lunes, 28 de marzo de 2016

29 de marzo de 1966: fin de la dictadura militar


29 de marzo de 1966: la historia nos recuerda como hace medio siglo la “columna vertebral” de la patria, como llaman ahora algunos altos oficiales retirados a las Fuerzas Armadas, jorobaron al país durante la Dictadura de la Junta Militar de los años sesenta del siglo pasado.



29 DE MARZO DE 1966: FIN DE LA DICTADURA MILITAR[1]



Oswaldo Albornoz Peralta


El 11 de julio de 1963, pese a que había cedido a la presión yanqui y roto las relaciones diplomáticas con la república de Cuba, Carlos Julio Arosemena es derrocado por orden perentoria de la Embajada de los Estados Unidos.

Una junta militar ha usurpado el poder.

Sus miembros no son deliberantes: obedecen dócilmente los dictados de Washington. La línea política que deben seguir está trazada desde allí y no pueden apartarse ni siquiera un milímetro. Esta línea tiene dos rasgos fundamentales:

1)      Un anticomunismo cerrado y cerril, y
2)      Una orientación económica de tipo reformista, acorde con la doctrina de la Alianza para el Progreso, inventada para apartar a los pueblos de América del camino señalado por la gloriosa Revolución Cubana.

Obedientes y no deliberantes, como hemos dicho, saben cumplir a carta cabal su cometido.


Inmediatamente es puesto fuera de la ley el Partido Comunista del Ecuador y sus dirigentes y militantes sañudamente perseguidos. Su Secretario General, Pedro Saad y nuestro gran novelista Enrique Gil Gilbert son apresados y conducidos al Panóptico de Quito. Y a Newton Moreno, un abnegado luchador y un gran talento, se le niega atención médica oportuna y le dejan morir callada y lentamente.  Su muerte indigna a todos los sectores democráticos, y Jorge Adoum, inspirado poeta llenándose de esa indignación dice esta estrofa:




Lo han matado… me lo han muerto

a golpes, a frío y a golpes de oficial, dejándole
migas de sol cada tres días, pateándole por dentro
a Maldoror antiburgués y justo, golpeándolo
como a una puerta contra las paredes de cuarteles,
hospitales, tumbas.
……………………………………..
Pero, carajo, también se resucita por capricho.

Entre las “reformas” que la Junta Militar realiza, la más notable –pues hay otras de menor envergadura, como esa de la nacionalización de las nieves eternas de los Andes–  es la llamada Ley de Reforma Agraria. Mediante ella se deja indemne el latifundio y solamente se entrega los huasipungos a los indios a cambio de los salarios no pagados durante muchos años, es decir, vendiendo, al propio dueño. Con esto se persigue la aceleración de la introducción del capitalismo en el campo propugnado por los yanquis, pero transformando a los mismos terratenientes en capitalistas agrarios, es decir, siguiendo la vía junker que no menoscaba sus intereses. Lenin decía: “Es posible eliminar el feudalismo mediante la lenta transformación de las haciendas de los terratenientes feudales en haciendas burguesas de tipo junker, mediante la conversión de la masa de campesinos en desheredados y knechts, manteniendo por la violencia el miserable nivel de vida de las masas… Los terratenientes ultrareaccionarios y su ministro Stolypin han emprendido precisamente este camino”[2] En definitiva, lo que hace la Junta Militar es imitar en pequeño a Stolypin, pues, al desarraigar del feudo a los huasipungueros se les obliga a convertirse en proletarios y semiproletarios –ya que se sabe que la producción del huasipungo es insuficiente para su manutención– proporcionando de esta forma mano de obra barata para los latifundistas que quedan liberados de todas sus antiguas obligaciones, como las de proporcionar pastos y leña a los trabajadores. Hay que decir que muchos de los gamonales más perspicaces habían seguido ya desde antes este camino por su propia cuenta, por resultarles beneficioso en algunos aspectos. Veremos luego, como los demás gobiernos tampoco se apartan de esta vía tan provechosa para los hacendados, pero onerosa para los campesinos. Los últimos, transformados en desheredados como dice Lenin, emigrarán en busca de pan a las ciudades, inclusive abandonando sus estériles parcelas, como ha sucedido en varias partes. Otros, se quedarán junto a la tierra ajena, para sufrir la insufrible suerte del obrero agrícola.

