martes, 7 de marzo de 2017

Homenaje a la mujer ecuatoriana: La revolución liberal y la mujer

HOMENAJE A LA MUJER ECUATORIANA


La revolución liberal y la mujer[1]

Oswaldo Albornoz Peralta


La posición que ocupaba la mujer en la sociedad ecuatoriana hasta antes de la revolución liberal no era justa en ninguno de sus campos. El pensamiento colonial, cargado de absurdos prejuicios feudales, no había desa­parecido todavía a pesar de las ráfagas de liberalismo traído por la independencia. Su sitio estaba confinado al hogar y nada tenía que hacer fuera de sus puertas, pues casi todas las labores sociales, culturales y políti­cas le estaban vedadas por la monolítica muralla, si no legal, al menos del convencionalismo y la costum­bre. Véase, para prueba, lo que decía el Código Civil que empezó a regir desde enero de 1861:

Art. 124.- El marido debe protección a la mu­jer, y la mujer obediencia al marido.
Art. 125.- La potestad marital es el conjunto de derechos que las leyes conceden al marido sobre la persona y bienes de la mujer.
Art. 234.- La patria potestad es el conjunto de derechos que la ley da al padre legítimo sobre sus hijos no emancipados. Estos derechos no pertenecen a la madre.

Sólo después, en 1871, se concedió a la madre la patria potestad sobre sus hijos.

En la Constitución de 1883, en su Art. 9, se decía: “Son ciudadanos los ecuatorianos varones, que sepan leer y escribir, y hayan cumplido veintiún años, o sean o hubieren sido casados”.[2] Aquí, expresamente se eliminaba a la mujer de la calidad de ciudadano. Dis­posición así no se encuentra en ninguna de las otras constituciones, ni siquiera en la Carta Negra de 1869. Y aunque no se crea, fue el liberal doctor Luis Felipe Borja el que pidió que se agregara la palabra varón para no dar lugar a ningún equívoco, pues según su criterio las mujeres no debían intervenir en política, y las que lo hacían, como madame de Stael, ¡eran perfectos mari­machos!

Dolores Veintimilla
La mujer que sobresalía por su talento y que tenía ideas avanzadas para la época era combatida im­placablemente. Eso sucedió con la delicada poetisa Dolores Veintimilla, a quien el fanatismo reinante in­citado por clérigos canallas, le llevó al extremo del sui­cidio. El portentoso Fray Vicente Solano, sólo por haber propugnado la abolición de la pena de muerte en una pequeña hoja suelta titulada Necrología, impresa en defensa de un infeliz indígena sentenciado a morir en el cadalso, se burlaba de ella y le llamaba despectivamen­te de mujer con tufos de ilustrada en su periódico La Escoba. Y no sólo esto. Los denuestos se prodigaron en cobardes y anónimos pasquines, según la autora únicamente por ser escrito de una mujer, es decir de un semi-animal, que es lo que piensan que somos, tal como asevera Gonzalo Humberto Mata en su docu­mentada biografía Dolores Veintimilla Asesinada.[3] La sucia campaña desatada hirió su espíritu sensible y la llevó a la tumba:


la humana turba revoltosa
mi corazón hirió con su injusticia
y véome triste, en la mitad del mundo,
víctima infausta de un dolor profundo.

Estos versos de su Desencanto son también ver­sos de su despedida.

Marieta Veintemilla
Aunque sin desenlace trágico, Marieta Veintemilla ─la Generalita─ por haberse atrevido a publicar una obra de carácter histórico, es también blanco de protervos ataques. Maliciosamente, para dar a entender que una mujer es incapaz de escribir, al lado de torpes burlas, se insinuó que ella no era la verdadera autora, como consta en algunas de las varias refutaciones de que fue objeto su libro. Tenemos a la mano una inti­tulada Los presidentes del Ecuador. Escrito dirigido a refutar brevemente algunas fatuidades contenidas en el folleto “Páginas del Ecuador” por Marieta Veintemilla, publicada en Guayaquil en 1892 y suscrita por un tal J.C.B., donde se dice: “Allí aparecen ─en el trabajo de Marieta─ los más grandes hombres amoldados a la pequeñez del cerebro del escritor anónimo, atacados con la veleidad de la inspiradora y editora responsable”.[4] ¡Téngase presente eso de fatuidades, y eso de fo­lleto, pues la obra de Marieta pasa de las 400 páginas!

