LAS ENCOMIENDAS
Apenas conquistada Quito, no se espera nada, ni
siquiera que se amortigüe en el alma el dolor de la matanza, para proceder al
reparto de encomiendas. Así debía ser. Es el justo premio que merece el
aguerrido soldado, que atravesando cálidas maniguas y trepando breñas,
entumecido por el frío, ha doblegado a los infieles. Difícil doblegamiento y
por tanto mayor mérito. Ha sido menester derramar la sangre con largueza,
aplastar al idólatra con los cascos de caballos gigantes, asolar los poblados
con jaurías de perros amaestrados para la caza humana.
El primer beneficiado, claro está, es el jefe de
los conquistadores, el ex–labriego Sebastián Moyano, que se otorga la rica
encomienda de Otavalo. Y siguen los otros, de conformidad con la estadística
mortuoria de su espada o su lanza.
“La encomienda –dice Ots Capdequí– es una
institución de origen castellano que pronto adquirió en las Indias caracteres
peculiares que la hicieron diferenciarse de su precedente peninsular”. Es un remedo del feudo
español, y por eso Solórzano Pereira las denomina feudos degenerantes.
La encomienda concede el derecho de percibir
tributos y prestación de servicios personales, aunque esta última prerrogativa
será muy pronto abolida. Respeta, en absoluto, el derecho de propiedad de las
tierras de los encomendados. El encomendero, el señor feudatario como se lo
llama en algunos lugares, tiene la obligación de proteger a los indios y cuidar
de la instrucción religiosa con ayuda de curas doctrineros.
Esto es lo que prescribe la ley.
Pero la ley, en América, es un cadáver sepultado
en los legajos de los letrados solamente. Se acata, pero no se cumple, dicen
con singular descaro los engolillados funcionarios.
Así, el derecho de propiedad territorial es
burlado todos los días mediante infinidad de artimañas. Se apoderan de las
mejores tierras, aquellas de pan sembrar,
denunciándolas como baldías. Compran tierras a los caciques no obstante la
prohibición legal. Y hasta pretenden suceder en la propiedad de los indios
muertos sin herederos.
La encomienda, entonces, resulta una puerta
abierta, anchamente abierta, para la formación del latifundio. Cuando se
extingue el derecho del encomendero, es decir, cuando se ha terminado la vida o las vidas para las cuales fue concedida la encomienda, los
descendientes del encomendero, gracias a la rapiña ejercitada, devienen en
grandes y poderosos latifundistas.
Asomémonos
a las puertas de la encomienda y observemos como son usurpadas las tierras
comunales.
Uno de los medios es apoderarse de las tierras de
los encomendados que mueren, pues el encomendero, no se sabe por qué, se
considera como legítimo heredero. Así, aprovechando de una gran mortandad
acaecida en los pueblos del virreinato de Nueva España, los encomenderos se
adueñan de las tierras de los indios muertos, razón por la que se envía la
cédula real de 14 de mayo de 1546, donde se ordena “que los españoles
encomenderos por ninguna vía sucediesen en las tierras y heredamientos que
quedasen de indios muertos en los pueblos encomendados, sino que tales tierras
y heredamientos, en el caso de carecer los indios difuntos de herederos, se
entregasen a los pueblos, a fin de que las gozaran y pudieran pagar los
tributos tasados”.
Hay varias disposiciones en este mismo sentido, ya que esta práctica es
repetida en todas las colonias americanas.
Pero los encomenderos no sólo usurpan las tierras
de los indios muertos, sino también de los ausentes. Mariátegui en los Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana, transcribe esto del historiador César Antonio Ugarte: “el
señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si
fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes,
se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras”. Téngase en cuenta que los
ausentes son innumerables. Son los que huyen por no poder pagar el tributo. Son
los que mueren o quedan concertados en las mitas.
