miércoles, 29 de diciembre de 2021

Nuestro territorio fue ocupado hace 80 años

 

Sucedió en diciembre, hace 80 años. Sin pedir permiso la U.S. Navy instaló sus bases en nuestro territorio…

 

 

OPERACIÓN GALÁPAGOS

    

Oswaldo Albornoz Peralta  

                  

Sin ningún aviso, con la maestría adquirida en los repetidos desembarcos de los marines en tierras centroamericanas, tropas estadounidenses ocupan la base de Salinas y una de las islas del Archipiélago de Galápagos. El historiador de nuestra diplomacia, el doctor Jorge Villacrés Moscoso, nos cuenta así este singular episodio: 

El Comando de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, una vez que se perpetró el ataque japonés a Pearl Harbor, en las islas Hawai (EE.UU.) y como hasta esa fecha, en el mes de Diciembre de 1941, el Gobierno ecuatoriano no les había concedido la autorización para ocupar las bases de Salinas y la de Seymur en el Archipiélago de las Galápagos, dio las órdenes para que contingentes de la  marina y del ejército desembarcaran en las costas ecuatorianas y ocuparan manu militari las mencionadas zonas estratégicas, como en efecto así ocurrió.[1]

Esta abusiva “Operación Galápagos” se realiza durante el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, paradójicamente, el creador de la política del buen vecino.

 Ante los hechos consumados, Arroyo del Río, presidente antipopular y abogado de empresas yanquis, sin ninguna protesta, trata de encubrir lo ilegal firmando algunos acuerdos de índole militar a gusto y sabor de los norteamericanos, pues hasta se les permite crear una policía propia, que una vez organizada comete una serie de abusos.

 Solo el “2 de febrero de 1942, cuando ya estaban ocupadas algunas islas por las tropas norteamericanas, los gobiernos del Ecuador y los Estados Unidos llegaron a un convenio, para legalizar a través del mismo esta situación de hecho”.[2]

 Se establecen bases y guarniciones militares en algunas islas del Archipiélago: Baltra, Isabela y Española. Y en el continente tienen la base de Salinas.

  


Cuando se vislumbraba ya el fin de la guerra y el triunfo de los aliados, Estados Unidos que siempre había querido apoderarse de Galápagos, intenta convertir en permanente la ocupación temporal de las bases, iniciando con este fin las gestiones ante el gobierno de Arroyo del Río. El doctor Villacrés informa que proponen el arrendamiento por noventa y nueve años de las islas Seymour, Santacruz y la base de Salinas por el precio de veinte millones de dólares. El derrocamiento de Arroyo por la revolución del 28 de mayo pone término a las negociaciones.

 Una vez consolidado el nuevo gobierno los Estados Unidos reanudan las gestiones para apoderarse del Archipiélago de Galápagos. Y, desgraciadamente, encuentran apoyo y aceptación en los más altos funcionarios del nuevo régimen, esto es, del presidente Velasco Ibarra, del canciller Ponce Enríquez y del embajador Plaza Lasso.  

 El presidente Velasco en comunicación de 7 de diciembre de 1944 dirigida a la Asamblea Nacional plantea en forma encubierta la aceptación de la propuesta yanqui. Dice que nos encontramos ante una situación creada por el gobierno de Arroyo sin ninguna compensación para el Ecuador y que considera que los soldados norteamericanos se quedarán en las bases concedidas el tiempo que sus intereses exijan. Luego agrega, que ante esta realidad, “vale más sacar provecho del mal irremediable y esperar, como debemos hacerlo que el futuro rectificará las injusticias”.[3]  Esgrime también el argumento de que se nos puede ahogar económicamente.

Sin embargo, cuando propone el arrendamiento a las Fuerzas Armadas, es más directo y categórico. El comandante Sergio Girón, uno de los dirigentes de la revolución de mayo, en un artículo titulado Aclaración histórica de cómo se trató de vender Galápagos en veinte millones de dólares publicado en la revista La Calle de 27 de febrero de 1960, afirma que Velasco, después de exponer las necesidades económicas del país, como solución del problema, expresa lo que sigue:

 Y como el Ecuador es un país de virtualidades, y hay un pueblo intuitivo, si existe una fórmula segura para conseguir millones de dólares. Existen unas islas llamadas Galápagos y que de nada y para nada sirven. Mi gobierno ha instruido al embajador en los EE.UU. para que trate con el Secretario de Estado, o bien la venta o bien el arrendamiento de las islas en Veinte Millones de Dólares.[4]

A pesar de que el comandante Girón da los nombres de varios altos jefes militares que se hallaban presentes en esa ocasión, ninguno desmintió la afirmación.

     La opinión del canciller Camilo Ponce, según consta del Informe presentado por la Comisión de Relaciones Exteriores de la Asamblea Nacional, es la que si el Ecuador presenta resistencia a las aspiraciones de los Estados Unidos, nación poderosa, de todas maneras se apoderarían de Galápagos, sin respetar nuestra soberanía y sin tener en cuenta nuestros intereses. Es decir que, ante tal dilema, era preferible la aceptación de la propuesta…

Más tarde, siendo presidente este mismo personaje, inmigrantes norteamericanos tratan de establecerse en Galápagos con el propósito escondido de anexar las islas a los Estados Unidos, según el parecer del público. Ponce defiende por todo medio a los colonos manifestando que habían cumplido con todos los requisitos legales. Solo la encendida protesta ciudadana, obligó al gobierno a “suspender la concesión de visas e invitar a los que ya se habían establecido a abandonar el Archipiélago, dándoles un plazo prudencial, con lo cual se solucionó el problema”.[5]         


Cuando la Asamblea Nacional discute el Informe de la comisión de Relaciones Exteriores, Galo Plaza declara “que su pensamiento no era exactamente el señalado en dicho documento, pues él si estaba de acuerdo en que se negociara con los Estados Unidos el mantenimiento de las bases militares el Galápagos, pero las condiciones señaladas en el Tratado deberían variarse de modo que fuesen mejores para el Ecuador”.[6]     

En 1960, cuando Plaza intenta ser presidente por segunda vez, sus partidarios hacen lo imposible por borrar esta mancha que empaña su nombre. La revista La Calle llega a negar que su candidato haya sido partidario de la venta. Por esta razón el escritor Pedro Jorge Vera, ex–secretario de la Asamblea Nacional de 1944–45, sale al frente y demuestra la verdad de la acusación. Eso sí, poniendo de relieve, la actitud taimada del entonces embajador.   

