LA ABOLICIÓN DEL TRIBUTO[1]
El tributo es, sin duda, una de las peores cargas que soporta el indio desde la colonia.
Jorge Juan y Antonio Ulloa, en sus Noticias secretas de América, han ponderado el sufrimiento indígena
causado por este oneroso gravamen. De los dieciocho pesos que gana el mitayo al
año se le descuenta ocho para el pago del tributo, es decir, casi la mitad. El
abuso va unido al cobro. A pesar de que la ley señala que sólo deben pagar los
indios de dieciocho a cincuenta y cinco años de edad, se exige el pago a
mujeres, niños y ancianos. Se quita sus animales, se aprisiona y tortura al que
no tiene la cantidad fijada, que aquí en la Real Audiencia de Quito, según un
corregidor, es una de las más altas. Para librarse del vejamen muchos
tributarios tienen que huir a lo más escarpado de las montañas, donde la
muerte, con su despiadada guadaña, está siempre al acecho. Y otras veces,
cuando los excesos colman la medida, el levantamiento sangriento, repleto de
cadáveres, es la respuesta desesperada.
Para que se vea la injusticia que entraña esta
tributación, vale la pena citar unos pocos casos señalados por el Padre Vargas
en su libro La economía política del
Ecuador durante la colonia, donde aparece que los nobles terratenientes
dueños de dos o tres haciendas pagan menos que un mitayo, y los grandes
latifundistas, propietarios de cuatro o más haciendas, unos pocos pesos más.
Observad, sólo estos ejemplos:
Propietarios Contribución Número de
(pesos) haciendas
Antonia
Santa Coloma 5 2
José
Carcelén 5 2
Felipe
González 5 2
Marqués
de Maenza 4,4 3
María
de Borja, Marquesa de Lices 4 2
Isidora
Ontaneda 4 2 [2]
El conde de Selva Florida paga 30 pesos por seis
haciendas, Manuel de la Peña 26,4 por nueve, el marqués de Solanda 26 por cinco
y el marqués de Villa Orellana 20 por ocho.[3]
Lo expuesto demuestra con toda claridad la mentalidad
clasista de los terratenientes: el indio, el siervo explotado, debe cargar con
el peso de la administración pública.
El primer ensayo para desterrar esta injusticia es el
dado por las Cortes de Cádiz que decreta la abolición del tributo, pero que no
tiene mayor efecto práctico porque enseguida es restaurado por Fernando VII y
por el estallido de la guerra de la independencia.
Conseguida ya la independencia, el Congreso General de la
Gran Colombia suprime el tributo mediante el decreto de 4 de octubre de 1821,
cuyo artículo primero dice lo siguiente:
Los indígenas de Colombia, llamados indios en el
código español, no pagarán en lo venidero el impuesto conocido con el
degradante nombre de tributo; ni podrán ser destinados a servicio alguno por
ninguna clase de personas, sin pagárseles el correspondiente salario, que antes
estipulen. Ellos quedan en todo iguales
a los demás ciudadanos y se regirán por las mismas leyes.[4]
El decreto, que también exonera a los indios del pago de
derechos parroquiales por cinco años –artículo segundo– es sancionado por el vice–presidente
Santander el 11 del mismo mes y año ya citados.
