Hace apenas dos meses, el 3 de octubre de 2019, un poderoso movimiento indígena y popular estremeció a la
sociedad ecuatoriana, remeciendo las aletargadas conciencias en todos los
ámbitos políticos. Marcó indudablemente un antes y después en nuestro país,
puesto que luego de esos acontecimientos, prolongados por casi dos semanas,
sustanciales cambios se avizoran en su sociedad. La fuerza inusitada con que
desde entonces se han replicado poderosas movilizaciones populares en otras
latitudes de América Latina, quedarán registradas en la historia como jornadas
heroicas de la lucha de la humanidad contra el neoliberalismo. En el caso
ecuatoriano, es producto de un valioso acumulado histórico de prolongadas
luchas por los derechos humanos más elementales. Vale recordar con ese motivo,
la primera gran marcha indígena a la capital del país acontecida hace nueve
décadas.
LA
PRIMERA GRAN MOVILIZACIÓN INDÍGENA A QUITO: 1930 -1931[1]
Oswaldo Albornoz
Peralta
I
A fines de 1930 y principios
de 1931, los sindicatos de las haciendas “Pesillo”,
“La Chimba”, “Moyurco” y “San Pablo-Urco” de
propiedad de la Asistencia Pública ‒administradas las dos
primeras por José Rafael Delgado y las dos últimas por Julio Miguel
Páez‒ presentan un pliego de peticiones en el
que se hace constar las reivindicaciones más sentidas por los indígenas de la
zona. Se pide, entre otras cosas, el aumento y el pago de salarios, pues que éstos, a pesar de que no llegan sino a pocos
centavos diarios por la agotadora jornada diaria, son solamente nominales, ya que siempre los patronos encuentran formas para escamotearlos. Se pide mejores
condiciones de trabajo para cuentayos,
ordeñadoras y servicias, que constituyen el sector mayormente explotado, encargado de realizar las tareas más duras y
difíciles. Y se pide, por último la estabilidad de los huasipungueros, amenazados con frecuencia con el despido y la pérdida de sus parcelas de terreno, en especial
los dirigentes de las organizaciones hace poco creadas, que concentran sobre si el odio de los terratenientes,
que desde un primer momento ven en
ellos a los principales responsables de las múltiples reclamaciones indígenas que por todas partes se presentan; sembrando la idea de insubordinación en las mentes de los
siervos y rompiendo la quietud siempre
deseada por el amo, más que por idílica y poética, por indispensable
para su plácida y tranquila digestión.
Las peticiones antes indicadas, para que tengan la fuerza necesaria y puedan impresionar a los
impávidos gobernantes de turno, son respaldadas por
la huelga, la nueva arma de combate de las masas indígenas. Esta vez, el paro es total y adquiere gran envergadura, ya que logran obtener la simpatía y la solidaridad del campesinado de todo el cantón. Por primera vez quizás, los hacendados miran consternados la paralización de las labores
agrícolas y el unánime desacato a las órdenes de los
mayordomos, empeñados vanamente en contener el movimiento. Y la
disciplina, y el espíritu de lucha de los
huelguistas son ejemplares, todo lo cual aumenta la preocupación y zozobra de los explotadores.
Pero no terminan aquí las cosas. Los sindicatos en paro, decididos a triunfar y conseguir sus objetivos, resuelven marchar a Quito para explicar la justicia de su causa. Inmediatamente, una inmensa muchedumbre formada por cientos de hombres y mujeres, sin amilanarse por la gran
distancia ni los peligros que implica el
cumplimiento de la decisión tomada, emprende el camino hacia la
capital de la república, a donde logran arribar después de dos días de largo
peregrinaje. Allí, el indio despreciado y
discriminado, siente el hálito cariñoso del pueblo humilde y
conoce de cerca la solidaridad de los obreros
revolucionarios, que apoyan con entusiasmo sus demandas y prestan
toda clase de ayuda. Y comprende, entonces, que no
está solo, que puede contar con aliados firmes y
constantes.
Ante la magnitud de la manifestación indígena y la presión de las fuerzas progresistas, las autoridades, aceptan la mayoría de las peticiones y prometen una pronta
satisfacción de las reivindicaciones planteadas, poniendo de
manifiesto, inclusive, su afán por mejorar la suerte de los desvalidos.
