12 de octubre, fecha en que se celebran distintas cosas, según
las conveniencias, es bueno recordar la crueldad y la justificación de la
conquista
LA CRUELDAD DE LA CONQUISTA[1]
Oswaldo Albornoz Peralta
Toda conquista tiene como fin apoderarse de las
riquezas de otros pueblos, y una vez sojuzgados, explotar a sus habitantes en
toda forma, especialmente, como mano de obra gratis o barata. Claro que la
infamia se disfraza con mentirosos pretextos: se dice y se jura que se quiere
propagar la santa religión cristiana y difundir a raudales las luces de la
civilización, convirtiendo a esos objetivos en equivalentes de sangre y
destrucción.
La resistencia es la lógica consecuencia de
la conquista, puesto que ningún pueblo quiere perder sus pertenencias ni su
independencia. Y mientras más fuerte y heroica sea la resistencia, la saña del
conquistador acrece y los crímenes se suceden en proporción a ella.
El mejor ejemplo de todo esto es la conquista
española.
El afán del apoderamiento de riquezas está a
la vista. Recuérdese el rescate de Atahualpa: en acta notarial se deja
constancia que se reparten entre los conquistadores 40.860 marcos de plata y
971.125 pesos de oro, “fuera de los quintos para el Rey apartados con
anticipación”.[2]
Aunque en realidad, según se dice, el tesoro recogido es mucho mayor. Igual
sucede en México. La búsqueda de oro y otras riquezas une el frenesí con el
crimen, pues para encontrarlas se usa el fuego y la espada. A Cuauthemoc, para
que diga donde se halla el tesoro de Moctezuma, se lo tortura quemándole los
pies, tortura respondida con un silencio heroico. Y allí donde existen perlas
se sumerge a los nativos en las profundidades del mar, donde muchos se quedan
para siempre, unos por falta de respiración y otros devorados por los tiburones.
Son solo ejemplos. En toda la América
hispana, sin que se escape un solo rincón a la exaltada pesquisa en pos de la
riqueza. No en vano El Dorado se convierte en obsesión que lleva a los
aventureros españoles a los sitios más inaccesibles, donde campea la muerte.
Y el robo del oro y la plata, el robo de las
piedras preciosas, tiene una excusa sui generis: que a los indios sólo les
sirve de adorno, mientras que para ellos es dinero sonante y contante.
Tan grande y notorio es el despojo, que Las
Casas confecciona el llamado Confesionario,
donde se da instrucciones a los frailes confesores para que obliguen a los
penitentes a restituir todo lo robado, inclusive ordenando la suscripción de
actas ante notario para asegurar su cumplimiento. Pero todo queda en nada, no
obstante de que se trata de un necesario requisito para entrar en el reino de
los cielos, pues pocos son los conquistadores de corazón blando y apto para el
arrepentimiento. Además, para que sea más rotundo el fracaso de esta utopía
lascasiana, el Consejo de Indias, mediante cédula de 1548, ordena que se recoja
el molestoso Confesionario. Y en el
mismo año, el virrey de México Antonio de Mendoza, dispone su incineración…
La muerte y el alud de la sangre resultan
indetenibles.
El perro, el mejor amigo del hombre, es
convertido en el peor enemigo del indio. No se prescinde de ellos en ninguna
campaña, ya que la ferocidad y los dientes de esos animales –exprofesamente
entrenados- son tan efectivos como las espadas. Para que estén sanos y
robustos, muchas veces, se los alimenta con la carne de sus víctimas. Las
palabras aperrear y aperreamiento se introducen en el idioma
castellano.
La crueldad está presente en todas partes.
En la persecución a Manco Inca después de su
derrota de Atocongo, la saña adquiere caracteres
de espanto. El historiador Henri Favre dice que en su seguimiento, el
conquistador Alfonso de Alvarado,
(…) utilizó sistemáticamente la política de la tierra
quemada: a su paso se destruían las cosechas y los pueblos eran reducidos a
cenizas. Entre las poblaciones incaizadas del sur que se inclinaban a favor de
la resistencia, la represión fue particularmente atroz: en algunos lugares,
todas las mujeres eran pasadas a cuchillo con sus hijos; y en otros, había
hombres que tenían la mano derecha, las orejas o la nariz cortadas.. En Jauja,
3.000 prisioneros fueron marcados con fuego, mientras que sus jefes eran
quemados vivos.[3]
Los alemanes no se quedan atrás. Los Welser y
los Elhinger, que según se dice en el libro En
el horizonte está El Dorado de la historiadora soviética S. A. Sozina,
pagan a Carlos V de cinco a doce toneladas de oro para emprender la conquista
de Venezuela, obteniendo extensos poderes para eso, inclusive el derecho de
convertir a los indios en esclavos. Derechos de los que se aprovechan
debidamente. Sus capitanes cobran fama por su ferocidad: saquean todos los
poblados en busca de oro y no se deja de esclavizar a sus habitantes, porque
según afirma Alfonso Elhinger, constituyen el único provecho. Las Casas, con
toda razón, los compara con tigres y leones rabiosos. Dice que han dejado de
lado toda la vergüenza humana.
