jueves, 10 de agosto de 2017

Dos próceres del 10 de Agosto que la historia nacional poco recuerda



DOS SACERDOTES DE VALÍA[1]


Oswaldo Albornoz Peralta 


Si no de la talla de Hidalgo o de Morelos esos gigantes de la independencia americana, también nuestra gesta emancipadora tiene en su seno sacerdotes de gran valía, tanto por sus ideas progresistas como por el tesón y el coraje que demostraron en esa lucha heroica.

Aquí sólo queremos esbozar las semblanzas de dos valerosos religiosos: Miguel Antonio Rodríguez y José Riofrío.

Ninguno de los dos ha merecido un libro de biografía, mientras que otros de sus cofrades que no les llegan ni siquiera a las rodillas, han tenido la suerte de sendas páginas enaltecedoras, quizás merecidas unas pocas, pero de sobra todas las demás.

Empecemos por el doctor en los dos derechos, Miguel Rodríguez.


Miguel Rodríguez

No se conoce la fecha exacta de su nacimiento, pero se sabe que tiene lugar hacia el año de 1777 en la ciudad de Quito, capital entonces de la Real Audiencia de su nombre.

Pronto, debido a su talento y a su dedicación por el estudio, le encontramos como profesor de la Universidad. El doctor Pablo Herrera en su Antología de prosistas ecuatorianos, dice que se “hizo notable por sus conocimientos extensos y variados, por la claridad de su inteligencia y la fecundidad de su ingenio”.[2] Según afirma Astuto en su biografía de Espejo, es el primero en enseñar las teorías de Copérnico, que como se sabe, son mal vistas y combatidas por los clérigos ultramontanos. Pero, sin duda, más importante que todo esto, es que allí, en el claustro universitario entra en contacto con varios de los futuros próceres de nuestra independencia, pues por ese lugar deambulan profesores y estudiantes que sueñan con una patria libre. Seguramente se discuten, aunque sea a sotto voce, las nuevas doctrinas políticas progresistas provenientes de varias partes del mundo. Inclusive las más revolucionarias irradiadas por la revolución francesa.


Patio de la Universidad quiteña  donde enseña Filosofía Miguel Rodríguez

Uno de sus discípulos, el prócer Luis Fernando Vivero, que está entre los pensadores ecuatorianos más avanzados de esa época, le dedica como homenaje póstumo su gran libro Lecciones de Política. La dedicatoria dice:

A la memoria
de
Miguel Antonio Rodríguez,
natural de Quito,
sacerdote virtuoso,
ilustrado y celoso director de la juventud,
modelo de patriotismo, víctima de la crueldad española,
dedica estas páginas
su amante discípulo
Luis Fernando Vivero [3]

Otro prócer, así mismo de avanzado pensamiento, el doctor Manuel Rodríguez y Quiroga en ese entonces secretario de la Universidad también pondera sus virtudes y conocimientos en el acta que suscribe con motivo del examen secreto a que se somete para optar por el grado de doctor en Teología, pone de relieve sus afanes y tareas literarias. Y refiriéndose al maestro, dice que en dos ocasiones ha desempeñado la cátedra de Filosofía, “con tanto acierto y general aplauso”.[4]

El 10 de Agosto de 1809 se inicia la lucha por nuestra independencia, y salen a la luz pública, los hombres comprometidos con esa causa. Sale con paso firme y decidido, el catedrático Miguel Antonio Rodríguez.

Cuando se produce la inicua matanza del 2 de agosto de 1810, él es el encargado de pronunciar la oración fúnebre en honor de los patriotas caídos. Con frases doloridas, pero sin poder decir todo lo que piensa porque la revolución está vencida, da el adiós a los prisioneros masacrados. El poeta Jorge Carrera Andrade dice que su voz  fue como un formidable anatema: “Dos de agosto, día infausto: una noche eterna te borre del número de los días y de la memoria de los hombres”.[5]

Los revolucionarios, empero, vuelven a levantar cabeza. En la ciudad de Ambato, el mes de febrero de 1812, se aprueba nuestra primera Constitución, redactada por Miguel Antonio Rodríguez, según afirmación de Pablo Herrera. Es de pensar que él que no en vano es traductor de Los Derechos del Hombre con la ayuda de unos pocos diputados progresistas como el doctor Ante por ejemplo, es el que logra introducir en ella algunos postulados avanzados, empresa muy difícil, porque la mayoría de los representantes pertenecen a la nobleza criolla y son contrarios casi todos a los principios democráticos y republicanos. Por eso los defectos de esa Constitución. Basta decir que en ella todavía se habla de Fernando VII.

