Historia de la acción clerical en el Ecuador
Desde la conquista hasta nuestros días
UN LIBRO QUE HACE MEDIO SIGLO ORIENTÓ LAS CIENCIAS SOCIALES HACIA
UNA NUEVA INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD ECUATORIANA
César Albornoz
En
letra menuda, al final de su última página, se lee: Este libro se terminó de imprimir el 30 de Mayo de 1963, bajo la
gerencia de la señorita Luisa Gómez de la Torre. Y se agrega un párrafo
explicativo: La publicación de este libro
ha sido posible gracias al auspicio de distinguidos artistas e intelectuales de
esta ciudad, que en esta forma –elevada y llena de hidalguía- han querido
contribuir a la lucha de nuestro pueblo por un futuro libre de explotadores,
comprendiendo, que el mérito que puede tener este trabajo, no es otro, que el
propender al cumplimiento de tan noble objetivo. Para ellos, el agradecimiento
del autor.
Mes y
medio después, coincidiendo en el tiempo con el retiro de los libros de la
imprenta, es derrocado el presidente Carlos Julio Arosemena Monroy por la Junta
Militar que lo reemplaza en el poder. Tenía entonces seis años de edad y
todavía recuerdo como en sendos costales de cabuya mi padre arrumaba debajo de
la gradas de madera de la antigua casa donde vivíamos, los mil libros de la
primera edición de la Historia de la
acción clerical en el Ecuador. Desde la conquista hasta nuestros días.
Tenía un justificado temor de que lo publicado con tantas dificultades sea
confiscado por esa caterva de gorilas galonados colocados con complicidad
yanqui en la conducción política del país.
De
esos costales salían los ejemplares que con suma cautela le ayudaban a
distribuir sus camaradas en la capital y otros lugares del país en una riesgosa
labor de difusión. Al autor le preocupaba, además, recuperar el dinero reunido
pacientemente por su abnegada camarada Luisa Gómez, para poder devolver a los
intelectuales y artistas los aportes que habían hecho para su publicación,
entre ellos, Benjamín Carrión con la cuota más alta. Oswaldo Guayasamín había
contribuido con lo que mejor sabía hacer: una sangrienta cruz roja con rostros
de obesos frailes y prelados para la portada, simbolizando la cruel explotación
a la que habían sometido a los pueblos de nuestras tierras desde que llegaron
en carabelas junto con los conquistadores europeos.
Si
algún investigador buscase en la prensa de la época o de años posteriores
alguna reseña de este libro precursor de la interpretación marxista de nuestra
historia, perdería su tiempo. El silencio es para las clases dominantes uno de
sus métodos favoritos de censura. Solo en la revista de izquierda Mañana, dirigida por Pedro Jorge Vera,
se comunica sobre su aparición y se recomienda su lectura:
Un libro
necesario, que pone al desnudo la tremenda trayectoria de la Iglesia en nuestro
país. Documentación rica, enjuiciamiento severo, palabra clara, fresca,
demoledora.
No
podía ser menos: Oswaldo Albornoz Peralta es un ensayista de los verdaderos,
combativo periodista, investigador apasionado.
Desde
el próximo número publicaremos extractos del libro y comentarios sobre el
mismo. Por hoy, felicitamos calurosamente a su autor y recomendamos al pueblo la lectura de este libro extraordinario.
El
entonces joven profesor de la Facultad de Jurisprudencia de nuestra
Universidad, Rodrigo Borja Cevallos, es otra de las honrosas excepciones de la
regla. En un artículo de La Razón de
Guayaquil califica a la obra como “el libro más valiente que se ha escrito en
el país sobre esta materia”.
Pronto
se convierte en fuente obligada de consulta, varios profesores lo utilizan como
texto en sus clases en colegios y universidades. La joven intelectualidad de izquierda
lo lee y cita en obras que constituyen patrimonio de nuestras ciencias
sociales.
Jorge
Núñez rememora años más tarde el impacto que le causó su lectura cuando, allá
por el año 1967, cursaba sus primeros años universitarios:
"Por entonces también bebimos, en páginas
impresas, de la sabiduría de otros maestros, personalmente desconocidos, pero
igualmente significativos en nuestra formación.