Así mismo, por su rebeldía, se pide el
establecimiento de la esclavitud para el valiente pueblo araucano, el pueblo de
Caupolicán y de Lautaro cantado por Ercilla. El fraile agustino Juan de
Váscones, procurador general del Reino de Chile, envía una petición al rey con
este objeto, pues considera que si “no estuvieren sujetos a este cautiverio y
no fueren declarados por tales esclavos, como se ha pedido, la dicha guerra se
acabará muy tarde y con grandísimas dificultades…” [4]
El conquistador de Nueva Granada, licenciado
Jiménez de Quesada, confiesa de esta
forma las tropelías cometidas en ese país:
Se han hecho en el Nuevo Reino por los conquistadores
y otros pobladores españoles muchos malos tratamientos a indios así de muertos
como de robos y cortamientos de miembros en tanto grado que es espantoso
decirlo, todo a fin de que les diesen oro y piedras, y por esta causa se han
despoblado muchos pueblos y muertos mucha infinidad de indios.[5]
¿Y qué sucede en el actual Ecuador?
En esencia los hechos, o mejor los crímenes,
son iguales, ya que los conquistadores y sus miras son los mismos, variando
solo los lugares y los nombres de los actores.
La crueldad y el reguero de sangre es la marca que dejan como señal de
su paso. Esto, desde un principio.
Fray Bartolomé de las Casas en su célebre
libro Brevísima relación de la
destrucción de las Indias transcribe una larga carta de fray Marcos de
Niza, a la que pertenece el siguiente párrafo:
Item, yo afirmo que yo mesmo vi ante mis ojos a los
españoles cortar manos, narices y orejas a indios e indias, sin propósito, sino
porque se les antojaba hacerlo, y en tantos lugares y partes que sería largo de
contar. E yo vi que los españoles les
hechaban perros a los indios para que los hiciesen pedazos, e los vi así
aperrear a muy muchos. Asimesmo vi yo
quemar tantas casas e pueblos, que no sabría decir el número según eran
muchos. Asimesmo es verdad que tomaban niños de teta por los brazos y los
hechaban arrojadizos cuanto podían, e otros desafueros y crueldades sin
propósito, que me ponían espanto, con otras innumerables que ví que serían
largas de contar.[6]
Y sin embargo, cuenta bastante. Apenas llegan
a nuestras costas, llevados por el ansia de oro, en la isla de Puná y Túmbez –Pugna
y Tumbala se dice– ya prueban en nuestros indios el filo de sus espadas.
Después, reclamando el oro del rescate de Atahualpa que según ellos no había llegado
al reparto, incineran vivos a varios caciques y a otros les torturan
quemándoles los pies. También se quema a Chapera –injustamente– señor de los
cañaris.
El paso de Benalcázar hacia Quito está
señalado por la devastación y la sangre. Enrique Garcés dice que cuando llega
Alvarado, que no sabía su ubicación, se da cuenta de que por allí estaban sus
paisanos, al ver “poblados destruidos, cadáveres de indios y gran desolación y
ruina”.[7] Y él procede de igual forma pues el historiador
Aquiles Pérez afirma que “saqueó los
pueblos donde llegó; robó cuantos objetos de oro y plata encontró; obligó, con
cadenas y perros, a que muchos indios e indias, con sus niños, le conduzcan
cargas; ahorcó a dos caciques; permitió que los indios de Guatemala comieran la
carne de nuestros indios costeños”.[8]
Mueren, rendidos por el agotador trabajo a que son sometidos, la mayor parte de
los indios y negros que trae de Centro América.
Se dice cínicamente en un acta del Cabildo de
Quito que se practican todas las
diligencias posibles para dar con los tesoros que se creen escondidos.
Diligencias, que no son otra cosa, sino las más crueles torturas a los caciques
indios. El garrote, los azotes y los cepos, y sobre todo el fuego a los pies,
son las preferidas. Y el final, cuando
no dan resultados, no es otro que la muerte más cruel.
Es un cabildo de conquistadores, para cuyos
miembros, la crueldad y la sangre no son sino medios de dominio. Pedro de Puelles, especialista en la cacería
de indios con lebreles, recibe un voto de aplauso y de respeto por las matanzas
verificadas.
Así sucumben, entre varios otros, Cozopamba,
Zopozopangui y Rumiñahui citados por Aquiles Pérez. La mayoría de ellos,
después de la imprescindible tortura, son condenados a la hoguera como si se
tratara de reos de la Santa Inquisición.
