EL 15 DE NOVIEMBRE DE 1922
Oswaldo Albornoz Peralta
Oswaldo Guayasamín, El paro |
Una oligarquía voraz y
sin escrúpulos
Sobre la sangre de Eloy
Alfaro ─como recompensa del crimen─ se encarnó en la cima del poder una oligarquía
voraz e inescrupulosa compuesta de grandes comerciantes y de jerarcas de la
banca. El banquero Urbina Jado, gerente del Banco
Comercial y Agrícola, era el jefe máximo de ese círculo de osados
negociantes.
En los diez años que van
desde el crimen de El Ejido al crimen del 15 de Noviembre de 1922, tres
presidentes gobernaron el Ecuador, todos ellos, en cuerpo y alma, hombres de
Urbina Jado y miembros prominentes de esa nefasta oligarquía.
El general Leonidas Plaza,
gran terrateniente merced a un matrimonio de conveniencia con una aristócrata
serrana, tuvo que recurrir al dinero del mago de las finanzas para poder vencer
a los valientes guerrilleros conchistas. No en vano era la espada de la
oligarquía. Ya alguna vez había pensado ─como cuenta el historiador Roberto
Andrade─ ocupar la gerencia de su banco en Quito, como pago a sus servicios.
Alfredo Baquerizo Moreno
pertenecía a una familia de grandes latifundistas y comerciantes. El sociólogo
Manuel Chiriboga afirma que ya en 1890 era dueño de 8 propiedades en Milagro y
de 500.000 árboles de cacao.[1]
Aparte de esto, su hermano Rodolfo era un gran comerciante importador vinculado
a poderosas compañías extranjeras. Su otro hermano Enrique, era accionista y
dirigente de la célebre Asociación de Agricultores del Ecuador.
Y Luis Tamayo, el
presidente de la matanza, fue desde sus inicios un ejemplar burócrata de esa
oligarquía, llegando a ser abogado de confianza del Banco Comercial y Agrícola.
Estos empresarios ─pues
todos eran de empresa y de presa─ gobernaron para su propio beneficio, para lo
cual dictaron una serie de leyes y medidas encaminadas a la consecución de ese
objetivo. En 1914 se dictó la Ley de
inconvertibilidad de billetes en oro ─llamada la moratoria generalmente─ que permitió que el banco de Urbina
emitiera billetes sin respaldo para hacer préstamos a los gobiernos y así ganar
los intereses, llegando a ascender la deuda del Estado a la astronómica suma de
21.800.000 de sucres solamente a esa institución financiera, Se creó la
Asociación de Agricultores con la asignación de tres sucres por cada quintal
de cacao exportado y la Compañía del Litoral que monopolizó la producción de
azúcar y tabaco, empresas ambas que tenían como accionistas o socios a la élite
de la oligarquía costeña y que se hallaban íntimamente ligadas al mismo Banco
Comercial y Agrícola. Y así, otras prebendas más, que sería largo enumerar.
Consecuencia de todo esto
fue la gran concentración de la riqueza en manos de esa oligarquía, vale decir,
en manos de contadas personas. “La nación era una gran pirámide humana de
explotadores y explotados -dice el escritor Belisario Quevedo-, su base va del
Carchi al Macará y en su cima descansan dulcemente cuatro docenas de familias
privilegiadas”.[2]
Hambre y miseria popular
Una vez terminada la
primera guerra mundial las ganancias de la oligarquía cacaotera comenzaron a
disminuir, pues el imperialismo, al que se servía con tanta devoción, bajó el
precio del cacao para resarcirse, a costa de nosotros, de las pérdidas causadas
por el conflicto bélico. Pero los serviles oligarcas, en lugar de protestar
contra el verdadero causante de sus tribulaciones, echando la culpa a la
aparición de la escoba de la bruja
como causa fundamental para la disminución de entradas, cargaron sobre las
espaldas del pueblo todo el peso de la crisis.
Los precios de la libra de
cacao en Nueva York bajaron de esta forma:
Enero
de 1920 26
centavos oro
Abril
de 1920 24 -"-
Julio
de 1920 20 -"-
Octubre
de 1920 14 -"-
Enero
de 1921 11 -"-
Julio
de 1921 9 3/4
-"-
Según el banquero Emilio
Estrada, la venta de cacao produjo s/.49.891.000 en 1920 bajando a s/.26.320.000
en 1922, es decir, a cerca de la mitad. Así, en esta cuantiosa suma, nos
perjudicaron los monopolios extranjeros.
Mas, para no perjudicarse
ellos, los oligarcas recurrieron a la devaluación de la moneda, pues así
recompensaban, percibiendo más sucres, por la menor cantidad de dólares que
recibían. De s/.2,80 que valía el dólar en 1918 subió a s/.4,00 en 1920 (cambio
oficial). Se justificó este hecho con la cantaleta tantas veces repetida de que
era una medida necesaria, imprescindible para fomentar las exportaciones y
salvar la economía nacional.
La devaluación anotada,
como sucede siempre, produjo una gran subida de los precios de los productos de
primera necesidad, poniéndose fuera del alcance de las masas populares. “Estos
artículos (carne, arroz, manteca, fréjoles, papas, cebollas, fideos, azúcar y
muchos otros) son producidos en el país y sin embargo ─se dice en un periódico
obrero de la época─ con el pretexto de la maldecida guerra europea, subieron
los precios y ahora permanecen esos precios subidos”.[4]
Mientras tanto, los salarios de obreros y campesinos permanecieron estables.
Además, se aumentó inmensamente la desocupación, sobre todo en el campo, que
obligó a una gran cantidad de sus pobladores a emigrar a Guayaquil en busca de
sustento.