El triunvirato –Velasco, Ponce y Plaza- como se ve, está dispuesto a vender el territorio nacional como si se tratara de una mercancía.          

Por felicidad este sucio negocio es impedido por la Asamblea Nacional, donde –es preciso decirlo– la voz más clara y patriótica es la del doctor Parra Velasco. Los diputados de izquierda, a su lado, son los principales opositores a este crimen de lesa patria. Toda negociación que afecte la integridad territorial es rechazada mayoritariamente. 



Ante la resolución de la Asamblea los contingentes militares norteamericanos abandonan el país de mala gana y por etapas. La base de Seymour sólo es entregada en 1948 cuando Velasco Ibarra había sido derrocado y ejercía la presidencia Carlos Julio Arosemena Tola. Y en acto de menosprecio y de ingratitud para nuestro país, que cedió gratuitamente sus bases a los Estados Unidos, cuando sus tropas abandonan nuestro suelo, no solamente desmantelan sus cuarteles de equipos militares, sino que los destruyen y arrojan al mar materiales que hubieran podido servir a los pobladores de esos lugares.        

Esta es la triste historia de la “Operación Galápagos”.          

Y esta triste historia está vinculada otra más triste todavía: el Protocolo de Río de Janeiro. Por la misma época, mientras las tropas yanquis ocupaban tierra ecuatoriana en nombre de la solidaridad continental, el subsecretario de Estado de los EE. UU., Summer Welles, invocando esa misma solidaridad y acolitado por los llamados “mediadores”, ordenaba la mutilación de nuestro territorio. “Si el Ecuador no firmaba inmediatamente el protocolo que se le presentaba con carácter de ultimátum, el Perú invadiría en breve plazo el Ecuador y que los Estados Unidos no harían nada para impedirlo”.[7] Así procedía el Imperio.         

Ese protocolo impuesto y oprobioso fue ratificado por el abogado Mahuad con la aquiescencia de los Estados Unidos y los antiguos acólitos convertidos en “garantes”, que como tales, no podían sino imponer su cumplimiento. Toda la “negociación” no era sino velo, para cubrir un resultado conocido de antemano.           

Y lo peor es que se quiere “reescribir” la historia para santificar y echar incienso a los responsables de la mutilación territorial. Dicen los “reescribidores” que quieren desmitificar la historia, sin ver –o viendo con toda claridad– que están creando el mito más ingenuo y falso: ¡el sacrificio y el patriotismo de Arroyo del Río y Tobar Donoso! A estos extremos se puede llegar.

 

 



[1] Jorge W. Villacrés Moscoso, Historia diplomática de la república del Ecuador, t. V, Departamento de Publicaciones de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1978, p. 46.

[2] Idem, p. 53.

[3] Idem, p. 65.

[4] Idem, p. 61.

[5] Jorge W. Villacrés Moscoso, Las ambiciones internacionales por las islas Galápagos, Case de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas, Guayaquil, 1985, p. 138.

[6] Jorge W. Villacrés Moscoso, Historia diplomática…, op. cit., pp. 96-97.

[7] Manuel Medina Castro, La responsabilidad el gobierno norteamericano en el proceso de mutilación territorial del Ecuador, Departamento de Publicaciones de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1977, p. 93.

domingo, 19 de diciembre de 2021

150 años de la gran sublevación de Daquilema

150 AÑOS DEL GRAN MOVIMIENTO INDÍGENA LIDERADO POR FERNANDO DAQUILEMA[1] 

Oswaldo Albornoz Peralta

 


La dictadura garciana –dictadura de los latifundis­tas– por una serie de exacciones, abusos y atropellos contra el indio es sin duda una de las más duras que ha soportado el aborigen ecuatoriano. Tanta exacción, abuso y atropello, necesa­riamente tienen que exasperar al indio e impulsarle a la acción vindicadora.

Y efectivamente, la acción vindicadora se plasma en el más grande movimiento indígena de la época republicana.

El vindicador se llama Fernando Daquilema, cuya egregia figura ha sido silenciada o puesta en bajos planos por nuestros miopes historiadores, con una sola honrosa excepción, Alfredo Costales Samaniego, autor de una magnífica biografía suya que tiene el gran mérito de romper ese injusto e hipócrita silencio.

Daquilema, en un día de diciembre de 1871, se proclama Rey de Cacha e inicia la guerra contra los opresores de su raza. Se hace derroche de valor y surgen hábiles y valientes capitanes. El jefe máximo exhibe excepcionales dotes de estratega. El gobierno y los ex­plotadores se asustan y proclaman el “estado de sitio” en toda la provincia del Chimborazo para poder debelar el vigoroso movimiento. Los encuentros son sangrientos, y la crueldad se hace presente, con su estela de tragedia. Al final la victoria sonríe a las fuerzas feudales que cuen­tan con mayores recursos y una gran superioridad mili­tar que, además, enfrentan a una rebelión invertebrada que no alcanza a tener envergadura nacional y que se lo­caliza en los estrechos ámbitos de una provincia. Que, sobre todo, al igual de lo que sucede en las guerras de los campesinos europeos durante la Edad Media, no cuenta con el apoyo y solidaridad de una clase obrera, por su ca­si inexistencia en los lugares afectados por la revuelta.

El epílogo, es conocido. Los principales responsa­bles, en número considerable, son infamemente fusilados o condenados a varios años de “obras públicas”. Los otros son apresados y perseguidos como fieras en la inmensidad del páramo o en las inaccesibles breñas de los Andes. Daquilema, el gran Daquilema, es llevado como vulgar malhechor hasta el patíbulo donde, mostrando un temple heroico, muere convencido de la justeza de su causa. La sentencia vil y cínica, lacónicamente dice: “Por el voto unánime del Consejo, de conformidad con lo dispuesto en el artículo diez y nueve, título único, tratado octavo del Código Militar, se le impone la pena de muerte.” 

Daquilema, el rey de Cacha, termina en el cadalso. Es el 8 de abril de 1872.