Benalcázar y sus capitanes nunca abandonan
los caminos del crimen. Cuando salen de Quito y se dirigen a Cundinamarca,
proceden allá, en forma similar a la de aquí. Al respecto, Germán Arciniegas
dice:
Cierto es que Benalcázar no deja de marchar a sangre y
fuego. Al salir de Quito divide en tres ramas su ejército y manda a Juan de
Ampudia para que vaya con una de ellas, de adalid. Debéis seguir los callejones
de la cordillera –le dice el jefe- y no
empeñaros en acción peligrosa; nosotros os seguiremos. No le es difícil a
Benalcázar seguir las huellas del adalid: porque como Ampudia quema todos los
pueblos que topa y degüella a los indios, por las cenizas y la sangre se guía
muy pronto don Sebastián. [9]
Este Ampudia es el mismo que ya antes, en su
búsqueda insaciable de oro había exterminado a la población de Chambo en la
actual provincia de Chimborazo, a cuyo cacique le hace quemar vivo, tal como
había hecho antes con el cañari Chapera ¡Bien merecido su sobrenombre de “monstruo”
o “Atila del Cauca” cuando participa en la conquista de Cundinamarca!
Pedro Cieza de León –La crónica del Perú- dice que Dios castiga al adelantado Benalcázar
por los crímenes cometidos contra los indios. Dice “que en vida se vio tirado
del mando de gobernador por el juez que le tomó cuenta, y pobre lleno de
trabajos, tristezas y pensamientos, murió en la gobernación de Cartagena”.[10]
Poco castigo para nuestro parecer.
La expedición al Oriente de Gonzalo Pizarro
se convierte en otro escenario de crímenes.
Pizarro es partícipe del rescate de
Atahualpa. Pero esto no es suficiente. Internado en la selva pregunta por
doquier donde hay canela y donde hay oro. Cuando no recibe repuestas satisfactorias
de los indios “les hace quemar y a otros les tira a los perros que les hacen
pedazos y los devoran”.[11]
De los 4.000 indios que lleva no queda uno solo según afirma el historiador
Ricardo Descalzi en su libro La Real
Audiencia de Quito claustro en los Andes. El hambre y los maltratos son la
causa para la hecatombe.
Monumento de Rumiñahui en Píllaro |
Dijimos que la saña se acrecienta conforme a
la rebeldía, y como en nuestro país el rebelde máximo es Rumiñahui –el Cara de Piedra– en él se concentran las
crueldades. Nada le detiene para defender la heredad de sus mayores, y seguido por valientes y decididos capitanes, se convierte
en el mejor estratega de la resistencia. Descubre las estratagemas de sus
enemigos y denuncia que el oro es el imán que guía sus acciones: no son dioses,
son ladrones, les dice a sus soldados.
Jorge Enrique Adoum, en su obra de teatro titulada El sol bajo las patas de los caballos, pone en boca del guerrillero
estas palabras:
No. Ya no. No más. No más oro para el extranjero, no
más plata, no más cobre, no más sirvientes, no más nada para el extranjero… Vamos
a enterrar todos los tesoros, vamos a quemar todo el maíz, vamos a incendiar
Quito, para que no encuentre sino el odio… No apuntaremos más a la tórtola ni
al venado, sino al enemigo del hombre… Vamos a hacer sin descanso una larga
guerra de guerras pequeñitas hasta que se vaya. Porque mientras esté aquí no
tendremos patria, y nadie volverá a reír mientras la gente no tenga cólera.[12]
No hay duda, que eso y más, debe haber dicho.
Desgraciadamente, el valor y las causas
justas no siempre vencen. Rumiñahui, junto con algunos de sus capitanes son
vencidos y tomados presos, y claro, como es de rigor, torturados y maltratados
inhumanamente. Puestos los pies en el brasero, los españoles preguntan
angustiados donde se halla el oro del rescate, y ellos varias veces se burlan
señalando sitios lejanos y poco accesibles. Hasta que al final, cansados de
tanta “diligencia”, les castigan con la muerte.
No se conoce la forma en que es victimado,
pues no se ha encontrado documento ni prueba alguna sobre el particular. Pero
es casi seguro que debe haber sido arrojado a las llamas, ya que la mayoría de
los jefes indios, tal como afirma el sacerdote Marcos de Niza, perecen de esa
manera. No hay razón para que Rumiñahui, el más rebelde y causante de tantas
“diligencias” haya sido librado del mortal castigo.
Es de citar también a otro rebelde: Jumande.
