LOS CABALLOS DE BOWEN[1]
Derrotado el régimen del
presidente Cordero, la élite liberal de alto coturno de la ciudad de Guayaquil,
en especial la formada por los grandes hacendados cacaoteros, hacen lo
imposible para que suba al poder uno de los suyos. Una Junta de Notables ignora por completo la existencia del general
Eloy Alfaro y sus treinta años de heroica lucha. Eso no importa nada para
muchos. Ellos quieren un mandatario de confianza y que defienda a carta cabal
sus intereses, cosa de dudar en el guerrillero manabita, porque no tiene
haciendas con la pepa de oro ni
mayores acciones en los bancos. Además –arrastrando una carga aristocratizante
desde la colonia– piensan otros que no tiene los suficientes atributos de
hidalguía para ostentar tan alto cargo, donde casi siempre, sólo han estado
personajes linajudos. ¡Ah, el indio
Alfaro!
Felizmente, está también
en la revolución otro protagonista: el pueblo. Y un pueblo vigilante que pronto
se da cuenta de los interesados propósitos de los notables, y bulliciosamente, a la par que, con poco respeto para
las notabilidades, proclama a pecho abierto el nombre del general Alfaro. La
masa popular está resuelta y no queda otro remedio que acatar sus decisiones.
También, las personas más lúcidas de la Junta y sin los tontos prejuicios de
sus colegas, comprenden que sin su espada es difícil trepar los riscos de los
Andes para izar la bandera roja del liberalismo. Y así, casi por milagro, –milagro
del pueblo desde luego– se nombra Jefe Supremo al general Eloy Alfaro.
Pero, como resaca de lo acontecido queda un ambiente
de inconformidad en los notables de
menor firmeza ideológica, que se manifiesta enseguida en afanes
contrarevolucionarios. Con tal de que no sea el indio Alfaro, que sea
cualquiera el ungido, sobre todo, uno que pueda caer en sus manos y obedecer
sus órdenes. Y con esta finalidad, un grupo de la alta sociedad porteña, se
fija en el general Plutarco Bowen, un militar que al igual que varios
compatriotas nuestros, ha ganado sus galones combatiendo por el liberalismo en
los campos de Centro América.
General Plutarco Bowen |
Bowen llega a Guayaquil a pocos días de proclamada la revolución y el grupo de nuestra mención resuelve hacerle un recibimiento ruidoso y triunfal para minimizar el próximo arribo del general Alfaro. El coronel Carlos Andrade, luego de señalar la actitud poco noble de los notables con relación al general Alfaro, dice al respecto lo que sigue:
Nuestra llegada coincidió así con la suya, de manera que tomamos exactos informes relativos a ésta. El pueblo lo aclamó e hízole delirantes demostraciones de entusiasmo; pero noble y altivo, no descendió a acto alguno vil: esto les estaba reservado a ciertos caballeros de alma de lacayos; quienes sin el suficiente valor para presentarse al frente en los momentos de peligro, no vacilaron en desenganchar el coche dispuesto para Bowen, arrastrándolo cual si fuesen bestias, desde el lugar donde éste desembarcara hasta la casa preparada para recibirlo. Se concibe que, en un arrebato de entusiasmo, sea cualquier persona capaz de cometer locuras, mas no actos de vileza que desdicen de la dignidad humana.[2]
A este
triste episodio, representado por un grupo de jóvenes de la alta sociedad
guayaquileña, la historia, a veces un tanto mordaz, ha puesto el título
adecuado: “los caballos de Bowen”. Uno de esos caballos, para muestra, es
Cesáreo Carrera Padrón, futuro ministro de Gobierno en la segunda
administración de Leonidas Plaza.
Es de aclarar que el recibimiento caluroso por parte
del pueblo se debe a que se cree que viene enviado por Alfaro para ponerse al
frente de la revolución, falsa creencia de la que se aprovecha Bowen para
hacerse pasar como tal y satisfacer sus desmedidas ambiciones.
El coronel Andrade se forma una pobre idea de este
singular personaje, cuyo grado militar, lo escribe con letra cursiva. Dice que
cuando se le concede la entrevista –acto reservado para sólo determinadas
personas– le encuentra “tendido en una hamaca, arrullado por dos señoras y
manifestando en su actitud y en sus palabras las más exageradas pretensiones”.[3] Añade que está sólo pocos minutos en su compañía,
pues con razón, lo encuentra incapaz para tratar de asuntos serios.
El recibimiento entusiasta y el rítmico trotar de
“caballos” de tanta raza, hacen creer al joven general, de poco caletre por lo
visto, que puede reemplazar al general Alfaro. Toma el mando del ejército y sin
ninguna facultad empieza a conferir ascensos, entre ellos algunos inmerecidos y
que sólo tenían un fin político, como consta en un informe del general Alfaro
fechado el 9 de octubre de 1895. La conspiración, entonces, empieza a tejer sus
redes ayudada por el latente antialfarismo del sector antes mencionado, cuyas
voces no dejan de alentar al ingenuo general.