Los nombres de los principales dirigentes de esta huelga, que deben ser recordados como ejemplos de tesón y valentía por las
generaciones actuales, pues son ellos los que con su coraje
abren la brecha sindical en las difíciles condiciones de la época, son los
siguientes:
De Pesillo:
Ignacio Alba
Segundo Lechón
Víctor Calcán
Ángela Amaguaña
De La Chimba:
Neptalí Nepas
De
Moyurco y San Pablo-Urco:
Virgilio Lechón
Marcelo Tarabata
Benjamín Campués
Rosa Catucuamba
Jesús Gualavisí ‒el dirigente de Juan Montalvo‒ es el encargado de buscar
provisiones para los huelguistas y promover la solidaridad entre los demás
indios de la zona, que
dado el prestigio de que goza, logra
conseguirlos en la forma más satisfactoria.
Y Luis F. Chávez, como delegado del
Partido, tiene como tareas las de organizar y orientar el
movimiento, cometidos que sabe cumplirlos con verdadero ardor revolucionario,
sin desamparar, un sólo momento el sitio de
la lucha.
Asegurado el triunfo, al parecer, se emprende el largo
regreso. Mas, una vez llegados los indígenas a sus respectivas haciendas, el
cumplimiento de los ofrecimientos hechos empieza a prolongarse
indefinidamente, a más de que los participantes en la huelga, sobre todo los
dirigentes, son objeto de una serie de represalias por parte de los servidores
de los hacendados. Como es natural, esto les exaspera y les lleva a la decisión
de trasladarse otra vez a Quito, creyendo sin duda que las autoridades harían
valer sus propias resoluciones. Y es en este segundo viaje que Dolores Cacuango,
que desde un principio había mirado con admiración y entusiasmo el desarrollo
de los acontecimientos, participa llena de fe y de esperanzas. Quiere ella
también, al lado de sus hermanos de raza, condenar la abyecta servidumbre, tan
dolorosamente sentida en carne propia.
Empero, en esta ocasión, las cosas adquieren un cariz
diferente. Ahora los gobernantes, libres ya del estupor primero, y más que
nada, ya de común acuerdo con los poderosos terratenientes, callan como esfinges
y no hacen ninguna clase de ofrecimientos. Días y días los indios deambulan por
las oficinas públicas, donde cuando no se les cierra las puertas, encuentran
solo a funcionarios sordos, fieles cumplidores de la consigna del silencio.
Nada queda que hacer, sino emprender la vuelta, sin haber conseguido ni
siquiera promesas como antes. La jornada es también más ardua: hambrientos y
cansados, al pasar por la malsana cuenca del río Guayllabamba, muchos adquieren
paludismo y la muerte cobra algunas víctimas.
Pero aún falta el final, preparado minuciosamente por
los explotadores, que en contubernio con el gobierno, quieren impedir la
repetición de hechos de esta naturaleza y mantener “el orden
y la disciplina” en las haciendas.
Ese
final, como siempre, es la matanza. Apenas llegados
de la capital, los soldados del ejército, fuertemente armados y exprofesamente preparados,
acosan a los
indígenas como a fieras y acallan su justo clamor con los fusiles. Los campos quedan teñidos de
rojo y desde las colinas
se elevan negras nubes de humo provenientes de las chozas incendiadas. Junto a una de
ellas, con el esposo herido y tres tiernas criaturas, Dolores contempla con estoicismo la
pérdida de su insignificante y único patrimonio, pero por eso mismo tanto más querido y necesario. La tragedia
de su hogar, si bien le llega al alma y penetra en su corazón como espina de silvestre cacto, no disminuye su
ánimo en ningún momento, ya que al contrario, al agrandar con esta nueva experiencia personal la
comprensión de la injusticia, se convierte en estímulo y multiplica sus fuerzas. Porque ve más claro que la
arbitrariedad, la miseria y la opresión, pueden desaparecer de la tierra únicamente con la lucha y el triunfo de
los oprimidos. Y por eso ya no llora. Cierra sus puños con frenesí, y mirando hacia el cielo, hace
un solemne juramento: ¡proseguir adelante!
Expulsada
de su humilde huasipungo y perseguida por los
gamonales, así, se
incorpora al movimiento indígena, que ya no dejará en el resto de su vida.
