martes, 4 de junio de 2024

Los caballos de Bowen

 


LOS CABALLOS DE BOWEN[1]

 

           Estamos en los inicios de la revolución liberal del 5 de junio de 1895.

          Derrotado el régimen del presidente Cordero, la élite liberal de alto coturno de la ciudad de Guayaquil, en especial la formada por los grandes hacendados cacaoteros, hacen lo imposible para que suba al poder uno de los suyos. Una Junta de Notables ignora por completo la existencia del general Eloy Alfaro y sus treinta años de heroica lucha. Eso no importa nada para muchos. Ellos quieren un mandatario de confianza y que defienda a carta cabal sus intereses, cosa de dudar en el guerrillero manabita, porque no tiene haciendas con la pepa de oro ni mayores acciones en los bancos. Además –arrastrando una carga aristocratizante desde la colonia– piensan otros que no tiene los suficientes atributos de hidalguía para ostentar tan alto cargo, donde casi siempre, sólo han estado personajes linajudos. ¡Ah, el indio Alfaro!

          Felizmente, está también en la revolución otro protagonista: el pueblo. Y un pueblo vigilante que pronto se da cuenta de los interesados propósitos de los notables, y bulliciosamente, a la par que, con poco respeto para las notabilidades, proclama a pecho abierto el nombre del general Alfaro. La masa popular está resuelta y no queda otro remedio que acatar sus decisiones. También, las personas más lúcidas de la Junta y sin los tontos prejuicios de sus colegas, comprenden que sin su espada es difícil trepar los riscos de los Andes para izar la bandera roja del liberalismo. Y así, casi por milagro, –milagro del pueblo desde luego– se nombra Jefe Supremo al general Eloy Alfaro.

Pero, como resaca de lo acontecido queda un ambiente de inconformidad en los notables de menor firmeza ideológica, que se manifiesta enseguida en afanes contrarevolucionarios. Con tal de que no sea el indio Alfaro, que sea cualquiera el ungido, sobre todo, uno que pueda caer en sus manos y obedecer sus órdenes. Y con esta finalidad, un grupo de la alta sociedad porteña, se fija en el general Plutarco Bowen, un militar que al igual que varios compatriotas nuestros, ha ganado sus galones combatiendo por el liberalismo en los campos de Centro América.


General Plutarco Bowen


          Bowen llega a Guayaquil a pocos días de proclamada la revolución y el grupo de nuestra mención resuelve hacerle un recibimiento ruidoso y triunfal para minimizar el próximo arribo del general Alfaro. El coronel Carlos Andrade, luego de señalar la actitud poco noble de los notables con relación al general Alfaro, dice al respecto lo que sigue: 

Nuestra llegada coincidió así con la suya, de manera que tomamos exactos informes relativos a ésta. El pueblo lo aclamó e hízole delirantes demostraciones de entusiasmo; pero noble y altivo, no descendió a acto alguno vil: esto les estaba reservado a ciertos caballeros de alma de lacayos; quienes sin el suficiente valor para presentarse al frente en los momentos de peligro, no vacilaron en desenganchar el coche dispuesto para Bowen, arrastrándolo cual si fuesen bestias, desde el lugar donde éste desembarcara hasta la casa preparada para recibirlo. Se concibe que, en un arrebato de entusiasmo, sea cualquier persona capaz de cometer locuras, mas no actos de vileza que desdicen de la dignidad humana.[2] 

A este triste episodio, representado por un grupo de jóvenes de la alta sociedad guayaquileña, la historia, a veces un tanto mordaz, ha puesto el título adecuado: “los caballos de Bowen”. Uno de esos caballos, para muestra, es Cesáreo Carrera Padrón, futuro ministro de Gobierno en la segunda administración de Leonidas Plaza.

Es de aclarar que el recibimiento caluroso por parte del pueblo se debe a que se cree que viene enviado por Alfaro para ponerse al frente de la revolución, falsa creencia de la que se aprovecha Bowen para hacerse pasar como tal y satisfacer sus desmedidas ambiciones.

El coronel Andrade se forma una pobre idea de este singular personaje, cuyo grado militar, lo escribe con letra cursiva. Dice que cuando se le concede la entrevista –acto reservado para sólo determinadas personas– le encuentra “tendido en una hamaca, arrullado por dos señoras y manifestando en su actitud y en sus palabras las más exageradas pretensiones”.[3] Añade que está sólo pocos minutos en su compañía, pues con razón, lo encuentra incapaz para tratar de asuntos serios.