La política internacional de la Junta Militar es desastrosa y llega hasta la traición. Gobernantes impuestos por el imperialismo, no pueden menos que cumplir órdenes y satisfacer sus apetitos, entregando nuestras riquezas a los monopolios y enajenando nuestra independencia. Se pone el petróleo del Oriente en las fauces de la Texaco Gulf mediante una concesión de 1’500.000 hectáreas. Mediante Acuerdo de 5 de octubre de 1963, el Banco Interamericano de Desarrollo es convertido en agente financiero internacional del gobierno, quedando en sus manos la obtención del crédito externo y fuera del control nacional.[3]  Y se llega “a un modus vivendi secreto, por el cual el Ecuador renunciaba su soberanía sobre las 200 millas de mar territorial”.[4]
La CIA (mural de la Asamblea Nacional), Oswaldo Guayasamín


Desde luego, que por todo esto, el Departamento de Estado se muestra agradecido. Dice que los militares ecuatorianos tienen “sentido de misión”, agregando luego “que ahora el Ecuador será capaz de avanzar rápidamente hacia el fortalecimiento de la democracia”. Fácil receta para transformarse en “misionero democrático”, vender y traicionar a la patria.

Esta infame política está avalizada por toda la oligarquía que bate palmas y rodea a los usurpadores. Empezando por la Iglesia, cuyo papel resultó relevante en la desestabilización del régimen de Arosemena Monroy, que piensa que el país está salvado del comunismo y que, como premio a esta labor, logra el nombramiento de la Virgen de las Mercedes como Generalísima de nuestro Ejército.  Los conservadores, por medio de su máximo dirigente, también ofrecen su colaboración, no sin antes reclamar jugosos y remunerativos cargos.  Y el “demócrata” Galo Plaza, convertido en vocero máximo de la Junta, manifiesta su plena confianza en ella y pondera sus realizaciones.

Para la clase obrera el régimen militar, es un período de inusitada violencia. Si bien es cierto que no se atreve a ilegalizar a la CTE, ésta y sus filiales tienen que actuar en plena clandestinidad, sobre todo, en los primeros tiempos. Sin embargo, los trabajadores, tanto de la ciudad como del campo, dando prueba de fortaleza y conciencia clasista resisten con honor la persecución y el despotismo. Pese a que se halla suspendido el derecho de huelga y las reuniones tienen que realizarse bajo el control de las fuerzas armadas,  los sindicatos en ningún momento cesan sus actividades y realizan numerosos paros en todo el país, siendo los más notables los que tienen lugar En Atuntaqui, Guayaquil y Quito. La CTE, desde un principio y valientemente  -en carta dirigida en noviembre de 1963 al Ministro de Previsión Social y Trabajo y a los organismos sindicales-  denuncia “que el actual gobierno, más que ningún otro. Ha servido a los patronos  y ha cometido horrendos atropellos contra los trabajadores”.[5] Y en agosto de 1965 dirige un manifiesto, señalando las terribles condiciones de vida de las masas populares y llamando a luchar por una plataforma de reivindicaciones que contiene doce puntos, hallándose entre los principales los siguientes: aumento de sueldos y salarios en un 50%, estabilidad en el trabajo, restitución del derecho de huelga y una auténtica y radical reforma agraria.[6]

La realidad es tal como la pintan los trabajadores. Los precios de los artículos de primera necesidad han subido inconmensurablemente restando poder adquisitivo a la moneda, es decir, rebajando de hecho los salarios. Y mientras tanto, industriales y empresarios, pueden duplicar y triplicar sus capitales en un año, según indican las mismas estadísticas fiscales.[7]

A causa de esto el malestar es inmenso y cada día crecen las manifestaciones de repudio popular. Los mismos oligarcas, al ver que se retarda el paso del poder a sus manos y resentidos por algunas medidas de la junta, ahora que la nave se hunde, desvergonzadamente, pasan a la oposición. La situación de los dictadores, entonces, se hace insostenible. Hasta que empujados por un paro nacional, caen estrepitosamente el 29 de marzo de 1966.

Protesta popular en la ciudad de Guayaquil


La oligarquía ya tiene el mando tan anhelado una “Junta de notables”, encabezada por Camilo  Ponce Enríquez y Galo Plaza, con una velocidad pasmosa encargan el poder a uno de sus hombres. Este convoca a una Asamblea Constituyente que nombra presidente provisional a Otto Arosemena que, como buen banquero, demuestra sus habilidades para los juegos de bolsa, pues solo con dos representantes de su pseudo partido, puede alzarse con el santo y la limosna.



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Historia del Movimiento obrero ecuatoriano, Editorial LetraNueva, Quito, 1983, pp. 78-82.
[2] V. I. Lenin, El Programa Agrario de la Socialdemocracia en la primera revolución rusa de 1905 – 1907, Moscú 1944.
[3] Gonzalo Abad Ortiz, El proceso de la lucha por el poder en el Ecuador, Quito, 1970.
[4] Idem.
[5] El Pueblo N° 365, noviembre de 1963.
[6] El Pueblo N° 458, agosto de 1965.
[7] El Pueblo N° 365, noviembre de 1963.
 

viernes, 18 de marzo de 2016

El Ecuador recuerda los 129 años del asesinato del revolucionario liberal Luis Vargas Torres