Esta condición torpemente discriminatoria no podía continuar y debía ser modificada de inmediato por la revolución. Ese era el pensamiento de Alfaro y de los dirigentes liberales democráticos que seguían su bandera. Y claro está, ese era también el pensamiento de las valientes mujeres que desafiando los prejuicios, afrontando la maledicencia de los secuaces del retraso, se unieron a la lucha, unas con su emoción y su talen­to, y otras, inclusive, con las armas en la mano. Era el pensamiento de Zoila Ugarte de Landívar y de Ma­ría Gamarra de Hidalgo. El pensamiento de las corone­las Joaquina Galarza y Filomena Chávez de Duque.

Coronela Joaquina Galarza


Alfaro, partiendo de esta concepción, ya en su Mensaje a la Convención Nacional de 1896 pidió que se le conceda el derecho para participar en los empleos pú­blicos y el acceso a las universidades de la república. Poco después, en 1897, volvió a insistir sobre este tema en un Mensaje especial, manifestando a los legisladores que “el tiempo se encargará de hacer palpar las ventajas de las reformas en este sentido, y la Historia hará justicia a quienes las pusieron en práctica”.[5]

Todas estas peticiones fueron atendidas.
Coronela Filomena Chávez

Empero, en lo que respecta a la admisión de las mujeres en los claustros universitarios es de justicia men­cionar que ya existía un noble antecedente. Fue el doc­tor Pedro Carbo, el que como jefe supremo de la pro­vincia del Guayas durante la lucha contra la dictadura del general Veintemilla, permitió, por primera vez, que la mujer accediera a los estudios superiores. Al fundar la Universidad en la ciudad de Guayaquil, en el Art. 26 de la ley respectiva, se establece lo siguiente: “No habiendo razón alguna para negar a las mu­jeres el derecho a aspirar a las carreras científi­cas, se les admitirá en la Universidad de Guaya­quil, para seguir los cursos qué en ella se dictan, i para obtener los grados i diplomas correspon­dientes”.[6]

La fundación de los institutos normales femeninos en Quito y Guayaquil contribuyó también en gran medida para el adelanto de la mujer, no solamente como ampliación de su campo de trabajo, sino, sobre todo, como medio de participación en las actividades sociales y culturales de nuestro pueblo, de las que antes, como se vio, estaba casi excluida. Tenía razón el ministro de Instrucción Pública, cuando refiriéndose a estos estable­cimientos, afirmaba en su informe de 1906 que “es la mujer ecuatoriana la que más prontos beneficios ha re­cibido de tan salvadora institución”.[7]

Joaquín Chiriboga, al abogar en su libro La luz del pueblo, por el establecimiento del matrimonio civil, decía que la Iglesia se oponía con tanta tenacidad a esa institución laica porque la facultad que tenía para celebrar el contrato matrimonial le confería “una gran influencia social y política”.[8] Pues bien, esta nefasta in­fluencia que hacía de la mujer instrumento sumiso del clero, fue suprimida con la promulgación de la Ley de Registro y Matrimonio Civil. El divorcio, establecido por la misma ley anterior para casos de adulterio, y que luego, en 1910, fue extendido para el evento del mutuo consentimiento, tal como dice la doctora Ketty Romo Leroux en su valioso ensayo sobre La situación jurídica y social de la mujer en el Ecuador, contribuyó eficazmente para la solución de los graves problemas conyugales, en los que, como se sabe, era víctima in­defensa. Y, por fin, con la sanción de la exclusión de bienes en 1911, se dio un paso importante para su libe­ración económica.

Matilde Hidalgo
Después de lograr las conquistas enumeradas, la mujer se fijó una meta más alta: la conquista del de­recho al sufragio. En 1922, Matilde Hidalgo de Prócel, basándose en la Constitución de 1906 vigente en ese entonces, alegó que allí no se encontraba ninguna disposición que prohíba a la mujer ejercer el sufragio y que para eso era solamente necesario ser ciudadano ─tener veintiún años de edad y saber leer y escribir─ exigiendo, por lo tanto, que se le inscriba en los regis­tros electorales. El reclamo fue rechazado. Pero el Consejo de Estado, a donde se elevó en consulta esa resolución, determinó que las mujeres podían elegir y ser elegidas. Y por fin, la carta política promulgada por la Constituyente de 1928-29 ─no sin la oposición de legisladores retardatarios─ refrendó de manera defini­tiva este derecho. El Ecuador, así, se convirtió en la primera nación americana de habla española en lograr esta conquista democrática.