El recibimiento entusiasta y el rítmico trotar de “caballos” de tanta raza, hacen creer al joven general, de poco caletre por lo visto, que puede reemplazar al general Alfaro. Toma el mando del ejército y sin ninguna facultad empieza a conferir ascensos, entre ellos algunos inmerecidos y que sólo tenían un fin político, como consta en un informe del general Alfaro fechado el 9 de octubre de 1895. La conspiración, entonces, empieza a tejer sus redes ayudada por el latente antialfarismo del sector antes mencionado, cuyas voces no dejan de alentar al ingenuo general.

No se sabe con qué fines evade el combate en la batalla de Gatazo. No obstante firma un parte de guerra afirmando su asistencia, y cuando se señala su falsedad escribe un arrogante manifiesto contra sus detractores, donde les califica de canalla leprosa merecedora del puñal de la salud. Alfaro, cuando se le pide que informe sobre este particular, dice “que el expresado General no tuvo arte ni parte en la acción de armas a que me refiero, y que, por lo mismo, el detalle pasado por él al Jefe de Estado Mayor General, es un tejido de falsedades”.[4]

Cada vez son más evidentes las pruebas de la conspiración emprendida por los generales Plutarco Bowen y Juan Miguel Triviño, este último, ascendido a ese grado por el primero.  Por este motivo son apresados y juzgados por un Consejo de Guerra. Durante las deliberaciones de este organismo, Bowen con su falta de tacto y la arrogancia que lo caracteriza, dice en una ocasión que “no tenía a que Gobierno obedecer en Guayaquil, porque él era el Gobierno mientras llegara el señor General Alfaro, y porque había sido proclamado por los pueblos Comandante General”,[5] dislate que su defensor pide que no se haga constar en las actas.  El desenlace del juicio es la condena a muerte de los dos sindicados, pero para su suerte, generosamente, son indultados por el general Alfaro. Su política de perdón y olvido entra en vigencia.

El Consejo de guerra que condena a Bowen y Triviño está presidido por el coronel –en ese entonces- Manuel Antonio Franco. Juez fiscal es el coronel Emilio María Terán. Defensor del general Bowen es el doctor Modesto Peñaherrera. Y defensor del general Triviño es el doctor Luis Felipe Borja.

Todos los personajes nombrados –por buenas o malas– están inmersos en las páginas de la historia ecuatoriana.

Cuando se vislumbra el fin infortunado del general Bowen, los señorones que aprovechando su vanidad, su falta de experiencia y poco tacto le comprometen en la oscura y traidora conspiración, guardan total silencio y lo dejan solo.  Nadie dice una palabra en su defensa. Los “caballos”, como para confirmar la insuficiencia de valor de que habla el coronel Andrade, presto desaparecen del escenario.

¿Cuál es el final de Plutarco Bowen?

El historiador Elías Muñoz Vicuña en su conocido libro La guerra civil ecuatoriana de 1895, nos informa sobre este asunto: 

Bowen –dice– en los primeros momentos se mantuvo leal a Alfaro y al radicalismo, pero después se dejó enredar en las ambiciones y, como consecuencia de ello, fracasó y fue desterrado. Siguió sus correrías en Centro América y murió fusilado, en realidad asesinado, por el tirano de Guatemala, Estrada Cabrera en 1898, después que Bowen encabezara fuerzas revolucionarias que pretendían derrocarlo. El General Bowen fue secuestrado, e inconsciente por somnífero, fue entregado a su verdugo, por el anarquista Francisco Coronel, que se había vendido al tirano Estrada Cabrera. El General Alfaro y un amplio movimiento de solidaridad latinoamericano, reclamaron la vida de Bowen, incluso lo hicieron las mujeres del pueblo donde fue fusilado.[6] 

          Según carta del 20 de agosto de 1899 dirigida por el general Leonidas Plaza al doctor José Peralta desde la capital de Costa Rica, donde se halla en ese entonces, afirma que fue secuestrado “en un pueblito de Méjico llamado Zapachula”. Agrega que murió muy valientemente”.[7]

          Estrada Cabrera, el dictador ultramontano que gobierna Guatemala con el apoyo clerical, es en realidad un tirano y un asesino. William Krehm dice que manejaba los venenos con la destreza de un Borgia y que “sus asesinos seguían la pista de sus opositores hasta los rincones más apartados del mundo”.[8] ¡Consultaba a brujas y era adorador de Minerva, la diosa de la Sabiduría!

          A manos de este monstruo muere Bowen, hasta donde lo conducen los “caballos” de nuestro cuento. Al lado de sus defectos, parece que tiene una virtud: ser de ideología liberal. Su lucha y su muerte es una señal de eso.

 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. 1, Editorial de la CCE, Quito, 2007, pp. 497-502.

[2] Carlos Andrade, “Recuerdos de la guerra civil”, en Revista de Quito N° XXXIV, Tipografía de la Escuela de Artes y Oficios, Quito, 1898, p. 216.