Un ciudadano progresista de Quito, que el historiador
Roberto Andrade piensa que se trata del Padre Clavijo citado por Pedro Moncayo
en su conocida historia, aplaude así esta reforma liberal en un folleto
titulado Consideraciones sobre el estado
actual del Departamento del Ecuador, escrito en 1825 y publicado con el
seudónimo de A. C.:
El Gobierno, aboliendo el tributo e igualando a los
indios con los demás ciudadanos, ha cumplido con el deber; pero sus intenciones
con dificultad se llevarán a efecto, mientras los intereses mal entendidos de
un partido poderoso, se oponga a su ejecución. Se han buscado en las leyes
naturales, razones para fundar la esclavitud de los indígenas. Se dice que son
ignorantes, borrachos, ociosos ineptos para el manejo de sus negocios, e
indignos de entrar en la clase de ciudadanos. He aquí, pues señores, curas y
propietarios, que por cerca de tres siglos habéis sido dueños de sus almas y
sus cuerpos; ved el fruto de vuestros trabajos.[5]
El autor –sea quien sea– se ve que conoce bien a los
latifundistas y más enemigos del indio. En efecto, pronto se levanta una gran
campaña para restablecer el cobro del tributo. Un periódico, Colombiano del Ecuador, manifiesta que
la supresión del tributo entraña una carga injusta para la raza blanca. La municipalidad de Quito, en reunión ampliada de
julio de 1826, se pronuncia en contra del actual sistema de contribuciones y
piensa que debe ser sustituido por el antiguo del gobierno español, es decir,
por la vuelta al tributo. Y una junta formada por Bolívar e integrada por
grandes terratenientes, en forma por demás mentirosa y cínica, manifiesta que
“reconoce que tanto la legislación de Carlos V en 1524 como la de sus sucesores
fue acertada, consecuentemente aconseja volver al antiguo tributo colonial,
como lo pedían los representantes indígenas, dejando por entonces el plan o
intento de igualar al indígena a los demás ciudadanos en derechos y deberes y
en pago de impuestos”.[6]
No sólo es falso, sino tonto, decir que el indio quiere
volver a soportar la carga del tributo que tantos males le ha deparado, que
tanta sangre le ha costado, como acabamos de ver. Son los terratenientes,
únicamente ellos, los que desean regresar a la colonia y seguir medrando del
sudor indígena. ¡El indio, según su pensar, no puede ser igual que los demás
ciudadanos!
Y es triste ver que Bolívar, que en ese entonces ejerce
la dictadura y ha girado a la derecha, acepta el criterio de los terratenientes
y restablece el tributo, tal como había pronosticado el autor de las Consideraciones sobre el estado actual del
Departamento del Ecuador. Para el efecto dicta el decreto de 15 de octubre
de 1828, donde se dice, en una de sus consideraciones, lo siguiente:
3°.- Que los mismos indígenas desean jeneralmente, y
una gran parte de ellos han solicitado pagar solo una contribución personal
quedando escentos de las cargas y pensiones anexas a los demás ciudadanos.[7]
También se dice que la
abolición del tributo ha empeorado la condición del indio en lugar de
mejorarla. Es decir, sin cambio alguno, se repiten los argumentos de los terratenientes.
Esto, sin duda, sólo para halagar a sus partidarios, porque Bolívar es
demasiado inteligente para creer que sean ciertos.
Los indígenas de dieciocho a cincuenta años quedan
obligados a pagar la contribución
personal, cambio de nombre con el que se quiere hacer olvidar al temido
tributo. La tasa se fija en tres pesos cuatro reales al año. Y se exonera del
pago a los inválidos tal como sucedía en la época colonial.
Se acepta, así mismo en esta ley, otro pedido de los
hacendados: el restablecimiento de los cargos de protectores de indígenas.
Ellos son, con pocas excepciones, sus aliados y cómplices de sus abusos. La
usurpación de tierras de comunidad, casi siempre, tiene su visto bueno.
Esta legislación contraria al indio perdura por mucho
tiempo.
Pío Jaramillo Alvarado, en su libro El indio ecuatoriano, denuncia que en la recién instaurada
república del Ecuador, igual que en la colonia, se siguen cometiendo los mismos
atropellos para el cobro de tributos.
El peso de la administración pública sigue así mismo
sobre sus espaldas. La escritora Linda Alexander Rodríguez, en su obra Las finanzas públicas en el Ecuador (1830–1940),
publica un cuadro que demuestra lo que acabamos de aseverar. De ese cuadro,
nosotros, transcribimos las siguientes cifras que se refieren a los primeros
años de nuestra vida como república independiente:
Año Cantidad % de la renta
de
pesos gubernamental
ordinaria
1830 201.379 28.4
1831 205.652 26.4
1832 197.000 35.6
1839 176.845 20.3 [8]
Mark Van Aken, en su
estudio La lenta expiración del tributo
en el Ecuador, calcula que en la década del 30 el cobro del tributo
constituye casi el 35 % de los ingresos al Fisco. Y en la sierra, donde vive la
mayoría de la población indígena, el porcentaje es increíble: oscila, a veces,
entre el 50 y el 75 por ciento de las entradas de la región.
