La
revolución liberal y la mujer[1]
Oswaldo
Albornoz Peralta
La posición que ocupaba la mujer en la sociedad ecuatoriana
hasta antes de la revolución liberal no era justa en
ninguno de sus campos. El pensamiento colonial, cargado
de absurdos prejuicios feudales, no había desaparecido
todavía a pesar de las ráfagas de liberalismo traído
por la independencia. Su sitio estaba confinado al
hogar y nada tenía que hacer fuera de sus puertas, pues
casi todas las labores sociales, culturales y políticas
le estaban vedadas por la monolítica muralla, si no
legal, al menos del convencionalismo y la costumbre. Véase, para prueba, lo
que decía el Código Civil que empezó a regir desde
enero de 1861:
Art. 124.- El marido debe
protección a la mujer,
y la mujer obediencia al marido.
Art. 125.- La potestad
marital es el conjunto de derechos que las leyes conceden al marido sobre la persona y bienes de la
mujer.
Art. 234.- La patria
potestad es el conjunto de derechos que la ley da al padre legítimo
sobre sus hijos no emancipados. Estos derechos no
pertenecen a la madre.
Sólo después, en 1871, se concedió a la madre la
patria potestad sobre sus hijos.
En la Constitución de 1883, en su Art. 9, se decía:
“Son ciudadanos los ecuatorianos varones, que sepan
leer y escribir, y hayan cumplido veintiún años, o
sean o hubieren sido casados”.[2] Aquí,
expresamente se eliminaba a la mujer de la calidad de
ciudadano. Disposición así no se encuentra en ninguna de las otras constituciones, ni siquiera en la Carta Negra
de 1869. Y aunque no se crea, fue el liberal doctor
Luis Felipe Borja
el que pidió que se agregara la palabra varón para no dar lugar a ningún equívoco, pues según su criterio las mujeres no debían intervenir en política, y las que lo hacían, como madame de Stael, ¡eran perfectos marimachos!
Dolores Veintimilla |
La mujer que sobresalía por su talento y que tenía ideas
avanzadas para la época era combatida implacablemente.
Eso sucedió con la delicada poetisa Dolores Veintimilla, a quien el fanatismo reinante
incitado por clérigos canallas, le llevó al
extremo del suicidio. El portentoso Fray Vicente Solano,
sólo por haber propugnado la abolición de la pena de
muerte en una pequeña hoja suelta titulada Necrología, impresa en defensa de un infeliz indígena
sentenciado a morir en el cadalso, se burlaba de
ella y le llamaba despectivamente de mujer
con tufos de ilustrada en su periódico La Escoba.
Y no sólo esto. Los denuestos se prodigaron en
cobardes y anónimos pasquines, según la autora únicamente
por
ser escrito de una mujer, es decir de un semi-animal, que
es lo que piensan que somos, tal como asevera Gonzalo Humberto Mata en su documentada biografía Dolores Veintimilla Asesinada.[3] La sucia campaña desatada hirió su espíritu sensible y la llevó a la tumba:
… la humana turba
revoltosa
mi corazón hirió con su injusticia
y véome triste, en la mitad del mundo,
víctima infausta de un dolor profundo.
Estos versos de su Desencanto son también versos
de su despedida.
Marieta Veintemilla |
Aunque sin desenlace trágico, Marieta Veintemilla ─la Generalita─
por haberse atrevido a publicar una
obra de carácter histórico, es también blanco de protervos
ataques. Maliciosamente, para dar a entender que una mujer es incapaz de
escribir, al lado de torpes burlas, se insinuó que ella no era la
verdadera autora, como consta en algunas de las varias
refutaciones de que fue objeto su libro. Tenemos a la mano
una intitulada Los presidentes del
Ecuador. Escrito dirigido a refutar brevemente algunas fatuidades
contenidas en el folleto “Páginas del Ecuador” por Marieta Veintemilla, publicada en Guayaquil en 1892 y suscrita por un tal J.C.B., donde se
dice: “Allí aparecen ─en el trabajo de
Marieta─ los más grandes hombres amoldados a la pequeñez
del cerebro del escritor anónimo, atacados con la veleidad de la inspiradora y
editora responsable”.[4] ¡Téngase
presente eso de fatuidades, y eso de folleto,
pues la obra de Marieta pasa de las 400 páginas!
Esta condición torpemente discriminatoria no podía
continuar y debía ser modificada de inmediato por la revolución. Ese era el
pensamiento de Alfaro y de los dirigentes
liberales democráticos que seguían su bandera.
Y claro está, ese era también el pensamiento de
las valientes mujeres que desafiando los prejuicios, afrontando
la maledicencia de los secuaces del retraso, se
unieron a la lucha, unas con su emoción y su talento,
y otras, inclusive, con las armas en la mano. Era el
pensamiento de Zoila Ugarte de Landívar y de María
Gamarra de Hidalgo. El pensamiento de las coronelas
Joaquina Galarza y Filomena Chávez de Duque.
