viernes, 5 de junio de 2015

A 120 años de la Revolución Liberal: sus enseñanzas históricas




CONQUISTAS Y LIMITACIONES DE LA REVOLUCIÓN LIBERAL[1]


Oswaldo Albornoz Peralta

El General Eloy Alfaro en una de sus múltiples campañas militares

  
Muchas y grandes conquistas, ha realizado la revolución alfarista de 1895, razón por la que ya no se discute ‑a no ser por parte de cavernarios a carta cabal recalcitrantes‑ su aporte positivo para el progreso nacional.

He aquí, en forma sucinta, enumeradas las principales obras que conforman su legado.

‑Tenemos la Constitución de 1906, donde se hallan plasmados jurídicamente los principios doctrinarios del liberalismo‑ donde, digamos en otra forma, se hallan convertidas en norma legal las aspiraciones revolucionarias de la burguesía‑ pues que en ella se establece la separación de la Iglesia y el Estado, se implanta el laicismo y en el Capítulo de las Garantías Individuales y Políticas se señalan las libertades básicas: de conciencia, de trabajo y de industria, de reunión, de prensa y de pensamiento.

‑Tenemos el establecimiento de la enseñanza laica y la creación de los Institutos Normales que ponen fin al monopolio de la educación por parte del Clero. Además, el establecimiento de la instrucción primaria como gratuita y obligatoria, así como la fundación de colegios secundarios y técnicos, de escuelas nocturnas para obreros, etc.. Los resultados beneficiosos de estas medidas para la educación son claros: de 76.162 alumnos que hay en 1894, se aumenta a 91.921 al finalizar la segunda administración del general Eloy Alfaro, ocupando el Ecuador el cuarto puesto en América.

‑Tenemos la Ley del Matrimonio Civil‑ de origen alfarista y no placista como maliciosamente se ha venido sosteniendo, ya que se la discute en el Congreso de 1899, no haciendo otra cosa el régimen de Plaza que promulgarla por fuerza de las circunstancias, como sostiene Juan Benigno Vela‑ que quita de manos del clero un poderoso instrumento de acción política, del que se sirve a maravilla, según denuncia Joaquín Chiriboga en su obra, La luz del pueblo.

‑Tenemos la Ley del Patronato, que con la separación de la Iglesia del Estado establecida por la Constitución de 1906, termina con el dominio clerical soportado por el país. El ignominioso Concordato, que hacía del Ecuador feudo pontificio, deja de ser pesadilla del presente, para convertirse en ingrato recuerdo del pasado.

‑Tenemos la supresión de diezmos y primicias, de los derechos parroquiales y de otros pechos eclesiásticos, que constituyen formas de inhumana explotación ‑para las clases desvalidas sobre todo‑ a la par que fuentes de cuantiosas entradas para la clerecía. Y traba además para el desarrollo de la agricultura ‑los diezmos y primicias‑ razón por la cual habían venido siendo combatidos desde mediados del siglo pasado por los espíritus más despiertos y clarividentes de la época, como los cuencanos Pío Bravo y Benigno Malo, por ejemplo.

‑Tenemos la Ley de Beneficencia ‑la llamada ley de manos muertas dictada en 1908‑ mediante la cual se expropia los bienes territoriales de las comunidades religiosas, base fundamental de su poderío económico.

‑Tenemos algunas medidas tomadas para aliviar la miserable situación del indio: se suprime la contribución territorial, se dictan reglamentos para impedir los abusos de los patronos y, aunque sea en escala ínfima, se fija un salario para el indígena. El concertaje es reglamentado para impedir abusos por parte de los amos.

‑Tenemos la Ley de Protección a las Industrias y la implantación del Talón Oro, que tienen por objeto favorecer el incremento de la industria y el comercio, de acuerdo con el interés de la clase que se halla en el poder. "La Ley de Protección a las Industrias y la de Privilegios ‑dice Peralta‑ constituyen una garantía para los nobles esfuerzos del trabajo, las iniciativas del capital y del espíritu de empresa, las energías de la inteligencia en sus múltiples aplicaciones; y, en fin, para los descubrimientos de nuevos y mejores métodos de producción, es decir, de nuevas y más grandes fuentes de prosperidad y de riqueza". Y Luis Napoleón Dillon se expresa así al referirse a las medidas tomadas para la supresión del régimen bimetálico y el establecimiento del patrón oro: "He allí reformas trascendentalísimas que se llevaron a cabo sin ruido alguno, serenamente, honradamente, como negocio entre caballeros".