Estas cifras demuestran, de manera irrebatible, lo que
antes se dijo: el peso del gasto público se asienta en las espaldas de los
indios.
Desde la década del 40, sobre todo a partir de la
revolución del 6 de marzo, las entradas por concepto de tributos declinan
notablemente. Esto se debe a varias causas, siendo la principal sin duda, la
rebaja de la tasa a 3 pesos acordada en 1851 mediante decreto de la Convención
Nacional de ese año, donde también se exceptúa del pago –artículo primero– a
los indígenas del Oriente, Guayaquil, Manabí y Esmeraldas.
Pero es en el gobierno progresista del general Urbina
donde se inicia una decidida política a favor del indio. Un ejemplo de esa
política es la ley que por pedido suyo dicta el Congreso el 23 de noviembre de
1854. Allí se suprime a los protectores de indígenas por ser antagónica a los
principios democráticos. Se dispone que los indios no pueden ser obligados a
servir en el ejército ni en la milicia nacional. Y, con el propósito de impedir
que caigan en la esclavitud del concertaje, se prescriben que los conciertos de
las haciendas y obrajes no podrán ser forzados a pagar sus deudas con trabajo,
permitiéndoles dejar el servicio mediante el pago de lo que deben previa
liquidación ante un teniente parroquial.
Las medidas anotadas, especialmente la última –artículo
51– son combatidas con furor por los latifundistas. El gobernador de Cuenca
José Manuel Rodríguez Parra pide, en la siguiente forma, la derogatoria del
artículo citado:
Sería necesario para el aprovechamiento de la
agricultura la derogatoria del artículo 51 de la Ley del 25 de noviembre de
1854 sobre contribución y privilegios de la clase indígena. La licencia
contenida en este artículo ha herido mortalmente a la agricultura y a la moral
pública. En nombre de todos los propietarios de esta provincia… impone la
derogatoria de este artículo… no sólo al privar a la industria agrícola de los
brazos que la fomentan sino también autorizar al indígena para que sea
legalmente malvado.[9]
La alharaca, con este motivo, prosigue con fuerza en el
Congreso del año siguiente. Varios legisladores, apoyando a los propietarios,
piden también la derogatoria del mortal
artículo. Se dice que no se puede permitir que los indios puedan romper los
contratos que tienen un tiempo determinado de vigencia. En suma, se esfuerzan, para que los indígenas
no caigan en la maldad legal…
La petición, afortunadamente, es rechazada.
Después de constatar en varios sitios la constante
usurpación de las aguas de las comunidades indígenas por parte de los
terratenientes, Urbina, pide así mismo al Congreso, que remedie ese mal.
Expresa que en “el estado actual de nuestra sociedad, se ve con frecuencia que
los avances de un poderoso prevalecen contra los derechos indispensables de una
población o una comunidad.” Agrega que quiere combatir “los abusos ominosos que
se alimentan con la opresión de las clases desgraciadas, que se hallan aún en
la impotencia de hacer escuchar sus quejas”.[10]
Empero, la meta que persigue Urbina es la abolición del
tributo. Y esto desde el inicio de su gobierno. Su biógrafo Camilo Destruge –Urbina. El Presidente– dice que en 1852,
siendo jefe supremo, “dirigió un sentido mensaje a la Convención reunida en
Guayaquil, reclamando por la desaparición del tributo… y pidiendo protección
eficaz y efectiva para la raza indígena”.[11]
Desgraciadamente, este noble propósito, no puede ser
cumplido debido a la tenaz oposición de los latifundistas. Se argumenta que los
indios sin la obligación del pago del tributo dejarán de trabajar y destruirán
la agricultura, pues según su criterio, son ociosos por naturaleza. Se dice
también que las rentas fiscales sufrirán una gran disminución, cosa cierta pero
exagerada, dada la declinación de la tributación en los últimos años como se
dejó señalado. Pero no se dice que la reducción de entradas que se anota es
consecuencia lógica de la vieja realidad antes señalada: que ellos, los dueños
de la tierra, no pagan nada o pagan casi nada.
