domingo, 24 de octubre de 2021

La abolición del tributo



LA ABOLICIÓN DEL TRIBUTO[1]

 



El tributo es, sin duda, una de las peores cargas que soporta el indio desde la colonia.

Jorge Juan y Antonio Ulloa, en sus Noticias secretas de América, han ponderado el sufrimiento indígena causado por este oneroso gravamen. De los dieciocho pesos que gana el mitayo al año se le descuenta ocho para el pago del tributo, es decir, casi la mitad. El abuso va unido al cobro. A pesar de que la ley señala que sólo deben pagar los indios de dieciocho a cincuenta y cinco años de edad, se exige el pago a mujeres, niños y ancianos. Se quita sus animales, se aprisiona y tortura al que no tiene la cantidad fijada, que aquí en la Real Audiencia de Quito, según un corregidor, es una de las más altas. Para librarse del vejamen muchos tributarios tienen que huir a lo más escarpado de las montañas, donde la muerte, con su despiadada guadaña, está siempre al acecho. Y otras veces, cuando los excesos colman la medida, el levantamiento sangriento, repleto de cadáveres, es la respuesta desesperada.

Para que se vea la injusticia que entraña esta tributación, vale la pena citar unos pocos casos señalados por el Padre Vargas en su libro La economía política del Ecuador durante la colonia, donde aparece que los nobles terratenientes dueños de dos o tres haciendas pagan menos que un mitayo, y los grandes latifundistas, propietarios de cuatro o más haciendas, unos pocos pesos más. Observad, sólo estos ejemplos:

 

       Propietarios                            Contribución               Número de

                                                                    (pesos)                       haciendas

 

Antonia Santa Coloma                                   5                                 2

José Carcelén                                                 5                                 2

Felipe González                                             5                                 2

Marqués de Maenza                                      4,4                               3

María de Borja, Marquesa de Lices               4                                 2

Isidora Ontaneda                                            4                                 2 [2]

 

El conde de Selva Florida paga 30 pesos por seis haciendas, Manuel de la Peña 26,4 por nueve, el marqués de Solanda 26 por cinco y el marqués de Villa Orellana 20 por ocho.[3]

Lo expuesto demuestra con toda claridad la mentalidad clasista de los terratenientes: el indio, el siervo explotado, debe cargar con el peso de la administración pública.

El primer ensayo para desterrar esta injusticia es el dado por las Cortes de Cádiz que decreta la abolición del tributo, pero que no tiene mayor efecto práctico porque enseguida es restaurado por Fernando VII y por el estallido de la guerra de la independencia.

Conseguida ya la independencia, el Congreso General de la Gran Colombia suprime el tributo mediante el decreto de 4 de octubre de 1821, cuyo artículo primero dice lo siguiente:

 

Los indígenas de Colombia, llamados indios en el código español, no pagarán en lo venidero el impuesto conocido con el degradante nombre de tributo; ni podrán ser destinados a servicio alguno por ninguna clase de personas, sin pagárseles el correspondiente salario, que antes estipulen.  Ellos quedan en todo iguales a los demás ciudadanos y se regirán por las mismas leyes.[4]

 

El decreto, que también exonera a los indios del pago de derechos parroquiales por cinco años –artículo segundo– es sancionado por el vice–presidente Santander el 11 del mismo mes y año ya citados.

Un ciudadano progresista de Quito, que el historiador Roberto Andrade piensa que se trata del Padre Clavijo citado por Pedro Moncayo en su conocida historia, aplaude así esta reforma liberal en un folleto titulado Consideraciones sobre el estado actual del Departamento del Ecuador, escrito en 1825 y publicado con el seudónimo de A. C.:

 

El Gobierno, aboliendo el tributo e igualando a los indios con los demás ciudadanos, ha cumplido con el deber; pero sus intenciones con dificultad se llevarán a efecto, mientras los intereses mal entendidos de un partido poderoso, se oponga a su ejecución. Se han buscado en las leyes naturales, razones para fundar la esclavitud de los indígenas. Se dice que son ignorantes, borrachos, ociosos ineptos para el manejo de sus negocios, e indignos de entrar en la clase de ciudadanos. He aquí, pues señores, curas y propietarios, que por cerca de tres siglos habéis sido dueños de sus almas y sus cuerpos; ved el fruto de vuestros trabajos.[5]

 

El autor –sea quien sea– se ve que conoce bien a los latifundistas y más enemigos del indio. En efecto, pronto se levanta una gran campaña para restablecer el cobro del tributo. Un periódico, Colombiano del Ecuador, manifiesta que la supresión del tributo entraña una carga injusta para la raza blanca. La municipalidad de Quito, en reunión ampliada de julio de 1826, se pronuncia en contra del actual sistema de contribuciones y piensa que debe ser sustituido por el antiguo del gobierno español, es decir, por la vuelta al tributo. Y una junta formada por Bolívar e integrada por grandes terratenientes, en forma por demás mentirosa y cínica, manifiesta que “reconoce que tanto la legislación de Carlos V en 1524 como la de sus sucesores fue acertada, consecuentemente aconseja volver al antiguo tributo colonial, como lo pedían los representantes indígenas, dejando por entonces el plan o intento de igualar al indígena a los demás ciudadanos en derechos y deberes y en pago de impuestos”.[6]

No sólo es falso, sino tonto, decir que el indio quiere volver a soportar la carga del tributo que tantos males le ha deparado, que tanta sangre le ha costado, como acabamos de ver. Son los terratenientes, únicamente ellos, los que desean regresar a la colonia y seguir medrando del sudor indígena. ¡El indio, según su pensar, no puede ser igual que los demás ciudadanos!

Y es triste ver que Bolívar, que en ese entonces ejerce la dictadura y ha girado a la derecha, acepta el criterio de los terratenientes y restablece el tributo, tal como había pronosticado el autor de las Consideraciones sobre el estado actual del Departamento del Ecuador. Para el efecto dicta el decreto de 15 de octubre de 1828, donde se dice, en una de sus consideraciones, lo siguiente:

 

3°.- Que los mismos indígenas desean jeneralmente, y una gran parte de ellos han solicitado pagar solo una contribución personal quedando escentos de las cargas y pensiones anexas a los demás ciudadanos.[7]

 

También se dice que la abolición del tributo ha empeorado la condición del indio en lugar de mejorarla. Es decir, sin cambio alguno, se repiten los argumentos de los terratenientes. Esto, sin duda, sólo para halagar a sus partidarios, porque Bolívar es demasiado inteligente para creer que sean ciertos.