Los principios avanzados y democráticos de nuestra referencia, como es lógico, en la época, tienen su fuente en la doctrina liberal y emanan, principalmente, de las vertientes de la revolución francesa. Su influencia es tan clara en esta primera Constitución Pacto Solemne de Sociedad y Unión entre las provincias del Estado de Quito, se la denomina que ni siquiera los historiadores y constitucionalistas conservadores han podido negarlo. El doctor Ramiro Borja y Borja La Constitución Quiteña de 1812 dice que el influjo de la teoría del Contrato Social y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano son manifiestos. Y el doctor Julio Tobar Donoso expresa que se nota, a primera vista, la presencia de los principios difundidos por la revolución de 1789, así como de los ideales políticos propagados por Nariño y Espejo.

No se puede negar, entonces, como algunos pretenden el temprano aporte ideológico del liberalismo a nuestra gesta emancipadora.

Estas actuaciones de Rodríguez son tomadas en cuenta por el gobierno colonial que, como es de rigor en ese entonces, vigila de cerca todos sus movimientos. Núñez del Arco en su célebre y conocido Informe, se expresa de él de la siguiente manera:

Su propietario doctor don Miguel Rodríguez se refiere a que en ese entonces es capellán del Carmen Moderno como propietario insurgente seductor se precipitó con extraordinario furor y entusiasmo y fue representante que siempre peroraba con arrogancia y desvergüenza. Hizo publicar una obra titulada Derechos del Hombre extractada de las máximas de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y semejantes. Presentó al Congreso las constituciones del estado republicano de Quito las que fueron adoptadas, publicadas y juradas. En suma fue tan insolente y atrevido que a nuestro Soberano el señor don Fernando 7º lo trataba públicamente con el epíteto de el hijo de María Luisa.[6]

La difusa versión de Núñez del Arco, que puede dar lugar a interpretaciones erradas, es aclarada por el historiador Celiano Monge: dice que se trata de una traducción de los Derechos del Hombre acompañada de un comentario sobre ese célebre documento revolucionario. No hay duda que este trabajo de Rodríguez agrava grandemente su "culpa", pues, como se sabe, las obras de los enciclopedistas y filósofos franceses están terminantemente prohibidas y condenadas por la Iglesia.

Estos, pues, los graves pecados de este insurgente seductor.

Y por ser tan graves no podían quedar sin el condigno castigo. Y este tenía que ser drástico y ejemplar para la satisfacción de sus enemigos.

Efectivamente, según consta en el Diccionario biográfico del Ecuador de Gustavo Arboleda, cuando los realistas se apoderan de Quito, es “condenado a muerte y a embargo de bienes”, pena que luego es conmutada “por la reclusión en una recoleta de Manila”.[7]

Montes, presidente de la Real Audiencia, es el encargado de ejecutar la pena en 1813.

La sentencia le impone diez años de destierro en las lejanas islas Filipinas. En su capital, Manila, permanece custodiado por el prior del convento de recoletos, que guardaba las llaves de su celda. Celiano Monge dice que sólo se le permite hablar con religiosos de confianza, inmunes a la seducción. Es tal el temor que se le tiene, que según el autor que acabamos de citar, el rey ordena en 1817 que no se envíen a esa colonia insurgentes de su importancia, para así impedir la expansión de las ideas revolucionarias.

Al volver a la patria, después de conseguida la independencia, muere envenenado en la ciudad de Guayaquil, según se asegura. “Envenenado dice Carrera Andrade por los mismos hombres que habían ahogado en la sangre del pueblo la libertad recién nacida.”[8] 

Y en efecto, ¿quiénes más podían cometer un crimen tan horrendo?



El presbítero José Riofrío

Nace en 1764. En la declaración que rinde por los acontecimientos del 10 de Agosto, afirma que es nativo de Quito.

Al igual que muchos otros sacerdotes recorre varias regiones de la patria: está en las feraces selvas orientales y en los pequeños pueblos andinos perdidos entre la bruma de la cordillera. El nombre de uno de estos curatos, Píntag, pasa a la historia. Allí parece que germina su amor a la libertad.

Según Roberto Andrade, es  el prócer Juan de Dios Morales que se halla confinado en este lugar, el que le lleva a la senda emancipadora. Y Morales, como se sabe, es pensador de ideología avanzada y republicano auténtico, debiendo por consiguiente haber contagiado la mente del presbítero, aunque sea en pequeña proporción, de aquellos ideales. Pero, en realidad, porque su acción revolucionaria es corta y fulgurante, nada, o casi nada se conoce de sus ideas políticas. Esto no importa. Riofrío vale, más que por su pensar, por su accionar. Él está entre los combatientes más firmes y decididos, entre aquellos que al contrario que gran parte de los participantes en las luchas por la independencia, no vacilan nunca y menos traicionan a su causa. El permanece inmune y enhiesto ante el temor y la cobardía. Y en esa actitud viril, precisamente, reside su valía.