Es cacique de los indios quijos que habitan
en nuestra región oriental. Dirige valientemente la sublevación más grande de
ese territorio y destruye las importantes poblaciones de Ávila, Archidona y
Baeza. La causa principal para los trágicos sucesos es la explotación de parte
de los encomenderos que exigen excesivos tributos en tejidos, productos
vegetales y el codiciado oro. A esto hay
que agregar el trabajo forzado y los innumerables crímenes: muchos indios son
despedazados por los infaltables perros.
Apresado Jumande por el cacique Puento de
Cayambe es conducido a Quito donde es victimado junto con los pendes Beto, Guami y Ayca. Los
escritores Piedad y Alfredo Costales describen así su tortura y muerte en 1579:
(…) a Jumande le sujetan fuertemente con sogas al
rollo o picota de piedra y a los demás pendes
en las horcas provisionales e inician las torturas usando enormes tenazas
caldeadas al vivo, de dos brazos trabados por un clavillo o eje, con las que
van arrancando pedazos de carne.
Cuando se comprueba que los reos
han muerto, se les baja de la horca, y mediante ganchos de hierros, les
descuartizan para exhibir los cuerpos humanos en las principales entradas de la
ciudad, para escarmientos de los futuros sediciosos. Las cabezas decapitadas,
principalmente la de Jumande, se exhiben públicamente en el propio rollo de San
Blas.[13]
Muchos otros cabecillas indios, tanto del
Oriente como de Quito, también son castigados. Estos últimos, por haber
participado en la conspiración, son privados de sus cargos y desterrados a la
Costa, donde todos perecen por el clima ardiente y las enfermedades.
De la muerte de Jumande, para que sirva de
enmienda y siembre el terror entre los indios, se hace todo un espectáculo
macabro. La mayor parte de los jefes de
las regiones orientales sublevadas y de las comarcas quiteñas son traídos a la
ciudad para que presencien los suplicios. Los españoles quieren que el
sangriento suceso se grave en la memoria de la generación presente y perdure en
las futuras.
Al final, la conquista y la consiguiente
colonización, cimentadas con la sangre derramada y el sufrimiento indio, se
consolida y puede cumplir sus objetivos primordiales.
Las riquezas pasan a manos de los conquistadores:
minas de todas las clases y tierras con todos sus productos. Los antiguos
dueños son inmisericordemente despojados. O mejor, expropiados.
Los antiguos señores se transforman en
sirvientes: van a las mitas para morir en sus antros o para ser martirizados en
obrajes o haciendas. Son la mano de obra
barata o gratuita para todos los quehaceres: cargadores, o mulas de todos los
caminos, barredores de todos los poblados, lacayos de todo funcionario. Y las
mujeres indias son las pongas o carne
de placer para los párrocos rurales.
Siendo así el sufrimiento y el dolor se
convierten en males permanentes. El
mismo rey tiene que prohibir en ocasiones las prácticas más sádicas y
oprobiosas. En una Cédula de 1582 se pide a las autoridades coloniales que eviten
que
los indios sean vendidos como esclavos y muertos a azotes; que las mujeres mueran y revienten
con las pesadas cargas; que vivan y duerman en los campos donde pacen y crían a
sus hijos, mordidos de sabandijas ponzoñosas; que se ahorquen y tomen yerbas
venenosas; que maten las madres a sus hijos para librarles de la tiranía de los
encomenderos, para eximirles de los trabajos que padecían…[14]
Pero no hay rey ni cédula que puedan impedir
los bárbaros hechos, y la barbarie, por tanto, permanece y se prolonga por
siglos.
Todo sigue igual. Tiene razón el poeta César
Dávila Andrade cuando dice:
Y a un
Cristo, adrede, tam trujeron,
entre
lanzas, banderas y caballos.
Y a su
nombre, hicieron me agradecer el hambre,
la
muerte y la desraza de mi raza.[15]
Así,
a nombre de Cristo, el tormento se prolonga por siglos. Las lanzas y caballos,
el hambre y los azotes, nunca desaparecen.
JUSTIFICACIÓN DE LA CONQUISTA[16]
Todo conquistador trata de justificar su
conquista para esconder o aminorar la explotación y desmanes que ejercen sobre
los pueblos conquistados. Y para esto, la justificación más socorrida, es que
se trata de gentes inferiores, cuyas costumbres y pensamiento, son sometidos a
una crítica implacable a la par que inconsistente desde un punto de vista ético
y científico.
Esto, desde muy antiguo. Ya Aristóteles en su
conocido y célebre libro Política,
habla de pueblos bárbaros, de pueblos esclavos
por naturaleza, cuyo destino no es otro que el de ser conquistados y
esclavizados para que trabajen y sirvan a los griegos, derecho justo dada su
superioridad racial. Y esta tesis se difunde grandemente y sirve para la
expansión de Roma.