La bárbara represión descrita, tampoco, ha hecho mella en el ánimo de los demás indios de Cayambe,
fracasando por completo el propósito del sangriento escarmiento planeado por los opresores. Al contrario, les ha servido de lección y han ganado muchos años de experiencia. Su
conciencia clasista se ha consolidado y están en condiciones para
plantearse objetivos más altos.
Y el principal de éstos objetivos es ahora ‒estamos en 1931‒ la reunión de un Congreso Indígena para formar un organismo único que aglutine a todos
los campesinos de la Sierra y dirija
la lucha, porque se comprende ya que
la unidad es condición indispensable para conseguir la fuerza necesaria que pueda exigir atención a sus problemas. El Congreso se reunirá en Cayambe, lugar donde ha nacido el movimiento sindical
aborigen, y centro, al mismo tiempo,
del gamonalismo más recalcitrante.
Mas ese
gamonalismo, que teme la unidad de los campesinos indígenas y que comprende el peligro que representa para sus intereses,
trata de impedir de toda forma la reunión del Congreso. Medios legales no tienen a mano, porque nuestra
Constitución burguesa, desde hace mucho ha garantizado la libertad de conciencia y la libertad de reunión. Ante,
este obstáculo, como se hace en nuestros días, se recurre a inventar una presunta subversión del orden y la paz
social por parte de los comunistas, empleando, las poderosas armas que tiene a su alcance y valiéndose de una
nutrida y falaz propaganda de la prensa reaccionaria que secunda con entusiasmo la baja estratagema. El
fantasma del comunismo ‒que tanto aterra a las gentes de mala conciencia‒ está a la orden del día y en
todos los rincones.
Las
autoridades, naturalmente ‒para algo representan a las clases dominantes‒ apoyan con toda decisión a los latifundistas y se
transforman en su eco.
Oíd lo que dice en su Informe a la Nación 1930‒1931 el ministro de Gobierno y Previsión Social:
Las agresividades revolucionarias no me asustan, sin duda;
pero sí creo honroso combatirlas de frente, cuando no tienen por base la verdad y la
justicia: esto es lo que hice, de acuerdo con el señor Presidente de la República y su Gabinete, desde el momento que ingresé al Ministerio y encontré que la República toda estaba próxima a
estallar en la más desastrosa de las
conmociones sociales, poniendo en
grave peligro la vida, la propiedad, la
honra de las familias, el progreso del país, el buen nombre de la patria, amenazados de continuo por la insidia comunista que, en toda forma y a toda hora, está incitando al tumulto y a la rebeldía.
El mismo
ministro, refiriéndose más en
concreto al Congreso
Indígena, manifiesta:
Las autoridades (…) se han concretado, exclusivamente, a
mantener el orden, acudiendo a tiempo, para estorbar la concentración de multitudes subversivas, como aconteció respecto
al llamado Congreso de Campesinos, bajo cuyo nombre se trató de reunir en
Cayambe, en inmenso número, a todas las
comunidades de indios de las provincias interioranas, especialmente de
Tungurahua, León, Pichincha e Imbabura con el
visible y único fin de inducirlas a
cometer desórdenes y provocar conflictos
al Gobierno.
No se
dice en cambio,
como es de rigor en estos casos, de los hechos de fuerza y los múltiples abusos cometidos. Ni siquiera se da cuenta que el
ejército es movilizado a Cayambe en plan de campaña para guardar “el buen
nombre de la patria”. Nada de la persecución tenaz de que son objeto los
dirigentes indios y los revolucionarios marxistas para poner a buen recaudo “la
propiedad” de los señores feudales. Ni una sola palabra sobre la prisión de los
indígenas Virgilio Lechón, Marcelo Tarabata, Juan de Dios Quishpe y Benjamín
Campués, que hasta el diario El Comercio,
se ve en la obligación de publicar. Nada, en fin, de la coerción y violencia
que se ejerce sobre los delegados de provincias para impedir su asistencia al
Congreso.