La escalada de los precios,
no sólo se debía a la devaluación monetaria, sino también a la inflación
producida por la emisión de grandes cantidades de billetes sin respaldo por
parte del Banco Comercial y Agrícola.
El hambre y la miseria, en
suma, estaban presentes en todas partes. El pan faltaba en todos los hogares
proletarios.
Ante una situación de tal
naturaleza, como era de esperarse, el descontento creció y llegó a su clímax.
El pueblo y sus organizaciones, se decidieron a reclamar sus derechos.
La huelga y la matanza
Para la época de los
acontecimientos de noviembre, el movimiento obrero de Guayaquil había
progresado bastante. Se habían creado una serie de nuevos organismos, algunos
de los cuales ya eran sindicatos, que venían a reemplazar a las antiguas agrupaciones mutualistas. Ideológicamente,
como efecto de la grandiosa Revolución de Octubre, se sentía su influencia y se
expandían las ideas socialistas.
Esto explica que hayan
intervenido en la huelga más de medio centenar de organizaciones, número
crecido para ese tiempo.
El movimiento se inició con la huelga de los ferroviarios de Durán que, entre otras reivindicaciones, reclamaban el alza de salarios y el respeto a la ley que establecía la jornada de ocho horas. Después de una lucha decidida y con el apoyo popular y de las tres centrales que existían ─la Federación de Trabajadores Regional Ecuatoriana, la Asociación Gremial del Astillero y la Confederación Obrera del Guayas─ se pudo conseguir una magnífica victoria, no obstante la tenaz oposición del gobierno y de la compañía extranjera que regentaba el Ferrocarril.
El éxito obtenido enardeció
los ánimos. Los trabajadores de las empresas de Carros Urbanos y los de Luz y
Fuerza Eléctrica pidieron también el alza de salarios y el respeto de la jornada
de ocho horas, y pronto plegaron otras organizaciones y la huelga se hizo
general, adquiriendo un inequívoco contenido político. Los huelguistas llegaron
a tener un gran poder en la ciudad, hecho que naturalmente alarmó a la
oligarquía, que desde entonces no paró en medios para derrotar a sus
contrarios.
Primero, maniobró
arteramente para torcer los objetivos de la huelga. Mediante sus agentes y una
gran campaña de prensa, la burguesía planteó como única medida para remediar la
miseria popular la incautación de giros y la baja del cambio, argumentando
─viejo y mañoso argumento─ que con el alza de salarios sólo se conseguiría la
elevación de los precios de todos los productos, iniciándose así una
incontenible espiral inflacionaria. Esta tonta tesis, ya destruida
científicamente por Marx en el siglo pasado, gracias a la inexperiencia y al
escaso desarrollo de la conciencia de clase de nuestros trabajadores, logró
imponerse y ser aceptada por la mayoría en una gran asamblea reunida el día 13
de noviembre. Esta resolución ─que favorecía los intereses de los importadores
principales gestores de la maniobra─ fue puesta en conocimiento del gobierno.
Ya no quedaba otra cosa, sino esperar los resultados.
Empero la oligarquía no
estaba contenta todavía. Sigilosamente las autoridades reunieron grandes
contingentes militares, y se ordenó al jefe de zona, general Barriga, que
restableciera la tranquilidad de Guayaquil cueste
lo que cueste, que equivalía a decir, mediante la violencia y con las
armas. Y efectivamente, el día 15 de noviembre, cuando una imponente
manifestación se dirigía a la gobernación a informarse sobre la aceptación del
acuerdo por parte del gobierno, fueron infamemente masacrados por soldados y
policías, ayudados por la burguesía que disparaba desde los balcones, con tal
alevosía, que asesinaron sin ninguna compasión a niños y mujeres indefensos.
La masacre fue horrorosa, y
más de mil víctimas según se calcula, fue el precio de la rebeldía del pueblo. Por
la noche, para esconder el crimen, los cadáveres fueron arrojados a la ría. La
tranquilidad requerida por Tamayo, se había conseguido.
Más tarde, en un Informe
del Ministro del Interior presentado al Congreso de 1923, se diría con descaro
que se había ¡salvado a la patria!
Varias causas llevaron a
este cruel desenlace. Había inmadurez ideológica, pues aún tenían fuerte
raigambre las concepciones burguesas y anarquistas. La clase obrera carecía de
un partido político marxista, es decir, de una vanguardia capaz para conducir
la lucha. No existía unidad en escala nacional, razón por la que la huelga tuvo
que circunscribirse a la ciudad de Guayaquil. Y, por último, los campesinos
permanecieron alejados del combate, por no haberse establecido una verdadera alianza
obrero-campesina.
La sangre derramada el 15 de Noviembre,
sin embargo, no fue vana. Ese combate constituye una gran experiencia
histórica, no sólo como ejemplo de heroísmo, sino como principio de una nueva
etapa del desarrollo obrero, que impulsó su progreso orgánico e ideológico. Por
esto, esta gloriosa fecha, no será olvidada nunca.
[1] Manuel Chiriboga, Jornaleros y gran propietarios en 135 años
de exportación cacaotera (1790-1925), Consejo Provincial de Pichincha,
Quito, 1980, p. 175.
[2] Belisario Quevedo, Sociología, Política y Moral, Editorial
Bolívar, Quito, 1932, p. 87.
[3] Elías Muñoz Vicuña, El 15 de Noviembre de 1922. Su importancia
histórica y sus proyecciones, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Ciencias
Económicas de la
Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1978, p. 21.
[4]
El Proletario Nº 22,
Guayaquil, 12 de junio de 1921.