De larga vida la tal tesis, llega a América
con la espada de los conquistadores y la cruz de los misioneros. Y aquí, en
algunos casos, se radicaliza al extremo de sostener que los indios americanos
carecen de alma y no pertenecen a la especie humana. El Papa, para no amenguar
la labor evangelizadora, tiene que intervenir y decir que si tienen alma y que
por tanto son hombres. Pablo III, en su
bula Sublimis Deus –1537- tiene que
declarar esto:
Nos, que aunque indignos, ejercemos en la tierra el
poder de Nuestro Señor… consideramos sin embargo que los indios son verdaderos
hombres y que no solo son capaces de entender la fe católica, sino que, de
acuerdo con nuestras informaciones, se hallan deseosos de recibirla.[17]
La bula papal es urgente e imprescindible, porque es obvio que si los
indios no pertenecen a la especie humana, la evangelización de sus pueblos no
tiene sentido. Si para ellos no existe otra vida después de la muerte por
carecer de alma, ¿para qué el esfuerzo de su cristianización?
Empero, la singular bula papal, es quizás más
imperiosa y necesaria para la monarquía española. Para sus reyes es un
importante instrumento de conquista, pues una religión que predica la
resignación y el sometimiento, resulta un arma formidable para imponer el
dominio y consolidar la colonización. Es
el cuchillo pontificio de que nos
habla nuestro obispo Gaspar de Villarroel. Por tanto, hay que imponer el
catolicismo a cualquier costo, para lo
cual es forzoso arrasar las religiones indígenas, como efectivamente sucede.
Una cohorte de clérigos, destruyendo todo lo que para ellos significa
idolatría, se desplaza por todos los rincones del nuevo continente para cumplir
tan sagrado oficio. Un Diego de Landa, por ejemplo, se destaca en el
cumplimiento de este cometido por las tierras mayas.
Tan fundamental es la implantación de la
religión católica, que muchos juristas y teólogos, la consideran como justa causa para la conquista.
Monumento de Vitoria en la Universidad de Salamanca |
Pero si bien la bula aludida saca de la
animalidad al indígena, no por eso se libra de la inferioridad, calidad
indispensable para justificar la conquista.
Así el dominico Francisco de Vitoria, uno de los que sostienen que es
justa causa de guerra la oposición de los bárbaros
a la propagación del Evangelio, dice esto sobre los indios:
Esos bárbaros, aunque, como se ha dicho, no sean del
todo incapaces, distan sin embargo, tan poco de los retrasados mentales que parece
no son idóneos para constituir y administrar una república legítima dentro de
los límites humanos y políticos. Por lo cual no tienen leyes adecuadas, ni
magistrados, ni siquiera son suficientemente capaces para gobernar la familia.
Hasta carecen de ciencias y artes, no
sólo liberales sino también mecánicas, y de una agricultura diligente, de
artesanías y de otras muchas comodidades que son hasta necesarias para la vida
humana.[18]
El buen fraile –tan alabado por ciertos
historiadores– duda si este retraso mental es justo título para la conquista.
Menéndez Pelayo, dice que con él, entró
a raudales la luz!
Más radical y menos dubitativo es el famoso
fray Ginés de Sepúlveda. En su Tratado
sobre las justas causas de la guerra contra los indios no se cansa de buscar
motivos para justificar el sometimiento de los indígenas americanos, para lo cual acumula sobre ellos, junto con
la consabida falta de razón, una serie de vicios y defectos. Y para su condena
a los que llama hombrecillos con apenas
vestigios de humanidad se basa, no sólo en Aristóteles, sino en San
Agustín, Santo Tomás de Aquino y algunos pasajes bíblicos. Oídle:
Monumento de Sepúlveda en su ciudad natal |
Con perfecto derecho los españoles ejercen su dominio
sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en
prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos son tan
inferiores a los españoles como los niños a
los adultos, las mujeres a los varones, como gentes crueles e inhumanos
a muy mansos, exageradamente intemperantes a continentes y moderados, finalmente,
estoy por decir cuanto los monos a los hombres.
La
justa guerra es causa de la justa esclavitud, la cual contraída por el derecho
de gentes, lleva consigo la pérdida de la libertad y de los bienes.[19]
Con estas tesis se enfrenta en 1550-1551 en
la Junta de Valladolid a fray Bartolomé de las Casas, alto representante de las
ideas democráticas españolas, encerradas por desgracia en esa época en los
débiles círculos erasmistas, que para no ser reprimidos por la Inquisición
expresan su pensamiento con extrema cautela. Su combate se fundamenta,
principalmente, en el cristianismo primitivo. Y llega lejos. Al final de su vida llega a plantear que se
devuelvan a los indios “los bienes
robados y que los españoles abandonaran las colonias”.[20]
A Sepúlveda le sonríe la buena suerte. Los
conquistadores del Cabildo de Méjico, agradecidos, le regalan doscientos pesos de oro en minas. Gran
negociante llega a formar una inmensa fortuna que hasta le permite fundar un
mayorazgo.