Luisa Gómez y Dolores Cacuango
Los horizontes abiertos por el liberalismo die­ron magníficos frutos. La mujer, dueña ya de la facul­tad de actuar en las luchas políticas y sociales de nues­tro pueblo, demostró pronto su inteligencia y su cora­je. De su seno emergieron valerosas combatientes por la democracia y el progreso. En ese bautizo de sangre de la clase obrera que fue el 15 de noviembre de 1922 actuaron con denuedo sin par las trabajadoras de los centros feministas “La Aurora” y “Rosa Luxemburgo”. Al fundarse el Partido Socialista Ecuatoriano estaba presente una mujer, Luisa Gómez de la Torre, que a lo largo de su vida, con fe y abnegación admirables, hizo suya la causa proletaria. Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña, enarbolando la bandera roja de su Partido Comunista, consagraron su existencia a la defensa de las reivindicaciones de su pueblo indio. También en el campo de las letras afloró la rebeldía encarnada en mujeres de singular talento. Por ejemplo, allí está Aurora Estrada y Ayala que, como dice Benjamín Carrión en su Índice de la poesía ecuatoriana contempo­ránea, ha llegado a los caminos de la revolución “primeramente sentimental, femenina, materna, para luego enardecer el tono del canto proletario, y darle médula de lucha y sonar de batallas”.[9] Y Nela Martínez Espi­nosa ─la primera mujer que llegó a nuestro parlamento─ que en su novela Los guandos, siguiendo las huellas de Joaquín Gallegos Lara, ha denunciado con pasión la infinita fealdad de la injusticia arraigada en los cam­pos de la serranía, contrastando paradójicamente, con la hermosura de las mieses y la diafanidad del firma­mento.
Aurora Estrada

Todo esto sí, pero su mayor aspiración, la ple­na igualdad con el hombre, no fue lograda ni está con­seguida todavía.

Y tenemos que decir que en la sociedad capita­lista no puede emanciparse totalmente. El engranaje de la explotación que la mueve tritura entre sus dientes sus derechos y sus más caros anhelos. El salario desigual, el trabajo agotador a domicilio, la discriminación en el em­pleo, inclusive la prostitución ─que Bebel califica como “institución social necesaria del mundo burgués” en su libro La mujer y el socialismoson excrecencias que no pueden desaparecer mientras subsista. Aún ideológica­mente, pese a su fementido amor por la igualdad, el ca­pitalismo fomenta la permanencia de la desigualdad. Ideologías capitalistas son las de Schopenhauer y Moebius que predican la inferioridad de la mujer. Ideologías burguesas, el malthusianismo y el neomalthusianismo, que hieren sus sentimientos de maternidad.
No, la sociedad capitalista no puede emancipar a la mujer. La gran industria capitalista, al incorporarla a la lucha revolucionaria, sólo crea la base, abre las puertas para su plena emancipación. Únicamente la vic­toria de la clase obrera y la instauración del socialismo, pueden conseguir este alto cometido.

Nela Martínez
Ahora esto ya no es teoría, sino que está proba­do por la práctica. Allí donde se ha establecido la socie­dad sin clases antagónicas y se ha suprimido la explota­ción del hombre por el hombre, la mujer ha conquista­do la verdadera igualdad. En las constituciones de esos países, ya no sólo se estatuye lírica e hipócritamente esa igualdad como sucede en las constituciones burgue­sas, sino que al mismo tiempo se establecen los medios para que sea real y efectiva. Para que no se convierta en la más ruin de las mentiras.

El Art. 35 de la Constitución de la Unión So­viética dice:

La mujer y el hombre tienen en la URSS igua­les derechos.
Aseguran el ejercicio de esos derechos la conce­sión a la mujer de iguales posibilidades que al hombre en la instrucción y capacitación pro­fesional, en el trabajo, en su remuneración, en la promoción profesional, y en la actividad socio-política y cultural, así como medidas especiales para proteger el trabajo y la salud de la mujer; la creación de condiciones que permitan a la mujer conjugar el trabajo con la maternidad; la defensa jurídica y el apoyo material y moral a la maternidad y a la in­fancia incluyendo la concesión de vacacio­nes pagadas y otras ventajas a las mujeres en el período pre y postnatal, así como la re­ducción paulatina del tiempo de trabajo para las mujeres que tienen hijos de corta edad.[10]

¿Existe algo parecido en la legislación burguesa?

En la URSS ─datos de 1986─ 492 mujeres son miembros del Soviet Supremo, número mucho mayor que el total de diputadas de todos los parlamentos capitalistas de Europa. Las mujeres constituyen la mitad de los diputados de los soviets locales. Y en las tareas intelectuales que requieren enseñanza superior o media especializada, las mujeres ocupadas suman nada menos que el 60 %. No en vano el grado de emancipación de la mujer mide el grado de democracia de una sociedad.

¿Sucede algo parecido en algún país capitalista?

El camino del socialismo es, entonces, el camino de la liberación de la mujer.