Desde que se decide por la independencia está presente en todas sus acciones. Está en la primera conspiración del 25 de diciembre de 1808 por eso llamada de navidad  que se verifica en la hacienda de Chillo del marqués de Selva Alegre. Por esto es apresado y recluido en el convento de la Merced, pero pronto sale libre, porque el proceso instaurado contra los conspiradores es mutilado y despojado de sus piezas principales, según afirma el escritor colombiano Manuel de Jesús Andrade en su libro Próceres de la Independencia. Sale libre, para seguir la brega.
           
Y claro, no podía faltar, concurre a la conspiración definitiva del 10 de Agosto en la casa de la patriota Manuela Cañizares, donde se da el primer grito de independencia.

Una vez triunfante el golpe revolucionario, se convierte en predicador y portavoz de los fines e ideales perseguidos por los rebeldes. Corre a su curato de Píntag y da cuenta a sus feligreses de la transformación que se acaba de verificar. Esto consta en una comunicación remitida a Pío Montúfar, donde se da cuenta que el pueblo a su cargo, después de haber predicado la novedad, “reconoce la constitución y obedece ciegamente a la Suprema Junta establecida a vuestro Real Nombre”.[9] Luego, sin perder tiempo, se integra  a una comisión especial conformada para levantar el espíritu revolucionario de las tropas que marchan a combatir en el norte.  Agudo observador, allí, junto a los soldados, anota las deficiencias y errores de la campaña, así como las vacilaciones y falta de patriotismo de los jefes y oficiales criollos. De todo esto, indignado, da cuenta en varias comunicaciones al ministro de la Guerra, su amigo Juan de Dios Morales. Dice esto en una de ellas:

Permítame V. E.  Explicarme con la claridad que acostumbro y que se necesita en un asunto de la mayor importancia. Si no se hubiese compuesto la Falange de oficiales delicados que no pueden dormir sino en catres, que no pueden salir al aire sin temor a un resfrío, que no pueden comer más que pucheros exquisitos y manjares, últimamente como damas y no como hombres, no haría tantos gastos el Estado, haríamos temblar las provincias y no veríamos sediciosos. En fin, ya se cometió el yerro y espero de la integridad de V. E. que  en adelante se atienda al mérito de vasallos útiles y no a la contemporización de hombres inservibles y, por tanto, perjudiciales.[10]

La expedición, con esta  clase de oficiales, no puede menos que fracasar por completo. De nada sirve la gran labor de propaganda y organización desplegada por Riofrío. Tanto más que su jefe máximo, el “general” Manuel Zambrano, a más de cobarde, resulta un traidor. Máculas estas que, por desgracia, no alcanza a percibir el abnegado sacerdote.
           
La traición de la que es partícipe Zambrano como acabamos de decir, ha tomado vuelo. Juan Pío Montúfar y buena parte de la nobleza criolla, a cambio de un perdón solicitado y prometido, devuelven el poder al conde Ruiz de Castilla. La revolución, con mano artera, ha sido vencida.

El viejo mandatario español, empero, rompiendo su promesa, ordena el enjuiciamiento y prisión de los comprometidos en la transformación efectuada, inclusive los vacilantes y traidores.

Se destinan doce hombres al mando del noble Francisco Aguirre para la captura de Riofrío, mandato que cumple con celeridad digna de mejor causa. Esta detención es comunicada por Ruiz de Castilla al obispo Cuero y Caicedo para que ponga expedita la cárcel eclesiástica, prelado que, “para no hacerme responsable a V. E. y al Rey Nuestro Señor o que se me impute a debilidad o disimulo reprensible cualquier evasión”,[11] manifiesta que esa prisión carece de seguridad, debiendo por lo tanto ser trasladado a otra mejor resguardada. Mas esto no es lo peor, sino que luego se concede licencia para que él y otros clérigos sean conducidos al cuartel Real de Lima como reos comunes. Allí, según afirmación del escritor doctor Manuel María Borrero, son “calzados de grillos y torturados con incomunicación, hambre, miseria y desnudez, sin respeto ninguno a su investidura sacerdotal”.[12]

Riofrío, cuando rinde su declaración en el juicio que se le sigue, valientemente, no niega su participación en los acontecimientos. La acusación fiscal es implacable y cruel. Se pide su muerte y la confiscación de todos sus bienes.

Y la muerte viene con paso acelerado. No por sentencia legal, sino por obra del crimen: en la matanza inhumana del 2 de agosto de 1810 recibe un balazo y una herida de bayoneta que le llevan a la tumba. Mejor, a las páginas enaltecedoras de la Historia.

Queda esbozada, aunque sea incompletamente, la postura de estos dos próceres de sotana. Rodríguez representa el pensamiento avanzado que mira con penetración hacia el futuro. Riofrío representa el tesón y la valentía, invulnerable y resistente como acero a toda vacilación y componenda. Ambos, unidos, son paradigma de los valores patrios.










