Hace 80 años se publicó en México la primera edición de La Hoguera Bárbara, la célebre biografía de Eloy Alfaro escrita por Alfredo Pareja Diezcanseco. Al año siguiente Oswaldo Albornoz, con el seudónimo Juyungo, publicó en Surcos, Órgano de la Federación de Estudiantes Universitarios de Quito, la siguiente reseña:
LA HOGUERA BÁRBARA
Alfredo Pareja Diezcanseco, el renombrado autor
de El muelle, hermosa novela del terruño ha entrado, quizá para siempre,
en el difícil campo de la biografía. Y lo ha hecho con pie derecho, como suele
decirse vulgarmente. Su última obra, titulada con todo acierto La hoguera
bárbara, en la que describe con hermosos matices la vida del gran caudillo
Eloy Alfaro es, a no dudarlo, una producción maestra. Y no otra cosa podía
esperarse de pluma que raya a tanta altura.
Rompiendo los viejos cánones,
desechando los métodos antiguos, nos hace una narración amena, llena de vida y
colorido, de una etapa crucial, culminante de la historia ecuatoriana. Abandona
aquel género de biografía, que, a fuer de amontonar datos, de llenar las
páginas con fechas, produce cuadros aletargados y sombríos, y con sueño, alejados
de la realidad inquieta y en perenne movimiento.
Es decir, que como Zweig y Ludwig, se aparta
de aquella biografía de epitafio, con silencio sepulcral de cementerio que, por
ende, sólo puede tener interés para las ratas que roen los archivos, o para
sabios eruditos, miembros de honorables academias. Pero la misión del biógrafo
no es esta. Su deber es escribir para el pueblo, de donde surgen, empujados por
la marea incesante de las fuerzas productivas, los hombres cuyas vidas
relatan. Y esto es lo que hace Pareja Diezcanseco. Por eso, el valor de su obra.
Además, las bellas descripciones del paisaje, que
por su policromía y variedad parecen arrancados del seno mismo de la
naturaleza, contribuyen a realzar los méritos de la biografía. Junto con el
vaivén de la alfarada, de la prieta y sudorosa montonera, el autor nos
lleva desde el mar al altiplano, desde la tierra baja poblada de manglares
hasta las montañas níveas que besan a las nubes, por caminos de singular
encanto y hermosura. A través de los bosques costaneros, verdes de tanto
paludismo, por barrancos y senderos increíbles, abiertos en la panza granítica
del Ande, nos muestra dos mundos opuestos y distintos. La Costa y la Sierra.
Dos geografías que la revolución burguesa, encarnada en Alfaro y sus soldados,
quería unir con los brazos de acero
de los rieles.
Empero, el valor de la obra de Pareja Diezcanseco
no se basa únicamente en los puntos anotados. Su mérito mayor consiste,
principalmente, en la justa interpretación del fenómeno histórico que
representa Alfaro. El protagonista ya no se halla revestido de aquel ropaje
providencial, ya no es el semidios venido a la tierra para cumplir
misión divina, como cándidos historiadores presentaban a sus héroes. Al
contrario, allí, el Viejo Luchador no es sino el hombre de una clase. Se
pertenece a la naciente y revolucionaria burguesía, engendrada entre el
bullicio de las primeras fábricas y, sobre todo, entre la blanca estela que
dejan los barcos cargados de cacao. Es hijo de un comerciante y el mismo ejerce
el comercio. Por eso, su ardiente defensa de los principios liberales,
ideología de avanzada en ese entonces. Y por eso también, su espada, sirvió a
los intereses de esa causa.
Quizás hubiera sido menester, para una visión más
clara del hecho histórico, una descripción previa del panorama económico de la
época, pues que, de allí, en definitiva, se origina la trayectoria de todos los
caudillos. El autor diluye este aspecto, se podría decir por dosis, en cada una
de las páginas de su obra, suprimiendo así, la apreciación de conjunto. Mas
esto, de ninguna manera le quita fondo, ya que siempre aparece como gestando, tal
vez sin la luz suficiente, la Revolución que culminó un cinco de junio en
Guayaquil, la ciudad donde convergían, y aún siguen convergiendo, las
esperanzas de este pueblo adolorido.
