EL
CRIMEN DE EL EJIDO[1]
Oswaldo Albornoz Peralta
La trama del crimen, si bien ya
antes había sido concebida por algunos, empezó a desarrollarse en forma clara
y definida con la revolución del general Montero, revolución que tuvo como fin frustrar la candidatura y el ascenso al poder de Leonidas Plaza ─jefe
de la derecha liberal─ para defender las conquistas democráticas alcanzadas que corrían el peligro de
desaparecer, o convertirse
en letra muerta.
Ya ni siquiera se disimuló la meta perseguida, pidiéndose desembozadamente la cabeza de los revolucionarios. Primero, claro está, la cabeza del
soldado montubio:
Metacarpo que suda tinta
en este retrato de
la mula
entidad de ese estúpido guerrero
os invita a romper la servidumbre
que avergüenza la patria ecuatoriana,
escalando la cumbre
del cerro de Santa
Ana;
y, desde la colina,
que a Guayaquil
domina,
a administrar al
perro traicionero
Pedro J. Montero
pildoritas de plomo
... y estricnina.[2]
Estos versos, insertos en el
folleto titulado El Partido Conservador
sindica a los asesinos de Alfaro y compañeros editado en Panamá en 1919, fueron publicados en Riobamba y reproducidos en La Prensa de Quito. Estaban firmados por Metacarpo, seudónimo de César Borja Cordero, poeta y aristócrata “liberal”
guayaquileño.
Como se sabe, las pildoritas de
plomo fueron administradas en realidad, seguidas de un festín canibalesco que repugna
recordar. Después de apresado, un consejo de guerra le condenó a 16 años de
reclusión mayor, y cuando se leía esta
sentencia al prisionero, fue
victimado a tiros por la misma guardia encargada de su custodia. El general colombiano César Sánchez Núñez, testigo de los trágicos sucesos, en su
libro Fuego y sangre,
publicado en Bogotá en 1913, dice: “Luego
los asesinos en número de más de doscientos, bestias feroces, arrastraron el
cadáver escaleras abajo y lo pasearon por la calle Aguirre hasta la Plaza de
Rocafuerte, en donde designan el sitio
para quemarlo. Ya le han
arrancado un brazo, el derecho; le han sacado los intestinos y el corazón, como también mutilado…Detente pluma ante la moral…”.[3]
Los delincuentes se llevan la cabeza y el corazón
de la víctima como sangrientos
trofeos de guerra, tal como sucedía entre las tribus primitivas, y la viuda tiene que pedir su devolución en el siguiente cablegrama dirigido
al encargado del poder ejecutivo:
“Señor.- Deber sagrado de esposa
me obliga a dirigirme a usted, para solicitar entrega cabeza y corazón de mi esposo señor general Pedro J. Montero que existen como trofeos en poder
del Ejército del general Leonidas Plaza
Gutiérrez, cobarde y alevosamente asesinado
anoche”.[4]
Y, luego de esto, el general Plaza tuvo
la avilantez de acusar al pueblo de Guayaquil del nefando crimen. “El pueblo forzó las puertas, y lo ultimó a balazos.
Acto de justicia popular pero bárbaro y
cruel”.[5]
Así consta en una circular dirigida a
gobernadores, jefes de zona y delegados
militares. ¡Eso repite en cable dirigido al presidente y a sus ministros!
Pero la cabeza de Montero no
fue sino el inicio. Lo que se perseguía
en verdad, muy sagazmente y con
miras de largo alcance, era la total eliminación de los jefes militares alfaristas, que constituían dentro del ejército un baluarte de la revolución. En
Quito se repartieron hojas sueltas,
impresas en la imprenta oficial
de la Escuela de Artes y Oficios, con la nómina de todos los que debían “ser pasados, por las armas por la espalda, previa formal degradación”,
desde generales hasta sargentos
mayores, ofreciéndose dar a conocer después “los nombres de los demás Jefes y Oficiales que merecen el mismo castigo”. Este
objetivo, aunque todavía sin la
liquidación física, había sido
iniciado ya por Plaza en su primera administración, según confiesa en una carta, a Lizardo García transcrita en la obra de Roberto Andrade ¡Sangre! ¿Quién la derramó?: “Muy difícil, me parece ─dice─ que existan militares alfaristas en los
cuarteles en la depuración que he hecho en
cuatro años de una dedicación
esmerada en el asunto”.[6]
Sin embargo, existían. Tan
arraigado estaba allí el alfarismo.
Asesinado Montero, el turno
correspondía a los otros prisioneros, arteramente detenidos luego del rompimiento de las capitulaciones de Huigra.
Para eso era necesario conducirlos a
Quito, donde predominaban
las fuerzas placistas y conservadoras, donde el ambiente se había preparado mejor mediante una calumniosa campaña de prensa y donde los más
altos personeros de gobierno estaban
complotados para el crimen.