El crimen cometido por el tirano García Moreno es tan grande, que sus panegiristas han tratado de tergiver­sar los hechos y borrar este baldón de su memoria. El jesuita José María L'Goir y el deán Proaño aseguran que el dictador llegó a indultar a Daquilema, y que no se hizo efectivo el indulto, por haber llegado demasiado tarde. Invención torpe y absurda, porque el pretendido indulto tiene fecha muy anterior a la sentencia, y ésta se halla aprobada y firmada por el ministro de Guerra, que deja expresa constancia del parecer del presidente en estos precisos términos: “Habiendo examinado detenidamen­te S.E. el Presidente de la República, me ha ordenado de­volverla a usted para que se cumpla en todas sus partes”.

¿Cómo comprender entonces, que quien con anteriori­dad firmó un indulto, después, autoriza la sentencia de muerte del indultado? Además, el déspota, en su informe al Congreso de 1873, con su violencia característica aprueba los hechos y no dice una sola palabra sobre ese falso indulto. Tiene, más bien, la avilantez de llamar malhechores y delincuentes a los sublevados.

El mismo Proaño, en su folleto, La fortaleza de Cacha, estampa también otra mentira. Dice: “Al subir al cadalso el rey, con gran serenidad de ánimo y re­signación, dirigió una arenga emocionante a sus compañeros, amonestándoles a que jamás volvieran a sublevar­se, ni que trataran de recobrar su antigua soberanía, pues que la suerte les tenía para siempre sometidos a los blan­cos.”

 ¿Es concebible que quien no rehúye su responsabilidad, que quien, orgulloso de haber luchado por una noble causa, mira frente a frente a la muerte, pueda contradecir los propios hechos con palabras? No, eso es inconcebible. Ningún otro documento de la época corrobora tan antojadizas afirmaciones. Si tal cosa hubiera sucedido, lo natural sería una gran publicidad de esa especie de retractación, ya que ello convenía a los intereses de la clase dominante que, amedrentada con el reciente levantamiento, no habría vacilado en utilizar tan efectiva arma –dada la gran autoridad de Daquilema– para aquietar los ánimos exasperados de los indígenas, tal co­mo se hace mediante avisos y pregones con los motivos aducidos para la condena, con el propósito indicado. Y si esto no se hace, es claro que el autor mencionado, garciano recalcitrante y conservador ciento por ciento, al decir lo que dice, no hace otra cosa que exponer el crite­rio de los terratenientes: someter al indio, eternamente, a la férula de los “blancos”.

¿Y las causas del levantamiento?

 No es necesario, por conocidas, apuntarlas en detalle. Basta decir que las infinitas exacciones practica­das durante cuatro largos siglos, con crueldad y con saña sin iguales, ocasionan la revuelta. Entre las exacciones, de manera directa e inmediata, la explotación en el co­bro de los diezmos y la bárbara ley para la apertura de caminos vecinales, que obliga a los campesinos a “una contribución de dos días de trabajo, o el jornal corres­pondiente a ellos”. Esto lo que aparece de varios docu­mentos. “Ayer a las cuatro de la tarde –comunica al obispo el gobernador de Chimborazo– estalló una insurrección de los indios Yaruquíes, a pretexto de que no se les ocupe en el trabajo de la carretera nacional, con este motivo han muerto los amotinados a tres de los comisionados que iban a reunirles para dicho trabajo”.[2]

El déspota, sin embargo, se ufana de esta bárbara política. Piensa que cargar sobre las espaldas de los indios la resolución del problema vial ecuatoriano –sin que importe el aumento de sus penas y miseria– es la mejor forma para abrir paso al progreso. 

El trabajo subsidiario

Los latifundistas necesitan caminos para poder llegar a sus haciendas y sacar sus productos, necesidad que debe ser llenada sin erogaciones de su parte, conforme costumbre establecida. Por esto se crea la ley que establece el llamado trabajo subsidiario, según el cual se obliga a los campesinos a trabajar cuatro días o a pagar el jornal correspondiente. Como es natural, el indio es el único que trabaja, pues no tiene posibilidades para realizar el pago. Así, con su esfuerzo, se construye gran parte de esa ponderada obra vial del dictador García Moreno. Y cuando el trabajo subsidiario no basta y se quiere más carreteras, se recurre a la mano de obra de los conciertos de las haciendas, con la particularidad de que sus jornales son cobrados por los amos, por sus dueños, mejor dicho.

Tiene razón Abelardo Moncayo cuando en un raro folleto suyo titulado El payazuelo de Verres, afirma que “una sombra de puente, un metro de carretera, una línea de ferrocarril (...) vierten la agonía y la sangre de todo un pue­blo”.[3] Agonía y sangre del pueblo indio habría que aclarar, puesto que, en la época, son los únicos constructores de vías en la Sierra. También otro escritor de ese tiempo, el coronel Teodoro Gómez de la Torre, da igual testimonio en sus Memorias. Dice que en la apertura del camino de Íntag a Esmeraldas ‒obra de García Moreno‒ murieron cuatrocientos indios de Otavalo y Cotacachi “con el clima deletéreo de las playas del Guayllabamba”.[4] ¡Así, sobre los huesos de la indiada, se hacen correr las arterias del progreso!

Y por esos mismos caminos y carreteras que construyen con sus vidas, tendrán que transitar los indios, esta vez, convertidos en acémilas. Se trata de los guandos, nueva erogación de dolor, nuevo gravamen de sangre. Todo cuanto las bestias de carga no pueden transportar por su gran peso, tiene que ser llevado en hombros aborígenes por vías intransitables y al filo de abismo espantosos, donde los cuerpos caen para encontrar sempiterna sepultura. Es fácil seguir la pista de los guanderos: sangre y cadáveres triturados por las pesadas máquinas, indican, sin equivocación posible, la dirección seguida. Y es de los pueblos del Chimborazo, situados cerca de uno de los principales accesos a la Sierra, de donde sale un crecido número de futuras víctimas, reclutadas a la fuerza con frecuencia, o comprometidos mañosamente, mediante la embriaguez previa por ejemplo. Y esta infamia inmensa, allí donde el ferrocarril no pudo reemplazar a la fuerza de tracción indígena, siguió subsistiendo hasta muy entrado el presente siglo. Joaquín Gallegos Lara y Nela Martínez Espinosa, en su novela Los guandos, escrita con la fuerza de Joaquín y la ternura de Nela, esa infamia, ha quedado condenada para siempre. Como inri indeleble en la frente de sus usufructuarios.

