miércoles, 12 de octubre de 2016

La crueldad y la justificación de la conquista



12 de octubre, fecha en que se celebran distintas cosas, según las conveniencias, es bueno recordar la crueldad y la justificación de la conquista


LA CRUELDAD DE LA CONQUISTA[1]

Oswaldo Albornoz Peralta

Toda conquista tiene como fin apoderarse de las riquezas de otros pueblos, y una vez sojuzgados, explotar a sus habitantes en toda forma, especialmente, como mano de obra gratis o barata. Claro que la infamia se disfraza con mentirosos pretextos: se dice y se jura que se quiere propagar la santa religión cristiana y difundir a raudales las luces de la civilización, convirtiendo a esos objetivos en equivalentes de sangre y destrucción.

La resistencia es la lógica consecuencia de la conquista, puesto que ningún pueblo quiere perder sus pertenencias ni su independencia. Y mientras más fuerte y heroica sea la resistencia, la saña del conquistador acrece y los crímenes se suceden en proporción a ella.

El mejor ejemplo de todo esto es la conquista española.

El afán del apoderamiento de riquezas está a la vista. Recuérdese el rescate de Atahualpa: en acta notarial se deja constancia que se reparten entre los conquistadores 40.860 marcos de plata y 971.125 pesos de oro, “fuera de los quintos para el Rey apartados con anticipación”.[2] Aunque en realidad, según se dice, el tesoro recogido es mucho mayor. Igual sucede en México. La búsqueda de oro y otras riquezas une el frenesí con el crimen, pues para encontrarlas se usa el fuego y la espada. A Cuauthemoc, para que diga donde se halla el tesoro de Moctezuma, se lo tortura quemándole los pies, tortura respondida con un silencio heroico. Y allí donde existen perlas se sumerge a los nativos en las profundidades del mar, donde muchos se quedan para siempre, unos por falta de respiración y otros devorados por los tiburones.

Son solo ejemplos. En toda la América hispana, sin que se escape un solo rincón a la exaltada pesquisa en pos de la riqueza. No en vano El Dorado se convierte en obsesión que lleva a los aventureros españoles a los sitios más inaccesibles, donde campea la muerte.

Y el robo del oro y la plata, el robo de las piedras preciosas, tiene una excusa sui generis: que a los indios sólo les sirve de adorno, mientras que para ellos es dinero sonante y contante.

Tan grande y notorio es el despojo, que Las Casas confecciona el llamado Confesionario, donde se da instrucciones a los frailes confesores para que obliguen a los penitentes a restituir todo lo robado, inclusive ordenando la suscripción de actas ante notario para asegurar su cumplimiento. Pero todo queda en nada, no obstante de que se trata de un necesario requisito para entrar en el reino de los cielos, pues pocos son los conquistadores de corazón blando y apto para el arrepentimiento. Además, para que sea más rotundo el fracaso de esta utopía lascasiana, el Consejo de Indias, mediante cédula de 1548, ordena que se recoja el molestoso Confesionario. Y en el mismo año, el virrey de México Antonio de Mendoza, dispone su incineración…

La muerte y el alud de la sangre resultan indetenibles.

El perro, el mejor amigo del hombre, es convertido en el peor enemigo del indio. No se prescinde de ellos en ninguna campaña, ya que la ferocidad y los dientes de esos animales –exprofesamente entrenados- son tan efectivos como las espadas. Para que estén sanos y robustos, muchas veces, se los alimenta con la carne de sus víctimas. Las palabras aperrear y aperreamiento se introducen en el idioma castellano.



La crueldad está presente en todas partes.