‑Y tenemos, por fin, una obra de carácter material muy importante: el Ferrocarril del Sur y varias otras vías de transporte, edificios para escuelas y colegios, arreglo de puertos y construcción de edificios públicos.

Es indudable que todo esto significa un gigantesco avance en el campo de las conquistas políticas. El Ecuador deja de ser una especie de teocracia regido por el Concordato, férreo instrumento del dominio de clérigos y terratenientes, dueños absolutos de todos los privilegios. Desaparecen de los Códigos los delitos contra la religión, entre los cuales ‑y por esto se sanciona al escritor Miguel Valverde‑ consta hasta el comer carne en día de Cuaresma. La enseñanza se libera de la tutela eclesiástica que censura textos y estructura programas. El ser católico ya no es requisito para ser ciudadano, no pudiéndose por consiguiente, como sucede con Felicísimo López, expulsar del Congreso a un ecuatoriano excomulgado por la Iglesia. La imprenta puede libremente irradiar su luz; ya no más órdenes que prohíben no solamente la lectura del pensamiento ya impreso, sino hasta del que aún no aparece, como sucede con un auto dictado en 1889 por el obispo León, de Cuenca, con contra del periódico La Linterna, como que si Su Ilustrísima pudiera adivinar y calificar de malas las ideas no emitidas todavía... ¡Tanto se aherroja la conciencia, que durante ciento dos años de dominación conservadora ‑1792 a 1895‑ solamente aparecen 727 publicaciones en el país, mientras que en los cuarenta y cinco años siguientes ‑1895 a 1940‑ se llega a 2.599, según consta del Resumen Estadístico del Periodismo en el Ecuador elaborado por Eugenio de Janón Alcívar en su libro El Viejo Luchador!

Es decir, que el horizonte de la patria se clarifica y airea, expulsando las tinieblas y las miasmas de su cielo.

Además, si no con la amplitud que hubiera sido de desear ‑por las razones que indicaremos luego‑ las medidas tomadas por el liberalismo favorecen al desarrollo capitalista de la nación y abren las puertas para conquistas posteriores. Las cifras confirman este aserto: durante la dominación conservadora los ingresos ascienden a s/.4.325.701, en tanto que en 1909 llegan a s/.16.370.698, cuadruplicándose, por consiguiente, en pocos años. Y cosa parecida sucede con las entradas provenientes de las Aduanas, lo que indica, el incremento del comercio.

Alfaro recibido por el pueblo en uno de sus recorridos

Mas, así como tiene un lado positivo la revolución liberal también tiene otro, por desgracia, negativo.

Veámoslo.

El mayor error que comete el liberalismo es no liquidar el latifundio, dejando intacta, por consiguiente, la estructura semi‑feudal del país. Y con esto, deja también intacta la fuerza económica de los terratenientes desplazados del poder, que equivale, a no tocar, la base de su fuerza social y política.

La revolución es, pues superficial. Se circunscribe, más que nada, al campo de las conquistas políticas, al campo de las llamadas superestructuras, al campo formal, diríamos. Pero deja incólume lo esencial: la retrasada estructura económica de la nación.

Y esto sucede por la debilidad de la burguesía ecuatoriana, debilidad tanto en lo que atañe a su desarrollo cuantitativo, como a su índole misma. La burguesía industrial, aquella interesada en la expansión del mercado interno y en la elevación del standar de vida del campesino ‑para transformarlo en consumidor‑ casi brilla por su ausencia. Nuestra burguesía es comercial y exportadora preponderantemente, y por lo mismo, mantiene  estrechos vínculos con los latifundistas dueños de los productos que exporta. Y muchas veces, hay comerciantes y terratenientes a la vez. De aquí la limitación de la revolución. La mayoría de los doctrinarios liberales, por esto, cuando se refieren al problema agrario, sólo plantean la supresión de abusos y de algunas cargas económicas que pesan sobre indios y montubios, desde un punto de vista humanitario. Pero no la reforma agraria, no el reparto de tierras, aunque sea en la forma limitada. El mismo general Alfaro no tiene esta perspectiva política, pues con una ingenuidad que asombra quiere solucionar el problema del concertaje mediante un acuerdo con los hacendados. "He tenido el propósito de reunir en Guayaquil a los dueños de haciendas ‑dice‑ para que escogieren los medios de llegar a un resultado satisfactorio tanto para el patrono como para el infeliz concierto".