La muerte estaba allí, tal como todos decían y sabían. La Constitución,
periódico oficial dirigido por el ministro Octavio Díaz, afirmaba sin ambages en un editorial que “Alfaro cayó para siempre
el once de Agosto, y si viene será para
que el pueblo de Quito haga
con él y los suyos lo que hizo el pueblo de Lima con los Gutiérrez”.[7]
Quito era el escenario escogido y preparado.
Por esta razón, cuando se cree que el viaje de los generales a esta ciudad iba a ser suspendido, la furibunda protesta de la élite antialfarista no
se hizo esperar, tal como aparece de un telegrama que consta transcrito en
el libro titulado El mes trágico. Dice así:
"Señores Generales Plaza y Andrade.- La sola lectura
de los telegramas de ustedes al Gobierno, ha causado
profunda indignación en las masas populares, que
piden a grito herido la sanción legal para los traidores y el
cumplimiento inmediato de la orden del Gobierno
para que sean remitidos a esta capital. El comicio
popular reunido en este instante en casa del Encargado
del Poder Ejecutivo, ha resuelto lo arriba expresado".[8]
La comunicación anterior está firmada, entre muchísimos otros, por Juan Francisco Game, Lino Cárdenas, José Gabriel Navarro, Juan León
Mera Iturralde, Aurelio de la Torre,
Alfonso Moscoso, Manuel Stacey,
Carlos Villavicencio, Melchor Costales, Carlos G. Ordóñez, Eduardo Mena
Caamaño, J. Francisco Urrutia Suárez y Francisco Chiriboga Donoso.
Todos estaban desesperados por la
posibilidad de que las víctimas
escaparan del sacrificio ya resuelto. El tal comicio popular había sido preparado ex profeso para dar fuerza al mal intencionado pedido. Pedido o
exigencia que tenía el pase ─la autorización─ de Carlos Freile Zaldumbide, cómplice principal de la tragedia
que se preparaba.
El viaje a Quito era, pues, imprescindible.
El tren ─el tren traído con tanto esfuerzo por Alfaro─ empezó el ascenso de los Andes en un
día de enero de 1912. Parecía un
cortejo fúnebre. Los prisioneros
sabían, de antemano, el fin que les esperaba. Nadie se hacía ilusiones al respecto.
Llegados a Quito en pleno día, los prisioneros fueron dejados en el Panóptico a merced de la turba previamente preparada, pues el batallón
“Marañón” que les condujo desde Guayaquil
se retiró por orden expresa del coronel Sierra, un adlátere de Plaza. La guardia
del Penal, cuando entraron los asesinos, permaneció impasible. Sin ninguna defensa los detenidos fueron sacrificados
y sacados a la calle para el innoble arrastre verificado en medio de
escenas indescriptibles por sus bajezas, las que no obstante eran
aplaudidas desde los balcones por las damas de la alta sociedad, que arrojaban sogas
y banderolas a los arrastradores, tal como afirma el escritor colombiano Sánchez Núñez en su libro Fuego y sangre,
aparecido en Bogotá un año después de la masacre. El coronel Olmedo Alfaro cita entre los azuzadores a un Arteta, a
Jacinto Jijón y Caamaño, a Alejandro
Salvador, a Carlos Pérez
Quiñones, a Fernando Pérez Quiñones y a Rafael Vásconez Gómez; ¡los tres últimos, también generosos donadores de dinero para los asesinos![9]
Y vino el final dantesco: la
incineración de los cadáveres en las piras de El Ejido. Era el 28
de enero de 1912.
Foto original de la hoguera bárbara en El Ejido |
Todo había sucedido sin que la fuerza pública
intervenga para nada. Con el silencio total del clero que tanto predicaba caridad. Sólo cuando todo
había terminado, cuando nada había que
hacer, el arzobispo salió
a las calles para apaciguar al pueblo. Más parecía una sanción de los hechos consumados.
Eloy Alfaro, Medardo Alfaro,
Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, Manuel Serrano, Luciano
Coral: he aquí los nombres de las ilustres
víctimas. El coronel Belisario
Torres había sido asesinado anticipadamente.
Los mártires de enero de 1912 |
La
Prensa ─otro periódico
placista─ festejaba los
crímenes con unos versos que terminaban así: “Y soledad tan inmensa ─el alma dice suspensa─ bien muerto está Eloy Alfaro”.
La reacción ha querido culpar al pueblo de los sangrientos acontecimientos para salvar su responsabilidad, tesis a veces acogida por
escritores que no son de
derecha, sin darse cuenta que esa postura ayuda a lavar las culpas de los
verdaderos responsables. Nada más
falsa que esta astuta afirmación, no respaldada con ninguna prueba. “El pueblo, ni masa alguna participó en el crimen, fue un puñado de fanáticos,
reaccionarios y asalariados”,[10]
afirma con toda razón Elías Muñoz Vicuña
en su documentado libro Los generales no
corren.