EL CORONEL VARGAS TORRES[1]


Oswaldo Albornoz Peralta


           
La lucha que antecede a la toma del poder por el liberalismo tiene rasgos de epopeya, pues que la heroicidad es, podríamos decir, su denomina­dor común. Y la vida y la acción de Vargas Torres son parte insustituible de esa etapa heroica.
            El combate liberal se desenvuelve en medio de la crisis en que se debate el caduco régimen político dominado por los terratenientes. Y es, en ese entonces, no sólo manifestación de los intereses de la burguesía que emerge, sino que también expresa sentidas aspiraciones populares. Por eso tiene el aliento del pueblo, el viento del pueblo, como dijera el poeta español Miguel Hernández.
            En efecto, como en todo movimiento social de trascendencia, las masas populares, persiguiendo reivindicaciones postergadas, juegan un papel protagónico y son, al final, el factor decisivo del triunfo. Alberto Hidalgo Gamarra[2] nos narra como los peones de la hacienda de su padre se incorporan a las filas liberales y se convierten en la columna vertebral de la célebre campaña de los chapulos que dirige Nicolás Infante, persiguien­do, básicamente, romper las cadenas del concertaje aunque sea a costa  de la propia vida.  Más y más conciertos, pequeños y medianos campesinos de la costa, en un primer momento, engrosarán las huestes capitaneadas por Alfaro. Del seno oscuro de la manigua, de los pueblos humildes de las playas costaneras, surgirán soldados valerosos y guerrilleros indomables, como los hermanos Cerezo por ejemplo.
            Varias fueron las etapas de esta lucha a muerte.
            En una de ellas, en la emprendida contra el general Ignacio Vein­temilla -el Ignacio de la cuchilla de Las Catilinarias de Montalvo- que ha instaurado una oprobiosa y corrompida dictadura, Vargas Torres hizo su entrada en la historia ecuatoriana. Luego de liquidar la Casa Comercial Avellaneda y Vargas T. de Guayaquil, compró armas con el dinero obtenido y se alistó en el ejército del general Eloy Alfaro. Jefe Supremo de las provincias de Manabí y Esmeraldas. Comandando una de sus divisiones participó en la toma de la ciudad antes nombrada -9 de julio de 1883- acción en la que también intervino la llamada coalición restauradora, formada por conservadores no adictos al dictador. Terminadas las operacio­nes militares, como resultado de su gallarda actuación, fue elegido diputado a la Convención que se había convocado.

Luis Vargas Torres (segundo de la derecha primera fila) junto a liberales que combatieron la dictadura de Veintemilla.  En el centro de la fotografía Eloy Alfaro. 1883
            Por inexperiencia el liberalismo no cosechó ningún fruto de la victoria obtenida. El escritor Patricio Cueva se expresa así sobre este particular:

            Los restauradores... birlaron el triunfo a Alfaro a pesar de que su campaña fue decisiva en la derrota del Dictador. «Me conduje como un recluta», dirá más tarde el General.[3]

            Eso aconteció, desgraciadamente. Y lo peor fue que el presidente elegido, José María Plácido Caamaño -de pura cepa latifundista- quiso detener a sangre y fuego el ascenso de las fuerzas progresistas, resucitan­do la represión garciana y convirtiéndose en un pequeño tiranuelo. Un tirano pigmeo porque no tenía la talla de García Moreno, tal como está calificado por José Peralta en su libro El régimen liberal y el régimen conservador juzgados por sus obras.
            Más todavía: a la represión Caamaño unió la corrupción. El folleto titulado La Revolución del 15 de Noviembre de 1884 que Vargas Torres publicó en el exilio, contiene estas duras palabras:

            ¿Qué significa aquel desbarajuste de las rentas nacionales y el haber empleado a su hermano y a su cuñado en los destinos más lucrativos de la república? Significa nada menos que falta de dignidad y de honradez; significa que el robo público tiene sus principales agentes en quienes deberían exterminarlo.[4]