No se sabe con qué fines evade el combate en la
batalla de Gatazo. No obstante firma un parte de guerra afirmando su
asistencia, y cuando se señala su falsedad escribe un arrogante manifiesto
contra sus detractores, donde les
califica de canalla leprosa
merecedora del puñal de la salud.
Alfaro, cuando se le pide que informe sobre este particular, dice “que el
expresado General no tuvo arte ni parte en la acción de armas a que me refiero,
y que, por lo mismo, el detalle pasado por él al Jefe de Estado Mayor General,
es un tejido de falsedades”.[4]
Cada vez son más evidentes las pruebas de la
conspiración emprendida por los generales Plutarco Bowen y Juan Miguel Triviño,
este último, ascendido a ese grado por el primero. Por este motivo son apresados y juzgados por
un Consejo de Guerra. Durante las deliberaciones de este organismo, Bowen con
su falta de tacto y la arrogancia que lo caracteriza, dice en una ocasión que
“no tenía a que Gobierno obedecer en Guayaquil, porque él era el Gobierno
mientras llegara el señor General Alfaro, y porque había sido proclamado por
los pueblos Comandante General”,[5] dislate que su defensor pide que no se haga
constar en las actas. El desenlace del
juicio es la condena a muerte de los dos sindicados, pero para su suerte,
generosamente, son indultados por el general Alfaro. Su política de perdón y
olvido entra en vigencia.
El Consejo de guerra que condena a Bowen y Triviño
está presidido por el coronel –en ese entonces- Manuel Antonio Franco. Juez
fiscal es el coronel Emilio María Terán. Defensor del general Bowen es el
doctor Modesto Peñaherrera. Y defensor del general Triviño es el doctor Luis
Felipe Borja.
Todos los personajes nombrados –por buenas o malas–
están inmersos en las páginas de la historia ecuatoriana.
Cuando se vislumbra el fin infortunado del general
Bowen, los señorones que aprovechando su vanidad, su falta de experiencia y
poco tacto le comprometen en la oscura y traidora conspiración, guardan total
silencio y lo dejan solo. Nadie dice una
palabra en su defensa. Los “caballos”, como para confirmar la insuficiencia de
valor de que habla el coronel Andrade, presto desaparecen del escenario.
¿Cuál es el final de Plutarco Bowen?
El historiador Elías Muñoz Vicuña en su conocido libro La guerra civil ecuatoriana de 1895, nos informa sobre este asunto:
Bowen –dice– en los primeros momentos se mantuvo leal a Alfaro y al radicalismo, pero después se dejó enredar en las ambiciones y, como consecuencia de ello, fracasó y fue desterrado. Siguió sus correrías en Centro América y murió fusilado, en realidad asesinado, por el tirano de Guatemala, Estrada Cabrera en 1898, después que Bowen encabezara fuerzas revolucionarias que pretendían derrocarlo. El General Bowen fue secuestrado, e inconsciente por somnífero, fue entregado a su verdugo, por el anarquista Francisco Coronel, que se había vendido al tirano Estrada Cabrera. El General Alfaro y un amplio movimiento de solidaridad latinoamericano, reclamaron la vida de Bowen, incluso lo hicieron las mujeres del pueblo donde fue fusilado.[6]
Según carta del 20 de
agosto de 1899 dirigida por el general Leonidas Plaza al doctor José Peralta
desde la capital de Costa Rica, donde se halla en ese entonces, afirma que fue
secuestrado “en un pueblito de Méjico llamado Zapachula”. Agrega que murió muy
valientemente”.[7]
Estrada Cabrera, el
dictador ultramontano que gobierna Guatemala con el apoyo clerical, es en
realidad un tirano y un asesino. William Krehm dice que manejaba los venenos
con la destreza de un Borgia y que “sus asesinos seguían la pista de sus
opositores hasta los rincones más apartados del mundo”.[8] ¡Consultaba a brujas y era adorador de Minerva, la
diosa de la Sabiduría!
A manos de este monstruo
muere Bowen, hasta donde lo conducen los “caballos” de nuestro cuento. Al lado
de sus defectos, parece que tiene una virtud: ser de ideología liberal. Su
lucha y su muerte es una señal de eso.
[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia
ecuatoriana, t. 1, Editorial de la CCE, Quito, 2007, pp. 497-502.
[2] Carlos Andrade, “Recuerdos de la guerra civil”, en Revista de Quito N° XXXIV, Tipografía de
[3] Idem.
[4] Proceso del Consejo de
Guerra seguido contra los generales Plutarco Bowen y Juan M. Triviño,
Imprenta de “El Tiempo”, Guayaquil, 1895, pp. 181-182.
[5] Idem, p. 31.
[6] Elías Muñoz Vicuña,
[7] Carta de Leonidas Plaza a José Peralta, San José, 20 de agosto de
1899 (archivo del autor).
[8] William Krehm, Democracias
y tiranías en el Caribe, Editorial Vida Nueva, Santiago, 1954, p. 55.