13 de septiembre de 1923, justo hoy un siglo, no
había pasado ni siquiera un año de la horrenda masacre del 15 de Noviembre en
Guayaquil, cuando una vez más el presidente de la plutocracia porteña, José
Luis Tamayo, ordena una nueva masacre en la serranía ecuatoriana, en una
hacienda de la provincia de Tungurahua….
LA MATANZA DE LEITO[1]
Entre las más
incalificables masacres campesinas –tan frecuentes en nuestra historia– está la
realizada en el latifundio de Leito, sobre la cual el historiador Oscar Efrén
Reyes dice lo siguiente en su Historia de
la República:
Una de las más crueles matanzas de
labriegos –entre las que se anotaron mujeres en cinta y niños indefensos– se
realizó en la hacienda de Leito, de la Provincia de Tungurahua, en la mañana
del 13 de Setiembre de 1923.[2]
Tratándose de un
gran latifundio, no hay necesidad de decir que es una historia sombría, donde
las penalidades de los trabajadores son pan de cada día. La miseria ronda por todos los rincones. La
alegría es casi desconocida.
Sus primeros dueños,
durante la Colonia, son los padres de la Compañía de Jesús, que si buenos
administradores para sacar jugosos dividendos, en cambio, nada se preocupan por
el bienestar de quienes amontonan sus riquezas. En su inmenso imperio
territorial, al igual que en los latifundios laicos, siervos y esclavos reciben
los azotes de rudos capataces. Aunque no se crea, la mano de Dios no aparece
por ninguna parte.
Nada se gana cuando los
jesuitas son expulsados por Carlos III en 1767. Sus haciendas de Tungurahua
pasan a ser administradas por el español Baltasar Carriedo y Arce. Y cuando la
Junta de Temporalidades saca a remate esas propiedades, Carriedo, ni corto ni
perezoso, se hace dueño de las más
valiosas: “Leito, Puñapí, San Javier, Guadalupe, San José de Pingue y
Sicalpa”,[3] según nos informa Celiano
Monge.
Este Carriedo –aunque el
autor que acabamos de citar haga una tibia defensa de su persona– participa en
todas las represiones populares de su época. Espada en mano, como soldado, está
presente en el sometimiento de Pelileo, Quisapincha, Píllaro y Baños, cuyos
cabecillas son castigados severamente
en 1780 según Monge. También, como corregidor de Latacunga, se convierte en
implacable perseguidor de Eugenio Espejo.
Por su destreza para
salir de aprietos y hacer fortuna –es propietario de 15 haciendas y lucrativos
obrajes– se le apoda el Mazorra: más
zorro que la zorra.
Es de leer el olvidado
poema de Juan León Mera que lleva por título el mote de Carriedo –Mazorra. Leyenda original por el trovador de
la Selva (Juan León Mera), Miembro correspondiente de la Academia Española,
Quito, 1875– en el que se habla de sus aventuras y de sus hazañas. Se dice que
es más avaro que el señor Grandet de la novela de Balzac. Se nos hace saber que
se casa por conveniencia con una damisela linajuda y llena de relucientes
talegos de oro. Y sobre su crueldad con los indios y trabajadores de sus
haciendas, leed estos versos:
Carriedo el castellano de Yataqui es la fiera
Que en popular lenguaje Mazorra se llamó,
Hambriento de caudales, tardía la carrera
De la labor honrada común le pareció
Mazorra, de secuaces seguido, sable en
mano,
A los alzados indios terrible acometió;
Piedad la mujer no hubo ni el niño ni el
anciano
Y muerte y latrocinio por donde fue
sembró.[4]
Desde los inicios de la
república hasta la matanza motivo de nuestro escrito –1923– Leito aparece en
manos de grandes terratenientes de apellido Álvarez, propietarios de inmensas
haciendas en algunas provincias, Pichincha, Cotopaxi y Tungurahua
principalmente. Un siglo más o menos de tenencia, o mejor, de explotación a los
pobres campesinos. Y también de permanente
expansión del latifundio, pues sus límites crecen milagrosamente a costa de las
comunidades indias aledañas, con las cuales se halla, por esta razón, en
constantes conflictos. El resultado es siempre el mismo: la derrota de los
comuneros.
Hoy Leito pertenece al
cantón Patate, pero en 1923 esa circunscripción, es parroquia del cantón
Pelileo. Su propietaria es la señora Matilde Álvarez Gangotena, casada con Luis
Antonio Fernández Salvador Chiriboga, perteneciente así mismo a una familia de
poderosos terratenientes. Veamos, cual es en ese entonces, la realidad social
de su latifundio.