Tránsito Amaguaña






[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Ecuador: luces y sombras del liberalismo, Editorial El Duende, Quito, 1989, pp. 82-89.
[2] Federico Trabucco, Constituciones del Ecuador, Editorial Universitaria, Quito, 1975, p. 264.
[3] Gonzalo h. Mata, Dolores Veintimilla Asesinada, Editorial Biblioteca “Cenit”, Cuenca, 1968, p. 22.
[4] J. C. B., Los presidentes del Ecuador. Escrito dirigido a refutar brevemente algunas fatuidades contenidas en el folleto “Páginas del Ecuador” por Marieta Veintemilla, Imprenta de la Nación, Guayaquil, 1892,  pp. 6-7.
[5] Alejandro Noboa, Re­copilación de Mensajes, t. IV, Imp. de A. Noboa, Guayaquil, 1907.
[6] Pedro Carbo, Obras, Lit. e Imprenta de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1983.
[7] Informe del Ministro de Instrucción Pública, Quito, 1906.
[8] Joaquín Chiriboga, La Luz del Pueblo, o sea criterios para juzgar cuestiones político-religiosas, Imprenta de “La Concordia”, Guayaquil, 1899, p. 85.
[9] Benjamín Carrión, Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1937.
[10] Constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Editorial Progreso, Moscú, 1977, pp. 18-19.

martes, 21 de febrero de 2017


21 de febrero natalicio de Espejo y día del médico ecuatoriano


EL Pensamiento científico de Eugenio Espejo[1] 

oswaldo albornoz peralta

     
      

 Durante el medioevo, la teología ─doctrina sobre Dios─ se había convertido en la ideología única y predominante al anexar y transformar en aditamentos suyos a todas las otras formas ideológicas: filosofía, cien­cias, política, moral, etc. Supremacía adquirida, como consecuencia lógica de la posición predominante de la Iglesia.

 Y la escolástica, filosofía del feudalismo cristiano, como no puede ser de otra manera, está totalmente subordinada a la teología, es su “sierva”, como a menudo se ha dicho. Por tanto, todos los asuntos tienen que explicarse y concordar con los dogmas eclesiásticos, las afirmaciones bíblicas, las doctrinas de los Padres de la Iglesia o de algunos filósofos antiguos, Aristóteles principalmente, pero tergiversado y mutilado. Así, se pone a la religión y a la fe por encima de todo, inclusive, por encima de la razón.

Moviéndose dentro de este círculo de hierro, la escolástica toma la característica  de un vacío y estéril arte de discusión, en puro verbalis­mo, donde la verdad no interesa para nada, pues está dada para siempre por la religión. No tiene en consecuencia ningún interés en el desarrollo de las ciencias naturales y la experiencia está totalmente fuera de su esfera. Y en esta forma ─no hace falta decirlo─ se convierte en valladar para todo progreso.

Mas esto no puede subsistir. El adelanto alcanzado por la economía, el avance de la industria y la expansión del comercio, imponen nuevas concepciones. Se hace necesario el fomento de la técnica y de las ciencias naturales. Y para esto resulta imprescindible un cambio en el sistema educativo, monopolizado por el clero y, por ende, sometido a las normas impuestas por la escolástica.

La fuerza que impulsa la transformación no es otra que la burguesía, que ve en la independencia de la ciencia una palanca para el desarrollo de la economía, conforme conviene a sus intereses de clase. En España son los ilustrados, que pese a su debilidad y obstáculos que tienen que vencer, los que siguen este camino. Y en sus colonias esta posición es adoptada por los hombres más progresistas de los diferentes países.
 
Espejo, ojo avizor a todo lo nuevo, no podía estar fuera de este movimiento, tanto más que en nuestra patria hay mucho que hacer en este campo, pues el atraso reina por doquier se dirija la mirada. Pocas son las personas ─Miguel Jijón, Pedro Vicente Maldonado, Franco Dávila y algunos otros─ que salen de esta mediocridad que rodea el ambiente.

 La tarea que tiene por delante, entonces, es por demás dura y riesgosa.

 Ya en su primer libro, El Nuevo Luciano de Quito, inicia su ataque contra la escolástica, como hemos dicho, rectora omnímoda en todos los claustros de enseñanza. Al respecto, pone en boca del doctor Mera ─per­sonaje que representa su pensamiento en los diálogos de la obra─ las siguientes palabras:

 
            La lógica verdaderamente era una intrincada metafísica; y de una exacta in­dagación de la verdad, se había vuelto una eterna disputadora de sutilezas despreciables e incomprensibles. De allí tantas cuestiones inútiles, en que se evaporaba la delicadeza de los ingenios. Y empezando desde las Súmulas, nuestro término lógico era la piedra de escándalo en que tropezaban con infinitas novedades vagas y confusas, predece­sores y catedráticos sucesores (...)