En la persecución a Manco Inca después de su derrota de  Atocongo, la saña adquiere caracteres de espanto. El historiador Henri Favre dice que en su seguimiento, el conquistador Alfonso de Alvarado,

(…) utilizó sistemáticamente la política de la tierra quemada: a su paso se destruían las cosechas y los pueblos eran reducidos a cenizas. Entre las poblaciones incaizadas del sur que se inclinaban a favor de la resistencia, la represión fue particularmente atroz: en algunos lugares, todas las mujeres eran pasadas a cuchillo con sus hijos; y en otros, había hombres que tenían la mano derecha, las orejas o la nariz cortadas.. En Jauja, 3.000 prisioneros fueron marcados con fuego, mientras que sus jefes eran quemados vivos.[3]

Los alemanes no se quedan atrás. Los Welser y los Elhinger, que según se dice en el libro En el horizonte está El Dorado de la historiadora soviética S. A. Sozina, pagan a Carlos V de cinco a doce toneladas de oro para emprender la conquista de Venezuela, obteniendo extensos poderes para eso, inclusive el derecho de convertir a los indios en esclavos. Derechos de los que se aprovechan debidamente. Sus capitanes cobran fama por su ferocidad: saquean todos los poblados en busca de oro y no se deja de esclavizar a sus habitantes, porque según afirma Alfonso Elhinger, constituyen el único provecho. Las Casas, con toda razón, los compara con tigres y leones rabiosos. Dice que han dejado de lado toda la vergüenza humana.

Así mismo, por su rebeldía, se pide el establecimiento de la esclavitud para el valiente pueblo araucano, el pueblo de Caupolicán y de Lautaro cantado por Ercilla. El fraile agustino Juan de Váscones, procurador general del Reino de Chile, envía una petición al rey con este objeto, pues considera que si “no estuvieren sujetos a este cautiverio y no fueren declarados por tales esclavos, como se ha pedido, la dicha guerra se acabará muy tarde y con grandísimas dificultades…” [4]

El conquistador de Nueva Granada, licenciado Jiménez de Quesada, confiesa de  esta forma las tropelías cometidas en ese país:

Se han hecho en el Nuevo Reino por los conquistadores y otros pobladores españoles muchos malos tratamientos a indios así de muertos como de robos y cortamientos de miembros en tanto grado que es espantoso decirlo, todo a fin de que les diesen oro y piedras, y por esta causa se han despoblado muchos pueblos y muertos mucha infinidad de indios.[5]

¿Y qué sucede en el actual Ecuador?

En esencia los hechos, o mejor los crímenes, son iguales, ya que los conquistadores y sus miras son los mismos, variando solo los lugares y los nombres de los actores.  La crueldad y el reguero de sangre es la marca que dejan como señal de su paso. Esto, desde un principio.

Fray Bartolomé de las Casas en su célebre libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias transcribe una larga carta de fray Marcos de Niza, a la que pertenece el siguiente párrafo:

Item, yo afirmo que yo mesmo vi ante mis ojos a los españoles cortar manos, narices y orejas a indios e indias, sin propósito, sino porque se les antojaba hacerlo, y en tantos lugares y partes que sería largo de contar.  E yo vi que los españoles les hechaban perros a los indios para que los hiciesen pedazos, e los vi así aperrear a muy muchos. Asimesmo vi yo  quemar tantas casas e pueblos, que no sabría decir el número según eran muchos. Asimesmo es verdad que tomaban niños de teta por los brazos y los hechaban arrojadizos cuanto podían, e otros desafueros y crueldades sin propósito, que me ponían espanto, con otras innumerables que ví que serían largas de contar.[6]

Y sin embargo, cuenta bastante. Apenas llegan a nuestras costas, llevados por el ansia de oro, en la isla de Puná y Túmbez –Pugna y Tumbala se dice– ya prueban en nuestros indios el filo de sus espadas. Después, reclamando el oro del rescate de Atahualpa que según ellos no había llegado al reparto, incineran vivos a varios caciques y a otros les torturan quemándoles los pies. También se quema a Chapera –injustamente– señor de los cañaris.