[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, La actuación de próceres y seudopróceres en la Revolución del 10 de Agosto de 1809, Editorial de la Facso - UCE , Quito, 2009,  pp. 89-99.
[2] Pablo Herrera, Antología de prosistas ecuatorianos, t. II, Imprenta del Gobierno, Quito, 1896, p. 63.
[3] Luis Fernando Vivero, Lecciones de Política, Imprenta de Gaultier-Laguionie, París, 1827.
[4] Celiano Monge, Lauros, Quito, 1910, p. 165.
[5] Jorge Carrera Andrade, Galería de místicos y de insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959, p. 91.
[6] Ramón Núñez del Arco, Los hombres de Agosto. Documentos históricos, Litografía e Imprenta Romero, Quito, 1940, p. 45.
[7] Gustavo Arboleda R., Diccionario biográfico de la República del Ecuador, Tip. De la Escuela de Artes y Oficios, Quito, 1911, p. 144.
[8] Jorge Carrera Andrade, op. cit., p. 91.
[9] Rex Tipton Sosa Freire, Miscelánea histórica de Píntag, Ediciones Abya Yala, Quito, 1996, p. 264.
[10] Manuel María Borrero, Quito, Luz de América, Editorial Rumiñahui, Quito, 1959, p. 82.
[11] Idem, p. 256.
[12] Idem, p. 258.

sábado, 22 de julio de 2017

El pensamiento científico de Eugenio Espejo

En julio de 1767, a la edad de 20 años, se gradúa como médico el prócer de la primera independencia latinoamericana Eugenio Espejo. En conmemoración de su natalicio, 21 de febrero, se instaura en su honor el día del médico ecuatoriano por sus múltiples aportes en el campo de la ciencia y la salud pública. Por eso y más los ecuatorianos lo recordamos siempre en esta fecha.






El Pensamiento científico de 
Eugenio Espejo[1]

Oswaldo Albornoz Peralta
       
  
Durante el medioevo, la teología ‒doctrina sobre Dios‒ se había convertido en la ideología única y predominante al anexar y transformar en aditamentos suyos a todas las otras formas ideológicas: filosofía, cien­cias, política, moral, etc. Supremacía adquirida, como consecuencia lógica de la posición predominante de la Iglesia.

Y la escolástica, filosofía del feudalismo cristiano, como no puede ser de otra manera, está totalmente subordinada a la teología, es su “sierva”, como a menudo se ha dicho. Por tanto, todos los asuntos tienen que explicarse y concordar con los dogmas eclesiásticos, las afirmaciones bíblicas, las doctrinas de los Padres de la Iglesia o de algunos filósofos antiguos, Aristóteles principalmente, pero tergiversado y mutilado. Así, se pone a la religión y a la fe por encima de todo, inclusive, por encima de la razón.

Moviéndose dentro de este círculo de hierro, la escolástica toma la característica  de un vacío y estéril arte de discusión, en puro verbalis­mo, donde la verdad no interesa para nada, pues está dada para siempre por la religión. No tiene en consecuencia ningún interés en el desarrollo de las ciencias naturales y la experiencia está totalmente fuera de su esfera. Y en esta forma ‒no hace falta decirlo‒ se convierte en valladar para todo progreso.

Mas esto no puede subsistir. El adelanto alcanzado por la economía, el avance de la industria y la expansión del comercio, imponen nuevas concepciones. Se hace necesario el fomento de la técnica y de las ciencias naturales. Y para esto resulta imprescindible un cambio en el sistema educativo, monopolizado por el clero y, por ende, sometido a las normas impuestas por la escolástica.

La fuerza que impulsa la transformación no es otra que la burguesía, que ve en la independencia de la ciencia una palanca para el desarrollo de la economía, conforme conviene a sus intereses de clase. En España son los ilustrados, que pese a su debilidad y obstáculos que tienen que vencer, los que siguen este camino. Y en sus colonias esta posición es adoptada por los hombres más progresistas de los diferentes países.

Espejo, ojo avizor a todo lo nuevo, no podía estar fuera de este movimiento, tanto más que en nuestra patria hay mucho que hacer en este campo, pues el atraso reina por doquier se dirija la mirada. Pocas son las personas ‒Miguel Jijón, Pedro Vicente Maldonado, Franco Dávila y algunos otros‒ que salen de esta mediocridad que rodea el ambiente.


 Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.


La tarea que tiene por delante, entonces, es por demás dura y riesgosa.