El principal de esos
maestros lejanos, cuyo magisterio marcó con fuego nuestro espíritu juvenil, fue
don Oswaldo Albornoz Peralta, un historiador autodidacta y de vocación
revisionista, cuyos primeros libros empezaban a circular entre la juventud
progresista, que los buscaba en librerías populares y de corte alternativo,
pues su autor era un autor comunista, poco o nada atractivo para las librerías
importantes de la época.
Recuerdo
la fruición y sorpresa con que leí por entonces su Historia de la acción clerical en el Ecuador. Desde la Conquista hasta
nuestros días (…) Fue el segundo campanazo que la ciencia de la historia
dio en mi corazón y vino a sumarse a ese primer campanazo que recibiera en la
cátedra de Jaime Arturo Chiriboga (…) Fue así que en la tierra abonada por el
doctor Chiriboga, cayeron las semillas esparcidas al boleo por don Oswaldo
Albornoz, un maestro de juventudes que ejercía su cátedra desde la privacidad y
modestia de su vida personal, y solo a través de sus libros, que causaban en
nosotros ese acto de deslumbramiento que provoca siempre una verdad largamente
oculta y finalmente desvelada.
En
realidad, la Historia de la acción
clerical en el Ecuador es una obra innovadora que impresiona por múltiples
aspectos. Desde la metodología, es una monumental investigación documental
basada en 180 fuentes bibliográficas: todas las historias del Ecuador -desde la
de Juan de Velasco, Pedro Fermín Cevallos, González Suarez, Juan Murillo,
Marieta Veintemilla, Roberto Andrade, hasta las de más fácil consecución en su
tiempo como las de Oscar Efrén Reyes o Jorge Luna Yépez-, constituciones,
leyes, códigos y reglamentos, monografías provinciales, actas de cabildos,
cédulas reales, crónicas, reminiscencias y testimonios, epistolarios,
biografías, folletos antiguos –verdaderas rarezas bibliográficas-, informes
ministeriales, boletines de estadísticas, estudios de otros países
latinoamericanos para las necesarias comparaciones y generalizaciones, revistas
y periódicos de todas las épocas, encíclicas, pastorales, breves, circulares e
instrucciones eclesiásticas, hasta novelas de denuncia social: un verdadero
trabajo de exploración exhaustiva de todas las fuentes posibles, para encontrar
los datos que sustenten con veracidad y fiabilidad sus tesis sobre tan
escabroso tema.
Y la
interpretación, desde la teoría marxista, que si bien ya se había aplicado a
otros temas particulares de la realidad nacional por algunos pocos autores como
Ernesto Miño Pico, Ricardo Paredes, Joaquín Gallegos Lara, Méntor Mera, Manuel
Agustín Aguirre y Pedro Saad, sin lugar a dudas, es el primer intento serio en
nuestras ciencias sociales de interpretar desde ese enfoque teórico la historia
ecuatoriana en un período tan extenso: desde la colonia hasta los años sesenta
del siglo XX.
Tómese
en cuenta que la investigación es realizada por una sola persona, sin auspicios
económicos ni apoyo logístico de ninguna institución. Es más, el investigador
para sobrevivir trabajaba como empleado público en la Corte Suprema de Justicia
y muchas horas del día dedicaba también a la actividad política como dirigente del
Partido Comunista del Ecuador. Era esa época heroica de los revolucionarios
ecuatorianos que no aspiraban nada a cambio de su trabajo, su mayor recompensa
era poder llegar con sus ideas esclarecedoras a los sectores populares más
conscientes para que, conociendo la oprobiosa realidad nacional, asuman con más
ímpetu su papel motriz en el proceso de transformación socialista de nuestra
patria.
Libro
pionero que en la década siguiente tendrá continuadores de la talla de Agustín
Cueva con El Proceso de dominación
política en el Ecuador (1972), coautor
de Ecuador pasado y presente (1975) donde
junto con Fernando Velasco, José Moncada, René Báez y Alejandro Moreano, suman
nuevas voces a otras, como la de Elías Muñoz Vicuña –La guerra civil ecuatoriana (1976)–, para explicar nuestra realidad
desde un análisis marxista. En todos esos estudios Oswaldo Albornoz será un
referente obligatorio ya sea con el libro que motiva este artículo, o con Del crimen de El Ejido a la revolución del 9
de Julio de 1925, que había publicado en 1969.