Otra vez, entonces, los latifundistas siguen luchando
para que la carga de los gastos estatales prosiga sobre los hombros de los
indios.
Aunque un poco tarde, por la cerril oposición
sintéticamente reseñada, la reforma se realiza. Corresponde al régimen del
general Robles, continuador de la política pro – indio de su antecesor, pedir y
conseguir que el Congreso de1857 suprima la odiosa contribución. Su ministro de
Hacienda, Francisco Pablo Icaza, que ya el año anterior había solicitado sin
éxito la abolición, reitera su pedido en una luminosa Exposición de la cual, por la fuerza de la argumentación, vale la
pena extractar algunos párrafos. Helos aquí:
Cuando en mi informe
anterior os pedí que libertaseis a la clase más infeliz de los ecuatorianos del
ominoso tributo que pesa sobre ella sola, que la tiene sumida en la esclavitud
y la abyección, que le arrebata su escaso alimento, que la destruye, en una
palabra, se me censuró amargamente, porque se pretendía que un Ministro de
hacienda no podía pedir la eliminación de un impuesto que iba a dejar un
déficit considerable en las rentas públicas; y a la sombra de esta observación,
se invocaba la ruina de la agricultura, la estupidez y la pereza del indio, y
su deseo de pagar el tributo. Pueda ser que yo no comprenda bien los deberes de
un Ministro de Hacienda; pero yo creo que su preferente obligación consiste en
procurar la observancia de la ley fundamental, teniendo por norma la justicia y
por objeto el engrandecimiento del país.
¿Y
habrá igualdad, habrá justicia, habrá libertad con las cifras que representan
los impuestos en el Ecuador? He aquí las cifras:
Tributo que
pagan los que nada tienen; los que ganan veinte pesos al año en especies
recargadas…… $ 150.000.
Impuesto
sobre los 50.000, de capitales que se calculan en el Ecuador…. $ 19.000.
Ante la elocuencia de estas cifras, todo razonamiento
es pálido.[12]
Pone en picota, como se ve, los viejos y falsos
argumentos para el mantenimiento de la pesada carga. Demuestra, de manera
palpable, la injusticia y la parcialidad de la tributación vigente. Y saca a
luz un viejo principio de la economía liberal: “El que tiene mucho, pague
mucho. El que tiene poco, pague poco. El que nada tiene, nada pague.” [13]
Parece que en esta ocasión, los representantes de los
terratenientes ya no pueden, por pudor o falta de ideas, seguir repitiendo sus
viejas tesis. Y así, el 21 de octubre de 1857 –sancionado por Robles el 30 de
ese mes– se dicta el decreto de abolición. Los dos artículos que tiene dicen lo
que sigue:
Art. 1° Queda abolido en la República el
impuesto conocido con el nombre de contribución personal de indígenas, y los
individuos de esta clase igualados a los demás ecuatorianos en cuanto a los
deberes y derechos que la carta fundamental les impone y concede.
Art. 2° Se
redime a los indígenas lo que deben por la contribución expresada.[14]
Se reconoce en los considerandos que la imposición del
tributo es anticonstitucional, aparte de ser bárbaro y antieconómico.
No terminan, sin embargo, las tribulaciones del indio.
Sus enemigos consideran que la declaratoria de igualdad contenida en el decreto
de abolición deroga las exenciones otorgadas por la ley de noviembre de 1854 y
otras. Acto seguido se empieza a reclutar indios para los cuarteles y a cobrar
derechos judiciales y otras contribuciones de las que se hallaban exonerados.
