viernes, 21 de febrero de 2020

Espejo juzgado por una sociedad racista


Hoy, 21 de febrero, fecha en la que los ecuatorianos celebramos el natalicio de uno de los más grandes personajes de nuestra historia, el prócer de la Independencia Eugenio Espejo, es conveniente recordar las taras del racismo que tuvo que soportar en su tiempo, y que todavía abunda en el nuestro, en trasnochadas mentes de las clases dominantes y en no pocos compatriotas de otros sectores sociales. Mal heredado de la colonia hispánica, debe ser combatido sin concesiones en todos los frentes.





Una sociedad racista y estamental juzga a Espejo[1]


            Oswaldo Albornoz Peralta



Espejo, como todo renovador y hombre de lucha, es blanco del ataque de innumerables enemigos. Y el arma que estos escogen, por considerarla más sangrienta y efectiva en esa época de absurda discriminación racial, es la procedencia india de nuestro precursor.

            Esta discriminación racial presupone la inferioridad de una raza con respecto a otra superior ─en este caso la india en relación a la blanca europea─ teoría nacida para justificar el dominio y la explotación de los pueblos sojuzgados. Aquí en América, aunque proveniente del viejo tronco aristotélico, aparece y se cimenta en los años de la conquista para excusar la apropiación territorial y todos los desmanes de los conquistadores españoles. Tiene varios matices. Va desde la simple colocación en niveles más bajos dentro del grupo humano hasta, en la ocurrencia extrema, situar al dominado en los límites de la animalidad. Tal la tesis del fraile Sepúlveda que, calificando a los indígenas americanos como “hombrecillos” con apenas vestigios de humanidad, concluye que la "justa guerra" desen­cadenada contra ellos es “causa de la justa esclavitud, la cual contraída por el derecho de gentes, lleva consigo la pérdida de la libertad y de los bienes”.[2]  Nada más claro para comprender los objetivos de esa doctrina vergonzante y anticientífica.

             Y de ella se valen los enemigos de Espejo. Citaremos unos pocos ejemplos.

            Uno de los primeros en hacer uso de esta sucia arma es el doctor Sancho de Escobar y Mendoza, que demandado por Espejo por el pago de honorarios por una consulta médica, declara al respecto de la siguiente forma:

            "Dijo que lo antes repara es que el Doctor Eugenio apellidado Espejo, para presen­tarse ante Señor Provisor no haya sido con reproducción del Señor Protector General de los naturales del Distrito de esta Real Audiencia, respecto a ser indio natural del lugar de Cajamarca; pues es constante que su padre Luis Chusig por apellido, y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicha Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámara al Padre Fray Josef del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul, y un calzón de la misma tela, y por parte de su madre fulana Aldaz, aunque es dudosa su naturaleza, pero toda la duda sólo recae en si es india o mulata".[3]
           
            Véase hasta donde puede llegar la aberración racista. De la oratoria sacra de este Sancho de Escobar se burla un poco Espejo en El Nuevo Luciano de Quito, cuando uno de los interlocutores de la Conversación Primera ─el Dr. Murillo─ dice que es “el clarín sonoroso de la palabra de Dios”.[4]  El doctor Pablo Herrera dice que esto es respirar por la herida. Ese leve respiro a nuestro modo de ver es generosidad de Espejo, porque el racismo de este sacerdote, en justicia, merecía un mayor castigo.

            También denigra a Espejo, por su condición humilde, la linajuda dama María Chiriboga y Villavicencio, la madamita Monteverde de las Cartas Riobambenses. En un juicio que le entabla por supuestas injurias, luego de poner de manifiesto su nobleza y de cargar al enjuiciado con tremendos delitos, pregunta a los testigos si este, al contrario, “es de bajísima y obscura extracción”.[5]
    
            Este proceso, a más de implicar un enfrentamiento de carácter social como afirma el doctor Paladines en su estudio sobre el pensamiento de Espejo, es así mismo, manifestación de la justicia estamental de la época. La táctica judicial de oponer al noble frente al plebeyo, de hecho, para la resolución final o  sentencia, pone en inferioridad de condiciones a este último. Es, digamos de una vez, una justicia de clase.