Ya en su primer libro, El Nuevo Luciano de Quito, inicia su ataque contra la escolástica, como hemos dicho, rectora omnímoda en todos los claustros de enseñanza. Al respecto, pone en boca del doctor Mera ‒per­sonaje que representa su pensamiento en los diálogos de la obra‒ las siguientes palabras:

            La lógica verdaderamente era una intrincada metafísica; y de una exacta in­dagación de la verdad, se había vuelto una eterna disputadora de sutilezas despreciables e incomprensibles. De allí tantas cuestiones inútiles, en que se evaporaba la delicadeza de los ingenios. Y empezando desde las Súmulas, nuestro término lógico era la piedra de escándalo en que tropezaban con infinitas novedades vagas y confusas, predece­sores y catedráticos sucesores (...) era el arte de ejercer solamente el ingenio en zancadillas imaginarias, de enervar la razón, y de tener ligado a un vergonzoso ocio el juicio, facultad animástica la más excelente, la más necesaria y la que hace el mérito del hombre hábil.[2]

La crítica nos parece certera, aunque González Suárez diga que “Espejo confunde la ciencia con los defectos de Escuela de los cultivadores adocenados de la Escolástica” [3] y que sus ata­ques provienen de la lectura de escritores galicanos como Fleury. Pero, ¿acaso no son archiconocidas las absurdas dis­cusiones de los más altos representantes del escolasticismo? También se sabe con detalle su ceñuda oposición a evidentes avances científicos, su tenaz guerra a los pensadores más esclarecidos por pensar que sus afirmaciones se oponen a los dogmas de la Iglesia o a las Sagra­das Escrituras. El adocenamiento, es la esencia misma de la Escolástica.

La adhesión de Espejo a las ideas del estudioso portugués Luis Antonio de Verney enunciadas en su libro El verdadero Método de Es­tudiar ‒que aparece con el seudónimo de Barbadiño para evadir la censura‒ evidencia también su actitud en favor de las reformas. En el mismo libro ya citado demuestra con franqueza su admiración a los trabajos de este reformador. Admira su erudición y la solidez de sus juicios.

¿Cuáles son las novedades y proposiciones del Barbadiño? Jean Sarrailh las resume así:

            Los profesores se hallan demasiado sometidos a la autoridad de Aristóteles y a la escolástica. Se tiene por los antiguos un culto supersticioso, y a los moder­nos se les niega todo mérito. Nadie se preocupa por la observación ni por la experimentación. El derecho se estudia sin la ayuda de las ciencias auxiliares que permitirían entender los hechos. Lo único que se pone a contribu­ción es la memoria. La teología se complace en las sutilezas más que en el examen de las Sagradas escrituras.
                            La física, si ha de ir precedida del estudio de las matemáticas, tan descuidadas aún, ni puede enseñarse sino mediante experimentos. La medicina debe conceder un lugar muy amplio a la anatomía, de la cual depende todo, y a las observaciones de los enfermos de los hospitales, tal como el derecho debe atender a la historia romana, a la historia nacional y a la crítica de las leyes, que no son intangibles.[4]

Este pensamiento renovador tiene una gran difusión en España y contribuye poderosamente para que se introduzcan reformas en la enseñanza y se modernicen los planes de estudios en las universidades. En América también tiene influencia. González Casanova, luego de mostrar las tesis esgrimidas y las intrascendentes discusiones de los escolásticos, afirma que la obra de Verney tiene gran propagación en la Nueva España.[5]

Naturalmente la obra de Barbadiño no podía pasar desapercibida por los contrarios. Uno de los primeros en entablar el combate es el jesuita José Francisco Isla, que pese a ser el autor de la célebre Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas condenada por la Inquisición en 1740 por las sátiras contra las otras órdenes religiosas, es de ideas absolutamente conservadoras y enemigo jurado de todos los que simpatizan con las doctrinas de los filósofos franceses, cuyos libros califica de pestilentes y apestados. Otro jesuita, el padre Antonio Codormín, es todavía más violento en el ataque. En su libelo Desagravio de los autores y facultades que ofende el Barbadiño, tacha a la obra de Verney como heterod­oxa: “Nunca ─dice─ cita escritor hereje sin elogio, ni católico sin censura”.[6]

En América sucede igual fenómeno. Hasta es denunciado ante el Santo Oficio “por una expresión vilipendiosa del Sumo Pontífice y por otra en que el filósofo portugués hablaba de las dificultades de probar la existencia de Dios”.[7] Y en este caso, el denunciante, el sacerdote Juan Benito Díaz de Gamarra, no es cabalmente un oscurantista, pues, es partidario de la renovación de los estudios, razón por la que también fue denunciado alguna vez ante el mismo tribunal. Son hechos extraños y contradictorios de esa época de pugna y ebullición de ideas.

Volvamos a Espejo.

El precursor, como todos los pensadores liberales de ese entonces, considera la educación como factor primordial para el progreso de los pueblos. Por esto, en el periódico Primicias de la Cultura de Quito, propugna el destierro de principios pedagógicos caducos para la enseñanza de la juventud, a la cual asigna fundamental importancia como semilla y venero de la sociedad futura. La consigna medieval “la letra con sangre entra”, que hace del castigo medio de aprendizaje, debe ser borrada para siempre. Aconseja a los educadores, que la “primera máxima que deberían tener presente, es que el maestro ha de hacerse primero amar que temer”.[8] Educación de esclavos, llama a la educación colonial.