El paso de Benalcázar hacia Quito está señalado por la devastación y la sangre. Enrique Garcés dice que cuando llega Alvarado, que no sabía su ubicación, se da cuenta de que por allí estaban sus paisanos, al ver “poblados destruidos, cadáveres de indios y gran desolación y ruina”.[7]  Y él procede de igual forma pues el historiador Aquiles Pérez afirma que “saqueó  los pueblos donde llegó; robó cuantos objetos de oro y plata encontró; obligó, con cadenas y perros, a que muchos indios e indias, con sus niños, le conduzcan cargas; ahorcó a dos caciques; permitió que los indios de Guatemala comieran la carne de nuestros indios costeños”.[8] Mueren, rendidos por el agotador trabajo a que son sometidos, la mayor parte de los indios y negros que trae de Centro América.

Se dice cínicamente en un acta del Cabildo de Quito que se practican todas las diligencias posibles para dar con los tesoros que se creen escondidos. Diligencias, que no son otra cosa, sino las más crueles torturas a los caciques indios. El garrote, los azotes y los cepos, y sobre todo el fuego a los pies, son las preferidas.  Y el final, cuando no dan resultados, no es otro que la muerte más cruel.

Grabado de Theodor de Bry, siglo XVI

Es un cabildo de conquistadores, para cuyos miembros, la crueldad y la sangre no son sino medios de dominio.  Pedro de Puelles, especialista en la cacería de indios con lebreles, recibe un voto de aplauso y de respeto por las matanzas verificadas.

Así sucumben, entre varios otros, Cozopamba, Zopozopangui y Rumiñahui citados por Aquiles Pérez. La mayoría de ellos, después de la imprescindible tortura, son condenados a la hoguera como si se tratara de reos de la Santa Inquisición.

Benalcázar y sus capitanes nunca abandonan los caminos del crimen. Cuando salen de Quito y se dirigen a Cundinamarca, proceden allá, en forma similar a la de aquí. Al respecto, Germán Arciniegas dice:

Cierto es que Benalcázar no deja de marchar a sangre y fuego. Al salir de Quito divide en tres ramas su ejército y manda a Juan de Ampudia para que vaya con una de ellas, de adalid. Debéis seguir los callejones de la cordillera –le dice el jefe-  y no empeñaros en acción peligrosa; nosotros os seguiremos. No le es difícil a Benalcázar seguir las huellas del adalid: porque como Ampudia quema todos los pueblos que topa y degüella a los indios, por las cenizas y la sangre se guía muy pronto don Sebastián. [9]

Este Ampudia es el mismo que ya antes, en su búsqueda insaciable de oro había exterminado a la población de Chambo en la actual provincia de Chimborazo, a cuyo cacique le hace quemar vivo, tal como había hecho antes con el cañari Chapera ¡Bien merecido su sobrenombre de “monstruo” o “Atila del Cauca” cuando participa en la conquista de Cundinamarca!

Pedro Cieza de León –La crónica del Perú- dice que Dios castiga al adelantado Benalcázar por los crímenes cometidos contra los indios. Dice “que en vida se vio tirado del mando de gobernador por el juez que le tomó cuenta, y pobre lleno de trabajos, tristezas y pensamientos, murió en la gobernación de Cartagena”.[10] Poco castigo para nuestro parecer.

La expedición al Oriente de Gonzalo Pizarro se convierte en otro escenario de crímenes.

Pizarro es partícipe del rescate de Atahualpa. Pero esto no es suficiente. Internado en la selva pregunta por doquier donde hay canela y donde hay oro. Cuando no recibe repuestas satisfactorias de los indios “les hace quemar y a otros les tira a los perros que les hacen pedazos y los devoran”.[11] De los 4.000 indios que lleva no queda uno solo según afirma el historiador Ricardo Descalzi en su libro La Real Audiencia de Quito claustro en los Andes. El hambre y los maltratos son la causa para la hecatombe.

