LA REVOLUCIÓN DE LAS ALCABALAS
Y EL CLERO
Oswaldo Albornoz Peralta[1]
Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.
A poco más de
medio siglo de fundada, la ciudad de Quito se encuentra en franca rebeldía. El
presidente de la Audiencia Manuel Barros de San Millán, mandatario rígido e
inexorable, quiere imponer por la fuerza un impuesto ordenado por la monarquía
para sufragar sus cuantiosos gastos. Se trata del gravamen llamado alcabala, consistente en el pago de un
dos por ciento sobre el precio de todo cuanto se vendiera en el comercio y en
los mercados públicos.[2]
El clero, en esta ocasión como en muchas otras, se convierte
en instrumento efectivo para vencer la resistencia popular. No en vano el
obispo Villarroel habla de las dos espadas con que cuenta el poder real para
imponer su voluntad. Y a fuer de verdaderos, tenemos que decir que la esgrimida
por la clerecía, es de acero toledano y más afilada que bisturí de cirujano.
El pueblo perjudicado con la medida, pues es obvio que
los precios suben con el gravamen a las ventas de productos esenciales para la
vida, se organiza prestamente para la resistencia, con la participación activa
de los gremios artesanales y de los barrios populares. Y son hombres salidos de
su entraña los que intervienen en la lucha y obligan a las autoridades a buscar
refugio y a los chapetones a huir de
la ciudad.
Y es durante todo este tiempo de insurgencia que se
prolonga por largos meses, cuando la Iglesia, con la maña y astucia que tan
bien maneja, pone en juego toda su influencia para ayudar y proteger a los
dominadores.
Claro está, el Santo Oficio no podía faltar en este
menester. El Comisario de la Inquisición, un tal Freile de Andrade, recorre las
calles de la ciudad montado en una mula, amenazando a los sediciosos con las
penas del infierno y con la imposición de censuras eclesiásticas. Para impedir
la fabricación de pólvora compra todos los enseres necesarios para ese fin y
fulmina “excomunión mayor contra los que las proporcionaran, de cualquier
manera que fuese”.[3] El precio pagado -mil
pesos de plata- sin duda, por ser excesivo como asegura monseñor González
Suárez, no salió de su propio bolsillo.
Sin embargo de todo esto, el historiador que acabamos de
mencionar, convertido en franco censor de estos primeros rebeldes contra la
dominación extranjera, dice que el inquisidor es una magnífica persona. “De
corazón recto, detestaba los trastornos populares, y hacía rostro con firmeza a
los jefes de la conjuración”.[4]
Dijimos que las autoridades y seguidores del rey buscan
refugio. Y nada mejor para el objeto que los varios conventos quiteños,
considerados como lugares sagrados intocables y, por tanto, fuera del alcance
de profanas manos. “De modo que si no se hubieran metido disfrazados en los
conventos de regulares, y aun de las religiosas, por el empeño, solicitud y
cuidado de los Jesuitas, hubieran perecido todos a manos de la furiosa plebe
que los buscaba".[5]
Tal como dice el padre Velasco en lo arriba transcrito, en verdad, hasta los claustros de las castas monjitas, se convierten en seguro asilo para los refugiados. El convento de San Francisco es el mejor ejemplo. Allá se trasladan los oidores, junto con todo el oro y la plata existente en las cajas reales, donde pueden gozar de dulce calma cubiertos por el manto de la inmunidad eclesiástica, a la par que aprovechar de los solícitos servicios de los religiosos. Dice González Suárez:
(...) pasaban días y noches enteras holgándose, jugando a los naipes: como no tenían pajes sino chinas de servicio, con pretexto de no violar la clausura, entraban y salían éstas por la iglesia, llevando o metiendo (muchas veces a la hora de la misa), ciertos objetos de esos que sirven para satisfacer ocultamente algunas humanas necesidades, que exigen pudor y recato: el pueblo devoto se consumía de coraje, viendo un tan grosero insulto al templo de Dios.[6]
Es seguro que
dirían, con Fray Luis León, ¡“qué descansada vida la del que huye del mundanal
ruido”!