Baldón, entonces, para los responsables. Y más todavía
para los responsables intelectuales, que agazapados
cobardemente manejaron los títeres.
LAS
FUERZAS IMPULSORAS DE LOS ACONTECIMIENTOS DE
ENERO DE 1912
Se ha dicho que los
acontecimientos que culminaron el 28 de enero de 1912 fueron originados
solamente por rivalidades personales surgidas en el seno del liberalismo.
Este es el criterio de cierta historiografía burguesa cargada de superficialidad. Pero nosotros tenemos que buscar las causas de los
hechos en la lucha de clases y de fracciones que tenían lugar en
ese entonces, como consecuencia lógica de
intereses económicos contrarios, que
tenían su reflejo en el plano de la
ideología inclusive. Las mismas enemistades, en la mayoría de las veces, fueron manifestaciones de
esa pugna.
Las piras de El Ejido fueron
encendidas por los
liberales de derecha respaldados por el conservadorismo, con el propósito
manifiesto de terminar con el
alfarismo, que representaba el ala progresista del liberalismo. La clave de esta lucha estaba en el deseo que tenían los primeros por detener cualquier
avance que podía afectar sus intereses, en especial los fincados en la propiedad de la tierra, que la creían
amenazada. Veamos si en verdad fueron estas fuerzas las
que desencadenaron los trágicos sucesos.
El gobierno que regía el país ese momento era encarnación inequívoca del liberalismo de
derecha vinculado al latifundismo. El
presidente encargado Freile Zaldumbide era uno de los más ricos terratenientes,
al igual que los ministros Carlos
R. Tobar y Carlos Rendón Pérez, los dos primeros de la Sierra y el último de la
Costa. Octavio Díaz, ministro de
Gobierno, era un partidario
abierto de la fusión liberal─conservadora. Y la espada del régimen, general Plaza Gutiérrez, era un
rico latifundista de nuevo cuño, merced
a un matrimonio de conveniencia.
Y todos ellos, con más
o menos actividades participaron
en el crimen, aunque la compasión de algunos historiadores ─interesada o de buena fe─ haya querido librar de culpas a esos tales con
argumentos baladíes. Por ejemplo,
para defender a
Freile Zaldumbide
se ha alegado su bondad y hasta su corta inteligencia. Cierto que ese noble adinerado, tal como afirma Peralta en su libro Eloy
Alfaro y sus victimarios, era
de escaso cacumen, de carácter apocado y de exiguos conocimientos, pero ¿acaso la estulticia es siquiera atenuante y menos eximente de pena? La
salvaguarda de sus múltiples haciendas ─el escritor antes citado añade que temblaba ante “la posibilidad de la
pérdida de una parte de sus bienes, por
mínima que sea”─ fue el mejor
estímulo para su asquerosa actuación.[11]
Tampoco se pueden justificar los
otros casos, pues las pruebas en
contra son abrumadoras.
Estas mismas fuerzas, en
Guayaquil formaban un solo frente contra Alfaro. Basta revisar la
lista de los que patrocinaron el pronunciamiento de Montero para advertir que
faltan todos los grandes señorones,
los potentados del cacao y de la banca, que
antes, en 1895, habían peleado por
aparecer en primera fila. Es que la mayoría había plegado ya al otro
bando. La gran prensa ─El Telégrafo, El Grito del Pueblo Ecuatoriano, El Guante─ apoyaba al placismo.
La plana mayor de los bancos, igual cosa. Sobre todo el Banco Comercial y Agrícola, que se había
convertido en fortín de la oligarquía antialfarista,
formada especialmente de grandes
terratenientes y exportadores, como
se puede constatar revisando la nómina de dirigentes y socios. Era el banco que respaldaba incondicionalmente
a Plaza y de tanta confianza para ─éste que ya en 1905 se había palanqueado la
gerencia de la Sucursal en Quito, según consta
de una carta dirigida a
Lizardo García. Pero eso sí, “en compañía de mi compadre Sánchez ─Sánchez Carbo─
para aprender con él y no hacer una plancha”.[12]
En la Sierra la masa de la
aristocracia terrateniente, tanto liberal como conservadora, estaba unida contra Alfaro. De
esto no queda ninguna duda después
de leer el libro de Luis Eduardo Bueno, El
mes trágico,
donde constan las comunicaciones y las firmas de los que solicitaban con vehemencia el traslado de los prisioneros a Quito para el condigno
castigo, es decir, para la muerte.