También un obispo franciscano, Francisco
Ruiz, piensa que el indio “aunque es gente maliciosa para concebir ruindad en
daño de los cristianos, no es gente capaz ni de juicio natural para recibir la
fe ni las otras virtudes de crianza necesarias a su conversión”.[21]
Otro religioso, Betanzos –conocido enemigo de Las Casas–, propone que los
indios sean repartidos preferentemente en las encomiendas, y hasta se da tiempo
para viajar a Roma, a fin de conseguir de la
Santa Sede una
declaración que diga que los indígenas “eran incapaces de la fe, lo cual
justificaría su total sometimiento al español americano”.[22]
Más aun: presenta un memorial al Consejo de Indias donde dice “que los indios
eran bestias, que habían pecado, que Dios los había condenado, y que debían
perecer todos”.[23] De
estas últimas expresiones se retracta ante notario en su lecho de muerte,
retractación que para el escritor Juan Friede, no es sino una póliza cómoda y barata, habitual en esa
época para no ser condenados en el juicio final. Y finalmente, para que no
falte una afirmación bastante cómica, es
de anotar que el jesuita Paleotti, en voluminoso libro continente de sus
sermones, afirma también que los indios están eternamente condenados por
descender del diablo y de una hija de Noé!
Otro religioso, el dominico Tomás Ortiz,
envía al Consejo de Indias una larguísima diatriba contra los indios caribes,
donde constan los dos pequeños párrafos que copiamos a continuación:
Los hombres de tierra firme de Indias comen carne
humana, y son sodomíticos más que ninguna otra generación. Ninguna justicia hay
entre ellos, andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza, son como asnos,
abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse ni matar…
Cuando más crecen se hacen peores; hasta los diez o
doce años parecen que han de salir con alguna crianza; pero de allí en adelante
se vuelven como brutos animales; en fin, digo que nunca crió Dios tan cocida
gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o cortesía.[24]
Además, no son capaces de doctrina, sus
juicios son bajos y apocados, no tienen arte ni maña de hombres, no quieren
mudar de costumbres ni de dioses, son cobardes como liebres, sucios como
puercos, crueles, ladrones, mentirosos, haraganes, hechiceros, micrománticos y
numerosos defectos y vicios más. Hasta se anota que no tienen barba… En fin, un
verdadero padrón de deficiencias y perversiones.
Y todo esto, con una finalidad concreta:
demostrar la inferioridad del indio y conseguir su esclavización como lógica
consecuencia. Y por desgracia, el Consejo de Indias y el emperador, dan oídos a
la cruel petición y esos indios son convertidos en esclavos. Sólo después de
algunos años es derogada esa disposición.
También algunos cronistas defienden la tesis
de la inferioridad del indio y el tácito derecho de conquista. Para esto
acumulan e inventan taras, describen cuadros sombríos sobre su vida y ponen en
duda su capacidad para ser libre. Sin comprender, o comprendiendo –que es peor–
el grado de desarrollo de algunos pueblos de este continente, sus religiones
son consideradas idolátricas y por tanto indignas de subsistir, varias
costumbres son calificadas de pecaminosas e intolerables, sus formas de
gobierno son dura e injustamente criticadas.
El caso más frecuente es el que se refiere a las distintas formas de
matrimonio aquí existentes, formas por las que han atravesado todos los pueblos
hasta llegar a la monogamia, son perseguidas sin tregua por constituir pecado.
Nos vamos a referir brevemente solo a dos
cronistas, Fernández de Oviedo y López de Gómara, por ser quizá, los ejemplos
más notorios.
Portada del libro de Fernández de Oviedo |
El primero, Fernández de Oviedo, sirve de
fuente a Sepúlveda para su demostración de la inferioridad del indio. El
cronista, en su Historia General y
Natural de Indias, al igual que Ortiz, dice que son ociosos, mentirosos, crueles, inhumanos,
sodomitas, de frágil memoria, inclinados al mal y con toda clase de vicios.
Agrega que nada se puede esperar de ellos, porque tienen un cráneo tan grueso y
duro que las espadas de los conquistadores se rompen cuando llegan a ellos…
Las Casas combate iracundo estas
afirmaciones. Refiriéndose a la acusación de sodomía, por ejemplo, dice que
acerca de “este asunto he hecho diligentísima pesquisa y he encontrado que el
nefando vicio de sodomía entre los Indios o no se da absolutamente o es
rarísimo”,[25]
añadiendo que ese crimen abominable era castigado por las mujeres de la Isla
Española, ya que la acusación de Fernández de Oviedo alude a sus
habitantes. Dice que uno de los motivos
para sus mentiras y difamaciones, es que, por tener el cargo de veedor, “era uno de los encargados de
despojar a los indios y apoderarse del botín”.[26]
Benjamín Carrión, con toda justicia, califica
a Fernández de Oviedo de gran calumniador.