Los indígenas de dieciocho a cincuenta años quedan obligados a pagar la contribución personal, cambio de nombre con el que se quiere hacer olvidar al temido tributo. La tasa se fija en tres pesos cuatro reales al año. Y se exonera del pago a los inválidos tal como sucedía en la época colonial.

Se acepta, así mismo en esta ley, otro pedido de los hacendados: el restablecimiento de los cargos de protectores de indígenas. Ellos son, con pocas excepciones, sus aliados y cómplices de sus abusos. La usurpación de tierras de comunidad, casi siempre, tiene su visto bueno.

Esta legislación contraria al indio perdura por mucho tiempo.

Pío Jaramillo Alvarado, en su libro El indio ecuatoriano, denuncia que en la recién instaurada república del Ecuador, igual que en la colonia, se siguen cometiendo los mismos atropellos para el cobro de tributos.

El peso de la administración pública sigue así mismo sobre sus espaldas. La escritora Linda Alexander Rodríguez, en su obra Las finanzas públicas en el Ecuador (1830–1940), publica un cuadro que demuestra lo que acabamos de aseverar. De ese cuadro, nosotros, transcribimos las siguientes cifras que se refieren a los primeros años de nuestra vida como república independiente:

 

            Año                             Cantidad                            % de la renta

                                               de pesos                      gubernamental ordinaria

 

            1830                           201.379                                  28.4

            1831                           205.652                                  26.4

            1832                           197.000                                  35.6

            1839                           176.845                                  20.3 [8]

 

Mark Van Aken, en su estudio La lenta expiración del tributo en el Ecuador, calcula que en la década del 30 el cobro del tributo constituye casi el 35 % de los ingresos al Fisco. Y en la sierra, donde vive la mayoría de la población indígena, el porcentaje es increíble: oscila, a veces, entre el 50 y el 75 por ciento de las entradas de la región.

Estas cifras demuestran, de manera irrebatible, lo que antes se dijo: el peso del gasto público se asienta en las espaldas de los indios.

Desde la década del 40, sobre todo a partir de la revolución del 6 de marzo, las entradas por concepto de tributos declinan notablemente. Esto se debe a varias causas, siendo la principal sin duda, la rebaja de la tasa a 3 pesos acordada en 1851 mediante decreto de la Convención Nacional de ese año, donde también se exceptúa del pago –artículo primero– a los indígenas del Oriente, Guayaquil, Manabí y Esmeraldas.

Pero es en el gobierno progresista del general Urbina donde se inicia una decidida política a favor del indio. Un ejemplo de esa política es la ley que por pedido suyo dicta el Congreso el 23 de noviembre de 1854. Allí se suprime a los protectores de indígenas por ser antagónica a los principios democráticos. Se dispone que los indios no pueden ser obligados a servir en el ejército ni en la milicia nacional. Y, con el propósito de impedir que caigan en la esclavitud del concertaje, se prescriben que los conciertos de las haciendas y obrajes no podrán ser forzados a pagar sus deudas con trabajo, permitiéndoles dejar el servicio mediante el pago de lo que deben previa liquidación ante un teniente parroquial.

Las medidas anotadas, especialmente la última –artículo 51– son combatidas con furor por los latifundistas. El gobernador de Cuenca José Manuel Rodríguez Parra pide, en la siguiente forma, la derogatoria del artículo citado:

 

Sería necesario para el aprovechamiento de la agricultura la derogatoria del artículo 51 de la Ley del 25 de noviembre de 1854 sobre contribución y privilegios de la clase indígena. La licencia contenida en este artículo ha herido mortalmente a la agricultura y a la moral pública. En nombre de todos los propietarios de esta provincia… impone la derogatoria de este artículo… no sólo al privar a la industria agrícola de los brazos que la fomentan sino también autorizar al indígena para que sea legalmente malvado.[9]

 

La alharaca, con este motivo, prosigue con fuerza en el Congreso del año siguiente. Varios legisladores, apoyando a los propietarios, piden también la derogatoria del mortal artículo. Se dice que no se puede permitir que los indios puedan romper los contratos que tienen un tiempo determinado de vigencia.  En suma, se esfuerzan, para que los indígenas no caigan en la maldad legal…

La petición, afortunadamente, es rechazada.

Después de constatar en varios sitios la constante usurpación de las aguas de las comunidades indígenas por parte de los terratenientes, Urbina, pide así mismo al Congreso, que remedie ese mal. Expresa que en “el estado actual de nuestra sociedad, se ve con frecuencia que los avances de un poderoso prevalecen contra los derechos indispensables de una población o una comunidad.” Agrega que quiere combatir “los abusos ominosos que se alimentan con la opresión de las clases desgraciadas, que se hallan aún en la impotencia de hacer escuchar sus quejas”.[10]

Empero, la meta que persigue Urbina es la abolición del tributo. Y esto desde el inicio de su gobierno. Su biógrafo Camilo Destruge –Urbina. El Presidente– dice que en 1852, siendo jefe supremo, “dirigió un sentido mensaje a la Convención reunida en Guayaquil, reclamando por la desaparición del tributo… y pidiendo protección eficaz y efectiva para la raza indígena”.[11]

Desgraciadamente, este noble propósito, no puede ser cumplido debido a la tenaz oposición de los latifundistas. Se argumenta que los indios sin la obligación del pago del tributo dejarán de trabajar y destruirán la agricultura, pues según su criterio, son ociosos por naturaleza. Se dice también que las rentas fiscales sufrirán una gran disminución, cosa cierta pero exagerada, dada la declinación de la tributación en los últimos años como se dejó señalado. Pero no se dice que la reducción de entradas que se anota es consecuencia lógica de la vieja realidad antes señalada: que ellos, los dueños de la tierra, no pagan nada o pagan casi nada.

Otra vez, entonces, los latifundistas siguen luchando para que la carga de los gastos estatales prosiga sobre los hombros de los indios.

Aunque un poco tarde, por la cerril oposición sintéticamente reseñada, la reforma se realiza. Corresponde al régimen del general Robles, continuador de la política pro – indio de su antecesor, pedir y conseguir que el Congreso de1857 suprima la odiosa contribución. Su ministro de Hacienda, Francisco Pablo Icaza, que ya el año anterior había solicitado sin éxito la abolición, reitera su pedido en una luminosa Exposición de la cual, por la fuerza de la argumentación, vale la pena extractar algunos párrafos. Helos aquí:

 

Cuando en mi informe anterior os pedí que libertaseis a la clase más infeliz de los ecuatorianos del ominoso tributo que pesa sobre ella sola, que la tiene sumida en la esclavitud y la abyección, que le arrebata su escaso alimento, que la destruye, en una palabra, se me censuró amargamente, porque se pretendía que un Ministro de hacienda no podía pedir la eliminación de un impuesto que iba a dejar un déficit considerable en las rentas públicas; y a la sombra de esta observación, se invocaba la ruina de la agricultura, la estupidez y la pereza del indio, y su deseo de pagar el tributo. Pueda ser que yo no comprenda bien los deberes de un Ministro de Hacienda; pero yo creo que su preferente obligación consiste en procurar la observancia de la ley fundamental, teniendo por norma la justicia y por objeto el engrandecimiento del país.