Veamos solamente, a manera de muestra, los nombre de algunos firmantes de Quito: Cristóbal Gangotena Jijón, Alfredo
Flores Caamaño, José Modesto Larrea,
Gabriel Gómez de la Torre,
Pedro Pallares Arteta, Luis Felipe Borja (h), José Rafael Bustamante, Ricardo del Hierro, Lino Cárdenas, Manuel Antonio Calisto, Melchor
Costales, Rafael Barba, Francisco Urrutia
Suárez, Eduardo Salazar
Gómez y muchísimos otros.[13]
Unos liberales y otros conservadores.
Pero todos, eso sí, poderosos latifundistas y nobles a carta cabal.
Es interesante constatar que en
la misma ciudad, el mayor de los bancos, el Banco del Pichincha ─el banco del clero y de los
grandes terratenientes─ estaba en el mismo lado, ya que sus
principales dirigentes y accionistas suscribieron también esos comunicados. Unos pocos nombres: Alberto Bustamante, Rafael Vásconez Gómez, Miguel Páez, Manuel Stacey, Antonio
Sierra y César Mantilla, director del diario El Comercio, periódico
antialfarista a rabiar.
También la prensa de Quito, al igual que la de Guayaquil, era furiosamente antialfarista. En forma criminal y desvergonzada incitó abiertamente el
asesinato de los prisioneros. Veamos siquiera dos ejemplos. El diario La Constitución, dirigido por el ministro
Octavio Díaz, decía lo siguiente en su editorial del 21 de enero de 1912:
La
hidra revolucionaria que se asomó por las orillas del Guayas ha recibido el golpe mortal en la cabeza, y si pudiera
creerse que todavía da señales de vida, no es más
que porque la cola del alfarismo ─que es lo último
que muere en todo anfibio─ se agita, azotando el suelo, en
desesperada lucha, con los últimos estertores de la agonía.
Un
poco más y de todo ello no quedará más que un cadáver repugnante y asqueroso, envuelto en su propia sangre y
veneno. ¡Cuestión de tiempo, solo de tiempo!
¡Ah, infames! sabed que al Ecuador hoy le basta una hora para
exterminaros![14]
Y La Prensa, que tenía como redactores a Gonzalo Córdova, Enrique Escudero y Aníbal Viteri Lafronte, entre otros, en un editorial titulado
“La víbora en su casa” del mismo mes de
enero de 1912, decía nada
menos que esto:
Esta
es la víbora que tenemos entre nosotros, oh ecuatorianos, y a esta víbora es preciso triturarla (…) no merece otra cosa que un salivazo
en la cara, hasta que llegue el momento de
castigarle con todo el rigor que merece su insolencia y sus crímenes …
Al
gobierno y al pueblo ecuatoriano, por su parte, y el Cuerpo Diplomático, por otra, todos estamos en el deber de dejar en
salvo, con nuestra actitud enérgica y altiva, la
majestad de la Nación, y las leyes de la moral y del honor.
A la víbora,
aplastarla.[15]
Y en las otras provincias el
panorama era igual o parecido.
Una gran parte de los
seudoliberales que dieron al traste con el alfarismo, ocuparon altísimos cargos en el gobierno del general
Alfaro, quien pensando afianzarse,
o por urgencias de dinero para el Fisco, como asevera Roberto Andrade, hizo muy
serias concesiones a este sector, con lo cual nada ganó la revolución, sino que, al contrario, empezó a ser minada desde
adentro. Este fue, sin duda, uno de sus
tantos errores.
Sin embargo, nunca confió en ellos porque preveía su traición. En carta de 1909 dirigida a la madre de Vargas Torres, decía lo siguiente:
Estos
hombres ilusos o felones impugnan como errores míos
o peor aún como a dolo, el titánico esfuerzo desplegado para
realizar, en corto tiempo obras fundamentales para
el progreso de la República, antes que los gobiernos que se sucedan vayan a ser conducidos por fingidos liberales que pactarán con la funesta y corrompida argolla que ha esclavizado durante tantos y tantos años a la mayoría de los habitantes de la Nación.[16]
La previsión se cumplió. La alianza de conservadores y
liberales de derecha, de facto había venido actuando desde mucho antes, como se ha visto. Los asesinatos no eran sino la culminación del
objetivo perseguido para terminar con toda
amenaza revolucionaria. Era
la llegada a la meta.
Pero las dos fuerzas coaligadas
tuvieron un aliado que actuaba desde las sombras, sobre seguro. Este aliado era el
imperialismo. De esto hablaremos en un próximo capítulo.
PADRÓN
DE INCITADORES DEL ARRASTRE
Dimos antes unos tantos nombres
de los aristócratas latifundistas que con
sus furibundos pedidos de castigo
y escarmiento para los generales derrotados, o mediante cualquiera otra clase de acciones, pusieron leña para prender la hoguera bárbara.