También los encomenderos de pueblos de poco
desarrollo, que producen solamente lo necesario para satisfacer sus necesidades
primarias, se valen de este hecho para apropiarse de sus tierras. Primero, cobran el tributo mediante trabajos
personales, y si esto no es suficiente, se salda la deuda con la tierra del
encomendado. Esto dice sobre el particular el escritor colombiano Rodríguez
Acosta:
Ante semejante panorama,
y en contra de su voluntad, los aborígenes se veían imposibilitados a cumplir
sus obligaciones tributarias contraidas con la Corona y el encomendero. Ideóse
entonces, el sistema de los “servicios personales”, como mecanismo para saldar
las deudas respectivas. Aún así, las comunidades continuaron en calidad de
morosas, y los encomenderos frente a la casi nula fiscalización gubernamental
sobre sus actos, terminaron por apropiarse violentamente de la tierra
perteneciente a la Encomienda, sobre la cual no tenían derecho alguno.
El tributo, como se ve, es carga insoportable. Se
les exige todo: oro, plata, dinero, animales, mieses y tejidos. Todo lo que
tenga valor, sin importar sacrificios ni desvelos. El bienestar, completo y
cabal del encomendero, es la única medida de la tributación.
Los servicios personales prohibidos siguen
vigentes en la práctica. Las tierras del encomendero son trabajadas, casi
siempre gratuitamente, por los encomendados. Son ellos los constructores de
casas y caminos. Son los burros de carga para el traslado de pesados fardos o
la pesada humanidad de la señora del encomendero. Sus hijas, en fin, son las
sirvientas de la casa señorial o de la hacienda.
¡Y las vejaciones!
Los encomenderos nombraban mayordomos o calpisques para el cuidado de sus bienes
y el control de los trabajos. Estos, impunemente, entran a saco en las
poblaciones, y violan y estupran a las mujeres indias. A esta pandilla se
agrega el abuso de los curas doctrineros. Viven como parásitos, a costa de los encomendados
que tienen que trabajar gratuitamente para ellos, porque cuando se niegan,
ordenan “azotar sádicamente con decenas de latigazos bajo el argumento de no
concurrir a las doctrinas para aprender el Ave
María”.
El visitador Villasante dice que llevan a sus aposentos a “mujeres doncellas y
casadas”. Que “se han recrecido males y el mal ejemplo, que diría yo hartos,
como lo averigüe yo en la visita, que no son para escribir aquí”.
Suficiente.
Queda claro, como los encomenderos protegen y cristianizan a los indios.
ENCOMENDEROS QUE NO CONOCEN SU
ENCOMIENDA
No sólo el conquistador, el hombre de espada
refulgente, el aventurero audaz que deja su querencia para hacer fortuna, es
acreedor a la merced de la encomienda.
No sabemos por qué, sin duda por la infinita
benevolencia real, varias encomiendas son concedidas a peninsulares que nunca
han puesto un pie en América. No conocen ni se imaginan siquiera, el lejano
lugar de su encomienda.
Todos estos encomenderos de singular ralea, o casi
todos, son nobles de altísima alcurnia y cargados de pergaminos que dan fe y
razón de su nobleza.
Veamos.
– El príncipe de Esquilache cobra
los tributos de los indios de San Andrés, Calpi y Langos.
– El conde de Castrello cobra los
tributos de los indios de Lita y Chambo.
– La condesa de Santiestevan cobra
los tributos de los indios de Zámbiza e Ilapo.
–
El conde de Aguilar cobra los tributos de los indios de Licto, Chambo, Quimia,
Mitimas y Sisibíes.
– La duquesa de Osuna cobra los
tributos de los indios de Túquerres, Ipiales y Angamarca.
–
La marquesa de Aytona cobra los tributos de los indios de Quisapincha,
Ambatillos, Pagsa y Apoloes.
– La princesa de Astillano cobra los
tributos de los indios de Sigchos y Toacazo.
–
El conde de Villaumbrosa cobra los tributos de Pilalatas, Chumaquíes, San
Andrés y Cubijíes.
– Y las
monjas Bernardas del Sacramento de la Villa de Madrid, cobran los tributos de
los indios de Calpi, Guano, Illapo y San Luis.
Y estos tributos se cobran a dos manos porque
estando el encomendero ausente, necesariamente tiene que arrendar la
encomienda, y el arrendatario, como es obvio, tiene que doblar la tributación:
mitad para si y mitad para el arrendador. Doblando, por consiguiente, la
explotación y los vejámenes.