Las cargas que hemos enumerado ‒haciendo omisión de muchas otras en aras de la brevedad‒ son suficientes para dar una idea de la trágica situación del pueblo indio y de la superlativa rapacidad de sus dominadores.

Los excesos se hacen tan insoportables, que el indígena, pese a que se halla aislado y solo, llevado de la desesperación y con la única arma de su coraje, no tiene otra salida que rebelarse al igual que en la Colonia. Cuando Flores dicta la Ley de contribución personal ‒que impone el pago de tres pesos y cuatro reales‒ los indios de algunas provincias, incluyendo la del Chim­borazo, protestan y se levantan contra medida tan injusta, que grava en forma igual tanto al que tiene como al que carece de todo. En 1856 se amotinan los indios de Biblián para “no pagar diezmos, primicias, ni la contribución personal”.[5] Y, finalmente, en 1871, tiene lugar el gigantesco levantamiento de Fernando Daquilema, cuya causa directa es la exacción de los diezmos y el inicuo trabajo subsidiario. Como ya vimos, el héroe es condenado a la pena máxima por el déspota García Moreno, empeñado en sentar un precedente sangriento para que los indios, como quieren los latifundistas de su gobierno, prosigan siendo la víctima propiciatoria de todos los desmanes. El gran pensador peruano Manuel González Prada es preciso cuando expresa que los “realistas españoles mataban al indio cuando pretendían sacudir el yugo de los conquistadores, nosotros los republicanos nacionales le exter­minamos cuando protesta de las contribuciones onerosas, o se cansa de soportar en silencio las iniquidades de algún sátrapa”.[6]

Así es en efecto. Estas palabras de González Prada, dichas para el indio peruano, valen también para el indio ecuatoriano. Allá y aquí, explotación igual, y métodos iguales para mantener la explotación. No hay excepción, en ningún rincón americano, donde el indio pueda guarecerse del dolor ni burlar la coyunda impuesta por sus inhumanos opresores. No, no hay excepción.

 



[1] Tomado de los siguientes escritos de Oswaldo Albornoz Peralta: Las luchas indígenas en el Ecuador, Editorial Claridad, Guayaquil, 1971, pp. 40-42; Los caminos de García Moreno (Páginas de la historia ecuatoriana, t. I, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito 2007, pp. 349-358) y El trabajo subsidiario (El caudillo indígena Alejo Saes, IDIS, Universidad de Cuenca, 1988, pp. 27-29).

[2] Alfredo Costales Samaniego y Piedad Peñaherrera de Costales, Historia social del Ecuador, t. III, Talleres Gráficos Nacionales, Quito, 1964, p. 148.

[3] Abelardo Moncayo, El payazuelo de Verres, Imprenta de Manuel V. Flor, Quito, 1881, p. 20.

[4] Memorias inéditas del Coronel Don Teodoro Gómez de la Torre, Las publica C. de Gangotena y Jijón, Quito, 1920, p. 20.

[5] Historia Social del Ecuador, op. cit.

[6] Manuel González Prada, Horas de lucha.

viernes, 26 de noviembre de 2021

Publicación conmemorativa de las Luchas Indígenas en el Ecuador por los 50 años de su primera edición. Libro en pdf

 




Las luchas indígenas en el Ecuador, publicado hace justamente cincuenta años, es ya un clásico de las ciencias sociales del país, por ser el primer libro que sintetiza las luchas de los pueblos indígenas a lo largo de cinco siglos de dominación, explotación y vejámenes recibidos por parte de las élites del poder y clases dominantes en tres etapas de nuestra historia: la conquista, la colonia y lo que va de vida republicana hasta la década de los años sesenta del siglo pasado.

En sus páginas se describe la barbarie ejercida por todo tipo de autoridades, encomenderos, terratenientes, oligarcas, gamonales, latifundistas, todas las transmutaciones en las que se han manifestado sus opresores para obtener la mayor ganancia posible de este importante sector de las clases subalternas de nuestra sociedad.

Capítulo tras capítulo, se hace el registro de personas quemadas vivas, arrastradas por caballos, víctimas de descuartizamientos y exposición de cabezas y miembros, de mutilaciones, ahorcamientos, fusilamientos, torturas, desalojo, destrucción y saqueo de sus viviendas, poblados incendiados, masacres a mansalva, cárcel, etc. Un padrón casi completo de todas las formas y medidas represoras posibles utilizadas por sus victimarios para sofocar los reclamos de los humildes de nuestro pueblo cuando se rebelan por justas reivindicaciones en estos cinco siglos y más de resistencia. También se consigna la extinción y aniquilamiento de tribus enteras en la Amazonía y en la Costa ecuatoriana.

En detallado inventario cronológico el autor reconstruye las luchas indígenas desde el arribo de los conquistadores europeos en las primeras décadas del siglo XVI hasta la sexta del siglo XX. La larga tradición y trayectoria de lucha, que ha convertido al movimiento indígena actual en uno de los más vitales de todos los movimientos sociales, queda expuesta en su permanente batallar por la conquista de derechos conculcados por sus explotadores. También analiza su participación en las guerras de independencia, en la revolución liberal y las jornadas de los sindicatos indígenas en tiempos más recientes.

Además de todo lo señalado, establece el sinnúmero de causas que provocan sus sublevaciones: las mitas, las alcabalas, diezmos, estancos, tributos, repartimientos, las más onerosas contribuciones, el despojo de tierras comunales, la ley de contribución personal o la abusiva requisa de animales, el concertaje, por el agua, por bajos salarios o adeudamiento de los mismos, maltratos, mingas obligatorias, especulación con artículos de primera necesidad, prolongadas jornadas de trabajo, por la supresión de rezagos semifeudales, por derechos laborales, o por la libertad de compañeros detenidos. Deja también constancia de todas las formas de resistencia utilizadas por los indígenas en cada una de sus movilizaciones sociales. En fin, en este libro queda para las futuras generaciones una especie de gran mural de aquellas jornadas heroicas en las que, en no pocas ocasiones, participan miles de indígenas.