Ahora indicaremos las
propiedades de algunos de esos ricos terratenientes para que no se
diga que falseamos su ubicación
clasista y económica, procurando
que estén representados liberales y conservadores ─puesto que actuaron en híbrida conjunción─ a fin de no hacer odiosas discriminaciones. De ser
posible añadiremos unos pocos otros
nombres, advirtiendo que no se
trata de mostrar todo su patrimonio, sino solamente una parte, ínfima en
ciertos casos, a manera de muestra.
Empezamos.
Alfonso
Barba
Dueño de estas haciendas: El Hospital, Peguche, Piñán, Quinchuquí y
Coñaquí en Imbabura, y Capelo
en Pichincha.
Lino Cárdenas
En la Monografía del Cantón Mejía, de Pablo Reyes, consta como propietario de la hacienda El Rosario. Socio de la Sociedad de Crédito
Agrícola e Industrial de Quito.
Pedro Pallares
Arteta
Propietario de Santa Ana y
Chóntag, haciendas situadas en Pichincha. También fue socio de la Sociedad de Crédito Agrícola e Industrial que acabamos de indicar.
Ricardo del Hierro
Dueño de San José y Capote, latifundios situados en la provincia del Carchi. Su esposa, Aurelia Escudero, poseía
la hacienda Juigua en Cotopaxi.
Rafael Barba España
Eran de su pertenencia las
haciendas El Porvenir y San Germán
en Pichincha. Socio del Banco del Pichincha.
José
Rafael Bustamante
Propietario de la gran hacienda
Palugo en Pichincha. Fue presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura.
Eduardo Demarquet
Dueño de las haciendas denominadas Patalchubamba y La Delicia en Pichincha. Estuvo casado con Beatriz Morla, de esa familia de latifundistas guayaquileños que ya conocemos. Emparentado con los
Fernández Salvador, grandes terratenientes de Pichincha.
Leonidas
Plaza Gutiérrez
El matrimonio Plaza─Lasso fue
dueño de las siguientes haciendas: Angla, Cochicaranqui,
Zuleta y Topo en Imbabura, y Chalupas, La
Ciénega, Rodrigana y Saquimalag
en Cotopaxi.[17] De lo que resulta
increíble esa leyenda de que un hijo suyo se costeó sus estudios vendiendo
manzanas en las calles de Nueva York,
a no ser que el propietario
de los ocho latifundios mencionados haya sido un Grandet.
Carlos Pérez
Quiñones
Propietario de las haciendas
San Rafael y Collas en Pichincha y Conraquí en Imbabura. Accionista de la Compañía Nacional de Tranvías, gerente de la Compañía de Crédito Agrícola e Industrial en 1911 y gerente del Banco del
Pichincha en 1913.
Alberto Bustamante
Dueño de la hacienda Culquipamba en Pichincha. Gerente de la Compañía de
Crédito Agrícola e Industrial.
Del Banco del Pichincha.
Gonzalo Córdova
Rivera
Dueño de la hacienda Ayancay en el Azuay. Presidente de la Cervecería La Campana de Quito. Del Banco del Pichincha. En el periódico La
Prensa de Quito, que dirigía, se
publicó después de los arrastres un tonto y asqueroso poema que terminaba así:
No tienes los homenajes
De los postreros saludos,
Y en tan necio desamparo,
Y en soledad tan inmensa,
El alma dice
suspensa:
¡Bien muerto está Eloy Alfaro!
Temístocles Terán
Dueño de las haciendas Mediano y San Agustín en Pichincha.De la Sociedad Nacional de Agricultura y de la
Cámara de Comercio de Quito.
Luis Robalino Dávila
Dueño de las haciendas Guasán, San José y Tanquis en la provincia del Chimborazo. Más tarde adquirió La Merced en Pichincha.
Fernando Pérez
Quiñones
Propietario de las siguientes
haciendas localizadas en Pichincha: Alcaldía, El Conde, Miranda, Pisuquí, San José de la Calera y San Pedro. Pertenecía al Banco del Pichincha y poseía la fábrica textil San Pedro en Imbabura.
Atanasio Zaldumbide
Gómez de la Torre
Junto con sus hermanos poseía los latifundios llamados Pimán, Carpuela y Yuracruz, situados en Imbabura. Se dice que el poeta Gonzalo
Zaldumbide se inspiró en estas haciendas para
escribir su tan conocida novela
Égloga trágica.
Pedro Villota Zarama
Dueño de La Merced y Conejeros en Pichincha. Su hermano Rafael poseía la hacienda La Josefina en la misma provincia.[18]
José
Francisco Román Checa
Dueño de la hacienda Barrotieta en
Pichincha. Su hermano Arturo fue dueño
de El Rosario en la misma provincia y ejecutivo
del Banco de Abasto de Quito.
Pablo Alberto Vásconez
Propietario de San Rafael en
Pichincha y de Palama en Cotopaxi. “Dueño
de vastas heredades”, como le califica el escritor Leonardo Barriga en su libro Valores humanos de Cotopaxi.