La nobleza española, entonces, se nutre y procrea
y derrocha a costa del dolor de las indiadas. Como verdaderas sanguijuelas.
EL DUQUE DE UCEDA
Las
monarquías españolas, más que las otras de Europa, se caracterizan por el buen
número de favoritos que recorren o reptan por sus cortes. Unos con algunos
valores, los más cargados de deméritos, que reemplazan a reyes tontos o
irresponsables o que gobiernan en mancomún con ellos. No falta, tampoco,
alguien que no solamente es favorito del rey, sino también de la reina…
Aquí
nos vamos a referir al favorito o valido de Felipe III, Cristóbal Sandoval y
Rojas, duque de Uceda, por estar relacionado con nuestra historia.
Es
hijo de otro favorito del mismo rey, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque
de Lerma y marqués de Denia. Es clérigo de alta categoría, nada menos que
cardenal. El amor al dinero y la avaricia son sus cualidades principales, vicios
que le ayudan para resolver sus problemas económicos y que le llevan a
establecer una escuela de corrupción en la corte. Un personaje antipático y de
mal olor, entonces.
Su
hijo Cristóbal –objeto de este estudio– es así mismo receptáculo de vicios y maldades.
Empieza por intrigar contra su propio padre, al que logra reemplazarle en el
ambicionado oficio de favorito. En honradez no queda en la zaga.
A los dos favoritos nombrados, cuando muere Felipe III y le sucede Felipe
IV, aparece otro de mayor envergadura: Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque
de Olivares. Gregorio Marañón, con el instrumental de la sicología, le juzga
como un maniático depresivo y como un contumaz ambicioso de poder. Sea lo que sea de esto, trata de cortar la
corrupción reinante, y como es de suponer, pronto caen en sus redes sus dos
antecesores.
John
Leddy Phelan, dice esto sobre el primero:
Fue brevemente encarcelado el duque de Lerma por los
mismos cargos –venalidad– pero pronto recuperó la libertad gracias a la
intervención de la Santa Sede, que le había otorgado la birreta cardenalicia en
1618. Ni por ello escapó al castigo el duque – cardenal, pues el Consejo de
Castilla le conminó a pagar al tesoro real 72.000 ducados anuales, con interés
por mora, durante veinte años, como compensación por haberse enriquecido así.
¡Calcúlese
el monto robado!
Su
hijo don Cristóbal, pecuniariamente, no sabemos por qué, sólo recibe una multa
de 20.000 ducados según Phelan. Pero es
desterrado, y más tarde enjuiciado y encarcelado en Alcalá de Henares, donde
muere.
Y
ahora sí, después de este breve preámbulo pasemos a estudiar los vínculos que
tiene el duque de Uceda con la Real Audiencia de Quito, que no son otros, sino
la de ser un gran encomendero y el mayor propietario de obrajes según Phelan.
El
encomendero.
La
concesión de encomiendas está prohibida a las personas que no residan aquí,
pues se considera que constituye un privilegio para los conquistadores y sus
descendientes. Mas esta disposición, como sucede con muchas otras, se burla con
facilidad cuando se trata de personajes poderosos como el duque de Uceda. El
jurista español Juan Solórzano Pereyra, en su Política Indiana, se lamenta así por el incumplimiento de este
mandato:
Y en lo que en nuestro caso importa, es, que estas
Encomiendas, pues se hicieron para beneméritos, se repartan entre ellos, y sus
descendientes por el desconsuelo, que les causa verles dar, y poseer, a los que
no lo son en aquellas Provincias, de que también he dicho mucho en otros
lugares, pero no puede dañar repetirlo en este, pues veo lo que se va
introduciendo, y prevaleciendo el estilo contrario, proveyendo las más, y
mejores en personas de España…
Un
favorito del rey no podía ser impedido de la satisfacción de ser encomendero.
No importa que no conozca la lejana encomienda con tal de que le produzca
buenos réditos provenientes de los pesados tributos que tienen que pagar los
encomendados. Y ya veremos que la conjunción encomienda – obraje es fuente de
copiosas ganancias.