El escritor Darío
Guevara, transcribe lo siguiente de una monografía inédita del cantón Pelileo,
escrita por el extranjero Argain Mateluna:
Obligábase a la gente a trabajar por tarea, la que se pagaba a diez centavos
cada una. Y la tarea consistía en una medida de 25 X 25 metros cuadrados.
Habían tareas que demoraban tres días, ocupándose en ella una familia entera de
campesinos! Por un viaje a Pelileo, a Riobamba, Ambato o Quito, se le daba al
peón cinco centavos diarios; siendo obligación del peón poner bestia, aderezos,
etc. Los trabajadores debían pagar el potreraje de sus animales, aunque fuera
la maleza y la basura que quedaban en el campo después de la cosecha. A título de que eran para la hacienda se les
arrebataba sus animales y aves a precios ridículos: a cuarenta sucres una vaca
de trescientos; a tres reales (treinta centavos) una gallina que valía sucre…
Esta situación tenía que llegar a una definición violenta. No podía subsistir
de una manera permanente. Ella se produjo por la resistencia de los habitantes
de la hacienda para trabajar por más tiempo en esas condiciones y a lo que la
administración de aquella respondió con la expulsión, y entonces se negaron a
salir de Leito alegando títulos de comuneros.[5]
Una explotación
inmisericorde, ilimitada. Parece que la avaricia y el afán de lucro de Mazorra
se hubiera vuelto sempiterno. Como maldición perdurable.
Ante esa tétrica
realidad los campesinos reclaman a las autoridades competentes el aumento de
sus míseros salarios y que las horas de trabajo sean de acuerdo con la ley. La
respuesta es la que ya sabemos por la transcripción anterior: la expulsión y
entrega de sus parcelas y animales domésticos. A esto, como es natural, los
trabajadores se niegan a obedecer. Allí
han vivido siglos y no tienen a donde ir.
Pero la decisión está
tomada. Los personeros y abogados de la hacienda inventan y denuncian “un
levantamiento comunista”. Se dice que el alzamiento significa un inmenso
peligro para la propiedad. El presidente Tamayo y su ministro de Gobierno con
rapidez inusitada –como sucede siempre cuando se trata de ayudar a los
poderosos– ordena el envío de una tropa dizque para sofocar la rebelión. Son 70 soldados bien armados del Batallón
Zapadores de la guarnición de Ambato. Se
movilizan de noche conducidos por el jefe político de Pelileo Carlos Loza. Y en
la mañana del día fatídico ya señalado, el piquete desplegado en guerrillas
acalla la resistencia campesina con metralla y sangre.
Los hechos son más
infames de lo que parecen. “Esta matanza de labriegos –dice Oscar Efrén Reyes–
adquirió carácter de verdadera monstruosidad por cuanto el Jefe Político de
Pelileo había sugerido dos o tres días antes, que los labriegos debían estar
reunidos todos para la mañana de ese día 13 en que irían las autoridades de
Tungurahua a oírles personalmente sus reclamos”.[6] En efecto, se reúnen en el
sitio denominado Pallacucho según Mateluna, donde Loza, después de imprecar en forma grosera a los campesinos y de
asesinar a dos de ellos con su pistola, da la orden de ¡fuego! Retumban los
disparos, y después –dice el cronista citado– solo se oyen gemidos y lamentos.
El crimen premeditado ha cumplido su objetivo.
Mateluna afirma que son
treinta y nueve muertos y más de veinte heridos. Oscar Efrén Reyes habla de
veintenas de cadáveres o heridos. Alfredo Pareja Diezcanseco dice que “se
asesinó a una centena de infelices que querían comer un poco más y sufrir un
poco menos”.[7] Entre
los muertos, como para que no se librara de castigo, se encuentra Carlos Loza,
al que llega una bala justiciera.
El Informe ministerial
suscrito por el doctor Francisco Ochoa Ortiz, dice esto sobre los
acontecimientos de Leito:
Algunos peones que trabajaban en la
hacienda de Leito, de propiedad de la señora Matilde Alvarez de Fernández
Salvador, en asocio de varios indígenas del pueblo de Patate, alegando ser
comuneros de unos terrenos de dicha hacienda, asaltáronla causando graves daños
y tomaron posesión de esos terrenos.[8]
Así se silencian y
tergiversan los hechos. Para este ministro de Gobierno –que después llega a ser
presidente de la Corte Suprema de Justicia– los delincuentes, no son los
asesinos sino los campesinos que según él asaltan la hacienda. Las víctimas no
aparecen por ninguna parte, a pesar de que se trata de un crimen tan grande que
conmueve a la república.