          
En el mismo periódico Espejo recomienda una serie de libros que pueden servir de base para la lectura en las escuelas de primeras letras. Allí, quizás para no causar temor a los timoratos y atenuar las críticas que se puedan hacer a su publicación, incluye obras que no cuadran precisa­mente con el espíritu de la reforma que le anima. Pero aun así, como a escondidas, introduce en la lista aconsejada la novela pedagógica del padre Pedro Montengón titulada Eusebio, objeto de duros ataques de parte de los oscurantistas por sustentar ciertas ideas no admitidas por los patrones religiosos. Poco después de la recomendación de Espejo, en 1798, será prohibido por la Iglesia.

Un tema relacionado con los estudios, que se convierte en campo de batalla entre reformistas y conservadores, es el referente al sistema copernicano, razón por la que conviene que sea brevemente tratado.

La afirmación del sabio polaco Nicolás Copérnico de que la Tierra gira alrededor del sol ‒comprobado científicamente‒ es negada por los escolásticos con un argumento contundente: contradecir lo aseverado por la Biblia. Se aferran por eso a Ptolomeo que sostiene igual punto de vista. Cuando más, ante la evidencia de la verdad copernicana, aceptan que se pueda discutir el asunto como una mera hipótesis. El mismo padre Feijóo, tan abierto en algunas materias a una visión nueva, no se atreve a pasar de este límite, aunque deja entrever que su verdadero pensamiento es otro. Aconseja acoger el sistema menos peligroso de Tycho Brahe.

El combate que se libra, por tener que ver con la religión, no puede estar exento de imposiciones y persecuciones. A Jorge Juan, el científico español que viene a América con los geodésicos franceses, se le obliga al igual que a Galileo, a decir en sus Observaciones astronómicas que el movi­miento de rotación de la tierra era falso, afirmación que desmentirá el mismo en una obra póstuma.[9] Se sabe del hostigamiento que sufre José Celes­tino Mutis por enseñar la doctrina copernicana en Nueva Granada. El sabio, sólo puede evitar la condena de la Inquisición, gracias a que el rey había permitido la enseñanza de los principios de Newton que confirmaban las afirmaciones de Copérnico.

En la Real Audiencia de Quito, donde por fuerza también tiene lugar la pugna suscitada, las mentes más lúcidas, unas con mayor decisión que otras, se alinean en favor del sistema copernicano. Espejo, que se había graduado de maestro de filosofía en 1762, no puede estar en otro lado. Ekkehart Keeding afirma lo siguiente sobre este particular:

            Eugenio Espejo, que en 1760/61 había aprendido el sistema copernicano y las leyes físicas de la gravedad de los cuerpos celestes según Isaac Newton en el curso del Padre Hospital, criticaba el hecho, que la Universidad de Quito había hecho pasos atrás en la enseñanza de filosofía, enseñando a Tycho Brahe.[10]

Junto a Espejo están varios intelectuales avanzados, que más tarde, llevando  en alto sus ideas, se convertirán en luchadores por la indepen­dencia patria, demostrando así que el avance de las ciencias no estaba divorciado de los cambios políticos y sociales. Descuella entre ellos el sacerdote Miguel Antonio Rodríguez que según Astuto es el primero en enseñar en Quito la teoría de Copérnico. Sin duda, quiere decir, en forma más sistemática y franca, puesto que su doctrina no era desconocida.

Motivo de sus afanes de reforma son, naturalmente, las ciencias médicas, vinculadas directamente con su profesión. Tanto más que estas ciencias están muy atrasadas en la ciudad de Quito, tal como han puesto de manifiesto distinguidos profesionales que se han ocupado de esta materia. El libro donde Espejo expone su pensamiento médico es el titulado Reflexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas.


El libro citado es escrito por encargo del Cabildo que le comisiona para que emita su parecer sobre una obra publicada en Madrid por el médico español Francisco Gil, donde sostiene que el mejor medio de evitar la propagación de las viruelas es el aislamiento de los enfermos, problema de gran importancia en ese entonces por la mortandad que causan las frecuentes epidemias.

Empero, cuando Espejo presenta su informe ‒las Reflexiones‒ es violen­tamente combatido. “Este libro ‒dice el doctor Gualberto Arcos‒ fue rechazado por el Cabildo, a petición de los médicos y de los betlemitas, porque en la parte que trata de los malos médicos, como plaga peligrosa, les analizaba demostrando todas sus deficiencias y destruyendo su falso prestigio”.[11] Se le pide que modifique los términos considerados como injuriosos y satíricos por sus impugnadores. Enrique Garcés añade que éstos apelaron al Presidente Villalengua, que llamó al informante “para que entregue ese escrito, lo reprendió severamente y le advirtió que si publica le castigaría cruelmente y ordenó que lo rompa”.[12] Lejos de obedecer ese mandato, Espejo hace circular el manuscrito en Quito, Lima y otras ciudades americanas. Más aún, se imprime en Italia fragmentos de la obra como apéndice en la segunda edición del libro del doctor Gil. No modifica ni una sola palabra del texto presentado.