Miguel Valverde
Después de verificado el crimen de El Ejido escribió en El Globo de Manabí
un largo y bajo artículo justificando
y aplaudiendo la matanza. Pertenecía a una familia de terratenientes costeños según confiesa en su libro Anécdotas
de mi vida, publicado en Europa en 1919,
con prólogo de Gonzalo Zaldumbide.
Su padre fue dueño de una hacienda de caña de azúcar en Yaguachi, Guayas.
Lástima que no podamos seguir.
Pero nos parece que basta lo
expuesto para probar que fue el sector terrateniente el principal opositor de la revolución, oposición que al final se transformó en horrendo crimen. La formación de las facciones
alfarista y placista no tienen origen
en rivalidades personales como
algunos han sostenido, sino que se trata de una división de sectores clasistas con intereses diversos y una visión política distinta. Pensamos, por
esto, que el historiador Alfredo Pareja
Diezcanseco se equivoca cuando sustenta el primer punto de vista en el
agregado hecho en la segunda edición ─Clásicos Ariel─ de su conocida obra La hoguera bárbara.
Adición, porque no consta
esa tesis en el capítulo titulado “La sucesión” de la primera edición mexicana del año 44. El doctor Osvaldo Hurtado en su publicitado libro El poder político en
el Ecuador, también expresa ideas
parecidas al referirse al alfarismo y al placismo, a los que considera solamente como manifestaciones del caudillismo,
sin considerar que éste, de ninguna
manera excluye un antagonismo
clasista o de sectores de una misma clase.
No se trataba de facciones
personalistas, esencialmente. Para el año de 1912 el sector terrateniente de toda la república se había pronunciado en contra de Alfaro y en favor de Plaza.
Ya en el Acta del
pronunciamiento de Montero de diciembre de 1911, suscrita apenas por 106
personas, no se
encuentran los “grandes cacaos”, pues su inmensa mayoría estaba en el bando contrario
o esperaba en silencio el desenlace de los
acontecimientos, tanto que el
diario El Comercio de la ciudad de
Quito, en un editorial que llevaba el
significativo título de “Por el honor
de Guayaquil”, decía lo siguiente:
Nos parecía increíble
que la libérrima Guayaquil hubiese secundado la
traición de Montero o que, consumada esta, alcanzara a
merecer su apoyo. La nómina publicada de los que han
proclamado Jefe Supremo de la República a un soldado
vulgar manifiesta que ni uno solo de los guayaquileños que, por algún título
figuran en la sociedad, ha cometido la vileza de rendir
parias a la más infame de las felonías. De las 40
personas que en una ciudad de 68.000 habitantes se humillan
miserablemente ante Montero, todas son
desconocidas.[19]
El editorialista, como
se ve, mentía sobre el número de firmantes. Tampoco eran desconocidos, pues allí figuraban nombres de prestigiosos jefes militares que habían
ganado sus grados en los campos de batalla, como los coroneles León Benigno Palacios, Julio Concha, León
Valles Franco y otros de menor graduación. Otros eran destacados
dirigentes populares, como Juan E. Naula, por ejemplo. Mas esto no valía nada. Solo contaban los señorones de la aristocracia terrateniente y
los grandes financistas!
En Ambato ─ver Páginas de verdad de Ramón Lamus─ a los pocos días de la incineración de los generales, el 8 de febrero, la plana mayor del
gamonalismo ambateño sostiene en un
manifiesto que el “General Plaza
es el único llamado a ocupar el solio presidencial”.[20]
Entre los firmantes están nada menos que los
Holguín, los Vela Ortega, los Martínez,
los Vásconez, los Sevilla,
los Cobo, los Coloma, etc. Todos grandes propietarios.
En Manabí ─provincia que no hemos citado─ sucedía cosa parecida. En el valioso estudio de
Carmen Dueñas Historia económica y social del norte de Manabí se dice: “Para los años de 1911 y 1912, en que
se produce el último movimiento de
Alfaro, que culmina con
su asesinato, la burguesía comercial de Bahía, con excepción de aquellos fieles adeptos a Alfaro, quienes se mantienen como tal hasta la muerte, es ya
partidaria del orden y progreso y otorgan
todo su apoyo a la Constitución
y al General Leónidas Plaza”.[21]
La burguesía comercial manabita estaba
íntimamente ligada al latifundio.
La suerte estaba echada.