Si, los ecos del crimen
se expanden por toda la nación y se adentran en el corazón del pueblo. El
escritor conservador Ángel Polibio Chávez, pero de ideas generosas,
impresionado, pide ayuda a la dueña de la hacienda para las viudas y los
huérfanos, sobre todo para los heridos, algunos de ellos cuales han perdido
piernas y brazos. Afirma que Leito se compone de más de seiscientas caballerías
de tierras frías y calientes, la mayor parte cubiertas por las selvas
orientales, por lo cual solicita siquiera una cuadra para cada huérfano, que no
sería –añade– ni la milésima parte del extenso latifundio. “Tenéis –prosigue
manifestando– caserón deshabitado en el pueblo de Patate ¿no pudiera dedicarse
a orfanato de los huérfanos del 13 de Septiembre, mientras salgan todos
siquiera de la infancia? ¿El funesto sitio de Payacucho no mide una hectárea y
no pudiera levantarse allí una escuela y una capilla, a fin de que adquieran la
doble luz de que carecieron los padres muertos?” [9]
Además, después de
recordar que la hacendada es católica
práctica, critica de paso la indiferencia y avaricia de los ricos de
Ambato. Dice:
(…) la idea de que los muertos fueron bolcheviques,
han endurecido el corazón de los ricos, de los que tienen propiedades que
pueden peligrar; de aquí que, en esta ciudad, donde hay sentimientos y caridad,
no se haya podido reunir sino S/. 59,80 para la caridad de esos infelices; ni
siquiera una hilacha, no obstante haber dos grandes fábricas de tejidos, para
cuyos dueños una pieza de género burdo equivaldría a que el océano dé una gota
de agua.[10]
El doctor Chávez sabe
bien que eso de los bolcheviques es
invención. No es invención en cambio el puño cerrado por la tacañería de los
adinerados.
Los
pedidos generosos del doctor Chávez caen en saco roto. La señora Álvarez,
prepara viaje para Europa.
La mala suerte persigue
a Leito todavía por un largo tiempo. El
latifundio es vendido al colombiano Marco Restrepo que prosigue la tradición de
abuso y explotación respaldados por una guardia armada. Los conflictos son
frecuentes, y casi siempre, dejando entre uno y otro, tramos de dolor y sangre.
Un solo ejemplo: cuando los comuneros tratan de recuperar sus tierras usurpadas
en 1941 –24 de febrero– son rechazados a bala por los guardianes y empleados de
la hacienda. Restrepo dirige personalmente la represión. El saldo del encuentro
es un muerto y varios heridos entre los campesinos.
Una situación así no
podía ser eterna. Los comuneros de Poatug, Patate–Urco, Tontapi y Surcos
Nuevos, comprendiendo que es inútil esperar justicia de las autoridades del
gobierno –siempre parciales al lado de los terratenientes– se reúnen y toman
por la fuerza en 1953 las tierras usurpadas. Son más de un millar los
campesinos que intervienen en este acto reivindicatorio.
El éxito obtenido, pues
los latifundistas no se atreven a tomar represalias, se debe no solamente a su
decisión, sino a que están plenamente apoyados por la clase obrera dirigida por
la Federación de Trabajadores de Tungurahua.
Es, pues, una hermosa
demostración de alianza obrera–campesina.
[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. II, Casa de la Cultura
Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 151-158.
[2] Oscar Efrén Reyes, Historia
de
[3] Celiano Monge, Relieves,
Editorial Ecuatoriana, Quito, 1936, p. 164.
[4] Juan León Mera, Mazorra,
Imprenta Nacional, Quito, 1875, p. 19.
[5] Darío Guevara, Puerta de El
Dorado, Editora Moderna, Quito, 1945, pp. 336-337.
[6] Oscar Efrén Reyes, Breve
Historia del Ecuador, tt. II y III, Quito, p. 258
[7] Alfredo Pareja Diezcanseco, Ecuador.
Historia de
[8] Francisco Ochoa Ortiz, Informe
que presenta a
[9] Ángel Polibio Chávez, Libro
de Recortes, Imprenta Escolar, Ambato, 1929, pp. 48-49.
[10]
Idem, p. 49.