[3] Idem.

[4] Proceso del Consejo de Guerra seguido contra los generales Plutarco Bowen y Juan M. Triviño, Imprenta de “El Tiempo”, Guayaquil, 1895, pp. 181-182.

[5] Idem, p. 31.

[6] Elías Muñoz Vicuña, La Guerra civil ecuatoriana de 1895, Departamento de Publicaciones de la Universidad De Guayaquil, Guayaquil, 1976.

[7] Carta de Leonidas Plaza a José Peralta, San José, 20 de agosto de 1899 (archivo del autor).

[8] William Krehm, Democracias y tiranías en el Caribe, Editorial Vida Nueva, Santiago, 1954, p. 55.

domingo, 2 de junio de 2024

Historia de un bofetón

 

HISTORIA DE UN BOFETÓN[1]

 

           Este no es un bofetón cualquiera, sino de aquellos que, por su contundencia social, pasan obligatoriamente a la historia.          

 El autor de este bofetón histórico es el coronel José Luis Alfaro, hermano mayor del caudillo liberal, general Eloy Alfaro. Igual que él, desde temprano, se convierte en un aguerrido luchador en pro de las ideas avanzadas. Alejado del país por el conservadorismo dominante se radica en Centro América, y en la república de El Salvador pierde a su hijo primogénito, fusilado por el tirano Ezeta. Regresa a la patria cuando estalla la revolución de 1895, donde pone su espada al servicio del liberalismo, entrando en campaña de inmediato. Nombrado Director de la Guerra en las provincias del sur, organiza las tropas que toman la ciudad de Cuenca, centro principal de la resistencia conservadora. Y finalmente, en 1898, es separado del cargo de Comandante de Armas de Guayaquil cuando propina el bofetón a Ignacio Robles, gobernador del Guayas. Vuelve a El Salvador, donde fallece.

          Su estadía en el Ecuador, como se ve, es sumamente corta.

          Sin embargo, en este breve lapso, puede ver con preocupación la existencia de una derecha liberal que se opone a todo cambio radical y que mira con malos ojos al ascenso a la presidencia del general Eloy Alfaro.

          Esta rama del liberalismo, formada fundamentalmente por grandes hacendados cacaoteros, cuando no conspira francamente –como en el caso de José María Sáenz y Miguel Seminario que en Lima planean la formación de un gobierno tripartito con el conservador Rafael María Arízaga– sabotea sin ningún escrúpulo las medidas que se toman para vencer al enemigo y radicalizar la revolución. Este es el caso de los ministros Luis Felipe Carbo y Cornelio Vernaza que hacen lo imposible para que fracase la expedición que se prepara para la toma de Cuenca. El coronel Alfaro es testigo de todo esto.

          Manuel de Jesús Andrade –Ecuatorianos notables contemporáneos  afirma lo siguiente sobre la actuación de Carbo y Vernaza:  

Los señores coronel Ullauri y Dr. José Peralta se interesaron vivamente en Guayaquil ante el Consejo de Ministros para que se proporcionase el dinero, armas, vestuarios y pertrechos indispensables para alistar y equipar convenientemente la División del Sur, pero los Ministros Vernaza y Carbo –que parecía abrigaban ocultos fines-  miraron con recelo las tropas del coronel Serrano, que en cualquier emergencia habrían sido leales la General Alfaro, y pusieron mil obstáculos y cortapisas mil, para que el Ejército del Sur no se aprovisionara de los elementos solicitados.[2]

           Ullauri y Peralta, nombrados en el párrafo transcrito, comprenden de inmediato la finalidad de la política de Carbo. El primero piensa que se trata de paralizar la revolución y apartar de ella a los elementos más radicales. El segundo manifiesta en sus Memorias que esa política del paso lento que se perseguía, impide una rápida y profunda transformación revolucionaria, alentando así la resistencia conservadora que causa un gran derramamiento de sangre. Dice que Carbo, alardeando sapiencia repite constantemente el viejo adagio italiano: qui va piano, va lontano, e... va sano!

          Para impedir que se prosiga esta política, junto con otros liberales del puerto, organizan una pequeña asonada que produce la caída del ministro omnipotente, pues el pueblo guayaquileño que intuye la equivocación de este camino, la apoya con entusiasmo.  El coronel José Luis Alfaro está con los contrarios de Carbo.



          Empero, el Jefe Supremo, que confía excesivamente en Carbo, desaprueba el motín. Su sobrada bondad, y su conocida política de perdón y olvido, son quizá, una de sus equivocaciones. Muchos de los perdonados, apenas libres, como Pedro Lizarzaburo por ejemplo, vuelven a la cruzada.