Página
tras página del libro que reseñamos, estructurado en cinco capítulos
correspondientes a iguales períodos históricos de la evolución de nuestra
sociedad ─la conquista y la colonia, las luchas por la independencia, la
república hasta la revolución liberal y desde el ocaso del alfarismo hasta 1960─ van saliendo verdades cuidadosamente silenciadas por la
historiografía oficial. Verdades que, literalmente, como rayos en medio de la
oscuridad de sus conciencias, indignan a quien las lee.
En el
primer capítulo se denuncian todas las formas de enriquecimiento utilizadas por
la Iglesia para convertirse en la mayor propietaria feudal de extensos
territorios de la Real Audiencia de Quito: donaciones y mercedes reales,
compras y usurpaciones, composiciones, herencias y donaciones pías, cofradías,
capellanías y censos, o las terroríficas misiones. Además, todos los mecanismos
de explotación que usan las órdenes monásticas para someter a la población
indígena y mestiza en el arduo trabajo de sus tierras y negocios: concertaje,
mitas, obrajes y la esclavitud de africanos traídos para sus haciendas
tropicales o subtropicales. Servidumbre y esclavitud como relaciones sociales
predominantes en la sociedad de entonces, lógicamente tenían que generar
numerosas rebeliones: los shuar, cofanes, cocamas, aushiris, cunivos, campas, piros,
gaes, cahuamares, cahuaches, yaguas, payaguas, protagonizan sendas
sublevaciones en la región oriental para impedir su sojuzgamiento. Igualmente
innumerables levantamientos indígenas en todos los confines de la Sierra, según
prolijo recuento hecho por el autor.
Clero de vida corrupta y relajada se dedica a todos los negocios posibles para
obtener sus pingües ganancias: siembra y venta de coca, de aguardiente, usura,
compra y venta de esclavos, etc., etc.
Con
tan inmenso poder económico, la Iglesia juega un papel preponderante en la
política y en la vida espiritual de la sociedad colonial. Controla todo el
sistema educativo y las ideas que circulan solo pueden ser las que ellos
permiten, pues, con la inquisición adaptada a nuestro medio, controlan y neutralizan
todas las que consideran atentatorias a sus intereses, concretamente el
humanismo y la ilustración que se están desarrollando en Europa y que
inevitablemente cautivan a las mentes más lúcidas de nuestro continente.
Persuasión
y represión para impedir cualquier brote de librepensamiento, con todos los
recursos a su alcance: la catequización, la doctrina, las cofradías, escuelas,
colegios y universidades son las instituciones sometidas a escrutinio,
descubriendo sus contenidos ideológicos para el control de las conciencias. Se
desmitifica al mismo tiempo la fábula que todavía repiten hasta prestigiosos
historiadores sobre el “inmenso aporte cultural” de los curas coloniales. Si su
papel era poner mordaza a cualquier pensamiento opuesto a su visión feudal de
la vida, ese clero retrógrado se convierte en el instrumento represor más
eficiente de toda protesta popular, en el mejor aliado del poder metropolitano
de los chapetones incrustados en todos los órganos políticos de la Audiencia.
Y al
tratar el complejo proceso de la Independencia, en el segundo capítulo, nos
descubre la intrincada estructura social configurada en tres siglos de
coloniaje, con todas sus contradicciones sociales y pugna de intereses que han
madurado en esta época: las clases dominantes locales y su esencia feudal, sus
antagonismos con el poder metropolitano y la situación de las masas populares. Y
lógicamente, el triste papel del clero en esa vorágine de oposición de ideas,
de aspiraciones políticas y luchas en todos los campos que una revolución
desata, hasta llegar a lo inevitable, por el grado de contradicciones
acumuladas, la resolución del conflicto por medio de las armas. Se describe
toda la variada gama de actores sociales: transaccionistas monárquicos,
republicanos, demócratas e insurrectos que optan por la vía armada para la
liberación nacional, en la que, por fuerza de la necesidad histórica y las condiciones
internas y externas, se involucran amplios sectores populares. Devela en esa
arena de confrontaciones las mezquindades de quienes, por mantener intocada la
estructura económica de la sociedad, enfrentan a los sectores más progresistas que
se empeñan en reorganizarla según sus convicciones liberales, en sintonía con
la modernidad que invade el planeta.