Tan absurdas y ridículas, son las inculpaciones que
contiene el Informe, que el senador
Pedro Leopoldo Núñez ‒con sensatez y honestidad que le honran‒ después de
viajar a Cayambe e investigar prolijamente los hechos, llega a conclusiones
que desmienten totalmente las afirmaciones del ministro. Y ¡quien lo creyera!,
el serio estudio del doctor Núñez está incluido en el mismo documento
ministerial, como puesto a propósito para que se compare la verdad con la
mentira. Él habla así de la “insidia comunista”:
Esto halaga y convence ‒dice refiriéndose a
la entusiasta defensa que los trabajadores hacen de la “unión y solidaridad de
su clase”‒ que no es un sueño, ni un imposible el mejoramiento del indio.
Varias fuerzas sociales, sin duda, habrán elaborado semejante transformación;
mas no cabría negar que en este sentido ha sido meritoria la obra realizada por
los que se llaman o están tildados de comunistas.
Y sobre la “honra de las familias” aristocráticas,
sobre su acrisolada honradez, se expresa en esta forma: “En el fondo la
cuestión se reduce a que los peones exigen alza de salarios, regulación del
trabajo particularmente de las mujeres, y que se modere el poder omnímodo del
amo. Los hacendados no opondrían
reparos, si el satisfacerles no redundara en disminución de sus
ganancias y menoscabo de sus antiguos atributos señoriles”. Una cuestión de
pecunia, en suma. ¡He allí toda la honra ‒dignidad‒, toda la honradez ‒probidad‒
que se defiende!
La índole del Informe,
todo su veneno, se explican sin embargo: “tienen por base la verdad y la justicia”,
conformadas a medida de las conveniencias de los gamonales y explotadores. El
presidente de la república y su ministro de Gobierno son poderosos latifundistas.[2] Su
gabinete, en su mayoría, está integrado por hacendados y oligarcas de mucha
prestancia. Todos, por lo mismo, enemigos acérrimos de las “conmociones
sociales” que puedan hacer peligrar la institución sagrada de la propiedad,
establecida por Dios para su exclusivo beneficio. Enemigos de todo “tumulto y
rebeldía” que pueda hacer variar el statu
quo de sus bolsillos.
Por lo dicho, la feroz oposición al Congreso Indígena,
que a la postre, determina su fracaso.
Más ni el nuevo revés puede doblegar la moral de los
indígenas ni impedir la prosecución de la lucha. Nuevos sindicatos siguen
formándose, que cada vez con mayor vigor, exigen solución a sus problemas. El
anhelo de lograr la unidad en escala nacional no ha desaparecido, pues en 1934
se logra la reunión de una Conferencia de Cabecillas, que sienta las bases
para alcanzar esa meta.
Dolores, con la dinamia y el entusiasmo que sabe poner
en sus actos, ha participado de manera destacada en este movimiento. Y ha
madurado con rapidez su capacidad en el combate diario e incesante,
convirtiéndose en una dirigente recia y experimentada, que sabe conducir a sus
compañeros por el camino requerido. Solícita, con abnegación admirable, está
lista siempre para ayudar en el sitio que sea necesario, sin rehuir las
dificultades ni desanimarse ante el peligro. Al contrario, como verdadera madre
de su pueblo indio, en esos momentos cabalmente, es cuando se hace notoria su
presencia.
Dolores ha crecido. La promesa que fue, ahora, es
promesa cumplida.
II
A fines de 1930 y principios de 1931, las nacientes organizaciones indígenas realizan su
primera huelga, cuando son desatendidas las
peticiones que presentan a los arrendatarios de las haciendas de la
Asistencia Pública, siendo las principales
las siguientes: aumento y pago de salarios, estabilidad de los huasipungueros,
disminución de las jornadas de trabajo, supresión de toda clase de
maltratos y abolición de la “denigrante
costumbre de las servicias de quienes,
indias núbiles, abusan los empleados de las haciendas”.[3] La huelga dura tres meses,
durante la cual los indígenas se desplazan
masivamente por dos ocasiones a la ciudad
de Quito para pedir justicia a las autoridades, recibiendo de ellas
únicamente promesas. Al final, ante la amenaza
de ser expulsados de sus huasipungos, se llega a un arreglo desfavorable para los trabajadores:
(…) que los peones sueltos ganarán 40 centavos diarios
con derecho a tener todos los animales que quisieran; que los jornaleros de los
huasipungos, percibirán 30 centavos en los días de cosecha; que todas las mujeres que antes no ganaban tendrán 20
centavos diarios en los desnaves, etc.,
faenas que eran ocasionales y que
serían de 3 a 4 días en la semana, y quedando el día sábado establecido como de
"descanso".[4]
Esto es todo. Lo que ofrecen los terratenientes según explicación
aparecida en el diario El Comercio, mezquino ofrecimiento que da la medida de su generosidad, en el caso de que se cumpliera. Pero
lejos de ello, con la ayuda de la fuerza pública, se emprende una feroz represión contra los huelguistas.