            Se trata de aquella empresa familiar que ha perdurado en nuestra historia con el sugestivo nombre de La Argolla.
            Ante estos hechos, el liberalismo se preparó nuevamente para la pelea, dirigido siempre por Alfaro, caudillo irreductible. Y una vez desatada la revolución en el año 84, sus combatientes escribieron  las páginas más gloriosas de su largo historial, a la par, que las más san­grientas. Gran parte de la costa se conmovió al paso de la montonera, expresión magnífica de la guerra popular. Los revolucionarios, declarados piratas y bandoleros, eran fusilados contra toda ley y contra toda jus­ticia. Muchos pueblos fueron incendiados y saqueados por orden de los jefes gobiernistas, que luego dirían con descaro, que habían procedido “paterna­lmente” con los descarriados... como consta en la Memoria del ministro de Guerra. Quizás el incendio del Alhajuela con propia mano para no rendirse, sea el símbolo más alto del heroísmo de esta etapa de lucha. Heroísmo otra vez vano, pues que fue la derrota, el epílogo triste y doloroso.
            Vargas Torres estuvo inmerso en la contienda y participó desde un principio. En su Diario de Campaña, publicado por el gobierno que se apoderó del documento, están narrados los trabajos realizados en Centro América para preparar el movimiento revolucionario. Su centro de acción, esta vez, fue la provincia de Esmeraldas.
            Incansable luchador, poco después, desde el Perú, donde se había radicado a raíz de la derrota, atravesó la frontera a fines de 1886 para reiniciar el combate. Pero en esta ocasión el desenlace fue rápido y cayó prisionero en la ciudad de Loja. Dadas las características del régimen, la suerte estaba echada.
            Los acontecimientos, justamente, se desarrollaron como era de esperarse. Un Consejo de Guerra conformado con gentes escogidas exprofeso, se reunió en la ciudad de Cuenca y le condenó a la pena de muerte, pese a que la Constitución vigente prohibía ese castigo para los delitos políti­cos. El Consejo de Estado se pronunció en contra de la conmutación de la pena impuesta. Y, por fin, el presidente Caamaño, basándose hipócritamente en el pronunciamiento de tal organismo, negó también dicha conmutación, conduciendo al patíbulo, en esta forma, al joven héroe esmeraldeño.
            Era el 20 de marzo de 1887.
            Se había preparado todo el escenario para la cruel venganza, inclu­sive llevando a colegiales para que presenciaran como se castigaba a los herejes. Se quiso humillar a la víctima exigiéndole que se arrodillara, pero él se negó a tal afrenta, manifestando que moriría como en ese tiempo morían los hombres: con el pecho y la mirada al frente.  Y así fue.  Sonaron los disparos y todo había terminado.

Fusilamiento del revolucionario liberal Luis Vargas Torres en la plaza central de la ciudad de Cuenca (parque Calderón), 20 de marzo de 1887

            No, no había terminado todavía la tragedia. El cadáver fue llevado en una jerga y se le negó sepultura en el cementerio por tratarse de un descreído que no había querido confesarse pese a los esfuerzos del obispo. Se arrojó su cuerpo en la quebrada de Supay-huaicu, y sólo gracias a la caballerosidad del doctor Miguel Moreno, pudo ser colocado en una caja mortuoria y enterrado en una fosa. El doctor Moreno mencionado, era el vate mariano que posteriormente, en 1907, publicaría los sentidos versos del Libro del Corazón.
            Caamaño, a manera de colofón del doloroso drama, diría en su Mensaje de ese mismo año, que la muerte de Vargas Torres  “llegó a hacerse ineludi­ble, ante las exigencias de la vindicta pública”.[5]!!
            Otros detalles, detalles que emocionan y muestran la vigorosa contextura moral de Vargas Torres, se pueden encontrar en la biografía escrita, con pulcra y erudita pluma, por el distinguido historiador doctor Jorge Pérez Concha.
            Nosotros terminamos con una estrofa de su paisano, Nelson Estupiñán Bass, gran poeta y novelista:

                                    Coronel,
                                    Coronel,
                                    ahora todos los hombres comprendemos
                                    que decir tu nombre es hacerle a la Libertad una oración;
                                    que decir Vargas Torres
                                    es como agitar una lámpara en la noche,
                                    como tocar en el fondo del alma una campana jubilosa,
                                    como desplegar ante el viento una bandera.[6]

            Lámpara y bandera, exactamente. Porque para quienes recogemos las tradiciones avanzadas de nuestra historia, las luchas heroicas del ayer son guía y ejemplo para las luchas del presente. Por esto, su nombre, sigue siendo lámpara y bandera.

Monumento en Esmeraldas su ciudad natal



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia del Ecuador, t. I, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2007, pp. 421-426.
[2] Ver Eugenio de Janón y Alcívar, El Viejo Luchador, t. I, Editorial “Abecedario Ilustrado”, Quito, 1958, p.79.
[3] Patricio Cueva, Ecuador, Casa de las Américas, La Habana, 1966, p. 44.
[4] Luis Vargas Torres, La Revolución del 15 de Noviembre de 1884, Litografía e Imprenta de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1984, p. 18.
[5] Manuel A. Yépez, Capítulos-Apuntes varios. 1830-1940, Talleres Gráficos Nacionales, Quito, 1945, p. 195.
[6] Nelson Estupiñán Bass, “Ante la tumba de Luis Vargas Torres”, en Homenaje de la Municipalidad de Esmeraldas al Coronel Luis Vargas Torres Héroe y Mártir esmeraldeño gloria de la Patria, Editorial “Ecuador”, Esmeraldas, 1953, p. 99.