Si se quiere, metafóricamente, el general Eloy
Alfaro es para Pareja Diezcanseco el brazo ejecutor del Partido Liberal, órgano
político de la clase burguesa. Por esta razón, los postulados que propugna no
son otros que aquellos necesarios para su libre desarrollo. Son los mismos,
adaptados al medio, con un matiz criollo, que aquellos que tan ardientemente
fueron defendidos, en la Francia lejana, por los vehementes jacobinos. Aquí
también, se esgrime la pluma y la acerada espada, contra el clérigo holgazán y
sibarita. Se rompe lanzas contra los poseedores de la tierra –gamonales y
frailes– para libertar los brazos de los indios. Se predica el laicismo y la
libertad de pensamiento. La Igualdad de los hombres y la igualdad de los
sexos. Y, especialmente, la necesidad imperiosa de la unidad nacional,
estrechada con los lazos polvorientos de las carreteras y el cálido mensaje de
las locomotoras. Porque todo esto, beneficiaba los intereses de la burguesía.
Y otra vez, la Costa y la Sierra. Pero ya no
describe los paisajes. Nos muestra ahora, la realidad humana. La primera roja,
con el fuego de una revolución en marcha. La segunda blanca, fría, como la
nieve de sus montañas, como el alma de sus hombres, indiferente y adormecida,
por largos siglos de esclavitud ignominiosa. En la una, el comercio de la pepa
de oro empujaba la transformación. En la otra el feudo, con sus indios
impávidos y viviendo fuera del tiempo, trataba de impedir la realización de
sus propósitos. Es decir, las fuerzas del progreso, frente a las fuerzas del
oscurantismo y la ignorancia.
Después de enconada lucha, de encuentros mortales
en medio de la selva o sobre los riscos glaciales de la serranía, descritos
con gran patetismo, nos lleva Pareja hasta el triunfo de la clase nueva.
Los tozudos enemigos habían sido vencidos. La
bandera de los Derechos del Hombre, el pendón rojo de las libertades, flameaba
por vez primera, en el cielo límpido de la colonial ciudad de Quito. Se
iniciaba el nuevo gobierno. Gran parte de los principios liberales, ayer nomás
tildados de heréticos, pasaban a formar parte del acervo jurídico de la república.
Se dictaba la Ley de Patronato y la Ley de Manos muertas. Se decretaba
el matrimonio civil. Se abolía el concertaje y se hacía realidad la enseñanza
laica. Sobre el lomo de la cordillera, el ingeniero Harman, soñador y
aventurero, trazaba planes atrevidos. En los cafés de barrio, en las plazas y
en las calles, se hablaba del contrato Charnacé y de otras empresas fabulosas.
Y por fin, la Convención de 1906, promulgaba una Constitución liberal y
progresista.
La esperanza parecía sonreír a la patria
ecuatoriana. Pero la reacción no estaba muerta. Como siempre, como ahora,
trabajaba en la sombra, en la negra caverna donde vive. Muchos hombres de la
revolución fueron corrompidos por el oro de los terratenientes, con quienes
pactaron vergonzosamente mediante alianzas matrimoniales. Hombres del
latifundio, como Freire Zaldumbide, se llamaban liberales. Era el caos. La promiscuidad.
Y cosa natural, por tanto, no se cumplió la segunda etapa de la transformación.
Todo quedó en teoría y la ley se convirtió en letra muerta.
Se traicionaba así los principios de Alfaro, de
Peralta y de Moncayo. El feudalismo quedaba intacto. La industrialización y
progreso material del país, por realizarse. No se había pues verificado la
síntesis.
Y como epílogo de todo, Pareja nos descubre el
cuadro trágico de La hoguera bárbara. Desde el principio hasta el fin.
Huigra, Yaguachi y Naranjito. El planeamiento del crimen. Los movimientos arteros
de todos los Semíramis. Y al final, el holocausto canibalesco del 28 de Enero
de 1912.
La revolución burguesa no se ha hecho todavía.
Pero tendrá que hacerse, porque el carro de la historia avanza siempre. Mas no
será el liberalismo quien la haga. Han aparecido nuevas fuerzas, jóvenes y
pujantes, que realizarán esa obra. Y será, quizá, bajo su control y en la forma
de una NEP[1] un poco larga.
[1]
Siglas de Nueva Política Económica: propuesta de Lenin llamada capitalismo de Estado,
como fase previa para el desarrollo del socialismo en la URSS.