Mientras los oidores se holgan, los frailes se desviven
por romper la resistencia valiéndose de todos los medios, inclusive los non sanctos. El Provincial de los
dominicanos, Jerónimo de Mendoza, es el primero en denunciar a las autoridades
la rebelión que venía preparándose. El deán de la Catedral, Bartolomé Hernández
de Soto, a quien el obispo Pedro de la Peña había castigado por valerse de las
confesiones a los enfermos para hacerse nombrar albacea y dejar legados de
misas muy crecidos, ahora es campeón de los leales: “andaba por las calles en
sotana, públicamente armado con una coraza de acero, espada al cinto y rodela”,[7]
espectáculo que, como es de suponer, no puede sino causar sonoras carcajadas de
los admirados espectadores. El arcediano Galavis, que ocupa en ese momento la
más alta autoridad eclesiástica, durante el cerco
grande, cuando los amotinados logran penetrar en el Palacio de la Real
Audiencia, logra impedir la captura de las autoridades presentándose ante la
multitud con el Santísimo Sacramento y gritando a los combatientes para que
depusieran las armas y siguieran en procesión tras la Sagrada Eucaristía. Y un
fraile aventurero, Ordóñez de Cevallos, hace el bajo papel de espía y se
convierte en el principal informante de las autoridades tanto civiles como
religiosas. Buen narrador, en su libro Viaje
del Mundo, donde exalta sus hazañas y pondera sus servicios al rey,
confiesa, cínicamente esto: “muchas noches me disfrazaba y ponía un cuello de
seglar y me iba a escuchar, y otras veces, como amigo de los capitanes Juan de
la Vega y Martín Jimeno, iba como clérigo”.[8]
También se atribuye haber ganado a Galavis para la causa del rey, que a su
decir, no fue poco.
Pero, indudablemente, los que se ganan la palma en cuanto
a lealtad a la monarquía son los padres jesuitas, aunque no son los únicos
leales, como después aseguran para ganar prebendas. Por doquier predican
obediencia y el pago de las alcabalas, engañando al pueblo llevan alimentos a
los prisioneros y organizan la fuga de algunos de ellos, en fin, inventan toda
clase de subterfugios para ayudar a las autoridades españolas. Su rector, Diego
de Torres, con gran entereza según González Suárez, trabaja sin descanso para
develar la insurrección, y así, cuando alguien sugiere pedir ayuda a la reina
de Inglaterra, prestamente manifiesta en un sermón, que eso, por implicar
alianza con una soberana carismática y hereje, constituye grave ofensa a la
Divinidad. Y, por último, para dar cima a su bajo accionar, participa en el
ardid tramado para facilitar la entrada a Quito del general Arana y su ejército
represor.
El Padre Velasco -otro defensor ardiente de la causa real- resume así la labor desplegada por sus caros hermanos:
Continuaron el trabajo por reducir a las principales fieras, con tanto celo y fatiga, que al fin comenzaron a verlas algo flexibles o menos irritadas. Con este buen principio se esforzaron de tal modo con ruegos y exhortaciones en público y en privado, entrando en las casas con lágrimas en los ojos, y enérgica dulzura en los labios, que llegaron a conseguir el entero y suspirado triunfo y pacificarlos, y reducirlos a que se sometiesen a las órdenes del soberano, a la razón y a la obediencia.[9]
Sigamos
adelante, dejando a un lado ese mar de lágrimas.