Muchos son heridos y cruelmente torturados, otros son expulsados de las haciendas y sus casas incendiadas con todos sus enseres, inclusive, mediante juicios de
secuestro, se retienen animales de propiedad de los conciertos desalojados hasta cuando cancelen las deudas. “El Jefe de
Pesquisas, el Director de la
Asistencia Pública llamado Augusto Egas, y, con un piquete de tropa,
llegaron a las haciendas a imponernos, con el terror, sumisión a despóticos
amos”.[5] Así, tal como exponen las
víctimas de esta infame agresión, los
explotadores pueden imponer el orden. Desde luego, esta es la tradición de nuestros campos.
Ante la
protesta que suscitan estos hechos, el gobierno se ve
obligado a dictar un decreto ordenando el pago de las casas
destruidas, decreto que tampoco se cumple, razón por la que los perjudicados
presentan una solicitud al Senado en
1931 para que se haga efectivo. Allí constan los nombres de todos ellos, entre los cuales se hallan
los de los principales dirigentes de
la huelga, tales como Ignacio Alba y Segundo Lechón de la hacienda “Pesillo”, Florentino Nepas de la hacienda “La Chimba”, Benjamín Campués de la
hacienda “San Pablo-Urco” y de
Virgilio Lechón de la hacienda “Moyurco”. El arrendatario de las dos
primeras haciendas es José Delgado, y Julio
Miguel Páez de las dos restantes.
Jesús Gualavisí juega un papel de primordial importancia
en este momento. Es el encargado de conseguir provisiones y ayuda económica
para los huelguistas, al mismo tiempo de promover la solidaridad de todos los
indios de la zona, cometido que cumple satisfactoriamente gracias a la autoridad
y prestigio de que goza. La huelga, efectivamente, puede sostenerse por largo
tiempo y alcanzar las proporciones que tiene, debido a la gran actividad que
despliega en compañía de algunos revolucionarios movilizados desde Quito.
No obstante la derrota sufrida, los indios no se
doblegan. Al contrario, los trabajadores despedidos de algunas haciendas ‒los arrojados sin pan y sin abrigo a la
inclemencia de la vida como dicen en la solicitud arriba mencionada‒ prosiguen
luchando en los sitios donde son acogidos por sus hermanos de raza, inclusive
formando nuevas organizaciones, como el sindicato de “Yanahuaico” por ejemplo.
Tan cierto es que no hay ningún descanso en el movimiento, que en este mismo
año de 1931, se inician los trabajos para la reunión del primer Congreso
Indígena, pues se comprende claramente la necesidad de conformar una
Confederación que agrupe a todos los indios del Ecuador, a fin de que unidos,
puedan adquirir más fuerza y tener mayor éxito en sus reclamos. La población
de Cayambe es el lugar escogido para este evento.
Pero el gamonalismo no está dispuesto a permitir la
realización del Congreso, para lo cual, con el incondicional apoyo del
gobierno, pone el grito en los cielos e inventa una inexistente subversión
comunista, que según palabras del ministro de Gobierno y Previsión Social,
ponían “en grave peligro la vida, la propiedad, la honra de las familias, el
progreso del país, el buen nombre de la patria”.[6] Para
que tal desastre no suceda, se envían tropas a Cayambe que disuelven a los
indios allí reunidos mediante la violencia, mientras se impide la llegada de
los delegados de las otras provincias. Toda la patraña forjada, a poco queda
al descubierto merced al Informe que
presenta el senador Pedro Leopoldo Núñez, donde queda desvirtuada la mentira
de la conmoción social próxima a estallar de que habla el ministro, a la par
que se denuncia los abusos de los terratenientes y se encomia la labor de los
revolucionarios marxistas. “Ha sido meritoria ‒dice‒ la obra realizada por los
que se llaman o están tildados de comunistas”.[7]
Entre los varios indígenas apresados con este motivo
se halla Jesús Gualavisí, que nuevamente, al igual que en la huelga, se destaca
como uno de los más firmes combatientes y como uno de los mejores
organizadores. También están Virgilio Lechón, Juan de Dios Quishpe, Benjamín
Campúes y Marcelo Tarabata, todos participantes del anterior movimiento huelguístico
y víctimas de la represión, como ya sabemos. Allí están, para probar su
convicción y su entereza.