            El betlemita, P. Rosario, antaño amo del padre de Espejo, es otro presuntuoso personaje afectado por el virus del racismo. Declarando en el mismo juicio de María Chiriboga, dice:

            "Si rehusé concurrir con V.M. a la consulta que se hizo para la curación del Señor Pizarro, mi repugnancia no nacería del odio de V.M. sino de dos reflexiones que voy a hacer. Vuesa Merced es un pobre hijo de un pobre criado, y no humilde como su buen padre. Vuesa Merced no es Doctor en Medicina como se intitula con desvergüenza. Tampoco es Vuesa Merced médico aprobado, sino médico a quien reprobaron con ignominia en este Cabildo. ¿Y sería bien que en el Palacio del Primer Jefe de la Provincia lograse asiento y voz entre los profesores, y con el amo de su padre un curandero infeliz a pesar del decoro que merecía el lugar de la junta?" [6]

             Es cierto que es reprobado por el Cabildo. Pero esa reprobación, aparte de la ignorancia de los examinadores, se debe también, sin duda alguna, al racismo reinante en los claustros universitarios. Sobre esto existen innumerables pruebas y no vale la pena extenderse sobre el asunto.

            Más tarde, en sus Reflexiones sobre las viruelas, Espejo se burlará de esos examinadores vacíos de toda ciencia. Examinadores que reprueban al examinado porque sostiene que el hombre no puede vivir sin respirar. Y que, como prueba contundente de la mala respuesta, señalan “los ejemplos del feto y de los buzos”.[7]

            Cuando muere Espejo, en una como especie de venganza por sus ideas libertarias, el racismo colonial asienta su partida de defunción en el libro correspondiente a mestizos, indios, negros y mulatos. Constar allí, aunque sea muertos, es en la época, castigo ignominioso.

Eugenio Espejo, óleo de Jaime Zapata


            Este racismo colonial que se ensaña contra Espejo ha supervivido hasta nuestros días. Y si antes condenable, ahora resulta totalmente estúpido.

            Sin duda, el mayor, o peor representante de esta corriente extem­poránea es el escritor Gonzalo Zaldumbide, el autor de Égloga trágica, esa visión terrateniente del indio. Agustín Cueva, en su penetrante ensayo Entre la ira y la esperanza, considerando el aspecto formal de su obra, piensa que “tal vez hasta sea el último “gran” escritor colonial...” [8]  Ojalá, que así fuera.

            La crítica envenenada de Zaldumbide ─que desgraciadamente ha pene­trado en forma subrepticia en varios sociólogos “objetivos”─ abarca diferen­tes campos.

            Estilista como es Zaldumbide, se lamenta que Espejo haya sido colocado en la historia de la literatura en puesto preferente. Dice que “la literatura es el reino de la forma, que no de las ideas”. Que “aún un disparate, si dicho bien, no deja de ser literario por ser disparatado”.[9]  Y quizás tenga razón, desde este punto de vista de la literatura de la forma. Espejo se preocupa más por las ideas, que por los disparates deslumbrantes, encerrados en medio de maravillas formales. No es escritor para aniversarios de la realeza ni para solaz de damas de la aristocracia. Es un escritor anticolonial, enemigo por consiguiente  de la literatura colonial, esa sí, cargada de hermosos disparates.

            Luego ─segunda lamentación─ protesta porque se considera a Espejo en un primer plano como precursor de la independencia, según  él, relegando a otros iguales o superiores de raza blanca, aunque no los nombra ni prueba la igualdad o superioridad que alega. Y en seguida, trasluciendo el fondo de su pensamiento, enuncia la tesis colonial y conservadora de la indepen­dencia prematura. Oigamos sus palabras:

            "Quién sabe si una etapa intermedia de virreynatos autónomos no hubiera prefigu­rado para la libertad una América hispánica más seria, más membrada y robusta, con un continuado aporte de sangre europea, indispensable para renovar en el mestizaje el vigor del primer cruce, más eficaz que el subsiguiente entre retoños de castas y subrazas." [10]

            Aquí lo importante no es tanto la añoranza por una corte de oropel donde los antepasados terratenientes del señor Zaldumbide hubieran fungido de condes o marqueses, sino el racismo contenido en la teoría de un amplio mestizaje para mejorar las razas “inferiores”. Teoría nada original siquiera. Ya Mariátegui, refiriéndose a ella, decía lo siguiente: “Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos”.[11] Merecido vapuleo para los sostenedores de esta teoría colonial de los criadores de borregos.