Y hay más todavía: teme la insurrección indígena ya que confiesa lo siguiente: "No dejaré de consignar de paso, que debido a la protección que por humanidad y justicia había otorgado  mi Gobierno a la clase indígena desvalida, estuvo en mi mano levantarla como elemento de exterminio contra mis frenéticos enemigos políticos y no lo hice porque esa medida entrañaba feroz y sangrienta venganza por parte de una raza que, bárbaramente vejada durante tres siglos de opresión exterminadora, no habría dejado, en represalia, ni vestigios de sus legendarios opresores"...

Ni siquiera los latifundios que son expropiados a la Iglesia mediante la Ley de Beneficencia, son repartidos a los campesinos. Pasan a manos del Estado que, convertido en esta forma en nuevo latifundista, mantiene la servidumbre del indio y la inicua explotación de antaño.

Este, entonces, el pecado capital de los liberales del 95.

Y este pecado tiene consecuencias económicas y políticas.

Desde el punto de vista económico, la no realización de la reforma agraria, significa, en fin de fines, que se pone una valla poderosa para un rápido desenvolvimiento capitalista del país, porque al no elevar el standar de vida del campesino entregándole la tierra en propiedad, se impide que él ‑que compone la mayor parte de la población‑ se transforme en consumidor. Y al limitar en forma tan grande el mercado interno, se obstaculiza en la misma proporción el desarrollo de la industria y del comercio, necesariamente constreñidos por la falta de compradores para sus productos.

Esta omisión, ya considerándola desde el ángulo político, entraña una limitación en el apoyo de masas ‑en este caso de las masas campesinas‑ para el régimen liberal. El campesinado no ve, no puede ver ‑pues que las pequeñas mejoras obtenidas no son suficientemente importantes para ello‑ un defensor radical y consecuente de sus intereses. Y si a esto añadimos el hecho de que tampoco se buscan medios concretos e inmediatos para el mejoramiento del nivel de vida de las otras capas populares, se comprenderá fácilmente que su base humana es muy débil y pequeña, razón por la que en muchas ocasiones tiene que echar mano de la coerción para imponer sus puntos de vista. Lo que a la vez, aumenta el descontento y da armas al enemigo.

Y tal debilidad conduce al final, a la liquidación de la revolución alfarista. Y también a la tragedia. Las derrotas de Huigra, Yaguachi y Naranjito, preludian la orgía que se avecina. Y ésta llega: un 28 de Enero de 1912, en El Ejido, es incinerado Eloy Alfaro, el gobernante que, pese a todas sus equivocaciones, es la figura más grande y heroica de la patria.


Los responsables del crimen de El Ejido



Lo que se escribía en la prensa en vísperas del crimen

¿Quiénes los responsables de la masacre de El Ejido?

Detrás de los errores del liberalismo, de sus limitaciones sobre todo ‑que ya dejamos tratado‑ se fortalece la reacción y se prepara para el asesinato y el asalto final.

Tres fuerzas, claramente, se pueden distinguir entre los que participan como protagonistas en estos acontecimientos vergonzosos.

Están, en primer lugar ‑como organizadores y dirigentes‑ los traidores al credo liberal y aquellos que se habían puesto máscara de revolucionarios para socavar los cimientos del progreso realizado con el esfuerzo y la sangre del pueblo ecuatoriano. Son los Plaza, los Freire Zaldumbide, los Intriago, y unos tantos otros más, igualmente ruines. Son los integrantes de la facción placista, que devenida en ala derecha del liberalismo desde muy temprano, pone en peligro las conquistas del liberalismo con su entreguismo a los conservadores durante los regímenes de Leonidas Plaza y Lizardo García ‑1901‑1906‑ según denuncia el general Eloy Alfaro en su explicación acerca de Las Elecciones Presidenciales de 1901. Facción esta que inclusive llega a pactar con el enemigo en 1906 y secunda la intentona conservadora dirigida por Antonio Vega. Gonzalo Córdova, dirigente importante de este oscuro grupo, en esta ocasión, lanza ya la singular teoría del avenimiento: "Solucionar todas las diferencias ‑entre liberales y conservadores‑ mediante concesiones recíprocas que borren para siempre la distinción de los bandos políticos que hasta hoy han combatido como que si no fueran hermanos". Y que poco antes, a raíz del triunfo de Alfaro en Chasqui, llega al extremo de pedir la entrega de las armas y el poder al Partido Conservador.