EL
IMPERIALISMO Y EL ASESINATO DE ALFARO
En el prólogo de las Obras Escogidas de Eloy Alfaro publicadas en 1959, Elías Muñoz
dice:
En
el asesinato de Alfaro no tiene menos intervención
la posición de los agentes diplomáticos de los grandes
países imperialistas, Estados Unidos e
Inglaterra, que impidieron a los respectivos cónsules tomaran medidas para
exigir el cumplimiento del armisticio
por el cual estaba asegurada la vida
de Alfaro, Montero y más líderes del liberalismo.[22]
Así es efectivamente, aunque antes no se haya dicho esa verdad en forma tan terminante, si bien es cierto que a raíz mismo de los acontecimientos
se puso en duda la soterrada actuación
de tales potencias, sobre todo
por parte de la prensa latinoamericana.
Se sabe que los cónsules de Estados Unidos y de Inglaterra radicados en Guayaquil, Herman Dietrich
y Alfredo Cartwright ─por pedido
de la ciudadanía y por amistad
con algunos de los prisioneros según se afirma─ firmaron y garantizaron el fiel cumplimiento del tratado de Huigra que aseguraba expresamente la vida de los detenidos, estando por consiguiente en la obligación
de demandar su respeto de acuerdo a las normas del derecho internacional. Pero eso no se hizo, porque sus
superiores, los representantes
diplomáticos de Quito, se opusieron
con tenacidad.
Apenas conoció la firma del tratado que ponía a salvo a los jefes de la revolución, el
gobierno de Quito entró en febril actividad para
dejarlo sin efecto, alegando que no estaba aprobado por el ejecutivo y que no
se había cumplido “con la
condición sine qua non de la entrega
de la plaza de Guayaquil que fue tomada por las armas por el heroico pueblo guayaquileño”,[23]
según consta de un telegrama de Freile Zaldumbide inserto en las Páginas de verdad de Ramón Lamus. La entrega de que se
habla fue impedida por las mismas fuerzas gobiernistas, pues los cónsules garantes, en comunicación al gobernador de la provincia, certifican la ninguna culpabilidad del general
Montero. No obstante, se tiene la
desvergüenza de alegar un hecho completamente
falso.
Por otra parte, el ministro de
Relaciones Exteriores Carlos R. Tobar ─que tenía la insolencia de decir que
nunca había estrechado la mano del general Eloy Alfaro por precaución y aseo─ emprendió en una gran campaña de prensa, citando a todos los
tratadistas de derecho que conocía, tratando
de demostrar que no eran
válidas las capitulaciones de Huigra.
El tratado de Huigra |
Es obvio que todos los
esfuerzos de Freile Zaldumbide y toda la sabiduría del señor Tobar hubieran quedado en la nada si los diplomáticos de las
dos grandes potencias, acostumbradas a hacer respetar sus decisiones hasta con la fuerza, hubieran resuelto
respaldar a sus cónsules. Sin duda,
no se trataba sino de una comedia
concertada para cubrir las apariencias y justificar una determinación ya tomada. Al final, el “Ministro norteamericano Evan E. Young ─son palabras
que constan en la parcial biografía de Alfaro escrita por Wilfrido Loor─ cree que Tobar está en lo justo, y
ordena al Cónsul de Guayaquil que se
abstenga de tomar parte en la
política interna del País, que limite sus atribuciones al cumplimiento de los deberes de su cargo”.[24]
Y añade Loor con toda verdad y
franqueza: “Con la conducta de Tobar
y de Young, los Alfaros pierden a sus mejores
defensores, y quedan a merced del gobierno de Quito, que se opone a su libertad”.[25]
Hay que aclarar solamente que la conducta de Tobar hubiera valido un bledo sin la conducta determinante del procónsul Young.
Tobar, alborozado, comunicó a Guayaquil el visto bueno para la matanza:
"Cuerpo
diplomático residente hame dicho haber telegrafiado a sus Cónsules en Guayaquil,
la abstención más completa respecto de asuntos
que no les concierne, tales como los relativos
a lo que el gobierno ha ordenado tocante
a los cabecillas de la revuelta de Cuartel que terminó".
Véase como los Estados Unidos, la potencia que nunca ha vacilado en inmiscuirse en los
asuntos de todas las naciones, ahora, para patrocinar un crimen ─ya que el ministro yanqui sabía perfectamente que
el traslado a Quito significaba la
muerte─ ¡hipócritamente prohibía
“tomar parte en la política interna del país"!
Ya nada había que hacer. Los cónsules tuvieron que acatar la resolución superior. Leónidas
Plaza ─firmante del tratado de Huigra y el mayor responsable de los crímenes─ llegó al extremo de disponer el arresto
del general Medardo Alfaro que se encontraba a
bordo del barco británico “Quito” y
que no había tenido ninguna
participación en los sucesos. Las protestas del capitán del barco y del cónsul Cartwright fueron desoídas, y la diplomacia inglesa, tan susceptible
en otras ocasiones, dejó pasar los hechos
como si nada. El acuerdo
se cumplía estrictamente.