Refiriéndose a estos ataques, el doctor Reinaldo Miño dice con razón lo siguiente:

            Si el Despertador de ingenios El Nuevo Luciano de Quito despertó el mal genio y la mala voluntad de las clases dominantes contra el crítico de lo profano y lo sagrado, se planearon, tras él, su destierro al Amazonas, las Reflexiones médicas le convir­tieron otra vez en blanco de odio y la mala voluntad de autoridades, curas, hacendados, etc. y también se le persiguió, porque se dijo la verdad, aunque haya escándalo.[13]
           
Este libro de Espejo tiene indudables méritos, digan lo que digan sus contrarios antiguos y modernos.

En primer lugar, en una época en que se cree que las epidemias son castigos divinos ‒tesis teológica que fomenta groseras supersticiones‒ él busca un fundamento material  como causa de las enfermedades. Así, basán­dose en opiniones de médicos antiguos, vislumbra la teoría microbiana y sostiene que son la variedad de atomillos vivientes los que explican “la multitud de epidemias tan diferentes y de síntomas tan varios”.[14] Y piensa que el progreso de las observaciones microscópicas, mostrando el desarrollo de esos corpúsculos movibles, podrían dilucidar “toda la naturaleza, grados, propiedades y síntomas de las fiebres epidémicas  y en particular de la viruela”.[15]

Fernando Ortiz Crespo, escritor versado en asuntos de carácter científico, pondera así las ideas bacteriológicas del doctor Espejo:

            Anticipa así los hallazgos de la ciencia moderna, pues los virus no son otra cosa que moléculas infectivas que pueden viajar a través del aire. Yendo más allá todavía, según él “la diversa configuración” en la geometría de estas moléculas las hace afectar un organismo u otro, o a un animal y no al hombre.
                        Esta noción ha sido confirmada en los últimos años por la biología molecular, que ha revelado la presencia de moléculas receptoras en la superficie de las células con las que hacen contacto los virus y otros agentes patógenos cual llaves en cerraduras antes de entrar en ellas.[16]

Además, agrega, que parece que Espejo llega a entrever “las mutacio­nes y recombinaciones en los genes de los virus que infunde una temible variabilidad a ciertas enfermedades”.[17] ¡Todas estas predicciones genia­les, aparecidas en un rincón oscuro de la colonia, hace doscientos años!

Para la superación de los estudios médicos, tan retrasados como  ya se dijo, hace una serie de valiosas sugerencias. Critica acerbamente la ignorancia de los “falsos médicos” y los mediocres profesores, aquellos que se guían por pésimos libros envueltos en la “algara­bía de los malos aristotélicos y perversos escolásticos”.[18] Piensa que el médico debe ser una persona de gran cultura, nutrido  con los conocimientos de los adelan­tos modernos, en especial con los relacionados con la medicina. Tal es el caso de la anatomía, por ejemplo. Esta ciencia se debe enseñar, indica, no solo teóricamente con las obras de los buenos autores, “sino por la observación práctica hecha en las disecciones de los cadáveres y en las que se dice Zootomía o disección comparada, que es la que se hace en los brutos”.[19] Y, para la ayuda de los médicos y atención de los enfermos, llega a proponer la creación de un cuerpo de enfermeras, retribuidas con un salario digno, o competente, como él lo denomina.

Convencido  de que la prevención es el mejor medio de evitar las enfermedades, manifiesta que la higiene es imprescindible para lograr ese objetivo, razón por la que los doctores Arcos, Garcés y Miño le consideran como el primer sanitario o higienista de nuestra patria. Así, anticipándose a su tiempo, da una serie de normas para mantener la limpieza de la ciudad de Quito. Considera como peligrosos focos de infección los entierros que se realizan en el interior de los templos, debiéndose por consiguiente prohibir la continuación de esta práctica, sin que importe la condición social de los difuntos, porque el beneficio común está por encima de todo. Y, tampoco, no olvida criticar la suciedad de ciertos monasterios. Nombra algunos, y dice que son “los seminarios de las inmundicias”.[20]

Señala, finalmente, otra fuente de pestes y enfermedades: la mala alimentación del pueblo. Afirma que estas empiezan “ordinariamente entre las gentes de la ínfima plebe, porque su alimento es de los peores siempre­”,[21] mientras que los ricos, bien alimentados y de mesa colmada, pueden evadirlas más fácilmente. Una de las causas de la pobreza popular constit­uye los miserables salarios que ganan los trabajadores, y otra, la especulación de parte del poderoso hacendado que sube los precios de artículos de primera necesidad y va “haciendo su bolsa a costa de la miseria y hambre del público”.[22] Desde luego, para esta denuncia, tiene que ampararse en San Crisóstomo y San Bernardo, enemigos de usureros y especuladores.