La inmensa
mayoría de los miembros de la Iglesia fiel a Roma y a la corona, defendiendo
sus cuantiosos intereses materiales, es retratada en toda su catadura
antiindependentista: traiciones, excomuniones, sabotaje, organización de
batallones monárquicos, publicación de panfletos, el púlpito convertido en
tribuna contra la independencia, son entre tantos otros los recursos a los que
recurre para atentar en contra de la emancipación. Al frente de todas esas
acciones, un largo listado de obispos, provisores, vicarios, rectores de
colegios, superiores y priores, padres y curas, blandiendo todas sus armas para
sofocar la lucha de los patriotas. Solo unos pocos clérigos de extracción
popular pliegan a la causa de la independencia. Destaca además, lo que pocos
hacen en la historiografía nacional, el papel del pueblo como principal
artífice de la epopeya libertaria, pues, sin su concurso, ésta jamás hubiera
acontecido.
Sin
negar los importantes logros que se consiguen con la liberación de la monarquía
española, deja en claro en el tercer capítulo, el carácter oligárquico
terrateniente que se instaura en la naciente república y que predominará a lo
largo de todo el siglo XIX, con constituciones a la medida de las conveniencias
de los dueños de los inmensos latifundios tanto seglares como eclesiásticos.
Adueñada la nueva clase dirigente de todos los órganos del poder político – congreso,
ejecutivo, Consejo de Estado, cabildos, tribunales electorales, juntas
parroquiales–afianza su hegemonía con la alianza clerical.
Una
tenaz oposición a todo lo que signifique progreso o justicia social es la
característica del clero también en el primer siglo republicano. El patronato,
el fuero eclesiástico, la supresión de diezmos, o cualquier reforma que atente
contra su poder o bienes, encrespa su entrenado hábito a la furibunda condena.
Se junta con los terratenientes, por ejemplo, para impedir la manumisión de los
esclavos y cuando eso ya no es factible, investidos de parlamentarios, exigen ser
indemnizados monetariamente según el precio de su “propiedad”.
Pero
nunca su poder fue mayor que en el régimen teocrático garciano. El tirano y el
clero arodillan la Patria ante el altar de Dios, la soberanía nacional queda
supeditada a la voluntad del sumo pontífice romano, se decreta pena de muerte
para cualquier ecuatoriano que ose cambiar la religión católica por otra, al
ejército lo convierten en obediente instrumento de sus disposiciones, se
bautizan sus regimientos con denominaciones religiosas y se les dota de un
capellán para adoctrinar a la tropa; se amordazan todas las libertades y todas
las leyes ecuatorianas quedan supeditadas al oprobioso Concordato convertido en
Ley suprema del Estado por obra y gracia
del santo del patíbulo.
Y la
jerarquía de la Iglesia ecuatoriana, conformada en su absoluta mayoría por
acaudalados miembros de familias latifundistas, impone un marcado carácter
feudal a la sociedad ecuatoriana. Acrecentado su poder espiritual con el
político, que esos mismos personajes ocupan en los más altos cargos del Estado
(Congreso, Consejo de Estado, rectorados de universidades) se convierten en el
aliado perfecto de todas las expresiones conservadoras: garcianismo y
progresismo, y en los más encarnizados enemigos
de aquellos sectores populares que pliegan al liberalismo en su justo anhelo por nuevos
rumbos para el país.
Triunfante
el liberalismo alfarista, materia del cuarto capítulo, el clericalismo lo ataca
por todos los frentes sin escatimar en los recursos: pastorales, sermones desde
el púlpito y en los confesionarios, conformación de batallones de nuevos
cruzados, incluso con mercenarios colombianos, para lo que abren sus rebosantes
arcas con el fin de detener a los herejes,
y anticristos. No les importa
incurrir en la traición, tratando de provocar un conflicto con el vecino del
norte que es evitado por la sagacidad de la diplomacia ecuatoriana.
La
cruenta guerra civil que se prolonga durante toda la primera administración del
general Eloy Alfaro, verdadera contrarrevolución conservadora azuzada por la
Iglesia, convierte al país en un campo regado por cadáveres en casi todas las
provincias de la serranía.