La
encomienda del duque se halla en la jurisdicción de Riobamba.
Según
José María Ots y Capdequi –Historia del
Derecho Español en América y del Derecho Indiano– en 1701 se dispone que
pasen a la corona todas las encomiendas de personas que no residan en las
Indias.
El
obrajero.
Los obrajes
del duque de Uceda –situados en los pueblos de su encomienda– son tres: Guano,
San Andrés e Ylapo. Phelan afirma que estos obrajes tienen la asignación de 782
indios mitayos. A los que habría que añadir, como consta en otras fuentes,
muchos trabajadores voluntarios y
muchachos de merced.
Se
dice que estos obrajes fueron concedidos por Felipe III por pedidos y ruegos de
su padre, el duque de Lerma, a quien ya sabemos el pago que le dio.
El
funcionamiento de estos obrajes está bien amparado. Los abusos que allí se
cometen son silenciados, pues nadie se atreve a decir nada contra tan poderoso
señor, tanto más que varios funcionarios coloniales, como el presidente de la
Real Audiencia Antonio Morga, son sus incondicionales. Este último –que dice
haber comprado el cargo al duque de Uceda por la suma de 10.000 pesos– es una
autoridad venal y corrompida. González Suárez dice que “no pensó más que en su
medro personal y en el enriquecimiento de su familia, dejando que la colonia
fuera hundiéndose lentamente en un abismo de miserias”.
Una
real cédula de 1680 relacionada con los obrajes causa una conmoción en la Real
Audiencia de Quito: ordena, nada menos, que la demolición de todos aquellos que
no hayan sido autorizados directamente por el rey, requisito del que carece la
inmensa mayoría. La alarma tiene razón de ser, pues como se sabe, la
manufactura textil es en la época la principal fuente económica del país. Los
perjudicados son los grandes hacendados y las comunidades religiosas que tienen
obrajes y rebaños de ganado lanar en sus latifundios, así como los propietarios
de obrajuelos y chorrillos que, por lo general, son personas sin mayores
recursos y hasta pobres.
La
orden se empieza a cumplir sin dilación. Y como siempre por los más humildes e
indefensos. Los obrajuelos de los barrios de San Blas y la Recoleta de la ciudad
de Quito son totalmente demolidos con particular violencia. ¡Se destruyen todos
los telares y hasta se impone una multa a sus dueños por el trabajo requerido
para la demolición!
El pretexto
que se da en la cédula del rey Carlos II es el maltrato que sufren los indios
en los obrajes –hecho absolutamente cierto– pero la verdadera causa es el viejo
deseo de la monarquía de obstaculizar al máximo el crecimiento de la producción
textil para que no haga competencia a la española. Recuérdese que se da
instrucciones al virrey Francisco de Toledo para que no consienta la
fabricación de paños a fin de que no disminuya el comercio de la metrópoli.
Al
final viene la calma. Después de la protesta generalizada –inclusive el Cabildo
eclesiástico hace oír su voz– el presidente Munive suspende la ejecución de la
cédula, medida que luego es aprobada por el rey y el Consejo de Indias. Desde
luego, no todo es gratis. En 1685 ordena la composición
de obrajes, que no es otra cosa sino el pago de un impuesto por la
producción de paños y bayetas, para obtener la autorización por el
funcionamiento del obraje.
La
solución dada al conflicto no es del agrado del duque de Uceda –en ese entonces
embajador en Roma– y presidente electo del Consejo de Indias– razón por la que
hace una larga petición al rey solicitando la revisión de las medidas
ejecutadas. El petitorio, que pasamos a revisar brevemente, está fechado el 3
de abril de 1704.
Hipócritamente,
también él basa sus peticiones en la necesidad de proteger al indio,
apareciendo como uno de sus decididos defensores.
Luego
pide que se “demuelan todos los obrages y chorrillos públicos que se hallaren
fundados introducidos en el distrito de la Audiencia de Quito sin licencia de
V.M.”