Por toda esa valiosa información es oportuno dar a luz nuevamente este libro de difícil consecución. Hoy que el pueblo ecuatoriano grita: ¡Octubre vive!, ¡la lucha sigue! recordándoles y advirtiéndoles a sus opresores y al gobierno depredador de turno, subordinado a designios de organismos e intereses transnacionales, que los que han poblado esta sagrada pachamama, vienen resistiendo 529 años y no les dejarán fácil sus protervos afanes de más despojos mediante sus tramposos recursos y políticas neoliberales.

Léelo  y difúndelo:

https://drive.google.com/file/d/1NxeziFUpUtnkXgJXRS58uu6ecyE2bWrF/view?usp=sharing


 

miércoles, 27 de octubre de 2021

Las encomiendas

 

LAS ENCOMIENDAS[1]

 

 

Apenas conquistada Quito, no se espera nada, ni siquiera que se amortigüe en el alma el dolor de la matanza, para proceder al reparto de encomiendas. Así debía ser. Es el justo premio que merece el aguerrido soldado, que atravesando cálidas maniguas y trepando breñas, entumecido por el frío, ha doblegado a los infieles. Difícil doblegamiento y por tanto mayor mérito. Ha sido menester derramar la sangre con largueza, aplastar al idólatra con los cascos de caballos gigantes, asolar los poblados con jaurías de perros amaestrados para la caza humana.

El primer beneficiado, claro está, es el jefe de los conquistadores, el ex–labriego Sebastián Moyano, que se otorga la rica encomienda de Otavalo. Y siguen los otros, de conformidad con la estadística mortuoria de su espada o su lanza.

“La encomienda –dice Ots Capdequí– es una institución de origen castellano que pronto adquirió en las Indias caracteres peculiares que la hicieron diferenciarse de su precedente peninsular”.[2] Es un remedo del feudo español, y por eso Solórzano Pereira las denomina feudos degeneran­tes.

La encomienda concede el derecho de percibir tributos y prestación de servicios personales, aunque esta última prerrogativa será muy pronto abolida. Respeta, en absoluto, el derecho de propiedad de las tierras de los encomendados. El encomendero, el señor feudatario como se lo llama en algunos lugares, tiene la obligación de proteger a los indios y cuidar de la instrucción religiosa con ayuda de curas doctrineros.

Esto es lo que prescribe la ley.

Pero la ley, en América, es un cadáver sepultado en los legajos de los letrados solamente. Se acata, pero no se cumple, dicen con singular descaro los engolillados funcionarios.

Así, el derecho de propiedad territorial es burlado todos los días mediante infinidad de artimañas. Se apoderan de las mejores tierras, aquellas de pan sembrar, denunciándolas como baldías. Compran tierras a los caciques no obstante la prohibición legal. Y hasta pretenden suceder en la propiedad de los indios muertos sin herederos.

La encomienda, entonces, resulta una puerta abierta, anchamente abierta, para la formación del latifundio. Cuando se extingue el derecho del encomendero, es decir, cuando se ha terminado la vida o las vidas para las cuales fue concedida la encomienda, los descendientes del encomendero, gracias a la rapiña ejercitada, devienen en grandes y poderosos latifundis­tas.

     Asomémonos a las puertas de la encomienda y observemos como son usurpadas las tierras comunales.

Uno de los medios es apoderarse de las tierras de los encomendados que mueren, pues el encomendero, no se sabe por qué, se considera como legítimo heredero. Así, aprovechando de una gran mortandad acaecida en los pueblos del virreinato de Nueva España, los encomenderos se adueñan de las tierras de los indios muertos, razón por la que se envía la cédula real de 14 de mayo de 1546, donde se ordena “que los españoles encomenderos por ninguna vía sucediesen en las tierras y heredamientos que quedasen de indios muertos en los pueblos encomendados, sino que tales tierras y heredamientos, en el caso de carecer los indios difuntos de herederos, se entregasen a los pueblos, a fin de que las gozaran y pudieran pagar los tributos tasados”.[3] Hay varias disposiciones en este mismo sentido, ya que esta práctica es repetida en todas las colonias americanas.

Pero los encomenderos no sólo usurpan las tierras de los indios muertos, sino también de los ausentes. Mariátegui en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, transcribe esto del historiador César Antonio Ugarte: “el señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras”.[4] Téngase en cuenta que los ausentes son innumerables. Son los que huyen por no poder pagar el tributo. Son los que mueren o quedan concertados en las mitas.

También los encomenderos de pueblos de poco desarrollo, que producen solamente lo necesario para satisfacer sus necesidades primarias, se valen de este hecho para apropiarse de sus tierras.  Primero, cobran el tributo mediante trabajos personales, y si esto no es suficiente, se salda la deuda con la tierra del encomendado. Esto dice sobre el particular el escritor colombiano Rodríguez Acosta:

 

Ante semejante panorama, y en contra de su voluntad, los aborígenes se veían imposibilitados a cumplir sus obligaciones tributarias contraidas con la Corona y el encomendero. Ideóse entonces, el sistema de los “servicios personales”, como mecanismo para saldar las deudas respectivas. Aún así, las comunidades continuaron en calidad de morosas, y los encomenderos frente a la casi nula fiscalización gubernamental sobre sus actos, terminaron por apropiarse violentamente de la tierra perteneciente a la Encomienda, sobre la cual no tenían derecho alguno.[5]

 

El tributo, como se ve, es carga insoportable. Se les exige todo: oro, plata, dinero, animales, mieses y tejidos. Todo lo que tenga valor, sin importar sacrifi­cios ni desvelos. El bienestar, completo y cabal del encomendero, es la única medida de la tributación.

Los servicios personales prohibidos siguen vigentes en la práctica. Las tierras del encomendero son trabajadas, casi siempre gratuitamente, por los encomendados. Son ellos los constructores de casas y caminos. Son los burros de carga para el traslado de pesados fardos o la pesada humanidad de la señora del encomendero. Sus hijas, en fin, son las sirvientas de la casa señorial o de la hacienda.

¡Y las vejaciones!

Los encomenderos nombraban mayordomos o calpisques para el cuidado de sus bienes y el control de los trabajos. Estos, impunemente, entran a saco en las poblaciones, y violan y estupran a las mujeres indias. A esta pandilla se agrega el abuso de los curas doctrineros. Viven como parásitos, a costa de los encomendados que tienen que trabajar gratuitamente para ellos, porque cuando se niegan, ordenan “azotar sádicamente con decenas de latigazos bajo el argumento de no concurrir a las doctrinas para aprender el Ave María”.[6] El visitador Villasante dice que llevan a sus aposentos a “mujeres doncellas y casadas”. Que “se han recrecido males y el mal ejemplo, que diría yo hartos, como lo averigüe yo en la visita, que no son para escribir aquí”.[7]

     Suficiente. Queda claro, como los encomenderos protegen y cristiani­zan a los indios.