 

¿Y habrá igualdad, habrá justicia, habrá libertad con las cifras que representan los impuestos en el Ecuador? He aquí las cifras:

 

   Tributo que pagan los que nada tienen; los que ganan veinte pesos al año en especies recargadas…… $ 150.000.

   Impuesto sobre los 50.000, de capitales que se calculan en el Ecuador…. $ 19.000.

Ante la elocuencia de estas cifras, todo razonamiento es pálido.[12]

 

Pone en picota, como se ve, los viejos y falsos argumentos para el mantenimiento de la pesada carga. Demuestra, de manera palpable, la injusticia y la parcialidad de la tributación vigente. Y saca a luz un viejo principio de la economía liberal: “El que tiene mucho, pague mucho. El que tiene poco, pague poco. El que nada tiene, nada pague.” [13]

Parece que en esta ocasión, los representantes de los terratenientes ya no pueden, por pudor o falta de ideas, seguir repitiendo sus viejas tesis. Y así, el 21 de octubre de 1857 –sancionado por Robles el 30 de ese mes– se dicta el decreto de abolición. Los dos artículos que tiene dicen lo que sigue:

 

   Art. 1° Queda abolido en la República el impuesto conocido con el nombre de contribución personal de indígenas, y los individuos de esta clase igualados a los demás ecuatorianos en cuanto a los deberes y derechos que la carta fundamental les impone y concede.

   Art. 2° Se redime a los indígenas lo que deben por la contribución expresada.[14]

 

Se reconoce en los considerandos que la imposición del tributo es anticonstitucional, aparte de ser bárbaro y antieconómico.

No terminan, sin embargo, las tribulaciones del indio. Sus enemigos consideran que la declaratoria de igualdad contenida en el decreto de abolición deroga las exenciones otorgadas por la ley de noviembre de 1854 y otras. Acto seguido se empieza a reclutar indios para los cuarteles y a cobrar derechos judiciales y otras contribuciones de las que se hallaban exonerados. Ante esta realidad los indígenas, sin otra alternativa, preparan un gran levantamiento “con el propósito firme de perecer en masa antes que aceptar las mudanzas, que se creían que se trataba de operar en su condición social”,[15] según dice el ministro Antonio Mata al Congreso de 1858, al informar que el gobierno había enviado órdenes circulares a todas las provincias del interior para que se respeten todos los privilegios concedidos para calmar los ánimos exaltados, finalidad que se consigue. Todo esto –demostrando así sus firmes convicciones democráticas– está precedido de un largo y sentido recuento de la explotación y abusos de que es víctima el indio ecuatoriano.

Después de esto viene la debacle de 1859 que pone fin a la política progresista de los gobiernos de Urbina y Robles. La clase terrateniente que comanda la insurrección, colmada de rencor por las reformas liberales introducidas, temen que estas se extiendan y sigan lesionando sus intereses. No sólo esto. Tal como afirma Benjamín Carrión en su libro García Moreno. El santo del patíbulo, quieren volver atrás y deshacer –de ser posible– las innovaciones consideradas como perjudiciales para su economía.

El odio terrateniente, sobre todo contra Urbina, es intenso. García Moreno, ya integrado de lleno en el conservadorismo por su introducción en la familia latifundista de los Ascásubi, lanza la frase que resume todo ese encono: monstruo que hasta el patíbulo infamara. Eso es Urbina para los terratenientes por haber tenido el atrevimiento de tomar medidas a favor de las clases explotadas.

El indio, en cambio, noblemente, demuestra su agradecimiento. Urbina, convertido en la espada contra la tiranía garciana –Montalvo es la pluma– le tiene como su leal aliado en la larga lucha que emprende. Al respecto, la escritora María Veintimilla dice que la “facción tendencialmente liberal que lidera Urbina consigue articular a una gran masa de campesinos e indígenas sobre todo en la actual provincia del Cañar y dirigir y conducir la oposición al régimen garciano, hasta llegar al enfrentamiento armado”.[16] Y esto sucede en varios otros lugares.

Por un lado el odio por bajos intereses. Por el otro, una sincera gratitud por un favor recibido.

 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. I, Editorial de la CCE Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 321-332.

[2] José María Vargas, La Economía Política en el Ecuador durante la Colonia, Corporación Editora Nacional, Quito, s. f., p. 150.

[3] Idem, p. 150.

[4] Aurelio Noboa, Recopilación de leyes del Ecuador, t. III, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 29.

[5] Roberto Andrade, Historia del Ecuador, t. II, Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p. 308.

[6] Correspondencia del Libertador con el General Juan José Flores, Banco Central del Ecuador, Quito, 1977, p. 534.

[7] Alfredo Rubio Orbe, Legislación indigenista del Ecuador, Instituto Indigenista Interamericano, México, 1954, p. 20.

[8] Linda Alexander Rodríguez, Las finanzas públicas en el Ecuador (1830-1940), Banco Central del Ecuador, Quito, 1992, p. 84.

[9] Iván González y Paciente Vásquez, “Movilizaciones campesinas en el Azuay y Cañar durante el siglo XIX”, en Ensayos sobre historia regional, Casa de la Cultura Núcleo del Azuay, Cuenca, 1982, p. 216.

[10] Alejandro Noboa, Recopilación de Mensajes, t. II, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 258.

[11] Camilo Destruge, Urbina. El Presidente, Banco Central del Ecuador, Quito, 1992, p. 161.

[12] Francisco Pablo Icaza, Exposición que el Ministro de Hacienda del Ecuador presenta a las Cámaras Legislativas reunidas en 1857, Imprenta de V. Valencia, Quito, 1857, pp. 9-10.

[13] Idem, p. 12.

[14] Alfredo Rubio Orbe, op. cit., p. 62.

[15] Antonio Mata, Exposición del Ministro del Interior, Relaciones Exteriores e Instrucción Pública, dirigida a las Cámaras Legislativas del Ecuador en 1858, Imprenta del Estado, Quito, 1858, p. 7.