Y no se crea que la coalición liberal‑conservadora dirigida por Gonzalo Córdova y Antonio Vega es un hecho aislado y casual. No. Esta coalición organizada para oponerse al alfarismo revolucionario, es consecuencia directa de la índole de la burguesía ecuatoriana, y por lo mismo, tiene un carácter nacional. El doctor Manuel María Borrero, liberal prominente y que participa personalmente en la conspiración de 1906 a que nos acabamos de referir, en su estudio titulado el Coronel Antonio Vega Muñoz, con honestidad que lo honra, confiesa lo siguiente: "La conspiración general tramada contra la segunda Dictadura del General Eloy Alfaro fue producto de una coalición liberal‑conservadora formada en diversos lugares de la república, con la concurrencia de los liberales placistas, y de los independientes y de los conservadores". Y añade en otra parte estos preciosos datos ocultados celosamente por los seudo liberales de hoy: "Debo advertir que en Guayaquil ‑el centro de nuestra burguesía comercial y bancaria‑ actuaba un Comité Central de la coalición liberal‑conservadora, compuesto por los señores: Alfredo Baquerizo Moreno, José Luis Tamayo, Carlos Carbo Viteri, Ezequiel Palacios, Martín Avilés, Rafael Guerrero, Enrique Baquerizo Moreno, José Eliodoro Avilés, Enrique Cueva y otros más". No está por demás anticiparnos y decir que estos personajes, después de la caída del alfarismo y del asesinato de El Ejido, tienen actuación fundamental en los gobiernos oligárquicos y de derecha que advienen. ¡Algunos, hasta ocupan la Primera Magistratura de la Nación!

Junto al placismo, pues, están sus aliados, los conservadores, que representan las fuerzas de los terratenientes y del clericalismo.

El clero, no contento con haber desencadenado la guerra civil durante largo tiempo ‑derrochando los bienes de las comunidades y sacrificando a cientos de pobres gentes enfermas de fanatismo‑ no contento con haber envenenado el ambiente con furibundas pastorales, están ahora nuevamente en pie de lucha al lado de los arrastradores, con la misma furia e intemperancia de los Schumacher y Massiá, héroes de la anterior "cruzada". Durante el arrastre de los cadáveres se grita ¡Viva la religión! y ¡Mueran los herejes! El cura de Santa Bárbara vocifera y hace público su regocijo por los criminales hechos. Un fraile Bravo, mercedario, azuza y dirige a las turbas. Y finalmente, para eterna vergüenza de los que se dicen misioneros de la paz y caridad, el más alto prelado de la Iglesia Ecuatoriana ‑que siempre, como se puede constatar examinando sus edictos religiosos, había venido combatiendo con acritud y sin tregua, todas las reformas progresistas del liberalismo ‑con su actitud pasiva y cómplice, da asentimiento a la canibalesca hazaña.