            Empero no se puede negar que Zaldumbide es generoso. Reconoce en Espejo un mérito singular: haberse elevado, siendo mestizo, hasta la inconmensurable altura del intelecto blanco. Admirado exclama: “éste es su mérito, ésta su calidad genial, ésta su honra”.[12] Para él, el hecho de que un hombre de raza “inferior” alcance el intelecto de los conquistadores blancos de la raza señorial, es fenómeno inusitado, casi inexplicable. Otra manifestación ingenua, por decir lo menos, de pedante preponderancia racista, pues.

            El racismo, por desgracia, es mal bastante extendido. Hasta Leopoldo Benites Vinueza ─que desde luego sabe reconocer los grandes méritos del precursor─ tiene demostraciones de este pecado en su ensayo titulado Un zapador de la Colonia. Pero después, seguramente con mayor meditación, suprime esas expresio­nes inconvenientes en su Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, que consta en el libro titulado Precursores de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima publicada en 1960.

            Se ha acusado a Espejo de aspirar a ser considerado como blanco, inclusive como noble, y renegar de su humilde cuna. Más sensato es pensar, que lo que aspiraba, era que se suprima la absurda discriminación racial existente, que ponía a unos hombres por debajo de otros. Poco podía apetecer de nuestra seudo aristocracia, pues que la conoce a fondo y sabe de sus dobleces y milagros. La única nobleza que reconoce es la que deviene del espíritu. He aquí lo que dice al respecto:

            "De diez en diez los villanos se hacen nobles, y los nobles villanos”. Atendiendo a esto, creo que no se debe exagerar como uno de los mayores males la pérdida de las familias, sino es que éstas hayan sido verdaderamente nobles (que quiere decir noscibles), por su virtud, letras y ejemplo; y no nobles, cuya nobleza fije su distintivo en la soberbia, la ignorancia, trampa, juego y toda maldad".[13]

            La vida y la obra de Espejo, como queda patente de todo lo anterior, están inmersas, conjugadas, con esta odiosa discriminación racial que impera en la colonia. Sin tener en cuenta esa realidad no se puede juzgar su acción debidamente, ya que ésta, tiene que desarrollarse en consonancia con las condiciones imperantes en la época. La justicia estamental es­tablecida, para él, no es la que opera para el blanco, sino aquella destinada para las clases inferiores. Y esto obliga a la cautela suma. A moverse entre las sombras y en puntillas.



           



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Ideario y acción de cinco Insurgentes, Ed. de la CCE, Quito, 2012, pp. 19-26.
[2] Citado por Alejandro Lipschutz, El problema racial de la conquista de América, Editorial Siglo XXI, México, 1975, p.75.
[3] Escritos del doctor Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, t. II, Imprenta Municipal de Quito, Quito, 1912, p. XVIII.
[4] Eugenio Espejo, El Nuevo Luciano de Quito, Imprenta del Ministerio de Gobierno, Quito, 1943, p. 14.
[5] Carlos Paladines, “El pensamiento económico, político y social”, en Espejo: conciencia crítica de su época, Ediciones de la Universidad Católica, Quito, 1978, p. 238.
[6] Angel M. Bedoya Maruri, “Ensayo biográfico. El doctor Eugenio Espejo”, en Boletín de la Academia Nacional de Historia N° 125, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1975, p. 31.
 [7] Francisco Javier Eugenio de Santacruz y Espejo, Reflexio­nes sobre el contagio y transmisión de las viruelas, Imprenta Municipal, Quito, 1930, p.163.
 [8] Agustín Cueva, Entre la ira y la esperanza, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1967, p. 140.
 [9] Gonzalo Zaldumbide, “Espejo”, En torno a Espejo, Editorial Minerva, Quito, s.f., p.45.
[10] Ídem, pp.31-32.
[11] José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Empresa Editora Amauta S.A., Lima, 1952, p.44.
[12] Gonzalo Zaldumbide, op. cit., p. 91.
[13] Eugenio Espejo, El Nuevo Luciano de Quito, op. cit., p. 230.

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