[16] María A. Veintimilla, “Las formas de resistencia campesina en la sierra sur del Ecuador”, en Revista del IDIS, Instituto de Investigaciones Sociales, Cuenca, 1981, p. 155.


jueves, 21 de octubre de 2021

LOS PROBLEMAS ÉTNICO Y NACIONAL EN EL ECUADOR

 

LOS PROBLEMAS ÉTNICO Y NACIONAL EN EL ECUADOR[1]

ACERCA DE LAS DIVERSAS INTERPRETACIONES Y ORIENTACIONES SOCIOPOLÍTICAS EN TORNO A SU SOLUCIÓN

 

Oswaldo Albornoz Peralta



 

I

 

Las clases dominantes, para la solución de los problemas étnicos y nacionales de los pueblos in­dígenas americanos, siempre han partido desde una óptica discriminatoria: la afirmación falaz, sos­tenida en diversos grados y formas, de la inferio­ridad racial del indio y de la inutilidad de su cultura.

 Esta tesis nacida durante la conquista para justificar la subyugación y el despojo de los na­tivos del Nuevo Mundo se ha prolongado hasta nues­tros días –¡por más de cuatro siglos!–  para dis­culpar y minimizar la vil explotación a que fueron sometidos desde ese entonces. En su versión más extrema, hasta se llegó a negar su calidad humana. El fraile Juan Ginés de Sepúlveda, en su Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, les llamaba hombrecillos y decía que su condición era casi similar a la de las bestias, siendo por tanto siervos por naturaleza e innata servidumbre.

Así, tan cínicamente, se quería justificar lo injustificable.

 Claro que ahora, con el adelanto de las cien­cias, que ha echado a la canasta de basura la ton­ta proposición de la existencia de razas superio­res e inferiores, los representantes seudocientíficos de las clases explotadoras ya no pueden sos­tener con franqueza tal exabrupto, pero sin que por esto haya desaparecido la idea reaccionaria de la inferioridad racial, aunque sea disfrazada, se­gún los casos, con sutiles o peregrinos argumentos. Es que una concepción de esta índole es indispen­sable para basar y mantener la explotación del in­dio.

 En el Ecuador no faltan estos voceros. Veamos, solamente, algunos ejemplos.

 Alfredo Espinosa Tamayo, sociólogo positivista, en su libro Psicología Y Sociología del pueblo ecuatoriano, publicado en 1918, pese a que empieza manifestando que no es “un axioma científico completamente demos­trado la existencia de razas superiores e inferio­res”, luego, siguiendo las enseñanzas racistas de Le Bon, afirma categóricamente la superioridad de la raza blanca sobre la india y la negra, llegando a decir inclusive, que las clases de nuestra so­ciedad se diferencian por su grado de desarrollo mental, ocupando el nivel más alto la élite cuasi blanca, y el más bajo, los campesinos indígenas de la Sierra y los campesinos mulatos de la Costa. Asevera, refiriéndose al indio, que la idea de la justicia apunta confusamente en su mente y que vi­ve en un estado de aplanamiento cerebral. Repite, el consabido sonsonete, de su indolencia y apatía.

 Una visión, en suma, similar a la de otros ra­cistas de la época, como García Calderón en el Pe­rú o Alcides Arguedas en Bolivia.

 Jorge Luna Yepes, escritor de tendencia fas­cista e hispanista recalcitrante, en su texto co­legial de 1944 titulado Síntesis histórica y geográfica del Ecuador, expone así mismo una concepción im­pregnada de racismo. Para él, nuestro lento desa­rrollo se debe a la nociva mezcla de los blancos con los indios y negros, vale decir, a la mezcla de la raza superior con las razas inferiores. Dice que los pueblos indígenas, al momento del descu­brimiento de América se encontraban “en un grado de cultura definitivamente estancado, que había dado de sí cuanto podía dar, que había encadenado el germen de todo progreso”. Agregando que las características indias, al contrario que las españolas, eran generalmente deprimentes y de estacio­namiento.

Y por fin, el rico latifundista Emilio Bonifaz Jijón, en su estudio Sobre la pobreza del campesi­no del callejón interandino, después de afirmar parapetándose en Julián Huxley que las razas no pueden ser iguales en potencial creativo, atribuye al indígena de nuestra serranía de una total ca­rencia de esa cualidad, razón por la cual –conclu­ye– ha permanecido en el retraso, tal como se encontraba en el momento de la conquista. Inventa además una singular sicología de montaña, respon­sable de su resignación y de su preferencia para una existencia miserable, que le impide ser indepen­diente y aceptar el trabajo libre concedido por las leyes, porque “los factores naturales que le habían impulsado a perder su libertad seguían y siguen existiendo”. ¡Todo esto, puede la sicología de montaña!

 Está claro, clarísimo, que todas estas teorías racistas, no tienen otra finalidad –como ya diji­mos– que mantener y establecer como derecho la su­jeción y la explotación del indígena ecuatoriano por parte de las clases dominantes. Se quiere hacer creer que es el indio mismo, dada su inferio­ridad, el que no desea salir de la miseria y el que rechaza toda clase de progreso y libertad.

El despojo, la falta de tierras, la negación de toda justicia para los explotados, nada tienen que ver con su infortunio. Para ellos, esta situación es natural y está en el orden de las cosas.

 Necesariamente, las proposiciones que hacen las clases dominantes para la solución del problema indígena parten de esta posición racista y dis­criminatoria. Es lógico, entonces, que ninguna contemple los verdaderos intereses de nuestros pueblos indios, ni en el aspecto social y económico, menos todavía en el étnico y nacional. Todos tienden, por diferentes medios, a que se eliminen sus rasgos distintivos.

 Una de esas proposiciones es la del mestizaje, no obstante de que para algunos –como se vio– has­ta esto resulta perjudicial para la raza blanca superior. Ya Mariátegui, en su gran libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, decía que esta solución “Es una ingenuidad antiso­ciológica, concebible solo en la mente rudimenta­ria de un importador de carneros merinos”. Pero mentes así, no han faltado entre nosotros. Un in­telectual militar, el mayor Leonardo Chiríboga Ordóñez, en un Ensayo de sociología ecuatoriana, sostiene que es necesario “traer al país una fuer­te corriente de inmigración que aporte su sangre sana y robusta para tonificar nuestra raza india”. Bonifaz Jijón –que ya citamos– también pro­pugna una tesis parecida.