También pide igual suerte, aunque tengan el permiso real, para los obrajes compuestos en esta jurisdicción con malicia y fraude, debiendo subsistir únicamente los que tengan por lo menos
veinte años de establecidos. Dice, en fin, que no se debe mantener la
multiplicidad de obrajes y chorrillos, “a vista de que unos por otros embarazan
el producto congruo de la utilidad”.
Aparte
de lo expuesto solicita que se prohíba la salida de los indios de Guano y San
Andrés –tributarios suyos– para trabajar en mitas y obrajes de otros lugares.
Item: que sean reducidos a la fuerza para que vuelvan todos los indios que se
encuentren en otros sitios. ¡Todo, para que no se reste la mano de obra de sus
obrajes!
Y,
finalmente, tiene la osadía de pedir un juez
privativo para que vele por sus intereses y que sea responsable sólo ante
el Consejo de Indias, del cual, como ya dijimos, había sido electo presidente.
¿Qué
aspira el duque con este proceder?
Su
propósito, como ya el lector debe haber pensado, no es otro que incrementar las
entradas de sus obrajes, pues mientras menos sean estos, la ganancia es mayor
por la menor competencia. Tal como dijo
antes: la multiplicidad de obrajes y chorrillos embarazan el producto congruo de la utilidad. De ser posible, su
aspiración máxima, es monopolizar la producción textil.
Estas
egoístas ambiciones económicas –que desde luego son desechadas– son extendidas
y complementadas con una infame explotación de los trabajadores. El historiador
Aquiles Pérez, en su libro Las mitas en
la Real Audiencia de Quito, dice que en el obraje de San Andrés se ha mandado
a trabajar
(…) paños finos en contravención de las
ordenanzas; y que les arraya a dichos oficiales pañeros a medio real por día de
los dos que se ocupan en el tejido de cada paño en vara y media, que apenas
tejen de dicho paño fino, cuando en el tejido de paño ordinario, según lo
dispuesto por dichas ordenanzas, tejen por día seis varas y devengan cuatro
reales los dos oficiales, que les cabe a
dos reales cada una, con lo que se les ha defraudado en los dichos dos años, a
real y medio por día a cada oficial, que llegan a tres reales, en grave perjuicio
de los miserables indios; y que por esta causa están atrasados en la paga de
sus tributos y no tienen con que sustentarse y sus mujeres e hijos; para cuyo
remedio pide averiguación y restitución de lo defraudado…
Esta
denuncia corresponde al año 1687.
Mucho
antes, en 1619, se presentan un sinnúmero de quejas contra un tal Martín de
Vergara, administrador de los obrajes del duque de Uceda entre varios otros,
afirmando que remataba fraudulentamente el mismo los tejidos para venderlos en
la ciudad de Lima. Además se le acusa de acaparar y tratar mal a los mitayos de
la zona.
Los
mitayos, que según otras denuncias trabajan forzados en los obrajes del duque,
pagan con sus salarios que perciben los tributos al mismo duque, es decir que
prácticamente no ganan nada, sobre todo teniendo en cuenta que se les remunera
de acuerdo al viejo arancel señalado por el virrey Toledo, y no el más alto que
se halla en vigencia.
Los
trabajadores que se dicen voluntarios
son generalmente conciertos retenidos por deudas, como es costumbre –pese a las
limitaciones señaladas en las ordenanzas– para tener mano de obra asegurada. Y
los muchachos que laboran en sus obrajes –en el de San Andrés especialmente–
son así mismo obligados y llevados a la fuerza, sin acatar ninguna de las
normas establecidas para el trabajo de menores.
Esta,
en síntesis, la realidad laboral de los obrajes.
Son,
por tanto, vitrina denunciadora de la explotación, el latrocinio, el maltrato y
la injusticia existente en esos establecimientos coloniales. De esa galera de
sufrimientos denunciada por Jorge Juan y Antonio Ulloa. De ese ámbito de
esclavitud censurado por Espejo.
ENCOMENDERO
Y TRAIDOR
El conquistador, relleno de ambición, no repara en
nada para acrecentar su riqueza, ya que para eso ha cruzado los mares. El fin
justifica los medios dice, como Maquiavelo y los jesuitas.