Nos referimos recién al ardid tendido para conseguir la
entrada de Arana. El Presidente Barros de San Millán, acobardado ante la
protesta popular por la aproximación de ese militar, envía una comisión a éste,
aparentemente para ordenar su retiro, pero en la forma más vil instruye a los
comisionados para que le pidan que prosiga la marcha y reprima a los
amotinados. Además, se le aconseja que escriba a las personas acaudaladas de la
ciudad para que, valiéndose de su influencia, allane la entrada de la
“expedición pacificadora”. Y quienes se prestan para esta comedia de trágicas
consecuencias, a más de los civiles -el Oidor Cabezas y el Fiscal Orozco- son
nada menos que los siguientes: “el Padre Diego de Torres, Rector del Colegio de
los jesuitas, el Padre Ministro del mismo colegio, el Prior de Santo Domingo,
el Guardián de San Francisco y un padre Parra agustino”.[10]
Entre tanto, el Presidente Barros es reemplazado en el
mando de la Audiencia por el licenciado Marañón. Y como el cobarde Arana ha
demorado su marcha en espera de refuerzos, el nuevo mandatario, apurado por la
industria de varios religiosos como asegura González Suárez, logra pacificar a
la población y conseguir que se permita la entrada de sus tropas, que efectivamente
se lleva a cabo el 10 de abril de 1593.
Ya en la ciudad, que se halla en calma, el sanguinario
Arana da comienzo a la más bárbara de las represiones. Sus arcabuceros allanan
domicilios y asesinan a hombres y mujeres indefensos. Los valientes jefes de
los gremios Ortiz y Rivas son ahorcados sin juicio alguno. Igual se hace con
Diego de Arcos y Martín Jimeno, cuyos cadáveres son exhibidos públicamente,
sin duda, para disuadir y amedrentar a la población. “Fue un espectáculo
grandísimo -dice Ordóñez de Cevallos- ver un viejo con una coleta como la
nieve, de noventa y tres años y que tanto había servido al rey, y un mozo
gentilhombre muy galanamente vestido lo más granado de la ciudad”.[11]
El total de personas ajusticiadas alcanza a veinticuatro.
Esta orgía de sangre coincide con la Semana Santa que
decurre como si nada sucediera. Ninguna voz religiosa, antes tan diligente para
auxiliar a las autoridades, se alza para condenar tantos desmanes. El Santísimo
sacramento, no sirve ya, como escudo de los perseguidos.
Pedro de Arana, el gran matarife, celebra sus hazañas con corridas de toros y exige la suma de cien mil pesos como costo de la “pacificación”.
Y quien creyera, la masacre y el masacrador encuentran un inflamado cantor. Se trata de Pedro de Oña y de su libro Arauco Domado. “En más de mil novecientos ochenta versos, o sea cerca de doscientas cincuenta octavas, monótonas como un desfile de arcabuceros mal agestados”[12] -según el parecer de nuestro poeta Jorge Carrera Andrade- narra la Revolución de las Alcabalas y eleva a la categoría de héroes al feroz Arana y sus capitanes. Incluso, hasta se deleita contando los crímenes y los sufrimientos que llenan ese trágico episodio. Pero mejor, leamos sus estrofas:
Qué horcas eran de
ellos ocupadas,
Qué jaulas de cabezas
bastecidas,
Qué de soberbias
casas abatidas,
Y por su corrupción
de sal sembradas;
Qué prósperas
haciendas confiscadas,
Qué plaga de las
honras y las vidas,
Castigo merecido y
justa pena
Del que contra su Rey se desenfrena.
Con esto, que
clamores, que gemidos
Lanzaban de dolor
mujeres bellas,
Parece que punzaban
las estrellas
Sus penetrantes voces
y alaridos;
Las bien casadas ya
por sus maridos,
Ya por sus caros
padres las doncellas,
Al aire trenzas de
oro repartían
Y bellas manos
cándidas torcían.[13]
En su afán de acrecentar los méritos, el poeta atribuye
al general Arana el asesinato de Moreno Bellido, cargo que Ordóñez de Cevallos,
más sagaz, niega terminantemente. En cambio, el poetastro, afirma muy ufano:
“Arana daba la orden de matarle en una noche lóbrega y secreta... Allí quedaba
el mísero difunto y allí con él sus frívolos intentos”.[14]
Hasta aquí las proezas de Arana, representante de la
espada secular, de la espada real. Pero tampoco la espada clerical podía quedar
rezagada en el cometido de la represión, enderezada contra los clérigos que
patrióticamente habían plegado a las filas populares. Son esos “clérigos
quiteños mestizos” -como desdeñosamente los llama González Suárez- que, por
primera vez, habían animado a los amotinados para que defendieran la patria. Se distingue entre ellos el
Padre Maestro Pedro Bedón, sacerdote austero que, valiéndose de ciertas
proposiciones de Santo Tomás de Aquino, había condenado el despotismo.