 En otro de sus trabajos, Los indígenas de altu­ra del Ecuador, luego de aseverar que la disminución del nivel de inteligencia innata es de por lo menos de 15 puntos en la población agrícola con respecto a la raza blanca europea y norteamericana, añade que es evidente que la única esperanza de mejoramiento para muchos demos de altura, es su desplazamiento a otras zonas, porque allí, aparte de mejorar su dieta, tendría el aporte de nuevos genes al entrar “en contacto con otras poblaciones que han estado sujetas a las mismas presiones de selección”. Y últimamente, un ex Director del IERAC, el señor Teodoro Crespo Barci, se demuestra también partidario de la colonización –de la Costa especialmente– pero conjuntamente con colonos ex­tranjeros, dizque para que “compartan las abundan­tes tierras baldías que tenemos”. Esto consta en un artículo suyo aparecido en el diario El Comer­cio de Quito.

Otra solución es la educacional, pero que más propiamente debería denominarse de aculturación, pues en realidad lo que se pretende es la asimila­ción total de la llamada civilización occidental, borrando, o mejor dicho pisoteando, todos los ras­gos específicos indios. El Congreso Catequístico de 1916 reunido bajo el patrocinio del arzobispo González Suárez –que algunos califican de avanzado– a más de recomendar la conservación de las doctrinas en las haciendas para la enseñanza cristiana, se pronunció en esta forra: “conviene abso­lutamente fomentar el acercamiento de los indios a los blancos, para que tomen su civilización, su ves­tido y su idioma, y esto se debe procurar princi­palmente con los niños”. No cabe duda de que tal pro­nunciamiento implica un total menosprecio para los valores étnicos de los pueblos aborígenes, cosa de no extrañar desde luego, ya que el jerarca católico citado había sostenido mucho antes en sus Estu­dios biblicos que, “solamente la raza blanca tiene historia, porque ella es la más inteligente, la más culta, la más civilizada”. Y en el primer Congreso de Agricultores que tuvo lugar unos pocos años después –1922– los latifundistas allí presentes pidieron al gobierno que se creen escuelas bilin­gües de castellano y quechua dirigidos por profe­sores nombrados por ellos, pero advirtiendo que el idioma que se debía enseñar era el primero, que el segundo serviría únicamente para la mejor comprensión de los alumnos…

 Como se puede comprender, esta clase de “educa­ción”, entraña un verdadero etnocidio.

Y hay que confesar que la aculturación, promovi­da con toda constancia y por largos años, ha hecho progresos que no pueden pasar desapercibidos. Al­gunos sectores indios paulatinamente han ido per­diendo lo que José María Arguedas llama las bases sustentadoras de la cultura tradicional. Otros in­clusive la han aceptado para librarse de la dis­criminación y poder encontrar medios más fáciles de subsistencia. “Un escape de los indígenas riobambeños –dice el escritor Hugo Burgos en su libro Relaciones interétnicas en Riobamba– es eva­dir su status de colonizado”.

 Pero la solución más radical es la ofrecida por el imperialismo y sus agentes: se trata, simple y llanamente, de la eliminación física de los pueblos aborígenes. Las compañías yanquis, como en la inmen­sidad de las selvas brasileñas por ejemplo, han hecho desaparecer a sangre y fuego a numerosas tribus, tal como antaño se hizo con las que pobla­ban las dilatadas praderas norteamericanas. Mas esto ya no es posible repetir en todas partes.

 Ahora, con mayor frecuencia, se recurre al uso de esterilizantes o medicamentos preparados para impedir la procreación. Aquí en el Ecuador también, pues esa práctica ha sido denunciada en múltiples ocasiones. En la Declaración aprobada por el Primer Encuentro de Poblaciones Indígenas del Ecuador, realizado en Conocoto en 1977, consta esa acusación. La Federación Ecuatoriana de Indios inculpa de este mismo delito al Instituto Lingüístico de Verano, felizmente expulsado del país, en un docu­mento elaborado para una reunión de la FAO, orga­nismo de las Naciones Unidas. Además, allí se de­nuncian los atentados contra la cultura de las etnias orientales cometidos por los seudo lingüis­tas, hecho que ha sido reiterado con detalle y con fuerza en el libro del escritor Jorge Trujillo, Los oscuros designios de Dios y del Imperio. Por lo que se ve, para el imperialismo, no hay contraposi­ción entre el etnocidio y el brutal genocidio.

 La prédica del control de la natalidad –disfraz del neomalthusianismo moderno– que así mismo tiene como finalidad impedir el crecimiento de la pobla­ción indígena, es ampliamente promocionada por las instituciones imperialistas afincadas en el Ecuador, al igual que por los racistas nacionales. El señor Bonifaz Jijón es uno de sus adeptos.

Estas son pues, con varias modalidades y combi­naciones, las principales soluciones propuestas por las clases dominantes en torno al problema indíge­na.

  

II

 

A estas falsas soluciones, las fuerzas progre­sistas ecuatorianas deben responder con otras que tengan en cuenta las verdaderas y fundamentales aspiraciones de los pueblos indios, las que a nues­tro modo de ver están resumidas en las reivindicaciones de carácter económico y étnico.

Y hay que considerar que ambos tipos de reivindicaciones están íntimamente ligadas entre sí, ya que la negación y el desprecio de los valores culturales del indio, son consecuencia directa de su subordinación económica y social. Así pensaba Mariátegui, al colocar en primer plano el problema agrario. Nos parece imposible que pueda desaparecer la discriminación étnica y racial sin antes conse­guir la liberación económica mediante al acceso a la tierra. Porque la discriminación no es sino un instrumento ideológico de los explotadores para consagrar el mantenimiento de la explotación. Nos atenemos, pues, al principio leninista que establece que los problemas étnicos y nacio­nales deben ser tratados sobre una base económi­ca y clasista.

 Por lo dicho, no se puede concebir el combate separado por estas dos clases de reivindicacio­nes, y menos todavía el abandono de la lucha clasista por la tierra y las otras demandas eco­nómicas para dar atención y primacía solamente a las étnicas, como algunos han propuesto. El so­ciólogo Roberto Santana, considerando agotada la Reforma Agraria no obstante la presencia palpa­ble del latifundio, aboga en este sentido y pide la declaración de una “moratoria” para la lucha de clases en el campo con el argumento ya indi­cado. Nada mejor, para los terratenientes.

 La artificiosa teoría expuesta tiende a sepa­rar a las masas indígenas de la lucha conjunta con las otras clases explotadas de la sociedad ecuatoriana, en especial, con la clase obrera. Tiende, aunque no se diga expresamente, a impe­dir la consolidación y ampliación de la alianza obrero-campesina, base esencial –conforme la considera Lenin– para poner fin a toda explota­ción. La única base, por consiguiente, que en unión de las otras fuerzas revolucionarias, puede dar una verdadera solución al problema indígena en todos sus aspectos.