López de Gómara, en su voluminosa Historia General de las Indias, entre
pequeñas críticas a los abusos más notorios de los conquistadores, también
desacredita y denigra a los pueblos americanos. No en vano, para justificar la
conquista, recomienda la lectura de Sepúlveda.
Entre las varias acusaciones a los indígenas
de América, únicamente citaremos esta, referente a los indios de la Isla
Española:
Facilísimamente se juntan con las mujeres, y aun como
cuervos o víboras, y peor; dejando aparte que son grandísimos sodomitas,
holgazanes, mentirosos, ingratos, mudables y ruines.[27]
Las Casas también combate y desmiente a López
de Gómara. Dice que excusa todas las maldades de Cortez –toda la segunda parte
de su libro está dedicado a la conquista de México– por ser su sirviente y
haber recibido sus favores. Afirma que su lenguaje infamatorio contra los
pueblos americanos es el de los españoles que quieren justificar las
violencias, robos y matanzas de la conquista. Y esto es cierto. Este cronista
es sin duda uno de los mayores defensores de la dominación de los indios y de
la ocupación de sus tierras. “Ahora –dice refiriéndose a los mejicanos– son
señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña. Pagan tan pocos
tributos, que viven descansados”.[28]
Hasta se atreve a decir que Dios les hizo
merced en ser de los españoles.
Desde luego, así como hay sacerdotes que
defienden a los indios, también hay cronistas que resaltan sus valores y
condenan la violencia de los conquistadores. Cieza de León por ejemplo, si bien
señala costumbres que son nocivas según su criterio, tiene el mérito de admirar
el gobierno de los incas y mostrar sus adelantos, y, sobre todo, el mérito de
dolerse por la destrucción de tantos “reinos” americanos y de condenar varias
crueldades de los españoles. Es de citar así mismo al cronista jesuita José de
Acosta. Dejando a un lado sus continuas referencias a la intervención del
demonio en la vida indígena, se distingue por rebatir la tesis de inferioridad
racial. En su Historia natural y moral de
las Indias dice que uno de los fines para escribir sobre las costumbres y
gobierno de los indios, es “deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene
de ellos, como de gente bruta, y bestial y sin entendimiento o tan corto que
apenas merece ese nombre”, y que de este “engaño se sigue hacerles muchos y muy
notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y
despreciando cualquier género de respeto que se les tenga”.[29]
Afirma que tienen cosas dignas de admiración, y que su capacidad para aprender,
aventaja a muchas de nuestras repúblicas.
Más tarde, cuando ya nos habíamos librado del
coloniaje e iniciado la vida independiente, el científico francés Alcides
D’Orbigny, después de estudiar a la mayoría de los pueblos indios
sudamericanos, después de criticar a los autores que hablan de la inferioridad
del indio, dice esto:
El Americano no está privado de ninguna de las
facultades de los otros pueblos; sólo le falta la oportunidad para
desenvolverla. Cuando esas naciones sean libres, mostrarán mucha más facilidad
en todo género de actividad intelectual, y si hoy algunas de ellas no son más que la sombra de lo que han sido,
ello se debe solamente a su posición social actual.[30]
Pone en alto las facultades intelectuales de
los pueblos que ha recorrido y estudiado. Elogia los adelantos alcanzados por
algunos antes de la conquista. Y, como se ve,
condena la explotación de que son víctimas, causa de su miserable
situación.
Por desgracia, la falsa teoría de la
inferioridad inventada para justificar la conquista como tenemos dicho, una vez
terminada ésta y consolidada la colonia, se transforma en instrumento y
justificación de la explotación, porque según su lógica, el inferior es apto
sólo para la servidumbre y está condenado a servir al amo, al superior.
Y así, la explotación se prolonga largamente.
De la colonia pasa a la república y perdura hasta nuestros días. Y por fuerza,
junto a la explotación, subsiste la
teoría de la inferioridad, que unas veces se manifiesta en forma socapada y en
otras con todo descaro.
Mas a veces, la teoría espuria de la
inferioridad, adquiere apariencias “científicas”. Este es el caso, entre
nosotros del escritor-terrateniente Emilio Bonifaz, autor de un libro titulado Los indígenas de altura del Ecuador,
donde basándose en estudios extranjeros sobre todo –algunos de clara intención
racista– pondera las deficiencias del bajo cuociente de inteligencia de los
indios de nuestra serranía. Como remedio propone el mestizaje, que aporta
nuevos genes, dice, genes superiores desde luego. Forma de mejoramiento racial
concebible como dice Mariátegui en sus Siete
Ensayos, sólo en la mente de un importador
de carneros merinos.