Monumento de Rumiñahui en Píllaro
Dijimos que la saña se acrecienta conforme a la rebeldía, y como en nuestro país el rebelde máximo es Rumiñahui –el Cara de Piedra– en él se concentran las crueldades. Nada le detiene para defender la heredad de sus mayores, y seguido por  valientes y decididos capitanes, se convierte en el mejor estratega de la resistencia. Descubre las estratagemas de sus enemigos y denuncia que el oro es el imán que guía sus acciones: no son dioses, son ladrones, les dice a sus soldados.  Jorge Enrique Adoum, en su obra de teatro titulada El sol bajo las patas de los caballos, pone en boca del guerrillero estas palabras:

No. Ya no. No más. No más oro para el extranjero, no más plata, no más cobre, no más sirvientes, no más nada para el extranjero… Vamos a enterrar todos los tesoros, vamos a quemar todo el maíz, vamos a incendiar Quito, para que no encuentre sino el odio… No apuntaremos más a la tórtola ni al venado, sino al enemigo del hombre… Vamos a hacer sin descanso una larga guerra de guerras pequeñitas hasta que se vaya. Porque mientras esté aquí no tendremos patria, y nadie volverá a reír mientras la gente no tenga cólera.[12]


No hay duda, que eso y más, debe haber dicho.

Desgraciadamente, el valor y las causas justas no siempre vencen. Rumiñahui, junto con algunos de sus capitanes son vencidos y tomados presos, y claro, como es de rigor, torturados y maltratados inhumanamente. Puestos los pies en el brasero, los españoles preguntan angustiados donde se halla el oro del rescate, y ellos varias veces se burlan señalando sitios lejanos y poco accesibles. Hasta que al final, cansados de tanta “diligencia”, les castigan con la muerte.

No se conoce la forma en que es victimado, pues no se ha encontrado documento ni prueba alguna sobre el particular. Pero es casi seguro que debe haber sido arrojado a las llamas, ya que la mayoría de los jefes indios, tal como afirma el sacerdote Marcos de Niza, perecen de esa manera. No hay razón para que Rumiñahui, el más rebelde y causante de tantas “diligencias” haya sido librado del mortal castigo.

Es de citar también a otro rebelde: Jumande.
 
Monumento a Jumande en Tena
Es cacique de los indios quijos que habitan en nuestra región oriental. Dirige valientemente la sublevación más grande de ese territorio y destruye las importantes poblaciones de Ávila, Archidona y Baeza. La causa principal para los trágicos sucesos es la explotación de parte de los encomenderos que exigen excesivos tributos en tejidos, productos vegetales y el codiciado oro.  A esto hay que agregar el trabajo forzado y los innumerables crímenes: muchos indios son despedazados por los infaltables perros.

Apresado Jumande por el cacique Puento de Cayambe es conducido a Quito donde es victimado junto con los pendes Beto, Guami y Ayca. Los escritores Piedad y Alfredo Costales describen así su tortura y muerte en 1579:

(…) a Jumande le sujetan fuertemente con sogas al rollo o picota de piedra y a los demás pendes en las horcas provisionales e inician las torturas usando enormes tenazas caldeadas al vivo, de dos brazos trabados por un clavillo o eje, con las que van arrancando pedazos de carne.
Cuando se comprueba que los reos han muerto, se les baja de la horca, y mediante ganchos de hierros, les descuartizan para exhibir los cuerpos humanos en las principales entradas de la ciudad, para escarmientos de los futuros sediciosos. Las cabezas decapitadas, principalmente la de Jumande, se exhiben públicamente en el propio rollo de San Blas.[13]

Muchos otros cabecillas indios, tanto del Oriente como de Quito, también son castigados. Estos últimos, por haber participado en la conspiración, son privados de sus cargos y desterrados a la Costa, donde todos perecen por el clima ardiente y las enfermedades.

De la muerte de Jumande, para que sirva de enmienda y siembre el terror entre los indios, se hace todo un espectáculo macabro.  La mayor parte de los jefes de las regiones orientales sublevadas y de las comarcas quiteñas son traídos a la ciudad para que presencien los suplicios. Los españoles quieren que el sangriento suceso se grave en la memoria de la generación presente y perdure en las futuras.

Al final, la conquista y la consiguiente colonización, cimentadas con la sangre derramada y el sufrimiento indio, se consolida y puede cumplir sus objetivos primordiales.