 El obrero indígena, semiproletario indígena, tienen los mismos intereses que sus hermanos blancos, negros o mestizos, y aislarles de ellos es favorecer a sus enemigos restando la cohesión y fuerza.

 Además, esto rompería con una larga y hermosa tradición de lucha conjunta, pues fueron las fuerzas revolucionarias de izquierda –comunistas y socialistas– las que aquí en el Ecuador levan­taron en alto la bandera de las reivindicaciones indias cuando los otros partidos silenciaban o regateaban sus derechos, exceptuando unos pocos de sus representantes de ideas democrático-burguesas que dejaron oír su voz reclamando justi­cia, actitud noble, merecedora de respeto. A la fundación del Partido Socialista Ecuatoriano en el año de 1926, asistieron delegados de las or­ganizaciones indígenas de Cayambe formadas por Ricardo Paredes y el núcleo socialista La An­torcha, fenómeno primigenio en nuestra vida política. Y desde entonces, hasta el día de hoy, la mayor parte de sus organismos han venido in­tegrando las grandes centrales de los demás tra­bajadores ecuatorianos –la C.T.E. y la CEDOC por ejemplo– en unidad con las cuales han librado heroicos combates de clase.

 La lucha por las reivindicaciones económicas y por la conservación de la especificidad étnica y nacional de los pueblos indios, tiene que ser una sola. Y, para garantizar su éxito, debe ser efectuada en alianza con la clase obrera, la clase más revolucionaria de la época actual.

 Nada más justo que la defensa de la persona­lidad étnica de los pueblos indios, nada más le­gítimo que la salvaguardia de sus valores cultu­rales. De aquí que sea un deber de todas las fuerzas progresistas, como manifiesta el gran científico marxista Alejandro Lipschutz en El problema racial en la conquista de América: “trabajar incansablemente en favor de una revalorización de los elementos culturales autóctonos indianos”. Trabajar contra toda aculturación, que pugne por su eliminación.

 Tan apreciables son esos valores, que muchos han influenciado y enriquecido la cultura ecua­toriana predominante. La arquitectura colonial, la pintura y escultura de la llamada Escuela Quite­ña, la música popular y hasta la lengua caste­llana, han recibido su aporte.

Entre los valores culturales indígenas, ci­tando solamente los más importantes, pensamos que se debe tomar en cuenta sobre todo los siguientes:

 

a)  El idioma

 El idioma es uno de los rasgos fundamentales de toda nacionalidad, forjado en su más remoto origen, pues según Engels las lenguas nacionales surgen en su amanecer: las confederaciones tri­bales. Por esto su arraigo y su persistencia que, pese a los esfuerzos hechos por los dominadores para su desaparición, muchos han resistido por más de cinco siglos. Desgraciadamente algunos, los de las etnias más pequeñas del Oriente, están en camino de extinción.

 Hay que decir que, en contraste con la posi­ción de las clases dominantes frente al problema de los idiomas indígenas, las fuerzas de iz­quierda siempre han defendido su derecho para subsistir y desarrollarse libremente. Fueron ellas las que consiguieron que en la Constitu­ción de 1944-45 se reconociera “el quechua y de­más lenguas aborígenes como elementos de la cul­tura nacional” y que se las empleara conjunta­mente con el castellano en las zonas de pobla­ción india, disposiciones que la Carta Fundamen­tal vigente también ha recogido.

 Actualmente, en este camino, aunque con tar­danza y deficiencias, se han dado algunos pasos adelante. Se han elaborado cartillas de alfabe­tización en quechua y la educación bilingüe ha progresado bastante en comparación con épocas anteriores y no muy lejanas. Estamos seguros que de proseguir este avance, pronto podremos contar con una joven y pujante literatura india, de la cual han aparecido ya muestras promisorias en quechua, por lo que nosotros conocemos. Es de creer que una literatura shuar, por la valiente y decidida defensa que los hijos de este pueblo hacen de sus valores étnicos, tiene todos los auspicios para florecer.

 

b) La comuna

 De entre las instituciones sociales indias, la que más persistencia ha tenido, la que más ha resistido el embate de sus enemigos, es sin duda la comuna. Siempre, desde la conquista misma, se ha constituido en una verdadera fortaleza –diga­mos mejor pucará– desde la cual se ha luchado heroicamente para conservar siquiera parte de su propiedad territorial. Y para conservar también, como en preciado relicario, sus valores cultura­les más apreciados.

 Efectivamente, las comunidades aborígenes han sido el blanco constante de los latifundistas que, valiéndose de todos los medios, no han cesado de usurpar sus tierras o de relegarlas a los parajes más estériles como reserva de mano de obra bara­ta y muchas veces gratuita para las haciendas. Otras veces, a título de propender a la forma­ción de la pequeña propiedad –tesis expuesta desde los años de la independencia hasta la épo­ca presente– se ha querido convertir a los comu­neros en propietarios individuales, para que así sea más fácil la apropiación de su patrimonio. Y ahora, mediante la introducción del capitalismo y la desigualdad que engendra, se persigue ese mismo fin en forma más solapada.

 No se puede negar que los golpes recibidos han surtido su efecto. Las comunas de hoy, en la Sierra ecuatoriana, no son ya las de ayer. El reparto periódico de tierras hace mucho tiempo que ha desaparecido para dar paso a un proceso de formación de la propiedad privada, conservándose en común solo las tierras inhábiles para el cultivo, destinadas para pastos y para la provisión de leña. Otras, por el aumento de la población y las consiguientes subdivisiones parcelarias –aparte de las constantes usurpaciones por parte de los gamonales–, poseen únicamente el terreno indispensable para la vivienda o microparcelas que no pueden producir lo necesario para la subsistencia familiar, fenómeno que ha convertido a los comuneros en semiproletarios o los ha llevado a una inmigración forzosa a las ciudades, muchas veces definitiva. Por tanto, la reforma agraria y la lucha clasista que implica, reivindicación vigente y palpitante para las comunidades, cosa que a veces se niega o mañosamente se soslaya.

 Pero, no obstante lo que se deja dicho, no obstante el proceso de disolución en que se encuentra, todavía la comuna se halla en pie y conserva muchas de sus cualidades como prueba de su vitalidad. Queda el espíritu colectivista manifestado en el mantenimiento de algunas tierras para usufructo común y en el trabajo solidario las mingas. Quedan rasgos de democratismo que afloran en ciertos actos de la vida comunal, todo lo cual, se debe resguardar.