                        (...) era el arte de ejercer solamente el ingenio en zancadillas imaginarias, de enervar la razón, y de tener ligado a un vergonzoso ocio el juicio, facultad animástica la más excelente, la más necesaria y la que hace el mérito del hombre hábil.[2]

 La crítica nos parece certera, aunque González Suárez diga que “Espejo confunde la ciencia con los defectos de Escuela de los cultivadores adocenados de la Escolástica” [3] y que sus ata­ques provienen de la lectura de escritores galicanos como Fleury. Pero, ¿acaso no son archiconocidas las absurdas dis­cusiones de los más altos representantes del escolasticismo? También se sabe con detalle su ceñuda oposición a evidentes avances científicos, su tenaz guerra a los pensadores más esclarecidos por pensar que sus afirmaciones se oponen a los dogmas de la Iglesia o a las Sagra­das Escrituras. El adocenamiento, es la esencia misma de la Escolástica.

 La adhesión de Espejo a las ideas del estudioso portugués Luis Antonio de Verney enunciadas en su libro El verdadero Método de Es­tudiar ─que aparece con el seudónimo de Barbadiño para evadir la censura─ evidencia también su actitud en favor de las reformas. En el mismo libro ya citado demuestra con franqueza su admiración a los trabajos de este reformador. Admira su erudición y la solidez de sus juicios.

 ¿Cuáles son las novedades y proposiciones del Barbadiño? Jean Sarrailh las resume así:

 
            Los profesores se hallan demasiado sometidos a la autoridad de Aristóteles y a la escolástica. Se tiene por los antiguos un culto supersticioso, y a los moder­nos se les niega todo mérito. Nadie se preocupa por la observación ni por la experimentación. El derecho se estudia sin la ayuda de las ciencias auxiliares que permitirían entender los hechos. Lo único que se pone a contribu­ción es la memoria. La teología se complace en las sutilezas más que en el examen de las Sagradas escrituras.

                        La física, si ha de ir precedida del estudio de las matemáticas, tan descuidadas aún, ni puede enseñarse sino mediante experimentos. La medicina debe conceder un lugar muy amplio a la anatomía, de la cual depende todo, y a las observaciones de los enfermos de los hospitales, tal como el derecho debe atender a la historia romana, a la historia nacional y a la crítica de las leyes, que no son intangibles.[4]

 Este pensamiento renovador tiene una gran difusión en España y contribuye poderosamente para que se introduzcan reformas en la enseñanza y se modernicen los planes de estudios en las universidades. En América también tiene influencia. González Casanova, luego de mostrar las tesis esgrimidas y las intrascendentes discusiones de los escolásticos, afirma que la obra de Verney tiene gran propagación en la Nueva España.[5]

 Naturalmente la obra de Barbadiño no podía pasar desapercibida por los contrarios. Uno de los primeros en entablar el combate es el jesuita José Francisco Isla, que pese a ser el autor de la célebre Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas condenada por la Inquisición en 1740 por las sátiras contra las otras órdenes religiosas, es de ideas absolutamente conservadoras y enemigo jurado de todos los que simpatizan con las doctrinas de los filósofos franceses, cuyos libros califica de pestilentes y apestados. Otro jesuita, el padre Antonio Codormín, es todavía más violento en el ataque. En su libelo Desagravio de los autores y facultades que ofende el Barbadiño, tacha a la obra de Verney como heterod­oxa: “Nunca ─dice─ cita escritor hereje sin elogio, ni católico sin censura”.[6]

En América sucede igual fenómeno. Hasta es denunciado ante el Santo Oficio “por una expresión vilipendiosa del Sumo Pontífice y por otra en que el filósofo portugués hablaba de las dificultades de probar la existencia de Dios”.[7] Y en este caso, el denunciante, el sacerdote Juan Benito Díaz de Gamarra, no es cabalmente un oscurantista, pues, es partidario de la renovación de los estudios, razón por la que también fue denunciado alguna vez ante el mismo tribunal. Son hechos extraños y contradictorios de esa época de pugna y ebullición de ideas.

 Volvamos a Espejo.

 El precursor, como todos los pensadores liberales de ese entonces, considera la educación como factor primordial para el progreso de los pueblos. Por esto, en el periódico Primicias de la Cultura de Quito, propugna el destierro de principios pedagógicos caducos para la enseñanza de la juventud, a la cual asigna fundamental importancia como semilla y venero de la sociedad futura. La consigna medieval “la letra con sangre entra”, que hace del castigo medio de aprendizaje, debe ser borrada para siempre. Aconseja a los educadores, que la “primera máxima que deberían tener presente, es que el maestro ha de hacerse primero amar que temer”.[8] Educación de esclavos, llama a la educación colonial.