 

 

ENCOMENDEROS QUE NO CONOCEN SU ENCOMIENDA

 No sólo el conquistador, el hombre de espada refulgente, el aventure­ro audaz que deja su querencia para hacer fortuna, es acreedor a la merced de la encomienda.

No sabemos por qué, sin duda por la infinita benevolencia real, varias encomiendas son concedidas a peninsulares que nunca han puesto un pie en América. No conocen ni se imaginan siquiera, el lejano lugar de su encomienda.

Todos estos encomenderos de singular ralea, o casi todos, son nobles de altísima alcurnia y cargados de pergaminos que dan fe y razón de su nobleza.

Veamos.

            – El príncipe de Esquilache cobra los tributos de los indios de San Andrés, Calpi y Langos.

            – El conde de Castrello cobra los tributos de los indios de Lita y Chambo.

            – La condesa de Santiestevan cobra los tributos de los indios de Zámbiza e Ilapo.

– El conde de Aguilar cobra los tributos de los indios de Licto, Chambo, Quimia, Mitimas y Sisibíes.

            – La duquesa de Osuna cobra los tributos de los indios de Túquerres, Ipiales y Angamarca.

– La marquesa de Aytona cobra los tributos de los indios de Quisapin­cha, Ambatillos, Pagsa y   Apoloes.

            – La princesa de Astillano cobra los tributos de los indios de Sigchos y Toacazo.

– El conde de Villaumbrosa cobra los tributos de Pilalatas, Chuma­quíes, San Andrés y Cubijíes.

– Y las monjas Bernardas del Sacramento de la Villa de Madrid, cobran los tributos de los indios de Calpi, Guano, Illapo y San Luis.[8]

Y estos tributos se cobran a dos manos porque estando el encomendero ausente, necesariamente tiene que arrendar la encomienda, y el arrendata­rio, como es obvio, tiene que doblar la tributación: mitad para si y mitad para el arrendador. Doblando, por consiguiente, la explotación y los vejámenes.

La nobleza española, entonces, se nutre y procrea y derrocha a costa del dolor de las indiadas. Como verdaderas sanguijuelas.

 

  

EL DUQUE DE UCEDA

  

Las monarquías españolas, más que las otras de Europa, se caracterizan por el buen número de favoritos que recorren o reptan por sus cortes. Unos con algunos valores, los más cargados de deméritos, que reemplazan a reyes tontos o irresponsables o que gobiernan en mancomún con ellos. No falta, tampoco, alguien que no solamente es favorito del rey, sino también de la reina…

Aquí nos vamos a referir al favorito o valido de Felipe III, Cristóbal Sandoval y Rojas, duque de Uceda, por estar relacionado con nuestra historia.

Es hijo de otro favorito del mismo rey, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y marqués de Denia. Es clérigo de alta categoría, nada menos que cardenal. El amor al dinero y la avaricia son sus cualidades principales, vicios que le ayudan para resolver sus problemas económicos y que le llevan a establecer una escuela de corrupción en la corte. Un personaje antipático y de mal olor, entonces.

Su hijo Cristóbal –objeto de este estudio– es así mismo receptáculo de vicios y maldades. Empieza por intrigar contra su propio padre, al que logra reemplazarle en el ambicionado oficio de favorito. En honradez no queda en la zaga.

A los dos favoritos nombrados, cuando muere Felipe III y le sucede Felipe IV, aparece otro de mayor envergadura: Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares. Gregorio Marañón, con el instrumental de la sicología, le juzga como un maniático depresivo y como un contumaz ambicioso de poder.  Sea lo que sea de esto, trata de cortar la corrupción reinante, y como es de suponer, pronto caen en sus redes sus dos antecesores.

John Leddy Phelan, dice esto sobre el primero: 

Fue brevemente encarcelado el duque de Lerma por los mismos cargos –venalidad– pero pronto recuperó la libertad gracias a la intervención de la Santa Sede, que le había otorgado la birreta cardenalicia en 1618. Ni por ello escapó al castigo el duque – cardenal, pues el Consejo de Castilla le conminó a pagar al tesoro real 72.000 ducados anuales, con interés por mora, durante veinte años, como compensación por haberse enriquecido así.[9] 

¡Calcúlese el monto robado!

Su hijo don Cristóbal, pecuniariamente, no sabemos por qué, sólo recibe una multa de 20.000 ducados según Phelan.  Pero es desterrado, y más tarde enjuiciado y encarcelado en Alcalá de Henares, donde muere.

Y ahora sí, después de este breve preámbulo pasemos a estudiar los vínculos que tiene el duque de Uceda con la Real Audiencia de Quito, que no son otros, sino la de ser un gran encomendero y el mayor propietario de obrajes según Phelan.

El encomendero.

La concesión de encomiendas está prohibida a las personas que no residan aquí, pues se considera que constituye un privilegio para los conquistadores y sus descendientes. Mas esta disposición, como sucede con muchas otras, se burla con facilidad cuando se trata de personajes poderosos como el duque de Uceda. El jurista español Juan Solórzano Pereyra, en su Política Indiana, se lamenta así por el incumplimiento de este mandato: 

Y en lo que en nuestro caso importa, es, que estas Encomiendas, pues se hicieron para beneméritos, se repartan entre ellos, y sus descendientes por el desconsuelo, que les causa verles dar, y poseer, a los que no lo son en aquellas Provincias, de que también he dicho mucho en otros lugares, pero no puede dañar repetirlo en este, pues veo lo que se va introduciendo, y prevaleciendo el estilo contrario, proveyendo las más, y mejores en personas de España…[10] 

Un favorito del rey no podía ser impedido de la satisfacción de ser encomendero. No importa que no conozca la lejana encomienda con tal de que le produzca buenos réditos provenientes de los pesados tributos que tienen que pagar los encomendados. Y ya veremos que la conjunción encomienda – obraje es fuente de copiosas ganancias.

La encomienda del duque se halla en la jurisdicción de Riobamba.