 Sin embargo, al mismo tiempo que se debe lu­char para que no desaparezcan las virtualidades anotadas, al contrario de lo que algunos sostienen, nosotros creernos que las comunas deben ser modernizadas, esto es, transformadas en cooperativas. Porque mantenerlas en el estado en que se hallan, sería propiciar el pauperismo actual de la mayoría, impedir la introducción de elementos de progreso, conservarlas como fuente de mano de obra barata para los terratenientes. En cambio, la medida propuesta –para cuya realización se aprovecharían cabalmente los viejos rasgos de colectivismo subsistentes– evitaría que el capitalismo las destruya definitivamente y las convierta en propiedad privada de unos pocos como está ya sucediendo. Evitaría, a la par, que se pierdan los valores culturales indígenas, secuela inevitable de este proceso.

 La cooperativización de las comunidades debe ser hecha sobre una base que no puede olvidar la voluntariedad de los comuneros. Son ellos los que deben decidir y dirigir los cambios. Las innovaciones, que necesariamente implican una profunda mutación histórica, deben ser graduales e ir desde las formas de cooperación más simples a las más elevadas, porque este es el camino que la experiencia ha demostrado ser el mejor. Las costumbres locales, las características de cada etnia o parcialidad, tienen que ser tomadas en cuenta y respetadas.

 No es nuevo el cambio que se plantea. Ya en la década del treinta fue sugerido por Pío Jaramillo Alvarado en su libro Del agro ecuatoriano, y más tarde, en 1955, por Miguel Ángel Zambrano en su trabajo titulado Las comunidades campesi­nas en el Ecuador y su posible estructuración cooperativista. Ambos escritores, amigos y de­fensores del indio. Igual cosa en el exterior. En el Perú, esta idea, forma parte del gran le­gado de Mariátegui.

 Nuestra proposición mira también hacia el futuro socialista, ya que no se puede dejar de mirar hacia allá en esta época de tránsito. Las cooperativas comunales –llamémoslas así– reco­giendo la tradición colectivista y de ayuda mutua, con características propias de la idiosincrasia indígena, pueden ser cimiento invalorable para la construcción del socialismo en el campo. Lenin decía que la cooperativización es el camino “más sencillo, fácil y accesible para el campesino”.

 

c) Las artes

 Antes de la conquista española muchos pueblos que habitaban el Ecuador habían logrado desarro­llar un arte muy elevado que, como ya dijimos, tuvo notoria influencia y dejó su impronta en el traído por los españoles, siendo conocidos los nombres de algunos artistas indios que se destacaron en este campo, como Pampite, Caspicara y Sangurima. Tal aptitud artística, no obstante el ningún es­fuerzo para fomentarla, sigue viviendo en varias manifestaciones como se puede admirar en su alfa­rería y sus tejidos por ejemplo.

 El arte indio debe ser conservado y promovido. Sus obras deben dejar de ser artículos de folklor únicamente como, en el mejor de los casos, sucede hoy día.

 

d) Conocimientos prácticos

No se puede desechar tampoco una serie de cono­cimientos prácticos cuya validez ha sido demostra­da por la experiencia. Entre estos, habría que considerar principalmente los que se refieren a la agricultura, pues no cabe duda, que siendo secularmente agricultores la mayoría de los pueblos indios, todos ellos poseen algunos elementos que son de gran utilidad. Otro tanto se podría decir en lo que respecta a ciertas prácticas medicinales.

 Esto, así mismo, no es nuevo. En otros pueblos, en aquellos que han conseguido su libertad última­mente, se están empleando los conocimientos tradi­cionales conjuntamente con los adelantos de la ciencia moderna, que sería ingenuo, no asimilar.

 

e) Tradiciones históricas

 Los pueblos indígenas conservan valiosos re­cuerdos de su historia, mantenidos oralmente de generación en generación, pues, el analfabetismo impuesto por sus explotadores no ha permitido otra cosa. Ellos conforman la memoria de su vida sufri­da y de sus valientes luchas por sus reivindica­ciones más sentidas, memoria que no solamente debe ser guardada cariñosamente, sino ampliada e inves­tigada más a fondo por historiadores indios, que en la época en que vivimos ya pueden surgir y posi­blemente están surgiendo. Será una contribución muy grande para la historia ecuatoriana, hoy mu­tilada y parcializada en lo referente al indio, ya que casi siempre ha sido escrita por los voceros de las clases dominantes.

 Tenemos que decir, resumiendo esta parte, que el mexicano Vasconcelos erró al manifestar, con criterio aculturacionista, que el único camino del indio hacia el progreso era el ya desbrozado de la civilización latina. Estamos convencidos que los pueblos indígenas, haciendo suyos los adelantos de la edad moderna, irán hacia el progreso llevando también su acervo cultural propio. El Ecuador es un país multiétnico y plurinacional y, por lo tanto, pluricultural.

 Para terminar, no podemos dejar de advertir sobre algunos peligros y algunos equívocos origi­nados en la justa causa de la defensa de los valo­res étnicos y nacionales de los pueblos aborígenes.

En primer lugar, hay que estar alerta sobre la astuta utilización de las reivindicaciones étnicas por parte de las fuerzas reaccionarias y del impe­rialismo.

 Yuri Zubritski, distinguido latinoamericanista soviético, dice en su libro Los Incas Quechuas: “Resolviendo su tarea principal –detener la lu­cha– imponiendo a los indígenas quechuas la ideo­logía religiosa, burgués-reformista a una ideología francamente anticomunista, las fuerzas reac­cionarias utilizan en forma amplia y hábil las particularidades de la cultura, modo de vida y tradiciones del pueblo quechua”.

 Ya vimos como en el Ecuador también se había propuesto, con la misma argucia, la suspensión de la lucha política y clasista de las masas indíge­nas. Vimos, aunque sea en líneas generales, la ne­fasta obra del Instituto Lingüistico de Verano. A lo que se tiene que agregar la labor que desarro­llan las múltiples congregaciones y misiones religiosas extranjeras, que se calcula llegan a 90, las cuales valiéndose de la religión han introducido la división en varias parcialidades, apartándolas así del combate por sus grandes y verdaderos objetivos. Iguales propósitos tienen o han tenido las instituciones laicas enviadas por el imperialismo, tales como la Misión Andina, los Clubs 4-F, el Cuerpo de Voluntarios de la Paz y Visión Mundial, para no citar sino unos pocos. El fomento abierto o solapado del anticomunismo, dirigido por agentes de la CIA, ha sido una de sus tareas prin­cipales.