Coronela Joaquina Galarza |
Alfaro, partiendo de esta
concepción, ya en su Mensaje
a la Convención Nacional de 1896 pidió que se le
conceda el derecho para participar en los empleos públicos
y el acceso a las universidades de la república. Poco
después, en 1897, volvió a insistir sobre este tema
en un Mensaje especial, manifestando a los legisladores
que “el tiempo se encargará de hacer palpar las ventajas
de las reformas en este sentido, y la Historia hará
justicia a quienes las pusieron en práctica”.[5]
Empero, en lo que
respecta a la admisión de las mujeres en los
claustros universitarios es de justicia mencionar
que ya existía un noble antecedente. Fue el doctor
Pedro Carbo, el que como jefe supremo de la provincia
del Guayas durante la lucha contra la dictadura del general Veintemilla,
permitió, por primera vez, que la mujer accediera a los estudios superiores. Al
fundar la Universidad en la ciudad de Guayaquil, en
el Art. 26 de la ley respectiva, se establece lo
siguiente: “No
habiendo razón alguna para negar a las mujeres el derecho a aspirar a las carreras científicas, se les admitirá en la Universidad de Guayaquil, para seguir los cursos qué en ella se dictan, i para obtener los grados i diplomas correspondientes”.[6]
La fundación de los institutos normales femeninos
en Quito y Guayaquil contribuyó también en gran medida
para el adelanto de la mujer, no solamente como ampliación
de su campo de trabajo, sino, sobre todo, como
medio de participación en las actividades sociales y
culturales de nuestro pueblo, de las que antes, como se
vio, estaba casi excluida. Tenía razón el ministro de Instrucción Pública, cuando refiriéndose a estos establecimientos, afirmaba en su informe de 1906 que “es la mujer ecuatoriana la que más prontos beneficios ha recibido de tan salvadora institución”.[7]
Joaquín Chiriboga, al abogar en su libro La luz
del pueblo, por el establecimiento del matrimonio civil, decía que la Iglesia se oponía con tanta tenacidad a esa institución laica porque la facultad que tenía para celebrar el contrato matrimonial le confería “una gran influencia social y política”.[8] Pues
bien, esta nefasta influencia que hacía de la mujer instrumento sumiso del clero, fue suprimida con la promulgación de la Ley de Registro y Matrimonio Civil. El divorcio, establecido por la misma ley anterior para casos de adulterio, y que luego, en 1910, fue
extendido para el evento del mutuo consentimiento, tal como dice la doctora Ketty Romo Leroux en su valioso
ensayo sobre La situación jurídica
y social de la mujer en el Ecuador, contribuyó
eficazmente para la solución de los graves problemas conyugales, en los
que, como se sabe, era víctima indefensa.
Y, por fin, con la sanción de la exclusión de bienes
en 1911, se dio un paso importante para su liberación
económica.
Matilde Hidalgo |
Después de lograr las conquistas enumeradas, la
mujer se fijó una meta más alta: la conquista del derecho
al sufragio. En 1922, Matilde Hidalgo de Prócel,
basándose en la Constitución de 1906 vigente en ese
entonces, alegó que allí no se encontraba ninguna disposición
que prohíba a la mujer ejercer el sufragio y
que para eso era solamente necesario ser ciudadano ─tener
veintiún años de edad y saber leer y escribir─ exigiendo,
por lo tanto, que se le inscriba en los registros
electorales. El reclamo fue rechazado. Pero el Consejo de Estado, a
donde se elevó en consulta esa resolución,
determinó que las mujeres podían elegir y ser elegidas. Y por fin, la carta política promulgada por la Constituyente de 1928-29 ─no sin la
oposición de legisladores
retardatarios─ refrendó de manera definitiva este derecho. El Ecuador, así, se convirtió en la primera nación americana de habla española en
lograr esta conquista democrática.
Luisa Gómez y Dolores Cacuango |
Los horizontes abiertos
por el liberalismo dieron magníficos frutos. La mujer,
dueña ya de la facultad de actuar en las
luchas políticas y sociales de nuestro
pueblo, demostró pronto su inteligencia y su coraje.
De su seno emergieron valerosas combatientes por la
democracia y el progreso. En ese bautizo de sangre de
la clase obrera que fue el 15 de noviembre de 1922 actuaron
con denuedo sin par las trabajadoras de los centros
feministas “La Aurora” y “Rosa Luxemburgo”. Al
fundarse el Partido Socialista Ecuatoriano estaba presente
una mujer, Luisa Gómez de la Torre, que a lo largo de su vida, con fe y
abnegación admirables, hizo suya la causa proletaria. Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña, enarbolando la bandera roja de su Partido Comunista, consagraron su existencia a la defensa de las reivindicaciones de su pueblo indio. También en el campo de las letras afloró la rebeldía encarnada en mujeres de singular talento. Por ejemplo, allí está Aurora Estrada y Ayala que, como dice Benjamín Carrión en su Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea, ha llegado a los caminos de la revolución “primeramente sentimental, femenina, materna, para luego enardecer el tono del canto proletario, y darle médula de lucha y sonar de batallas”.[9] Y Nela
Martínez Espinosa ─la primera mujer que llegó a nuestro
parlamento─ que en su novela Los guandos, siguiendo las huellas de Joaquín Gallegos Lara, ha denunciado con
pasión la infinita fealdad de la injusticia
arraigada en los campos de la serranía,
contrastando paradójicamente, con la
hermosura de las mieses y la diafanidad del firmamento.