Luego,
toda reforma que emprende el liberalismo gobernante encuentra su feroz
oposición: libertad de cultos, abolición de impuestos que pesan sobre los
indígenas, Ley de Patronato, separación de la Iglesia y el Estado, la ley de
divorcio, la enseñanza laica, la Ley de Beneficencia que temporalmente pone fin
al latifundismo clerical, o la construcción del Ferrocarril de Sur. Defensores
del oprobioso concertaje, junto con los terratenientes, se oponen a los afanes
que la emergente burguesía necesita implementar para su desarrollo: ampliación
de mercados, fomento agrícola e industrial, circulación de capitales y
movilidad de la riqueza. Por eso, el anticlericalismo de los ideólogos más
radicales como inevitable expresión de su lucha de clases.
Fracasada
su estrategia del combate armado recurre a una más sutil, la del caballo de
Troya. Para minar al liberalismo radical por dentro y frenar la revolución
introduce a terratenientes en el aparato del Estado, forja matrimonios entre
generales liberales y linajudas damas de la aristocracia. Muchos de los
conversos jugarán más tarde el detestable papel de victimarios de los más
destacados líderes del radicalismo el 28 de enero de 1912.
Tras
la derrota de la revolución liberal liderada por Alfaro, después del bárbaro
holocausto de El Ejido, se ponen las bases del nuevo poder político, fundamentado
en una entente oligárquico–burguesa, conformada por terratenientes y banqueros,
que dominará el país a lo largo de todo el siglo XX, bajo todas sus posibles
transmutaciones. Es lo que el autor trata en el quinto y último capítulo. Las
clases dominantes, en su larga luna de miel liberal–conservadora para en
mancomún explotar al pueblo ecuatoriano, son descritas en sus más tenebrosas
facetas. Bancos y Asociaciones Agrícolas, Cámaras de la Producción y partidos
políticos con las más cínicas denominaciones, asoman como las organizaciones que
hacen viable su ilimitada ansia de enriquecimiento. Todas esas instituciones,
con la prensa de vocera, financian campañas presidenciales y los famosos
fraudes electorales. Al mismo tiempo se testifica el inusitado auge de la
actividad del pueblo que desengañado de conservadurismo y liberalismo
entreguista forja sus propias expresiones políticas para luchar por una
democracia que reivindique sus más caros derechos. Y paralelo a ello, la
acentuada penetración del imperialismo yanqui, con la presencia directa de
asesores, como sucede en el gobierno de Ayora para “modernizar” el país según
sus conveniencias de control y dominio.
Se
analiza esa turbulenta década de los 30 a los 40, marcada por una enconada
lucha de clases y su inestabilidad política reflejada en el inédito hecho
histórico de tener 15 gobernantes, en sucesivas efímeras administraciones, tras
sendos golpes de Estado o descalificaciones parlamentarias. Todos,
representantes de las oligarquías costeñas o serranas, con la meritoria
excepción de la dictadura del general Alberto Enríquez Gallo que deja de legado
el Código del Trabajo y sus valientes medidas para frenar los exagerados
privilegios de las compañías extranjeras. Velasquismo, galoplacismo,
socialcristianismo advendrán luego en la defensa de los intereses de siempre de
los explotadores, ya no solo con sus representantes sino con miembros de su
clase, como Plaza y Ponce, poderosos terratenientes. Con el último, el
consevadorismo hasta recupera directamente el poder después del asesinato de
Alfaro.
En
ese ambiente político el clero, tema central del libro, es radiografiado como
aliado incondicional de todo cuanto signifique golpes a las conquistas
alfaristas. Se demuestra como recupera con creces –gracias al Modus Vivendi
establecido por el dictador Páez y a las prebendas que le otorgan la mayoría de
los siguientes gobiernos– su poderío económico: la educación, extensos
latifundios en Costa, Sierra y Oriente, masiva traída de clérigos extranjeros
reaccionarios. “Así como el pez no puede vivir sin agua, la Iglesia, sin duda
por su esencia feudal, no puede vivir sin tierras”, nos dice el autor.