 Estas fuerzas, consiguientemente, no persiguen otra meta que suspender y obstaculizar la lucha contra los explotadores, impedir que la tierra, mediante una reforma agraria democrática, pase a manos de sus auténticos dueños, y muchas veces, como está sucediendo en el Oriente, para ponerlas en las fauces de las compañías transnacionales. Las reivindicaciones étnicas que a veces utilizan, juntamente con las prácticas de aculturación, en este caso, no son sino velo encubridor de esos siniestros fines.

 Otro peligro, es el exclusivismo indígena.

 Esta corriente, bastante extendida en el área andina y que en el Ecuador comienza a aparecer, superdimensiona los valores culturales indios, mientras desestiman las conquistas de la civili­zación occidental. Sobre todo, rechaza en masa todas las ideologías calificadas de extranjeras, como inadecuadas y aún nocivas para la liberación de los pueblos aborígenes, sin hacer ningún dis­tingo entre las reaccionarias de las clases domi­nantes y la socialista de la clase obrera. Y como consecuencia, impregnándose de anticomunismo, re­pudia a sus partidos políticos y a la alianza con ellos. Esta es la doctrina, por ejemplo, del Movi­miento Nacional Túpac Katari de Bolivia.

 Se puede explicar esto hasta cierto punto por la natural desconfianza a lo proveniente de los blancos dominadores que, ciertamente, se han servi­do por siglos de sus conocimientos y de instrumentos ideológicos para sojuzgar y explotar al indio. Pero no por explicable, puede ser aceptada toda una corriente de esa naturaleza.

 Es una constante histórica que las culturas de los pueblos se influyen mutuamente, que la trasmisión recíproca de valores sea acontecimiento gene­ralizado, más todavía en esta época de gigantesco avance en las comunicaciones. Este fenómeno, cuan­do la asimilación es selectiva y voluntaria –pues todos los países tienen rasgos idiosincráticos positivos y negativos– es beneficioso y contribuye a su crecimiento cultural. Aquí, ya no se trata de aculturación.

 El aislamiento a que conduce esta posición in­transigente, no puede ser sino perjudicial para el movimiento indígena. Al apartarse de aliados segu­ros y leales su fuerza y su influencia decrecen, haciéndose por lo mismo, sino imposible, más difícil la consecución de sus legítimas reivindicacio­nes. Entre ellas las étnicas, naturalmente.

 El exclusivismo, es menester decirlo, es puerta abierta para el racismo.

 Las concepciones ideológicas de esta tendencia –como aquellas de la llamada negritud– casi siempre han desembocado en eso. Desgraciadamente, en algunos documentos indios de otras naciones, han surgido manifestaciones claras de este carác­ter. No hay para que aseverar que esto es inmensa­mente dañino.

Y, por último, hay que señalar otra corriente política indígena equivocada que también se nutre de raíces exclusivistas: la que propugna la res­tauración del Tahuantinsuyo mediante el restable­cimiento de las instituciones indias precoloniales. Bolivia y Perú son los centros de esta corrien­te.

 En el documento titulado Tesis política del gran pueblo indio del Movimiento Túpac Katari que ya citamos, se lee lo siguiente: “El concepto de un verdadero socialismo elevado se practicó en los tiempos precolombinos, y toda­vía se lo vive en los diversos sectores del campe­sinado boliviano. Allí están los Aynis, los Minkhas, el Camayaje, los Yanayacus, etc. Frente a un socialismo tal, los socialistas calcados caen en el terreno de los absurdos más grandes de la historia”.

 El mismo espíritu tienen algunas resoluciones del Primer Congreso del Movimiento de Indios de Sur América al que asistieron delegados del Ecuador. En uno de ellos, a nombre de comunitarismo, se llana “a revitalizar el Ayllu, el Calpulli y otras for­mas de organización india”. Se deja constancia que ese comunitarismo, es completamente ajeno al so­cialismo.

 Esta tesis, no sin razón, fue impugnada en 1928 por Mariátegui. En los Principios programáticos del Par­tido Socialista: la calificó de tendencia romántica y antihistórica, ya que consideraba que el socialismo –el socialismo marxista– “no puede importar el menor retroceso en la adquisición de las conquistas de la civilización moderna”. Y dos años después, 1930, en el prefacio para el libro del escritor Ernesto Reyna, El Amauta Atusparia, afirmó que la insurrección dirigida por ese caudi­llo indio fracasó no solo por falta de fusiles si­no también de programa, pues que el exhibido, el retorno al Imperio Incaico, era anacrónico y de imposible realización.

 Suscribimos, íntegramente, los criterios anota­dos.

 Además, se debe observar que la antedicha tesis parte de una interpretación histórica falsa: la existencia de socialismo en el Imperio de los In­cas. El comunismo primitivo –primer modo de pro­ducción surgido de la humanidad– hace tiempo que había desaparecido dando paso a la división de la sociedad en clases y al establecimiento de un Es­tado, lo que supone, la desaparición de la antigua igualdad. Únicamente subsistían elementos de co­lectivismo y democratismo que, desvirtuados un tanto han perdurado hasta la actualidad. Elementos valiosos, que como dijimos al tratar de las comunidades, deben ser mantenidos y aprovechados por la implantación del verdadero socialismo.

 La sustitución del socialismo marxista leninista –único socialismo científico–, por el denomina­do comunitarismo o socialismo indio, aparte de ser utópica e inaplicable, no puede sino conducir a extraviar el camino justo, y lo que es peor, al fraccionamiento de las fuerzas revolucionarias y al abierto anticomunismo en muchos casos. Todo lo cual hace el juego a las clases dominantes y aleja el advenimiento de la sociedad socialista, libre de la explotación del hombre por el hombre.

 En la sociedad capitalista solo la lucha cons­tante y decidida puede impedir la aculturación y la consiguiente destrucción de los valores étnicos y nacionales de los pueblos indígenas, pues nunca dejarán de estar bajo el asedio de las fuerzas reaccionarias, por así convenir a sus intereses. Solo el socialismo puede asegurar, ya no únicamen­te su mera subsistencia, sino su pleno desarrollo en un ámbito de entera libertad. La experiencia de las diversas nacionalidades de la Unión Soviética, cuyo imponente desarrollo nadie puede negar, es la demostración más evidente.

 Luchar por el socialismo, entonces, es luchar también por la defensa de la cultura india. Ambas acciones conforman un todo y están íntimamente vinculadas.



[1] Publicado en el suplemento de El Pueblo, Órgano del Partido Comunista del Ecuador, enero de 1988.