    
En el mismo periódico Espejo recomienda una serie de libros que pueden servir de base para la lectura en las escuelas de primeras letras. Allí, quizás para no causar temor a los timoratos y atenuar las críticas que se puedan hacer a su publicación, incluye obras que no cuadran precisa­mente con el espíritu de la reforma que le anima. Pero aún así, como a escondidas, introduce en la lista aconsejada la novela pedagógica del padre Pedro Montengón titulada Eusebio, objeto de duros ataques de parte de los oscurantistas por sustentar ciertas ideas no admitidas por los patrones religiosos. Poco después de la recomendación de Espejo, en 1798, será prohibido por la Iglesia.

Un tema relacionado con los estudios, que se convierte en campo de batalla entre reformistas y conservadores, es el referente al sistema copernicano, razón por la que conviene que sea brevemente tratado.


La afirmación del sabio polaco Nicolás Copérnico de que la Tierra gira alrededor del sol ─comprobado científicamente─ es negada por los escolásticos con un argumento contundente: contradecir lo aseverado por la Biblia. Se aferran por eso a Ptolomeo que sostiene igual punto de vista. Cuando más, ante la evidencia de la verdad copernicana, aceptan que se pueda discutir el asunto como una mera hipótesis. El mismo padre Feijóo, tan abierto en algunas materias a una visión nueva, no se atreve a pasar de este límite, aunque deja entrever que su verdadero pensamiento es otro. Aconseja acoger el sistema menos peligroso de Tycho Brahe...

 El combate que se libra, por tener que ver con la religión, no puede estar exento de imposiciones y persecuciones. A Jorge Juan, el científico español que viene a América con los geodésicos franceses, se le obliga al igual que a Galileo, a decir en sus Observaciones astronómicas que el movi­miento de rotación de la tierra era falso, afirmación que desmentirá el mismo en una obra póstuma.[9] Se sabe del hostigamiento que sufre José Celes­tino Mutis por enseñar la doctrina copernicana en Nueva Granada. El sabio, sólo puede evitar la condena de la Inquisición, gracias a que el rey había permitido la enseñanza de los principios de Newton que confirmaban las afirmaciones de Copérnico.

En la Real Audiencia de Quito, donde por fuerza también tiene lugar la pugna suscitada, las mentes más lúcidas, unas con mayor decisión que otras, se alínean en favor del sistema copernicano. Espejo, que se había graduado de maestro de filosofía en 1762, no puede estar en otro lado. Ekkehart Keeding afirma lo siguiente sobre este particular:

            Eugenio Espejo, que en 1760/61 había aprendido el sistema copernicano y las leyes físicas de la gravedad de los cuerpos celestes según Isaac Newton en el curso del Padre Hospital, criticaba el hecho, que la Universidad de Quito había hecho pasos atrás en la enseñanza de filosofía, enseñando a Tycho Brahe.[10]

Junto a Espejo están varios intelectuales avanzados, que más tarde, llevando  en alto sus ideas, se convertirán en luchadores por la indepen­dencia patria, demostrando así que el avance de las ciencias no estaba divorciado de los cambios políticos y sociales. Descuella entre ellos el sacerdote Miguel Antonio Rodríguez que según Astuto es el primero en enseñar en Quito la teoría de Copérnico. Sin duda, quiere decir, en forma más sistemática y franca, puesto que su doctrina no era desconocida.

 
Tomado de Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.

Motivo de sus afanes de reforma son, naturalmente, las ciencias médicas, vinculadas directamente con su profesión. Tanto más que estas ciencias están muy atrasadas en la ciudad de Quito, tal como han puesto de manifiesto distinguidos profesionales que se han ocupado de esta materia. El libro donde Espejo expone su pensamiento médico es el titulado Reflexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas.

El libro citado es escrito por encargo del Cabildo que le comisiona para que emita su parecer sobre una obra publicada en Madrid por el médico español Francisco Gil, donde sostiene que el mejor medio de evitar la propagación de las viruelas es el aislamiento de los enfermos, problema de gran importancia en ese entonces por la mortandad que causan las frecuentes epidemias.

Empero, cuando Espejo presenta su informe ─las Reflexiones─ es violen­tamente combatido. “Este libro ─dice el doctor Gualberto Arcos─ fue rechazado por el Cabildo, a petición de los médicos y de los betlemitas, porque en la parte que trata de los malos médicos, como plaga peligrosa, les analizaba demostrando todas sus deficiencias y destruyendo su falso prestigio”.[11] Se le pide que modifique los términos considerados como injuriosos y satíricos por sus impugnadores. Enrique Garcés añade que éstos apelaron al Presidente Villalengua, que llamó al informante “para que entregue ese escrito, lo reprendió severamente y le advirtió que si publica le castigaría cruelmente y ordenó que lo rompa”.[12] Lejos de obedecer ese mandato, Espejo hace circular el manuscrito en Quito, Lima y otras ciudades americanas. Más aún, se imprime en Italia fragmentos de la obra como apéndice en la segunda edición del libro del doctor Gil. No modifica ni una sola palabra del texto presentado.