Los explotadores del indio, empero, no
solamente que lo discriminan como inferior, sino que se enfurecen y combaten
con todas las armas a los que denuncian la explotación. Cuando nuestra literatura social empezó a
reflejar la realidad de nuestro campo, se les erizaron los pelos a los
latifundistas y a sus sirvientes. Recuérdese lo que sucedió con la novela Huasipungo. Aparte de encontrar peros
literarios por todos los lados, se dijo que constituía una deshonra para el
Ecuador, porque para ellos la deshonra y el pecado no era la miseria del indio,
sino el hecho de que se la destapara y mostrara al mundo. La grita fue inmensa.
Y hasta un arzobispo, según cuenta Icaza en una entrevista, prohíbe la lectura
de sus novelas y cuentos por ser dizque, engendro
del demonio!
Véase, entonces, las consecuencias y la
persistencia de la mentirosa doctrina de la inferioridad del indio traída por
los conquistadores.
[1] Tomado de Oswaldo
Albornoz Peralta, Páginas de la historia
ecuatoriana, t. 1, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín
Carrión”, Quito, 2007, pp. 17-38.
[2] Enrique Garcés, Rumiñahui,
Casa de la Cultura
Ecuatoriana, Quito, 1953, p. 101.
[3] Henri Favre, Los Incas,
Vilassar del Mar, Barcelona, 1975, p. 116.
[4] Alejandro Lipschutz, El
problema racial en la conquista de América, Siglo Veintiuno Editores,
México, 1975, p. 176.
[5] Germán Arciniegas, El
caballero de El Dorado, Editorial Losada S. A., Buenos Aires, 1942, pp.
176-177.
[6] Fray Bartolomé de las Casas, Tratados,
t. I, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, pp. 169-171.
[7] Enrique Garcés, Rumiñahui,
op. cit., p. 135.
[8] Aquiles Pérez, Historia de la República del Ecuador,
t. I, Litografía e Imprenta Romero, Quito, s. f., p. 96.
[9] Germán Arciniegas, El
Caballero de El Dorado, op. cit., p. 147.
[10] Pedro Cieza de León, La
crónica del Perú, Espasa-Calpe Argentina S.A., Buenos Aires, 1945, p. 291.
[11] Udo Oberem, Los Quijos,
Instituto Otavaleño de Antropología, Otavalo, 1980, p. 67.
[12] Jorge Enrique Adoum, “El sol bajo las patas de los caballos”, en
la revista La última rueda N° 1,
Editorial Universitaria, Quito, 1975, p. 81.
[13] Piedad y Alfredo Costales, Jumande
o la confabulación de los brujos, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1983, pp.
90, 91,92.
[14] Alfonso María Mora, La
conquista española juzgada jurídica y sociológicamente, Imprenta Municipal,
Quito, 1943, p. 78.
[15] César Dávila Andrade, Boletín
y elegía de las mitas, Casa de la Cultura Ecuatoriana
Núcleo del Azuay, Cuenca, 1960, p. 17.
[17] William Mejía Botero (comp.), Antología
Histórica, Editorial Norma, Bogotá, s. f., pp. 25-26.
[18] Idem, p. 39.
[19] Alejandro Lipschutz, El
problema racial en la conquista de América, Siglo veintiuno editores,
México, 1963, pp. 72, 75.
[20] J. Grigulévich, La Iglesia católica y el movimiento de liberación en
América Latina, Editorial Progreso, Moscú, 1984, p. 43.
[21] Lewis Hanke, Más polémica y
un poco de verdad acerca de la lucha española por la justicia en la conquista
de América, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1967, p. 42.
[22] Juan Friede, Bartolomé de
las Casas: precursor del anticolonialismo, Siglo veintiuno editores,
segunda edición, México, 1976, p. 295.
[23] Lewis Hanke, Bartolomé de
las Casas, EUDEBA, Buenos Aires, 1968, p. 16.
[24] López de Gómara, Historia
General de las Indias, t. I,
Talleres Gráficos Agustín Núñez, Barcelona, 1954, p. 365.
[25] Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, Apología, Editora Nacional, Madrid,
1975, p. 43.
[26] Idem, p. 379.
[27] López de Gómara, Historia
General de las Indias, op. cit., t. I, p. 51.
[28] Idem., t. II, p. 429.
[29] José de Acosta, Historia
natural y moral de las Indias, Fondo
de Cultura Económica, México, 1962, p. 280.
[30] A. D’Orbigny, El hombre
americano, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1944, p. 117.