El móvil para la intervención del imperialismo en los asesinatos del 28 de enero de 1912 ─del yanqui especialmente─ no fue sino el afán de eliminar
a un estadista patriota y decidido defensor de la soberanía nacional como el general Alfaro, considerado por
esta razón como un obstáculo para la fácil penetración extranjera en nuestro suelo, penetración necesaria
para poder medrar de sus riquezas. Para esto era menester de
mandatarios dóciles, de columna vertebral
doblegada, iguales a los que había
logrado imponer en otros pueblos. Y
Alfaro, tal como prueban sus actos, no reunía tales condiciones.
Es seguro, que aparte de lo
dicho, existían también motivos más concretos y más cercanos.
Plaza era hombre de plena confianza de Yanquilandia y no es difícil, dada su inescrupulosidad, que haya hecho
ofrecimientos generosos para lograr
apoyo. Roberto Andrade
cree que se había puesto en contacto con negociantes yanquis para vender Galápagos,
razón por la que una vez llegado al poder luego de los arrastres, hizo múltiples gestiones con ese fin y hasta buscó cómplices entre los gobiernos
latinoamericanos para realizar el siniestro plan.[26]
El periódico La Prensa de Lima, decía que el Ogro del Norte “se ha
cruzado de brazos ante las cenizas de
Alfaro”, porque recibió del placismo
“la más sólida oferta de venta del Archipiélago de Galápagos”. Y en el diario La
Crónica de la misma ciudad, se afirmaba que
Plaza “salió de Nueva York
llevando en su portafolio un contrato yankee para el saneamiento de Guayaquil y otros contratos yankees para empréstitos a tipos leoninos”.
El imperialismo, como se ha
visto, no trepidó en ayudar a los asesinos de Alfaro en aras de sus mezquinos intereses.
Un año más tarde ─aunque en
forma más directa─ sacrificará al
presidente Madero de México, valiéndose igualmente de sus representantes
diplomáticos.
[1] Capítulos del libro de Oswaldo Albornoz Peralta, Ecuador: Luces y sombras del liberalismo, Editorial El Duende, Quito, 1989, pp.
119-140.
[2] El Partido Conservador
sindica a los asesinos de Alfaro y compañeros, Panamá, 1919, p. 15.
[3] César Sánchez Núñez,
Fuego y sangre, Imp. Eléctrica, Bogotá,
1913, p. 56.
[4] La
semana trágica. Guayaquil criminal, 1914,
pp. 10, 4.
[5] Ibíd.
[6] Roberto Andrade ¡Sangre! ¿Quién la derramó?, Imp. antigua de “El Quiteño libre”, Quito, 1912,
p. 217.
[7] La Constitución Nº 45,
Quito, 10 de enero de 1912.
[8] Luis Eduardo
Bueno, El mes trágico: compilación de documentos para la historia
ecuatoriana, Imp.
Valdez, Quito, 1916, p. 223.
[9] Olmedo
Alfaro, El asesinato de Alfaro ante la historia y la
civilización, 1912.
[10] Elías
Muñoz Vicuña, Los
generales no corren, Imprenta de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil,
1981, p. 114.
[11] José Peralta, Eloy Alfaro y
sus victimarios, segunda edición,
Corporación “José Peralta”, Cuenca,
1977, p. 80.
[12] Roberto Andrade, ¡Sangre! ¿Quién la derramó?, op. cit., p. 217.
[13] Luis Eduardo Bueno, El mes trágico, op. cit.
[14] “Editorial”, La Constitución, Quito,
21 de enero de 1912.
[15] “La víbora en
su casa”, La Prensa, Quito, enero de 1912.
[16] Eloy Alfaro, “Carta dirigida a Delfina Torres”, Quito, 1909, en La liebre
ilustrada, Quito, 17 de abril de
1988.
[17] Ver Estructura agraria de la Sierra Centro - Norte, op.cit.,
[18] Luis Armendaris, Darío C. Guevara, Monografía del Cantón Rumiñahui, Imp. Ecuador, Quito,
1943.
[19] “Por el honor de Guayaquil”, El Comercio, Quito, enero de 1912.
[20] Ramón Lamus G., Páginas de verdad: la última guerra ecuatoriana 1911-1912,
Imprenta y Encuadernación Nacionales, Quito, 1912, pp. 312-313.
[21] Carmen Dueñas, Historia
económica y social del norte de Manabí, Ediciones Abya Yala, 1986.
[22] Elías Muñoz, Prólogo de las Obras Escogidas de
Eloy Alfaro, t. I, Ediciones “Viento del Pueblo”, Guayaquil, 1959, pp. X-XI.
[23] Ramón Lamus G., Páginas de verdad, op.cit., p. 169.
[24] Wilfrido Loor, Biografía de Alfaro, t. III, Editorial Moderna, Quito, 1947, p. 966.
[25] Ibíd.
[26] Roberto Andrade,
Vida y muerte de Eloy Alfaro, Nueva York, 1916.