Expropiada por la Ley de Manos muertas en 1908, recurre al principio a todo
mecanismo, incluso los non sanctos,
para adquirirlas nuevamente: a nombre de personas de confianza, formando
compañías anónimas, compras sin hacer constar el carácter religioso de los
compradores, hasta 1937, cuando merced al Modus Vivendi puede reconstruir
abierta y legalmente sus inmensos latifundios. En 1947, según el Catastro de Predios Rústicos consta ya
como propietaria de 133 latifundios, que según apreciación del autor seguramente
son más porque no hay datos para la provincia de Loja, de la Costa y del
Oriente. Más que las expropiadas a los jesuitas en la Colonia, concluye, y el doble que las expropiadas por la Ley de
Beneficiencia de 1908. En años
posteriores sigue incrementando sus propiedades. Solo en el cantón Cañar en
1962 posee 38.000 has, con las concesiones de Camilo Ponce se convierte en el
mayor latifundista del Oriente ecuatoriano. Cosa parecida en la Costa en la
provincia de Esmeraldas y Los Ríos (100.000 has. le cede en ésta el gobierno en
1959) La Iglesia se convierte en la mayor propietaria de tierras, superándole
incluso al Estado.
Tierras
del clero trabajadas por huasipungueros, partidarios, arrendatarios y
jornaleros, hasta trabajadores gratuitos, es decir, todas las formas de
explotación que utilizan los gamonales particulares. Indígenas serranos y de
las selvas orientales, montubios y campesinos costeños, sometidos a formas de
trabajo precario, o míseros salarios. Estas las razones para que junto con los
demás latifundistas sean enemigos acérrimos de la Reforma Agraria. Se convierte
la Iglesia ecuatoriana en aliada del imperialismo que con el latifundismo,
según afirmación del autor, son los mayores enemigos del pueblo ecuatoriano.
Protestantes y católicos, olvidando viejas rencillas ahora trabajan juntos para
desarticular cualquier organización en el campo y mantener el latifundismo. Se
oponen a los Censos Agropecuarios para que no se sepa la magnitud de sus
propiedades.
Y a
los latifundios se suma un crecido número de propiedades en las ciudades:
terrateniente y casateniente. Negocios bancarios, industriales y comerciales,
estaciones de radio y el gran negocio de la educación en todos su niveles,
subvencionado en gran medida por el Estado, completa el cuadro de su poderío
económico. Agréguese a todo lo anterior las limosnas de los fieles, las
subvenciones del erario público, las exoneraciones arancelarias para
importaciones, con lo que buena parte del presupuesto del Estado pasa a sus
manos: se calcula por lo menos el 25% de la renta nacional. Y de sus elevadas
ganancias, gran parte se convierte en fuga de capitales, con lo que la Iglesia
es responsable directa de la pobreza y subdesarrollo del país. Trabajadores,
obreros, inquilinos, profesores, consumidores, son explotados para el
engrandecimiento económico del clero, convertido así en patrón y guardián, al
mismo tiempo de los intereses de las clases dominantes.
Otros
temas tratados en este capítulo final son la intromisión en las organizaciones
sindicales para frenar su lucha; la franca labor ideológica contra el
socialismo y el comunismo, para lo que forma y dirige organizaciones dedicadas
a ese fin. Así de poderosa la Iglesia en nuestra patria, “llena de recursos y
con sus tentáculos en todos los resquicios de la nación”.
Institución
constituida en las postrimerías de la sociedad esclavista romana y consolidada
en largos siglos de feudalismo, su esencia será esta última, aunque
camaleónicamente se adapte a los avances que por su desarrollo se dan en la
sociedad. Esa esencia reaccionaria, retrógrada, intolerante, supersticiosa y
fanática no se abandona y brota siempre para contraponerse a los que luchan por
las libertades humanas. Los brotes de progresismo y sintonización con las
demandas de los pueblos, nos demuestra el autor, son casos aislados,
particulares y generalmente sancionados de inmediato, pues no está dispuesta a
tolerar en su seno disidencias y heterodoxias que minen las bases de su
edificio forjado para la sumisión, obediencia y control de las conciencias. Así
funciona y solo los ilusos pueden esperar de la Iglesia oficial otra visión del
mundo.
Clásico
de nuestras ciencias sociales, La
historia de la acción clerical en el Ecuador, medio siglo después de
escrita mantiene su vigencia en múltiples aspectos por la fuerza de sus
argumentos y la veracidad de lo que en sus páginas se denuncia. Quien quiera
entender las causas de palpitantes problemas nacionales irresueltos todavía, seguro
encontrará en su lectura valiosas respuestas.