Todos ellos, ahora, están bajo la jurisdicción del Cabildo Eclesiástico de Quito. Su actividad es inusitada. Con celo digno de mejor causa, se toman una serie de providencias para la rápida marcha de los procesos y el pronto castigo de los reos de tan grave delito. El Deán Hernández de Soto, ese grotesco personaje de escudo y espada que ya conocemos, furibundo manifiesta en una de sus sesiones, según consta de un acta de engorrosa redacción:
(...) y puesto caso que muchos clérigos hayan ofendido a Dios y al Rey... por haber incitado, aconsejado y persuadido... a este pueblo e ignorante vulgo, a que tomasen las armas contra el General Pedro de Arana, y que lo matasen y diciendo y aconsejando que matasen a los Oidores, que más valía que muriesen los Oidores, que no que se perdiese esta ciudad, y otras veces diciéndoles que qué derecho divino ni humano tenía el Rey para pedir alcabalas en esta tierra y otras muchas palabras desacatadas contra el Rey nuestro Señor... veo que dichos clérigos se andan riendo y mofando sin castigo de sus culpas, de que se ha seguido y sigue mucho mal en ofensa de Dios nuestro Señor y desacato de las justicias de su Majestad... por tanto, como Deán que soy desta Santa Iglesia proponía y propuso lo susodicho y requería y requirió en el dicho Cabildo que los dichos clérigos de cualquier calidad que sean castigados...[15]
Y un canónigo
Diego de Agüero pide que “sean puestos en galeras y en otros castigos
ejemplares", a fin "de que Dios y el Rey nuestro Señor, fueran muy
servidos”.[16] Otros, más prácticos,
piden la ayuda del brazo seglar para mayor efectividad de la justicia.
Increíblemente, envuelto en este oleaje de venganza cae
el Arcediano Galavis, el mismo que custodia en mano, había salvado a las
autoridades del rey. Acusado de ser enemigo de las alcabalas se le despoja del
cargo de vicario general en ejercicio de Sede Vacante -lo que equivale a obispo
encargado- para luego de ser apresado, ordenar su reclusión en un convento de
Latacunga. Mas, como era de esperarse, pronto logra vindicarse y quedar libre.
Y no sólo esto: hasta se le premia con una plaza de Deán.
Con la llegada del obispo titular López de Solís -junio
de 1594- las represalias prosiguen con más diligencia y con mayor rigor. Se
trata de un clérigo fanático e inexorable, dispuesto a imponer orden en su
grey, para evitar futuros extravíos. Este deber, en todo lo que está a su
alcance, lo cumple a cabalidad. La historia, no le puede negar este galardón.
No se crea, sin embargo, que sólo se blande el azote
sancionador. No, como es de justicia, a su lado están las recompensas y
prebendas para los clérigos fieles a su rey y señor, pues éstas son reclamadas
a coro, no obstante la bajeza que tal acto implica. Nadie quiere quedar con las
manos vacías.
Naturalmente -y esto también es de justicia- los jesuitas son los más agasajados, puesto que ellos cargan con la parte del león. El historiador Juan de Velasco, refiriéndose al rey, apunta lo siguiente:
Mas en esta ocasión quiso mostrar cuan obligado quedaba a los jesuitas de Quito, escribiéndoles una real cédula tan llena de expresiones de gratitud como de mercedes. Mandó por otra parte a su Real Audiencia, que ampliase grandemente las haciendas y fincas de su colegio, para que teniendo toda comodidad en lo temporal, pudiese atender más fácilmente al bien de la República. De aquí que se vieran repentinamente ricos, para las grandes obras que emprendieron en servicio de ambas majestades.[17]
Con esta clase
de gangas, más otras artes que por su cuenta utilizan, es fácil explicarse la
formación de sus inmensos latifundios que, prontamente, cubren todo el suelo
ecuatoriano.