Según José María Ots y Capdequi –Historia del Derecho Español en América y del Derecho Indiano– en 1701 se dispone que pasen a la corona todas las encomiendas de personas que no residan en las Indias.

El obrajero.

Los obrajes del duque de Uceda –situados en los pueblos de su encomienda– son tres: Guano, San Andrés e Ylapo. Phelan afirma que estos obrajes tienen la asignación de 782 indios mitayos. A los que habría que añadir, como consta en otras fuentes, muchos trabajadores voluntarios y muchachos de merced.

Se dice que estos obrajes fueron concedidos por Felipe III por pedidos y ruegos de su padre, el duque de Lerma, a quien ya sabemos el pago que le dio.

El funcionamiento de estos obrajes está bien amparado. Los abusos que allí se cometen son silenciados, pues nadie se atreve a decir nada contra tan poderoso señor, tanto más que varios funcionarios coloniales, como el presidente de la Real Audiencia Antonio Morga, son sus incondicionales. Este último –que dice haber comprado el cargo al duque de Uceda por la suma de 10.000 pesos– es una autoridad venal y corrompida. González Suárez dice que “no pensó más que en su medro personal y en el enriquecimiento de su familia, dejando que la colonia fuera hundiéndose lentamente en un abismo de miserias”.[11]

Una real cédula de 1680 relacionada con los obrajes causa una conmoción en la Real Audiencia de Quito: ordena, nada menos, que la demolición de todos aquellos que no hayan sido autorizados directamente por el rey, requisito del que carece la inmensa mayoría. La alarma tiene razón de ser, pues como se sabe, la manufactura textil es en la época la principal fuente económica del país. Los perjudicados son los grandes hacendados y las comunidades religiosas que tienen obrajes y rebaños de ganado lanar en sus latifundios, así como los propietarios de obrajuelos y chorrillos que, por lo general, son personas sin mayores recursos y hasta pobres.

La orden se empieza a cumplir sin dilación. Y como siempre por los más humildes e indefensos. Los obrajuelos de los barrios de San Blas y la Recoleta de la ciudad de Quito son totalmente demolidos con particular violencia. ¡Se destruyen todos los telares y hasta se impone una multa a sus dueños por el trabajo requerido para la demolición!

El pretexto que se da en la cédula del rey Carlos II es el maltrato que sufren los indios en los obrajes –hecho absolutamente cierto– pero la verdadera causa es el viejo deseo de la monarquía de obstaculizar al máximo el crecimiento de la producción textil para que no haga competencia a la española. Recuérdese que se da instrucciones al virrey Francisco de Toledo para que no consienta la fabricación de paños a fin de que no disminuya el comercio de la metrópoli.

Al final viene la calma. Después de la protesta generalizada –inclusive el Cabildo eclesiástico hace oír su voz– el presidente Munive suspende la ejecución de la cédula, medida que luego es aprobada por el rey y el Consejo de Indias. Desde luego, no todo es gratis. En 1685 ordena la composición de obrajes, que no es otra cosa sino el pago de un impuesto por la producción de paños y bayetas, para obtener la autorización por el funcionamiento del obraje.

La solución dada al conflicto no es del agrado del duque de Uceda –en ese entonces embajador en Roma– y presidente electo del Consejo de Indias– razón por la que hace una larga petición al rey solicitando la revisión de las medidas ejecutadas. El petitorio, que pasamos a revisar brevemente, está fechado el 3 de abril de 1704.

Hipócritamente, también él basa sus peticiones en la necesidad de proteger al indio, apareciendo como uno de sus decididos defensores.

Luego pide que se “demuelan todos los obrages y chorrillos públicos que se hallaren fundados introducidos en el distrito de la Audiencia de Quito sin licencia de V.M.”[12] También pide igual suerte, aunque tengan el permiso real, para los obrajes compuestos en esta jurisdicción con malicia y fraude, debiendo subsistir únicamente los que tengan por lo menos veinte años de establecidos. Dice, en fin, que no se debe mantener la multiplicidad de obrajes y chorrillos, “a vista de que unos por otros embarazan el producto congruo de la utilidad”.[13]

Aparte de lo expuesto solicita que se prohíba la salida de los indios de Guano y San Andrés –tributarios suyos– para trabajar en mitas y obrajes de otros lugares. Item: que sean reducidos a la fuerza para que vuelvan todos los indios que se encuentren en otros sitios. ¡Todo, para que no se reste la mano de obra de sus obrajes!

Y, finalmente, tiene la osadía de pedir un juez privativo para que vele por sus intereses y que sea responsable sólo ante el Consejo de Indias, del cual, como ya dijimos, había sido electo presidente.

¿Qué aspira el duque con este proceder?

Su propósito, como ya el lector debe haber pensado, no es otro que incrementar las entradas de sus obrajes, pues mientras menos sean estos, la ganancia es mayor por la menor competencia.  Tal como dijo antes: la multiplicidad de obrajes y chorrillos embarazan el producto congruo de la utilidad. De ser posible, su aspiración máxima, es monopolizar la producción textil.

Estas egoístas ambiciones económicas –que desde luego son desechadas– son extendidas y complementadas con una infame explotación de los trabajadores. El historiador Aquiles Pérez, en su libro Las mitas en la Real Audiencia de Quito, dice que en el obraje de San Andrés se ha mandado a trabajar 

(…) paños finos en contravención de las ordenanzas; y que les arraya a dichos oficiales pañeros a medio real por día de los dos que se ocupan en el tejido de cada paño en vara y media, que apenas tejen de dicho paño fino, cuando en el tejido de paño ordinario, según lo dispuesto por dichas ordenanzas, tejen por día seis varas y devengan cuatro reales los dos oficiales, que les cabe a dos reales cada una, con lo que se les ha defraudado en los dichos dos años, a real y medio por día a cada oficial, que llegan a tres reales, en grave perjuicio de los miserables indios; y que por esta causa están atrasados en la paga de sus tributos y no tienen con que sustentarse y sus mujeres e hijos; para cuyo remedio pide averiguación y restitución de lo defraudado…[14] 

Esta denuncia corresponde al año 1687.

Mucho antes, en 1619, se presentan un sinnúmero de quejas contra un tal Martín de Vergara, administrador de los obrajes del duque de Uceda entre varios otros, afirmando que remataba fraudulentamente el mismo los tejidos para venderlos en la ciudad de Lima. Además se le acusa de acaparar y tratar mal a los mitayos de la zona.