La lucha prosigue.
En el diario El
Comercio ‒16 de agosto del mismo año de 1931‒ se dice:
Por noticias recibidas por el Ministro de
Gobierno, se tiene conocimiento de que nuevamente se ha tratado de producir un
movimiento de indígenas en Cayambe. Parece que se ha logrado reunir a
quinientos indios, los que encabezados por el doctor Ricardo Paredes y el
Senador Maldonado Estrada, han penetrado en la población de Cayambe. Los
pobladores se han levantado en masa contra los indígenas y sus cabecillas, a
quienes han obligado a poner los pies en polvorosa. Las autoridades para evitar
una grave agresión, han intervenido y han puesto al doctor Paredes a buen
seguro por medio de una escolta. El paradero del Senador Maldonado Estrada se
ignora.[8]
Esto dice la prensa burguesa. No se trata sino de una
concentración de indios reunida para protestar por los abusos de los
terratenientes y reclamar por sus derechos. Es la escolta policial, con la
ayuda de unos pocos sirvientes de los hacendados ‒no las masas como se dice‒
la que disuelve la manifestación indígena. El doctor Ricardo Paredes es
simplemente apresado, pues los hombres de izquierda nunca han sido protegidos
por la policía.
Mas el gobierno, al constatar que los métodos
represivos para destruir el movimiento indígena no han dado los resultados
esperados, sin abandonar estos en ningún momento, opta por utilizar otros más
sutiles y engañosos, aparentemente encaminados al amparo del indio. A raíz de
la disolución del Congreso de Cayambe se empieza a crear los llamados Comités de Defensa de la Raza Indígena,
encargados dizque, según consta en una Circular del ministerio de Gobierno dirigida
a los gobernadores, de velar porque no se usurpen sus tierras y se respeten los
huasipungos que tienen en las haciendas, investigar si los salarios
corresponden a los servicios prestados e impedir que se ocupe a sus mujeres y
niños en servicios gratuitos, entre otras disposiciones en la letra plausibles.[9] El
engaño se encuentra en el hecho de que tales Comités están constituidos por el
jefe político, un representante de los hacendados y otro de los indígenas
designados por el ministerio a petición del gobernador de la provincia, el
párroco y el director de la escuela central de la localidad, es decir que son
conformados por una mayoría contraria totalmente a los intereses del indio,
que de ningún modo puede cumplir ni poner en práctica las medidas descritas,
sino más bien propender a lo contrario. Dependientes directos del gobierno, al
cual tienen que informar mensualmente sobre el estado de los indios y los
conflictos que se susciten entre ellos y los propietarios, no son otra cosa que
organismos de control y espionaje. Felizmente su actividad es nula, debido
principalmente a la hostilidad de los indígenas que enseguida comprenden sus
verdaderos fines, y pronto pasan a mejor vida.
[1] Tomado de: I) Oswaldo Albornoz Peralta,
Dolores Cacuango y las luchas indígenas
de Cayambe, Guayaquil, Ed. Claridad, 1975, pp. 21-30; II) Oswaldo Albornoz Peralta, Jesús Gualavisí y las luchas indígenas en el
Ecuador, en Los comunistas en la historia
nacional, Varios autores, Guayaquil, Ed. Claridad, 1987, pp. 170-175.
[2] El presidente es Isidro Ayora y
su ministro es Luis Larrea Alba.
[3] Solicitud presentada al Senado en 1931. Archivo del Poder Legislativo.
[4] VV. AA., Ecuador: cambios en el agro serrano,
Flacso / Ceplaes, Quito, 1980.
[5] Solicitud presentada al Senado
en 1931.
[6] Informe del Ministerio de
Gobierno y Previsión Social a la Nación. 1930-1931.
[7] Ídem.