Las riquezas pasan a manos de los conquistadores: minas de todas las clases y tierras con todos sus productos. Los antiguos dueños son inmisericordemente despojados. O mejor, expropiados.

Los antiguos señores se transforman en sirvientes: van a las mitas para morir en sus antros o para ser martirizados en obrajes o haciendas.  Son la mano de obra barata o gratuita para todos los quehaceres: cargadores, o mulas de todos los caminos, barredores de todos los poblados, lacayos de todo funcionario. Y las mujeres indias son las pongas o carne de placer para los párrocos rurales.

Siendo así el sufrimiento y el dolor se convierten en males permanentes.  El mismo rey tiene que prohibir en ocasiones las prácticas más sádicas y oprobiosas. En una Cédula de 1582 se pide a las autoridades coloniales que eviten que

los indios sean vendidos como esclavos y muertos  a azotes; que las mujeres mueran y revienten con las pesadas cargas; que vivan y duerman en los campos donde pacen y crían a sus hijos, mordidos de sabandijas ponzoñosas; que se ahorquen y tomen yerbas venenosas; que maten las madres a sus hijos para librarles de la tiranía de los encomenderos, para eximirles de los trabajos que padecían…[14]

Pero no hay rey ni cédula que puedan impedir los bárbaros hechos, y la barbarie, por tanto, permanece y se prolonga por siglos.

Todo sigue igual. Tiene razón el poeta César Dávila Andrade cuando dice:

Y a un Cristo, adrede, tam trujeron,
entre lanzas, banderas y caballos.
Y a su nombre, hicieron me agradecer el hambre,
la muerte y la desraza de mi raza.[15]

            Así, a nombre de Cristo, el tormento se prolonga por siglos. Las lanzas y caballos, el hambre y los azotes, nunca desaparecen.




JUSTIFICACIÓN DE LA CONQUISTA[16]


Todo conquistador trata de justificar su conquista para esconder o aminorar la explotación y desmanes que ejercen sobre los pueblos conquistados. Y para esto, la justificación más socorrida, es que se trata de gentes inferiores, cuyas costumbres y pensamiento, son sometidos a una crítica implacable a la par que inconsistente desde un punto de vista ético y científico.

Esto, desde muy antiguo. Ya Aristóteles en su conocido y célebre libro Política, habla de pueblos bárbaros, de pueblos esclavos por naturaleza, cuyo destino no es otro que el de ser conquistados y esclavizados para que trabajen y sirvan a los griegos, derecho justo dada su superioridad racial. Y esta tesis se difunde grandemente y sirve para la expansión de Roma.

De larga vida la tal tesis, llega a América con la espada de los conquistadores y la cruz de los misioneros. Y aquí, en algunos casos, se radicaliza al extremo de sostener que los indios americanos carecen de alma y no pertenecen a la especie humana. El Papa, para no amenguar la labor evangelizadora, tiene que intervenir y decir que si tienen alma y que por tanto son hombres.  Pablo III, en su bula Sublimis Deus –1537- tiene que declarar esto:

Nos, que aunque indignos, ejercemos en la tierra el poder de Nuestro Señor… consideramos sin embargo que los indios son verdaderos hombres y que no solo son capaces de entender la fe católica, sino que, de acuerdo con nuestras informaciones, se hallan deseosos de recibirla.[17]

La bula papal es urgente  e imprescindible, porque es obvio que si los indios no pertenecen a la especie humana, la evangelización de sus pueblos no tiene sentido. Si para ellos no existe otra vida después de la muerte por carecer de alma, ¿para qué el esfuerzo de su cristianización?