Ordóñez de Cevallos -que firma sus escritos con el
significativo seudónimo de clérigo
agradecido- no podía quedarse sin pan ni pedazo. Astuto como es, y sin duda
poniendo sus valiosos servicios por delante, se da mañas para conseguir la rica
parroquia de Pimampiro, donde hay mucho para cosechar. Y como es hábil para
tareas de esta clase, le va de maravilla. Dice que por “ser este pueblo de
Pimampiro de los mejores y más provechosos de todo el distrito del obispado de
Quito, gané de provechos y salarios por cuenta en los ocho años sesenta mil
reales de a ocho”.[18]
Además se le recompensa con los títulos de Pacificador de los Cofanes y
Beneficiado del Valle de la Coca. Y así, el fraile aventurero, cargado de
honores y con la bolsa llena, emprende viaje de regreso a la añorada España.
Viaje largo, con múltiples paradas, donde gasta gran parte de la fortuna.
Al fin, cuando llega a su meta -al “patrio nido” dice- ya no en prosa sino en verso, expresa su contento en un soneto:
Gracias os doy, Señor, pues he
llegado
como el pájaro
ausente al patrio nido,
no para que se llore
lo perdido,
sino para dar fe de
lo ganado.
Seguro vengo, alegre
y mejorado
en el oficio, estado
y el vestido.
Suerte dichosa para
quien se vido
en tantas partes con
la muerte al lado.
Conozco ser favor de
vuestra mano,
y singular merced no
merecida,
vuelto a mi patria y
de mi patria ausente.
Y para no gastar el
tiempo en vano
(agradecido a quien
me dio la vida),
hoy te ofrezco,
lector, este presente.[19]
Claro que su “presente” no es otro que su libro Viaje por el Mundo, en el que loa a los
verdugos del pueblo y condena sin piedad su altiva rebeldía. No podía ser en
otra forma, ya que gracias a la sangre derramada en ese levantamiento, puede
acrecentar sus haberes y “dar fe de lo ganado”.
Razón, mucha razón, tiene para estar agradecido.
Bibliografía:
Carrera Andrade, Jorge, Galería
de místicos e insurgentes, Casa de
Colección de Documentos
sobre el Obispado de Quito, t. II, Publicaciones del Archivo Municipal,
Quito, 1947.
González Suárez, Federico, Historia
General de
Ordóñez de Cevallos, Pedro, “Viaje del Mundo”, en América en los grandes viajes, Editorial Aguilar, Madrid, 1957.
Velasco de, Juan, Historia del
Reino de Quito en
[1]
Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana,
Editorial de la CCE, Quito, 2007, pp. 61-72.
[2] Federico
González Suárez, Historia General de
[3] Idem, p. 212.
[4] Idem, p. 212.
[5] Juan de
Velasco, Historia del Reino de Quito en
[7] Idem, p. 222.
[8] Pedro Ordóñez
de Cevallos, “Viaje del Mundo”, en América
en los grandes viajes, Editorial Aguilar, Madrid, 1957, p. 227.
[9] Juan de
Velasco, Historia del Reino de Quito en
[10] Federico
González Suárez, Historia General de
[11] Pedro Ordóñez
de Cevallos, op. cit., p. 228.
[12] Jorge Carrera
Andrade, Galería de místicos e
insurgentes, Casa de
[13] Idem, p. 39.
[14] Idem, p. 38.
[15] Colección de Documentos sobre el Obispado de
Quito, t. II, Publicaciones del Archivo Municipal, Quito, 1947, pp. 523,
524.
[16] Idem, p. 535.
[17] Juan de
Velasco, op. cit., t. III, p. 105.
[19] Idem, p. 79.
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