Los mitayos, que según otras denuncias trabajan forzados en los obrajes del duque, pagan con sus salarios que perciben los tributos al mismo duque, es decir que prácticamente no ganan nada, sobre todo teniendo en cuenta que se les remunera de acuerdo al viejo arancel señalado por el virrey Toledo, y no el más alto que se halla en vigencia.

Los trabajadores que se dicen voluntarios son generalmente conciertos retenidos por deudas, como es costumbre –pese a las limitaciones señaladas en las ordenanzas– para tener mano de obra asegurada. Y los muchachos que laboran en sus obrajes –en el de San Andrés especialmente– son así mismo obligados y llevados a la fuerza, sin acatar ninguna de las normas establecidas para el trabajo de menores.

Esta, en síntesis, la realidad laboral de los obrajes.

Son, por tanto, vitrina denunciadora de la explotación, el latrocinio, el maltrato y la injusticia existente en esos establecimientos coloniales. De esa galera de sufrimientos denunciada por Jorge Juan y Antonio Ulloa. De ese ámbito de esclavitud censurado por Espejo.

 

 

ENCOMENDERO Y TRAIDOR 

 

El conquistador, relleno de ambición, no repara en nada para acrecen­tar su riqueza, ya que para eso ha cruzado los mares. El fin justifica los medios dice, como Maquiavelo y los jesuitas.

Y la traición, bien planificada y meditada, es uno de esos medios. Experto en traiciones es Rodrigo de Salazar el Corcovado. Es adulador de Gonzalo Pizarro y le traiciona. Es amigo y consejero de Pedro de Puelles y le asesina. Todo en nombre del rey y del virrey La Gasca.

Como parece que la diosa fortuna está de su lado, tiene suerte con el fraile astuto que es La Gasca, que casi le prohíja y le cubre de mercedes. Y la más suculenta merced es la encomienda de Otavalo, antes de Benalcázar y ayer nomás de su víctima Pedro de Puelles. La tasa tributaria anual de los indios de Otavalo es la siguiente: 

               1) Mil cuatrocientos pesos de oro y plata, de valor de cuatroc­ientos maravedíes cada uno.

    2) Trescientos treinta vestidos de algodón para mujer, es decir anaco y lliclla. Los primeros de dos varas de largo por otras dos de ancho. Y las segundas, de vara y media por lado.

   3) Seis sobremesas de tres por dos varas. Seis toldos medianos. Seis colchones de algodón. Cien      ovillos de hilo de la misma fibra para pabilo, con un peso de una libra cada uno.

4) Trescientas fanegas de trigo; seiscientas de maíz y cien de papas.

5) Treinta fanegas de frijoles; seis de Ají y otras seis de coca.

   6) Cincuenta arrobas de sal; otras doce de cabuya para hilar (pita) y otras doce para sogas y cordeles “de la manera que el encomendero quisiere”.

   7) Ciento cuarenta puercos (35 cada tres meses). Mil aves de corral (250 trimestralmente); la mitad hembras y los restantes machos. Cien huevos por semana excepto en semana santa, en que la cifra se duplica a doscientos.

   8) Cuatro libras de pescado (preñadilla) por semana, salvo en los días de cuaresma, en que ascendía a ocho libras.

   9) Dos venados y dos conejos por mes y “alguna fruta” durante las cosechas.[15] 

Todo esto tiene que ser entregado en Quito, en la casa del encomende­ro. Tiene derecho también a “quince personas, entre hombres y mujeres, para el servicio doméstico”. Y cuando Salazar visitaba Otavalo: “otros diez criados, aparte de diez mitayos para la labor de sus huertos”.[16]

El traidor Salazar no se contenta con tan poco y reclama el aumento de la tasa tributaria. Y como las estrellas están de su lado, obtiene largamente todo lo pedido.

Treinta años, hasta su muerte, goza a pierna suelta, y a pierna apretada como es de rigor, los beneficios de su encomienda. Beneficios, que por pingües y cuantiosos, le convierten en uno de los hombres más ricos de Quito según asegura Jiménez de la Espada en sus “Relaciones Geográfi­cas”.

No han faltado, sin embargo, apologistas de la encomienda que sostengan con tono solemne, que los tributos eran cortos, tan cortos y leves como el viento. Que era amparo y emporio de felicidad para el indio desvalido. Nada menos.



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, Editorial de la CCE Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 39-56.

[2] José María Ots Capdequí, Historia del Derecho Español en América y del Derecho Indiano, Aguilar S. A. Ediciones, Madrid, 1969, p. 206.

[3] Silvio Zabala, Ensayos sobre la colonización española de América, EMECE Editores, Buenos Aires, 1944, p. 142.

[4] Citado por José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, MCMLII, p. 64.

[5] Hugo Rodríguez Acosta, Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia colombiana, 5ª edición, Editorial Túpac Amaru, Bogotá, p. 19.

[6] Waldemar Espinoza Soriano, Los Cayambes y Carangues: Siglos XV-XVI. El testimonio de la etnohistoria, t. II, Instituto Otavaleño de Antropolo­gía, Otavalo, 1988, p. 85.

 [7] Idem, p. 85.

[8] Aquiles R. Pérez, Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Quito, 1947, p. 384.

[9] John Leddy Phelan, El Reino de Quito en el siglo XVII, Banco Central del Ecuador, Quito, 1995, p. 242.

[10] Juan Solórzano Pereyra, Política Indiana, t. II, Por Gabriel Ramírez, Madrid, 1739, p. 459.

[11] Federico González Suárez, Historia General de la República del Ecuador, t. IV, Imprenta del Clero, Quito, 1893, p. 168.

[12] Alberto Landázuri Solo, El régimen laboral indígena en la Real Audiencia de Quito, Imprenta de Aldecos, Madrid, 1959, p. 178.

[13] Idem, p. 175.

[14] Aquiles R. Pérez, Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Imprenta del Ministerio del Tesoro, Quito, 1947, p. 192.

 [15] Waldemar Espinoza Soriano, Los Cayambes y Carangues: siglos XV y XVI. El testimonio de la Etnohistoria, t. II, Otavalo, 1988. pp. 54-55.

 [16] Idem, p. 55.