Empero, la singular bula papal, es quizás más imperiosa y necesaria para la monarquía española. Para sus reyes es un importante instrumento de conquista, pues una religión que predica la resignación y el sometimiento, resulta un arma formidable para imponer el dominio y consolidar la colonización.  Es el cuchillo pontificio de que nos habla nuestro obispo Gaspar de Villarroel. Por tanto, hay que imponer el catolicismo a cualquier costo, para  lo cual es forzoso arrasar las religiones indígenas, como efectivamente sucede. Una cohorte de clérigos, destruyendo todo lo que para ellos significa idolatría, se desplaza por todos los rincones del nuevo continente para cumplir tan sagrado oficio. Un Diego de Landa, por ejemplo, se destaca en el cumplimiento de este cometido por las tierras mayas.

Tan fundamental es la implantación de la religión católica, que muchos juristas y teólogos, la consideran como justa causa para la conquista.

Monumento de Vitoria en la Universidad de Salamanca
Pero si bien la bula aludida saca de la animalidad al indígena, no por eso se libra de la inferioridad, calidad indispensable para justificar la conquista.  Así el dominico Francisco de Vitoria, uno de los que sostienen que es justa causa de guerra la oposición de los bárbaros a la propagación del Evangelio, dice esto sobre los indios:

Esos bárbaros, aunque, como se ha dicho, no sean del todo incapaces, distan sin embargo, tan poco de los retrasados mentales que parece no son idóneos para constituir y administrar una república legítima dentro de los límites humanos y políticos. Por lo cual no tienen leyes adecuadas, ni magistrados, ni siquiera son suficientemente capaces para gobernar la familia. Hasta  carecen de ciencias y artes, no sólo liberales sino también mecánicas, y de una agricultura diligente, de artesanías y de otras muchas comodidades que son hasta necesarias para la vida humana.[18]

El buen fraile –tan alabado por ciertos historiadores– duda si este retraso mental es justo título para la conquista.  Menéndez Pelayo, dice que con él, entró a raudales la luz!

Más radical y menos dubitativo es el famoso fray Ginés de Sepúlveda. En su Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios no se cansa de buscar motivos para justificar el sometimiento de los indígenas americanos,  para lo cual acumula sobre ellos, junto con la consabida falta de razón, una serie de vicios y defectos. Y para su condena a los que llama hombrecillos con apenas vestigios de humanidad se basa, no sólo en Aristóteles, sino en San Agustín, Santo Tomás de Aquino y algunos pasajes bíblicos. Oídle:
Monumento de Sepúlveda en su ciudad natal

Con perfecto derecho los españoles ejercen su dominio sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos son tan inferiores a los españoles como los niños a  los adultos, las mujeres a los varones, como gentes crueles e inhumanos a muy mansos, exageradamente intemperantes a continentes y moderados, finalmente, estoy por decir cuanto los monos a los hombres.
                La justa guerra es causa de la justa esclavitud, la cual contraída por el derecho de gentes, lleva consigo la pérdida de la libertad y de los bienes.[19]

Con estas tesis se enfrenta en 1550-1551 en la Junta de Valladolid a fray Bartolomé de las Casas, alto representante de las ideas democráticas españolas, encerradas por desgracia en esa época en los débiles círculos erasmistas, que para no ser reprimidos por la Inquisición expresan su pensamiento con extrema cautela. Su combate se fundamenta, principalmente, en el cristianismo primitivo. Y llega lejos.  Al final de su vida llega a plantear que se devuelvan  a los indios “los bienes robados y que los españoles abandonaran las colonias”.[20]

A Sepúlveda le sonríe la buena suerte. Los conquistadores del Cabildo de Méjico, agradecidos, le regalan doscientos pesos de oro en minas. Gran negociante llega a formar una inmensa fortuna que hasta le permite fundar un mayorazgo.
           