Aurora Estrada |
Todo esto sí, pero su mayor aspiración, la plena
igualdad con el hombre, no fue lograda ni está conseguida
todavía.
Y tenemos que decir que
en la sociedad capitalista no puede emanciparse totalmente. El engranaje de la explotación que la mueve tritura entre sus dientes sus derechos y sus más caros anhelos. El salario desigual, el trabajo agotador a domicilio, la discriminación en el empleo,
inclusive la prostitución ─que Bebel califica como “institución
social necesaria del mundo burgués” en su libro
La
mujer y el socialismo─ son excrecencias que no pueden desaparecer mientras subsista. Aún ideológicamente, pese a su
fementido amor por la igualdad, el capitalismo
fomenta la permanencia de la desigualdad. Ideologías
capitalistas son las de Schopenhauer y Moebius
que predican la inferioridad de la mujer. Ideologías burguesas, el
malthusianismo y el neomalthusianismo, que
hieren sus sentimientos de maternidad.
No, la sociedad
capitalista no puede emancipar a la mujer. La gran industria capitalista, al incorporarla a la lucha
revolucionaria, sólo crea la base, abre las puertas para su plena emancipación. Únicamente la victoria de la clase obrera y la instauración del socialismo, pueden
conseguir este alto cometido.
Nela Martínez |
Ahora esto ya no es teoría, sino que está probado por
la práctica. Allí donde se ha establecido la sociedad
sin clases antagónicas y se ha suprimido la explotación
del hombre por el hombre, la mujer ha conquistado
la verdadera igualdad. En las constituciones de esos países,
ya no sólo se estatuye lírica e hipócritamente esa
igualdad como sucede en las constituciones burguesas, sino que al mismo tiempo
se establecen los medios para que sea real y
efectiva. Para que no se convierta en la
más ruin de las mentiras.
El Art. 35 de la Constitución de la Unión Soviética dice:
La
mujer y el hombre tienen en la URSS iguales derechos.
Aseguran
el ejercicio de esos derechos la concesión a la mujer de iguales posibilidades que
al hombre en la instrucción y capacitación profesional,
en el trabajo, en su remuneración, en la promoción profesional, y en la
actividad socio-política y cultural, así como medidas especiales
para proteger el trabajo y la salud de la mujer; la creación de condiciones que permitan
a la mujer conjugar el trabajo con la maternidad; la defensa jurídica y el apoyo
material y moral a la maternidad y a la infancia
incluyendo la concesión de vacaciones pagadas y otras ventajas a las mujeres
en el período pre y postnatal, así como la reducción
paulatina del tiempo de trabajo para las
mujeres que tienen hijos de corta edad.[10]
¿Existe
algo parecido en la legislación burguesa?
En la URSS ─datos de 1986─
492 mujeres son miembros
del Soviet Supremo, número mucho mayor que el total de diputadas de todos los parlamentos capitalistas de Europa. Las mujeres constituyen la mitad de los diputados de los soviets locales. Y en las tareas intelectuales que requieren enseñanza superior o media especializada, las mujeres ocupadas suman nada menos que el 60 %. No en vano el grado de emancipación de la mujer mide el grado de democracia de una sociedad.
¿Sucede
algo parecido en algún país capitalista?
El camino del socialismo
es, entonces, el camino de la liberación de la mujer.
Tránsito Amaguaña |
[1] Tomado de Oswaldo
Albornoz Peralta, Ecuador: luces y sombras del liberalismo, Editorial El
Duende, Quito, 1989, pp. 82-89.
[3] Gonzalo h. Mata, Dolores Veintimilla
Asesinada, Editorial Biblioteca “Cenit”, Cuenca, 1968, p. 22.
[4] J. C. B., Los presidentes del
Ecuador. Escrito dirigido a refutar
brevemente algunas fatuidades contenidas en el folleto “Páginas del
Ecuador” por Marieta Veintemilla, Imprenta de
la Nación, Guayaquil, 1892, pp. 6-7.
[8] Joaquín Chiriboga, La Luz del Pueblo, o sea criterios para juzgar cuestiones
político-religiosas, Imprenta de “La Concordia”, Guayaquil, 1899,
p. 85.
[9] Benjamín Carrión, Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1937.
[10] Constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Editorial
Progreso, Moscú, 1977, pp. 18-19.