Ante esta realidad los indígenas, sin otra alternativa, preparan un gran
levantamiento “con el propósito firme de perecer en masa antes que aceptar las
mudanzas, que se creían que se trataba de operar en su condición social”,[15]
según dice el ministro Antonio Mata al Congreso de 1858, al informar que el
gobierno había enviado órdenes circulares
a todas las provincias del interior para que se respeten todos los privilegios
concedidos para calmar los ánimos exaltados, finalidad que se consigue. Todo
esto –demostrando así sus firmes convicciones democráticas– está precedido de
un largo y sentido recuento de la explotación y abusos de que es víctima el
indio ecuatoriano.
Después de esto viene la debacle de 1859 que pone fin a
la política progresista de los gobiernos de Urbina y Robles. La clase
terrateniente que comanda la insurrección, colmada de rencor por las reformas
liberales introducidas, temen que estas se extiendan y sigan lesionando sus
intereses. No sólo esto. Tal como afirma Benjamín Carrión en su libro García Moreno. El santo del patíbulo,
quieren volver atrás y deshacer –de ser posible– las innovaciones consideradas
como perjudiciales para su economía.
El odio terrateniente, sobre todo contra Urbina, es intenso.
García Moreno, ya integrado de lleno en el conservadorismo por su introducción
en la familia latifundista de los Ascásubi, lanza la frase que resume todo ese
encono: monstruo que hasta el patíbulo
infamara. Eso es Urbina para los terratenientes por haber tenido el
atrevimiento de tomar medidas a favor de las clases explotadas.
El indio, en cambio, noblemente, demuestra su
agradecimiento. Urbina, convertido en la espada contra la tiranía garciana
–Montalvo es la pluma– le tiene como su leal aliado en la larga lucha que
emprende. Al respecto, la escritora María Veintimilla dice que la “facción
tendencialmente liberal que lidera Urbina consigue articular a una gran masa de
campesinos e indígenas sobre todo en la actual provincia del Cañar y dirigir y
conducir la oposición al régimen garciano, hasta llegar al enfrentamiento
armado”.[16] Y esto sucede en varios
otros lugares.
Por un lado el odio por bajos intereses. Por el otro, una
sincera gratitud por un favor recibido.
[1] Tomado de
Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. I, Editorial
de la CCE Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 321-332.
[2] José María Vargas,
[3] Idem, p. 150.
[4] Aurelio Noboa, Recopilación
de leyes del Ecuador, t. III, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 29.
[5] Roberto Andrade, Historia
del Ecuador, t. II, Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p. 308.
[6] Correspondencia del
Libertador con el General Juan José Flores, Banco Central del Ecuador,
Quito, 1977, p. 534.
[7] Alfredo Rubio Orbe, Legislación
indigenista del Ecuador, Instituto Indigenista Interamericano, México,
1954, p. 20.
[8] Linda Alexander Rodríguez, Las
finanzas públicas en el Ecuador (1830-1940), Banco Central del Ecuador,
Quito, 1992, p. 84.
[9] Iván González y Paciente Vásquez, “Movilizaciones campesinas en
el Azuay y Cañar durante el siglo XIX”, en Ensayos
sobre historia regional, Casa de
[10] Alejandro Noboa, Recopilación
de Mensajes, t. II, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 258.
[11] Camilo Destruge, Urbina. El
Presidente, Banco Central del Ecuador, Quito, 1992, p. 161.
[12] Francisco Pablo Icaza, Exposición
que el Ministro de Hacienda del Ecuador presenta a las Cámaras Legislativas
reunidas en 1857, Imprenta de V. Valencia, Quito, 1857, pp. 9-10.
[13] Idem, p. 12.
[14] Alfredo Rubio Orbe, op. cit., p. 62.
[15] Antonio Mata, Exposición
del Ministro del Interior, Relaciones Exteriores e Instrucción Pública,
dirigida a las Cámaras Legislativas del Ecuador en 1858, Imprenta del
Estado, Quito, 1858, p. 7.
[16] María A. Veintimilla, “Las formas de resistencia campesina en la
sierra sur del Ecuador”, en Revista del
IDIS, Instituto de Investigaciones Sociales, Cuenca, 1981, p. 155.
No hay comentarios:
Publicar un comentario