También un obispo franciscano, Francisco Ruiz, piensa que el indio “aunque es gente maliciosa para concebir ruindad en daño de los cristianos, no es gente capaz ni de juicio natural para recibir la fe ni las otras virtudes de crianza necesarias a su conversión”.[21] Otro religioso, Betanzos –conocido enemigo de Las Casas–, propone que los indios sean repartidos preferentemente en las encomiendas, y hasta se da tiempo para viajar a Roma, a fin de conseguir de la  Santa  Sede una declaración que diga que los indígenas “eran incapaces de la fe, lo cual justificaría su total sometimiento al español americano”.[22] Más aun: presenta un memorial al Consejo de Indias donde dice “que los indios eran bestias, que habían pecado, que Dios los había condenado, y que debían perecer todos”.[23] De estas últimas expresiones se retracta ante notario en su lecho de muerte, retractación que para el escritor Juan Friede, no es sino una póliza cómoda y barata, habitual en esa época para no ser condenados en el juicio final. Y finalmente, para que no falte  una afirmación bastante cómica, es de anotar que el jesuita Paleotti, en voluminoso libro continente de sus sermones, afirma también que los indios están eternamente condenados por descender del diablo y de una hija de Noé!

Otro religioso, el dominico Tomás Ortiz, envía al Consejo de Indias una larguísima diatriba contra los indios caribes, donde constan los dos pequeños párrafos que copiamos a continuación:

Los hombres de tierra firme de Indias comen carne humana, y son sodomíticos más que ninguna otra generación. Ninguna justicia hay entre ellos, andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse ni matar…
Cuando más crecen se hacen peores; hasta los diez o doce años parecen que han de salir con alguna crianza; pero de allí en adelante se vuelven como brutos animales; en fin, digo que nunca crió Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad  o cortesía.[24]

Además, no son capaces de doctrina, sus juicios son bajos y apocados, no tienen arte ni maña de hombres, no quieren mudar de costumbres ni de dioses, son cobardes como liebres, sucios como puercos, crueles, ladrones, mentirosos, haraganes, hechiceros, micrománticos y numerosos defectos y vicios más. Hasta se anota que no tienen barba… En fin, un verdadero padrón de deficiencias y perversiones.

Y todo esto, con una finalidad concreta: demostrar la inferioridad del indio y conseguir su esclavización como lógica consecuencia. Y por desgracia, el Consejo de Indias y el emperador, dan oídos a la cruel petición y esos indios son convertidos en esclavos. Sólo después de algunos años es derogada esa disposición.

También algunos cronistas defienden la tesis de la inferioridad del indio y el tácito derecho de conquista. Para esto acumulan e inventan taras, describen cuadros sombríos sobre su vida y ponen en duda su capacidad para ser libre. Sin comprender, o comprendiendo –que es peor– el grado de desarrollo de algunos pueblos de este continente, sus religiones son consideradas idolátricas y por tanto indignas de subsistir, varias costumbres son calificadas de pecaminosas e intolerables, sus formas de gobierno son dura e injustamente criticadas.  El caso más frecuente es el que se refiere a las distintas formas de matrimonio aquí existentes, formas por las que han atravesado todos los pueblos hasta llegar a la monogamia, son perseguidas sin tregua por constituir pecado.

Nos vamos a referir brevemente solo a dos cronistas, Fernández de Oviedo y López de Gómara, por ser quizá, los ejemplos más notorios.

Portada del libro de Fernández de Oviedo
El primero, Fernández de Oviedo, sirve de fuente a Sepúlveda para su demostración de la inferioridad del indio. El cronista, en su Historia General y Natural de Indias, al igual que Ortiz, dice que son  ociosos, mentirosos, crueles, inhumanos, sodomitas, de frágil memoria, inclinados al mal y con toda clase de vicios. Agrega que nada se puede esperar de ellos, porque tienen un cráneo tan grueso y duro que las espadas de los conquistadores se rompen cuando llegan a ellos…

Las Casas combate iracundo estas afirmaciones. Refiriéndose a la acusación de sodomía, por ejemplo, dice que acerca de “este asunto he hecho diligentísima pesquisa y he encontrado que el nefando vicio de sodomía entre los Indios o no se da absolutamente o es rarísimo”,[25] añadiendo que ese crimen abominable era castigado por las mujeres de la Isla Española, ya que la acusación de Fernández de Oviedo alude a sus habitantes.  Dice que uno de los motivos para sus mentiras y difamaciones, es que, por tener el cargo de veedor, “era uno de los encargados de despojar a los indios y apoderarse del botín”.[26]

Benjamín Carrión, con toda justicia, califica a Fernández de Oviedo de gran calumniador.