Como es lógico, al lado del clero está el sector seglar de la dirección conservadora, los hacendados aristócratas, cargados de pergaminos nobiliarios. Tanto los que han logrado penetrar en las filas liberales como los que siguen en el conservadorismo. Y, a decir verdad, los unos y los otros rivalizan de igual a igual en el campo de la delincuencia, ya que en el azuzar, repartir gratificaciones a los asesinos, proporcionar sogas para el arrastre y kerosene para las incineraciones, realizan esfuerzos semejantes. Toda la llamada nobleza está presente. Noble es Carlos Freire Zaldumbide, el Encargado del Poder, que por cínico y tonto, ni siquiera se preocupa de disimular sus criminales maquinaciones. Noble es un Lasso Ascásubi, que según Sánchez Núñez ‑Fuego y sangre‑ contribuye en Guayaquil con el combustible para quemar el cadáver del general Montero. Nobles son todos los que el escritor colombiano Manuel de Jesús Andrade nombra en sus Páginas de sangre: un Cristóbal Gangotena Jijón, un Arteta, un Carlos Pérez Quiñónez, un Fernando Pérez Quiñónez, unos Salvadores... todos con caras espantosas y "con aspavientos de buitres". Y hasta las damas encopetadas, aquellas que presumen de delicadeza y pulcritud, no dejan de participar en los asquerosos hechos, pues es una linajuda descendiente del general Flores, la que recompensa a una meretriz por la profanación de los restos del general Alfaro.

¡Toda la aristocracia, toda esa caterva de viles... hijosdalgos dueños de ilimitados latifundios, que en los tiempos de García Moreno se reunían en Juntas de Notables para aprobar los actos liberticidas del tirano, en suma, actúan en los trágicos sucesos del mes de Enero!

Y las pruebas de la participación de los placistas y conservadores en la masacre son claras y contundentes. Varios son los libros de los más distinguidos escritores e historiadores ecuatorianos y extranjeros, que abruman con argumentación y documentos irrefutables a estos criminales, quienes, por otra parte, poco han hecho para desvanecer el terrible cargo. Las escuetas y vacías Notas para la Historia del general Plaza, por su total ausencia de razones convincentes, no constituyen ninguna defensa. Ni tampoco la resolución de un Congreso, reunido, cabalmente, para declarar que no hay lugar a formación de causa contra los principales responsables, pese a las pruebas del proceso y a la elocuente acusación fiscal...

Señalemos, finalmente, el tercer factor que interviene para la consumación del crimen, factor que, para nuestro modo de ver, no es otro que la acción del imperialismo.

La mano del imperialismo está representada por los cónsules de Gran Bretaña y Estados Unidos que no exigen el cumplimiento del Tratado de Huigra del cual son garantes, sino que al contrario, impávidos como bonzos miran su burla y rompimiento, sabiendo que ese Tratado obliga al respeto y libertad de los combatientes prisioneros, cuyas vidas se hallan en inminente peligro. Y ellos obran así obedeciendo órdenes superiores sin ninguna duda. El siguiente documento lo prueba: "Telegrama para Guayaquil.‑ Quito, Enero 25.‑ 1.20 p.m.‑ Gobernador. Cuerpo diplomático residente háme dicho haber telegrafiado a sus cónsules en Guayaquil, la abstención más completa respecto a los asuntos que no les concierne, tales como los relativos a lo que el Gobierno ha ordenado tocante a los cabecillas de la revuelta de cuartel que terminó.‑ Ministro de Relaciones". Lo que equivale, al visto bueno para el asesinato.

La complicidad de los gobiernos garantes del Tratado de Huigra ‑pues, que ellos y no sus agentes diplomáticos son los garantes según las reglas del Derecho Internacional‑ es tan notoria, que la prensa continental la condena en diferentes tonos, para vergüenza de nuestros historiadores pro‑yanquis que hasta ahora han permanecido callados ante hecho tan indigno.

He aquí algunos párrafos elocuentes de los periódicos de la época:

Dice el escritor Luis Ulloa en La Prensa de Lima, pidiendo que los países de Sur América sancionen a los criminales:

Sud América aún no ha hecho nada; pero felizmente, puede tener todavía la primacía, porque el Ogro del Norte ha recordado, sin duda, que del hoy triunfante pretorianismo placista, fue de quien recibió la más sólida oferta de venta del Archipiélago de Galápagos; lo ha recordado y se ha cruzado de brazos ante las cenizas de Alfaro. Sud América no tiene motivo para imitar la prescindencia yanqui; su interés es el contrario.