Estos, pues, en síntesis, los esfuerzos de Espejo para la moder­nización de los estudios, modernización de índole burguesa, como la que propugnan los ilustrados españoles.

Espejo por Galo Galecio

Es que una reforma de esta clase, es ya una necesidad perentoria. Tan necesaria, que por encargo del Presidente de la Audiencia, el Obispo Pérez Calama ‒sacerdote inteligente y culto‒ redacta un plan de estudios para la universidad que entraña una renovación por demás tímida. Tímida, porque se declara obligatorio para la enseñanza de filosofía un texto donde no se acepta el sistema copernicano y, en lo que respecta a la medicina, se establece una sola cátedra y se recomienda un solo libro, todo muy lejos de las proposiciones de Espejo. Pero al lado de estas debilidades, no se puede dejar de reconocer, existen sugerencias muy valiosas, que son cabalmente, las que reprocha el escritor conservador Julio Tobar Donoso. Veamos lo que dice:

            En el plan del Sr. Calama están recomendados dos canonistas célebres por su oposición a los derechos pontificios y por haber quemado incienso al Poder Civil, como Van Espen, Boujat y Selvaggio. Allí se honra a Barbadiño, vademécum de la reforma literaria de la época, pero cuyas doctrinas sensualistas y sincretistas constituían letal veneno para la juventud. Allí se propone para la enseñanza de Legislación a Filangieri, “antorcha de políticos y jurisconsultos; y con el deseo de fomentar los estudios de Economía política, que despuntaban en España, se patrocina la introducción de las publicaciones de las Sociedades Económicas, y especialmente de la Vascongada y Matritense, focos de corrupción de las sanas ideas. Allí, en fin, se enaltece a Campomanes y a sus libros, con todo de haber sido ese desapoderado publicista el exponente de regalismo y el principal promotor de la expulsión de los Jesuitas”.[23]

Si en esta época las proposiciones de Pérez Calama causan tanta alarma al doctor Tobar Donoso, es de imaginarse el susto y la protesta que provocarían en los tiempos de Espejo. Esto explica que su plan no haya sido aprobado y la guerra promovida en contra del prelado, tanto más que había combatido y denunciado al rey la ignorancia y corrupción de los clérigos. Guerra, guerra a muerte, ganada por los oscurantistas coloniales. El bienintencionado sacerdote tiene que hacer maletas y renunciar al obis­pado.






[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Eugenio Espejo, El espíritu más progresista del siglo XVIII, Quito, 1997, pp. 33-49.
[2] Eugenio Espejo, El Nuevo Luciano de Quito, op. cit., pp. 74-75.
[3] Federico González Suárez, Ultima Miscelánea, Imprenta del Clero, Quito, 1942, p. 434.
[4] Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 1957, pp. 199-200.
[5] Pablo González Casanova, El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII, Editorial Stylo, Méjico, 1948, p. 181.
[6] Citado por Jean Sarrailh, op. cit., p.201.
[7] Pablo González Casanova, op. cit., p. 213.
[8] Eugenio Espejo, Primicias de la Cultura de Quito, Unión Nacional de Periodistas, Quito, 1944, p. 77.
[9] Jean Sarrailh, op. cit., p. 497.
[10] Ekkehart Keeding, “Las ciencias naturales en la antigua Audiencia de Quito”, en Boletín de la Academia de Historia Nº 122, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1973, p. 62.
[11] Gualberto Arcos, La Medicina en el Ecuador, Tip. L.J.Fer­nández, Quito, 1933, p. 285.
[12] Enrique Garcés, Eugenio Espejo, Médico y Duende, Talleres Municipales, Quito, 1944, p. 217.
[13] Reinaldo Miño, Pensamiento médico de Eugenio Espejo, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Ciencias Médicas, Quito, 1987, p. 71.
 [14] Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Re­flexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas, Imprenta Municipal, Quito, 1930, p. 61.
 [15] Idem, p. 63.
[16] Fernando Ortiz Crespo, “Eugenio Espejo y la biología molecular”, en Hoy, Quito, 1 de enero de 1993.
 [17] Idem.
 [18] Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Re­flexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas, op. cit., p. 146.
[19] Idem, p. 148.
[20] Idem, p. 93.
[21] Idem, p. 89.
[22] Idem, p. 77.
[23] Julio Tobar Donoso, La Iglesia ecuatoriana en el siglo XIX, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1934, p.15.