Refiriéndose a estos ataques, el doctor Reinaldo Miño dice con razón lo siguiente:
 
            Si el Despertador de ingenios El Nuevo Luciano de Quito despertó el mal genio y la mala voluntad de las clases dominantes contra el crítico de lo profano y lo sagrado, se planearon, tras él, su destierro al Amazonas, las Reflexiones médicas le convir­tieron otra vez en blanco de odio y la mala voluntad de autoridades, curas, hacendados, etc. y también se le persiguió, porque se dijo la verdad, aunque haya escándalo.[13]
        
Este libro de Espejo tiene indudables méritos, digan lo que digan sus contrarios antiguos y modernos.

 En primer lugar, en una época en que se cree que las epidemias son castigos divinos ─tesis teológica que fomenta groseras supersticiones─ él busca un fundamento material  como causa de las enfermedades. Así, basán­dose en opiniones de médicos antiguos, vislumbra la teoría microbiana y sostiene que son la variedad de atomillos vivientes los que explican “la multitud de epidemias tan diferentes y de síntomas tan varios”.[14] Y piensa que el progreso de las observaciones microscópicas, mostrando el desarrollo de esos corpúsculos movibles, podrían dilucidar “toda la naturaleza, grados, propiedades y síntomas de las fiebres epidémicas  y en particular de la viruela”.[15]

Fernando Ortiz Crespo, escritor versado en asuntos de carácter científico, pondera así las ideas bacteriológicas del doctor Espejo: 

            Anticipa así los hallazgos de la ciencia moderna, pues los virus no son otra cosa que moléculas infectivas que pueden viajar a través del aire. Yendo más allá todavía, según él “la diversa configuración” en la geometría de estas moléculas las hace afectar un organismo u otro, o a un animal y no al hombre.

                        Esta noción ha sido confirmada en los últimos años por la biología molecular, que ha revelado la presencia de moléculas receptoras en la superficie de las células con las que hacen contacto los virus y otros agentes patógenos cual llaves en cerraduras antes de entrar en ellas.[16]

 Además, agrega, que parece que Espejo llega a entrever “las mutacio­nes y recombinaciones en los genes de los virus que infunde una temible variabilidad a ciertas enfermedades”.[17] ¡Todas estas predicciones genia­les, aparecidas en un rincón oscuro de la colonia, hace doscientos años!

 Para la superación de los estudios médicos, tan retrasados como  ya se dijo, hace una serie de valiosas sugerencias. Critica acerbamente la ignorancia de los “falsos médicos” y los mediocres profesores, aquellos que se guían por pésimos libros envueltos en la “algara­bía de los malos aristotélicos y perversos escolásticos”.[18] Piensa que el médico debe ser una persona de gran cultura, nutrido  con los conocimientos de los adelan­tos modernos, en especial con los relacionados con la medicina. Tal es el caso de la anatomía, por ejemplo. Esta ciencia se debe enseñar, indica, no solo teóricamente con las obras de los buenos autores, “sino por la observación práctica hecha en las disecciones de los cadáveres y en las que se dice Zootomía o disección comparada, que es la que se hace en los brutos”.[19] Y, para la ayuda de los médicos y atención de los enfermos, llega a proponer la creación de un cuerpo de enfermeras, retribuidas con un salario digno, o competente, como él lo denomina.

 Convencido  de que la prevención es el mejor medio de evitar las enfermedades, manifiesta que la higiene es imprescindible para lograr ese objetivo, razón por la que los doctores Arcos, Garcés y Miño le consideran como el primer sanitario o higienista de nuestra patria. Así, anticipándose a su tiempo, da una serie de normas para mantener la limpieza de la ciudad de Quito. Considera como peligrosos focos de infección los entierros que se realizan en el interior de los templos, debiéndose por consiguiente prohibir la continuación de esta práctica, sin que importe la condición social de los difuntos, porque el beneficio común está por encima de todo. Y, tampoco, no olvida criticar la suciedad de ciertos monasterios. Nombra algunos, y dice que son “los seminarios de las inmundicias”.[20]

Señala, finalmente, otra fuente de pestes y enfermedades: la mala alimentación del pueblo. Afirma que estas empiezan “ordinariamente entre las gentes de la ínfima plebe, porque su alimento es de los peores siempre­”,[21] mientras que los ricos, bien alimentados y de mesa colmada, pueden evadirlas más fácilmente. Una de las causas de la pobreza popular constit­uye los miserables salarios que ganan los trabajadores, y otra, la especulación de parte del poderoso hacendado que sube los precios de artículos de primera necesidad y va “haciendo su bolsa a costa de la miseria y hambre del público”.[22] Desde luego, para esta denuncia, tiene que ampararse en San Crisóstomo y San Bernardo, enemigos de usureros y especuladores.