Y el diario La Crónica de la misma ciudad manifiesta esto en abril de 1914:

Pero, cuando Plaza, el Gran Asesino Ecuatoriano, hizo estremecer de horror al mundo entero con el descuartizamiento de sus amigos y protectores en Quito y Guayaquil, cuando esa hiena con faz humana inflingió a la América civilizada y humanitaria el más sangriento ultraje que jamás se ha inflingido; cuando degolló, despedazó, profanó e incineró, en las plazas de esas ciudades, a hombres que, a pesar de todo cuanto de ellos se diga, habían sido mandatarios y políticos visibles de una República ¿dónde estuvo el humanitarismo, dónde la alta visión política, dónde la filantropía, dónde el intervencionismo altruista de los conquistadores del Norte...? ¿Sólo la sombra del yankemano Madero pide venganza? ¿La de Alfaro, no?...¿Por qué?...Es que Plaza padece también de yankemanía, es que para ir a Guayaquil y danzar la danza del escalpelo delante del cadáver de Montero, y para mandar a encender en Quito las piras donde ardieron los Alfaros, humanitario Plaza, altruista Plaza, el filósofo Plaza, salió de Nueva York llevando en su portafolio un contrato yankee para el saneamiento de Guayaquil y otros contratos yankees para empréstitos a tipos leoninos... Ese es el humanitarismo, esa es la filantropía de los interventores de la Casa Blanca.

Los imperialistas, pues, para asegurar la ganancia proveniente de sucios negociados, no trepidan en sacrificar las vidas de los más distinguidos políticos ecuatorianos, menos en perder el honor, castigo que corresponde al garante moroso. Sin duda recuerdan que había rechazado los leoninos empréstitos. "Mr. Stapleton que había sido comisionado por el señor Lizardo García para que gestione en EE.UU. un empréstito de cuatro millones de dólares ‑comenta el diario El Comercio de Quito correspondiente al 11 de marzo de 1906‑ ha informado al Jefe Supremo que sus gestiones han tenido buen resultado, pero el general Alfaro ha dicho que no necesita de ningún empréstito porque el Ecuador goza de paz y prosperidad". Además, el imperialismo recuerda que Alfaro, siguiendo una política anti‑colonialista y de celosa defensa de la independencia patria ‑política característica de una burguesía revolucionaria‑ lucha por la libertad de Cuba y se opone a la venta del Archipiélago de Galápagos. Todo esto recuerda el imperialismo, y recordando esto, se hace cómplice del asesinato del general Alfaro. Es por esto que no interviene conforme está obligado en su calidad de garante. ¡En cambio, si se hubiera tratado de garantizar minúsculos intereses de cualquiera de sus ciudadanos ‑como varias veces ha hecho en diferentes países de América‑ su Armada y sus Infantes de Marina, es seguro, que habrían intervenido!

La eliminación física de los mandatarios nacionalistas de Latinoamérica, no se crea que es método vedado para el imperialismo yanqui. Alfaro no es el primer caso. Poco después se hace igual cosa con el presidente Madero de México, que nada tiene de yankeemano como equivocadamente se dice en el artículo periodístico que dejamos transcrito, pues de haberlo sido, no hubiera sido asesinado por los yanquis, con la participación directa del embajador de Estados Unidos, conforme demuestra con sobra de pruebas el escritor Mario Gill, en su libro titulado Nuestros buenos vecinos.

El ala derecha del liberalismo, el partido conservador y el imperialismo, conforman, pues, la trilogía que consuma la tragedia de El Ejido, poniendo fin con ella, a la revolución alfarista.

Es explicable, sin embargo, el proceder de los asesinos.

El placismo, que representa a los sectores seudo liberales ligados al latifundismo y al capital bancario, ven en la prosecusión y consolidación de la revolución, y en su símbolo, el Viejo Luchador, un peligro para sus intereses. El conservadorismo, y su aliado tradicional, el clero, que ansían recobrar el antiguo predominio y reconquistar las prebendas suprimidas, ven en las reformas introducidas por el liberalismo alfarista, obstáculo insuperable para la realización de sus propósitos. Y el imperialismo, el imperialismo yanqui especialmente, que en las últimas décadas del siglo pasado establece una política agresiva y de penetración en los países de América del Sur, no puede ver con buenos ojos la permanencia en el poder de un presidente amante de la independencia patria. El imperialismo, ya en ese entonces, necesita gobernantes títeres como Leonidas Plaza.




[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Del crimen de El Ejido a la Revolución del 9 de Julio de 1925,segunda edición, Sistema Nacional de Bibliotecas SINAB, Quito, 1996, pp.9-21.

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