracaso de la revolución, que ellos, con buen
olfato, intuyen. Y es esto, cabalmente, tal como queda dicho, el objeto de esas
actas. Objeto que implica cobardía y traición.
En el caso que tratamos la traición
es muy clara y no deja lugar a dudas. Los firmantes del acta secreta toman
parte activa en la contrarrevolución y se convierten en apasionados
realistas. Basta mencionar a Martín Chiriboga y León -incondicional sirviente
de Fernando VII- que transforma el cabildo riobambeño en centro de la reacción
española.
Por tanto, esta acta de protesta y retracción -protesta contra la revolución quiteña y retracción del
apoyo primeramente prestado- no sólo que
se la puede llamar traidora, sino que se la debe llamar así obligatoriamente.
Pasemos a ver, por último, la
“exclamación” de Guaranda.
Después de proclamada la
independencia de Guayaquil el 9 de Octubre de 1820 el ejército patriota obtiene
la victoria de Camino Real y puede llegar a la ciudad serraniega de Guaranda.
El día 13 de noviembre del año
citado, desde el púlpito de la iglesia de esa población, el párroco doctor
Francisco Xavier Benavides, en ceremonia solemne y fervorosa, hace jurar a los
cabildantes y al pueblo la independencia y la adopción del sistema
republicano.
Hasta aquí, nada de extraño. Pero
resulta que en la noche anterior, para salvar
la responsabilidad, según palabras del cura Benavides, se había firmado el
acta siguiente:
Exclamación que hace Guaranda por
los sagrados derechos del Rey.- Los contenidos en esta exclamación que permiten
las leyes reales en los casos de opresión, con acuerdo de nuestro buen Cura el
doctor don Francisco Xavier Benavides, juramos por Dios Nuestro Señor y por
esta señal +, no dejar de reconocer en ninguna circunstancia la real y legítima
Potestad del señor don Fernando VII y su Real Dinastía, siendo ajenos de
nuestro carácter y sistema de realismo la independencia y libertad criminales y
detestables en todas nuestras leyes divinas y reales. En el acto que la actual
fuerza de armas nos deje respirar de la impensada sorpresa de Guayaquil, derramaremos
la última gota de sangre en defensa de nuestra sagrada causa, siendo de
prudencia guardar las vidas por ahora.... Guaranda, noviembre 12 de 1820.-
Doctor Francisco Benavides.- Basilio de Erazo.- Ciro López de Galarza Terán.-
Adán del Pozo.- José Pablo Durango.- José Ribadeneira.- Mariano Galarza.-
Alonso Lombeida.- Luis del Pozo.- José Pasos.- Miguel de Bedoya y Bustamante.-
Ambrosio Montero.- Antonio Nolin Pazmiño.- Manuel González de Bedoya.[8]
El
cura Benavides -y seguramente algunos otros- cumple al pie de la letra el
juramento a Fernando VII y su Real Dinastía, aunque sin derramar la última gota
de su sangre. El 3 de enero de 1821, al mando de un contingente de tropas,
participa en la batalla de Tanizahua donde son derrotados los patriotas. Son
410 los muertos de nuestra parte según afirmación del jefe realista, aunque el
historiador Camilo Destruge -Historia de
la Revolución de Octubre y Campaña Libertadora 1820 - 22- desmiente ese
aserto por exagerado. Es cierto en cambio que se fusila al jefe del ejército
republicano, coronel graduado José García, cuya cabeza es cortada y enviada a
Quito para que se exhiba en el puente del Machángara.
El cura Benavides –“alto más de dos
varas, rollizo, moreno y picado de viruelas”- sólo fue desterrado al Perú una
vez lograda la independencia, donde llega a ser secretario del obispo de
Trujillo según afirma el escritor Ángel Polibio Chávez[9]. Regresa a su curato en
1829.
Esta pues la triste y amoral
historia de las actas secretas y de las exclamaciones.
Empero, pensamos que en esta época
sembrada de cobardía, oportunismo y transfugio, muchos añorarán la desaparición
y muerte de tan útil costumbre. Gracias a ella, cuando cambien los tiempos y
florezca la ideología socialista, los renegados podrían alegar el buen dolo y
la trampa legal para eludir el castigo. Podrían alegar sagacidad y prudencia.
Y no habría pecado ni vergüenza:
estarían siguiendo, simple y devotamente, el consejo de San Pablo a los
corintios...
[1] Tomado de Oswaldo
Albornoz Peralta, La actuación de
próceres y seudopróceres en la revolución del 10 de agosto de 1809,
Editorial de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del
Ecuador, Quito, 2009, pp. 77-87.
[2] Mario Méndez
Bejarano, Historia de los afrancesados,
Imprenta de Felipe Peña Cruz, Madrid, 1912, p. 281.
[3] Francisco Posada, El movimiento revolucionario de los comuneros, Siglo XXI, México, 1971, p. 281.
[7] Alfredo
Costales Cevallos, Historia de Riobamba y
su provincia, Casa de la
Cultura, Quito, 1972, pp. 145-146.
[8] Arturo González Pozo, Monografía de la Provincia de Bolívar,
Talleres Gráficos Nacionales, Quito, 1929, pp. 32-33.
[9] Ángel Polibio Chávez, Libro de Recortes, Imp. Escobar, Ambato,
1929, p. 423.
[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, La oposición del clero a la Independencia
americana, segunda edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y
la Lectura / Colección Bicentenaria, Editorial Maxigraf, Quito, 2009, pp.
81-87, capítulo III: “Testimonio de los Hechos”.