 Estos, pues, en síntesis, los esfuerzos de Espejo para la moder­nización de los estudios, modernización de índole burguesa, como la que propugnan los ilustrados españoles. 

Es que una reforma de esta clase, es ya una necesidad perentoria. Tan necesaria, que por encargo del Presidente de la Audiencia, el Obispo Pérez Calama ─sacerdote inteligente y culto─ redacta un plan de estudios para la universidad que entraña una renovación por demás tímida. Tímida, porque se declara obligatorio para la enseñanza de filosofía un texto donde no se acepta el sistema copernicano y, en lo que respecta a la medicina, se establece una sola cátedra y se recomienda un solo libro, todo muy lejos de las proposiciones de Espejo. Pero al lado de estas debilidades, no se puede dejar de reconocer, existen sugerencias muy valiosas, que son cabalmente, las que reprocha el escritor conservador Julio Tobar Donoso. Veamos lo que dice:

            En el plan del Sr. Calama están recomendados dos canonistas célebres por su oposición a los derechos pontificios y por haber quemado incienso al Poder Civil, como Van Espen, Boujat y Selvaggio. Allí se honra a Barbadiño, vademécum de la reforma literaria de la época, pero cuyas doctrinas sensualistas y sincretistas constituían letal veneno para la juventud. Allí se propone para la enseñanza de Legislación a Filangieri, “antorcha de políticos y jurisconsultos; y con el deseo de fomentar los estudios de Economía política, que despuntaban en España, se patrocina la introducción de las publicaciones de las Sociedades Económicas, y especialmente de la Vascongada y Matritense, focos de corrupción de las sanas ideas. Allí, en fin, se enaltece a Campomanes y a sus libros, con todo de haber sido ese desapoderado publicista el exponente de regalismo y el principal promotor de la expulsión de los Jesuitas”.[23]

 Si en esta época las proposiciones de Pérez Calama causan tanta alarma al doctor Tobar Donoso, es de imaginarse el susto y la protesta que provocarían en los tiempos de Espejo. Esto explica que su plan no haya sido aprobado y la guerra promovida en contra del prelado, tanto más que había combatido y denunciado al rey la ignorancia y corrupción de los clérigos. Guerra, guerra a muerte, ganada por los oscurantistas coloniales. El bienintencionado sacerdote tiene que hacer maletas y renunciar al obis­pado.

 


[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Ideario y acción de cinco insurgentes, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2012, pp. 38-50.
[2] Eugenio Espejo, El Nuevo Luciano de Quito, Imprenta del ministerio de gobierno, Quito, 1943, pp. 74-75.
[3] Federico González Suárez, Ultima Miscelánea, Imprenta del Clero, Quito, 1942, p. 434.
[4] Jean Sarrailh, La España Ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pp. 199-200.
[5] Pablo González Casanova, El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII, Editorial Stylo, Méjico, 1948, p. 181.
[6] Citado por Jean Sarrailh, op. cit., p.201.
[7] Pablo González Casanova, op. cit., p. 213.
[8] Eugenio Espejo, Primicias de la Cultura de Quito, Unión Nacional de Periodistas, Quito, 1944, p. 77.
[9] Jean Sarrailh, op. cit., p. 497.
[10] Ekkehart Keeding, “Las ciencias naturales en la antigua Audiencia de Quito”, en Boletín de la Academia de Historia Nº 122, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1973, p. 62.
[11] Gualberto Arcos, La Medicina en el Ecuador, Tip. L.J.Fer­nández, Quito, 1933, p. 285.
[12] Enrique Garcés, Eugenio Espejo, Médico y Duende, Talleres Municipales, Quito, 1944, p. 217.
[13] Reinaldo Miño, Pensamiento médico de Eugenio Espejo, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Ciencias Médicas, Quito, 1987, p. 71.
 [14] Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Re­flexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas, Imprenta Municipal, Quito, 1930, p. 61.
 [15] Ídem, p. 63.
[16] Fernando Ortiz Crespo, “Eugenio Espejo y la biología molecular”, en Hoy, Quito, 1 de enero de 1993.
 [17] Ídem.
 [18] Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Re­flexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas, op. cit. p. 146.
[19] Ídem, p. 148.
[20] Ídem, p. 93.
[21] Ídem, p. 89.
[22] Ídem, p. 77.
[23] Julio Tobar Donoso, La Iglesia ecuatoriana en el siglo XIX, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1934, p.15.