Y la traición, bien planificada y meditada, es uno
de esos medios. Experto en traiciones es Rodrigo de Salazar el Corcovado. Es adulador de Gonzalo Pizarro
y le traiciona. Es amigo y consejero de Pedro de Puelles y le asesina. Todo en
nombre del rey y del virrey La Gasca.
Como parece que la diosa fortuna está de su lado,
tiene suerte con el fraile astuto que es La Gasca, que casi le prohíja y le
cubre de mercedes. Y la más suculenta merced es la encomienda de Otavalo, antes
de Benalcázar y ayer nomás de su víctima Pedro de Puelles. La tasa tributaria
anual de los indios de Otavalo es la siguiente:
1) Mil cuatrocientos pesos de oro
y plata, de valor de cuatrocientos maravedíes cada uno.
2) Trescientos treinta vestidos de algodón
para mujer, es decir anaco y lliclla. Los primeros de dos varas de
largo por otras dos de ancho. Y las segundas, de vara y media por lado.
3) Seis
sobremesas de tres por dos varas. Seis toldos medianos. Seis colchones de
algodón. Cien ovillos de hilo de la
misma fibra para pabilo, con un peso de una libra cada uno.
4) Trescientas fanegas de trigo; seiscientas de maíz y
cien de papas.
5) Treinta fanegas de frijoles; seis de Ají y otras seis
de coca.
6) Cincuenta
arrobas de sal; otras doce de cabuya para hilar (pita) y otras doce para sogas
y cordeles “de la manera que el encomendero quisiere”.
7) Ciento
cuarenta puercos (35 cada tres meses). Mil aves de corral (250
trimestralmente); la mitad hembras y los restantes machos. Cien huevos por
semana excepto en semana santa, en que la cifra se duplica a doscientos.
8) Cuatro libras
de pescado (preñadilla) por semana, salvo en los días de cuaresma, en que
ascendía a ocho libras.
9) Dos venados y
dos conejos por mes y “alguna fruta” durante las cosechas.
Todo esto tiene que ser entregado en Quito, en la
casa del encomendero. Tiene derecho también a “quince personas, entre hombres
y mujeres, para el servicio doméstico”. Y cuando Salazar visitaba Otavalo:
“otros diez criados, aparte de diez mitayos para la labor de sus huertos”.
El traidor Salazar no se contenta con tan poco y
reclama el aumento de la tasa tributaria. Y como las estrellas están de su
lado, obtiene largamente todo lo pedido.
Treinta años, hasta su muerte, goza a pierna
suelta, y a pierna apretada como es de rigor, los beneficios de su encomienda.
Beneficios, que por pingües y cuantiosos, le convierten en uno de los hombres
más ricos de Quito según asegura Jiménez de la Espada en sus “Relaciones
Geográficas”.
No han faltado, sin embargo, apologistas de la encomienda
que sostengan con tono solemne, que los tributos eran cortos, tan cortos y
leves como el viento. Que era amparo y emporio de felicidad para el indio
desvalido. Nada menos.
José María Ots
Capdequí, Historia del Derecho Español en
América y del Derecho Indiano, Aguilar S. A. Ediciones, Madrid, 1969, p.
206.
Silvio Zabala, Ensayos sobre la colonización española de América, EMECE Editores,
Buenos Aires, 1944, p. 142.
Citado por José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana, Lima, MCMLII, p. 64.
Hugo Rodríguez Acosta, Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia
colombiana, 5ª edición, Editorial Túpac Amaru, Bogotá, p. 19.
Waldemar Espinoza Soriano, Los
Cayambes y Carangues: Siglos XV-XVI. El testimonio de la etnohistoria, t.
II, Instituto Otavaleño de Antropología, Otavalo, 1988, p. 85.
Aquiles R.
Pérez, Las mitas en la Real Audiencia de
Quito, Quito, 1947, p. 384.
Waldemar
Espinoza Soriano, Los Cayambes y
Carangues: siglos XV y XVI. El testimonio de la Etnohistoria, t.
II, Otavalo, 1988. pp. 54-55.