          Al respecto, el coronel Alfaro, en carta de 22 de abril de 1896, dice esto a Peralta:  

La manifestación que U. me hace en unión de los queridos amigos Malos, Valdivieso y Ullauri en pro de nuestra causa y de nuestro Caudillo, me ha rejuvenecido y hecho palpitar mi corazón de júbilo y agradecimiento; gracias. Rodeados de hombres de la valía de Us. es imposible que la patria vuelva a caer en las manos de sus sacrílegos hijos. Cierto que la lenidad de mi hermano alienta aún las conspiraciones, pero como los hilos de estas llegan inmediatamente a nuestras manos, abortan y ahí queda todo.[3]  

          Las conspiraciones, en efecto, están a la orden del día. Y, por desgracia, no siempre abortan.

          Y junto a las conspiraciones, abortadas o no, viene gestándose el bofetón del coronel Alfaro.

          El bofetón, propinado al gobernador Ignacio Robles, se produce en el mes de abril de 1898.

          ¿Quién es Ignacio Robles?


          Es hijo del presidente Robles. Es gran hacendado, banquero y comerciante: dueño de las haciendas “Puca” en Balzar y “La Candelaria” en Daule, accionista y presidente del Banco del Ecuador, miembro de la Cámara de Comercio de Guayaquil. Es pariente de Luis Felipe Carbo y pertenece a los círculos aristocratizantes del puerto. Una hija suya está casada con un hijo del general Vernaza, cuyas actuaciones han sido criticadas, tanto en el gobierno de Veintemilla como en el de Alfaro. Más tarde, una de sus nietas, contraería matrimonio con el poderoso banquero Francisco Urbina Jado.

          Es, por tanto, todo un potentado. Por esto, cuando es apresado y recibe el bofetón de Alfaro, la grita y la protesta de la clase alta son ensordecedoras. El Municipio de Guayaquil, integrado por latifundistas y banqueros como Lautaro Aspiazu, José Sánchez Bruno, Enrique Gallardo y Eduardo Game, se pone a la cabeza del alboroto.  El presidente Alfaro deplora el hecho y ordena la libertad de Robles, pero éste orgulloso y engreído – ya que según afirma el coronel Carlos Andrade en sus Recuerdos de la guerra civil, él y su pariente Carbo, se atribuyen el mérito de la revolución- renuncia al cargo de gobernador porque dice no haber recibido el suficiente apoyo que el principio de autoridad “necesita para mantenerse en la majestad y brillo que le corresponden para la salvación de las instituciones sociales”.[4]

          El acusado se defiende y expresa lo siguiente en una proclama dirigida al pueblo guayaquileño: “Acato la ley y respeto a los jueces que van a juzgarme; pero el Juez Supremo de mi conciencia nada me dice que pueda hacerme inclinar la frente…” Y afirma que su vindicación se realizará “el día no lejano en que arrojen la careta los que hoy todavía urden revolucionarios planes”.[5]

          Se sigue un Consejo de Guerra contra José Luis Alfaro cuyo resultado final se desconoce. El historiador Robalino Dávila, a pesar de que se le despoja de su cargo y se ve obligado a salir del país por el bofetón a un conspirador, con manifiesta parcialidad dice que “todo quedó impune y en la sombra, como siempre bajo el Régimen Alfarista que corrompió tanto a nuestro pueblo”.[6] Lo que si ha quedado en profunda sombra, en impenetrable secreto, es la conspiración de Robles y sus seguidores.

          No cesan los ajetreos conspirativos contra Alfaro. Cada vez la derecha liberal se va acercando más y más a los conservadores. En 1906 y 1907 la unidad y la colaboración son claras y evidentes. Y por fin, en 1912, algunos “gran cacao” guayaquileños participan en los combates, y los más permanecen como espectadores, esperando el desenlace. Desenlace enrojecido con la sangre de Alfaro y sus tenientes.

          Ya sin el obstáculo del alfarismo la puerta queda abierta para la conciliación, tarea llevada a cabo con singular destreza por el presidente Leonidas Plaza, que así pone fin a toda posibilidad de transformaciones revolucionarias.

          El bofetón del coronel José Luis Alfaro, más que contra el señor Ignacio Robles, es un bofetón dirigido contra la derecha liberal conciliadora.

 


 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. 1, Editorial de la CCE, Quito, 2007, pp. 509-513.

[2] Manuel de Jesús Andrade, Ecuatorianos notables contemporáneos, Departamento de Publicaciones de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1976, p. 462.

[3] Cartas a José Peralta (inédito). Archivo del autor.

[4] Luis Robalino Dávila, Alfaro y su primera época, t. I, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1968, p. 146.

[5] Idem.

[6] Idem, p. 147.