López de Gómara, en su voluminosa Historia General de las Indias, entre pequeñas críticas a los abusos más notorios de los conquistadores, también desacredita y denigra a los pueblos americanos. No en vano, para justificar la conquista, recomienda la lectura de Sepúlveda.

Entre las varias acusaciones a los indígenas de América, únicamente citaremos esta, referente a los indios de la Isla Española:

Facilísimamente se juntan con las mujeres, y aun como cuervos o víboras, y peor; dejando aparte que son grandísimos sodomitas, holgazanes, mentirosos, ingratos, mudables y ruines.[27]

Las Casas también combate y desmiente a López de Gómara. Dice que excusa todas las maldades de Cortez –toda la segunda parte de su libro está dedicado a la conquista de México– por ser su sirviente y haber recibido sus favores. Afirma que su lenguaje infamatorio contra los pueblos americanos es el de los españoles que quieren justificar las violencias, robos y matanzas de la conquista. Y esto es cierto. Este cronista es sin duda uno de los mayores defensores de la dominación de los indios y de la ocupación de sus tierras. “Ahora –dice refiriéndose a los mejicanos– son señores de lo que tienen con tanta libertad que les daña. Pagan tan pocos tributos, que viven descansados”.[28] Hasta se atreve a decir que Dios les hizo merced en ser de los españoles.

Desde luego, así como hay sacerdotes que defienden a los indios, también hay cronistas que resaltan sus valores y condenan la violencia de los conquistadores. Cieza de León por ejemplo, si bien señala costumbres que son nocivas según su criterio, tiene el mérito de admirar el gobierno de los incas y mostrar sus adelantos, y, sobre todo, el mérito de dolerse por la destrucción de tantos “reinos” americanos y de condenar varias crueldades de los españoles. Es de citar así mismo al cronista jesuita José de
Acosta. Dejando a un lado sus continuas referencias a la intervención del demonio en la vida indígena, se distingue por rebatir la tesis de inferioridad racial. En su Historia natural y moral de las Indias dice que uno de los fines para escribir sobre las costumbres y gobierno de los indios, es “deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente bruta, y bestial y sin entendimiento o tan corto que apenas merece ese nombre”, y que de este “engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga”.[29] Afirma que tienen cosas dignas de admiración, y que su capacidad para aprender, aventaja a muchas de nuestras repúblicas.

Más tarde, cuando ya nos habíamos librado del coloniaje e iniciado la vida independiente, el científico francés Alcides D’Orbigny, después de estudiar a la mayoría de los pueblos indios sudamericanos, después de criticar a los autores que hablan de la inferioridad del indio, dice esto:

El Americano no está privado de ninguna de las facultades de los otros pueblos; sólo le falta la oportunidad para desenvolverla. Cuando esas naciones sean libres, mostrarán mucha más facilidad en todo género de actividad intelectual, y si hoy algunas de ellas  no son más que la sombra de lo que han sido, ello se debe solamente a su posición social actual.[30]

Pone en alto las facultades intelectuales de los pueblos que ha recorrido y estudiado. Elogia los adelantos alcanzados por algunos antes de la conquista. Y, como se ve,  condena la explotación de que son víctimas, causa de su miserable situación.

Por desgracia, la falsa teoría de la inferioridad inventada para justificar la conquista como tenemos dicho, una vez terminada ésta y consolidada la colonia, se transforma en instrumento y justificación de la explotación, porque según su lógica, el inferior es apto sólo para la servidumbre y está condenado a servir al amo, al superior.

Y así, la explotación se prolonga largamente. De la colonia pasa a la república y perdura hasta nuestros días. Y por fuerza, junto  a la explotación, subsiste la teoría de la inferioridad, que unas veces se manifiesta en forma socapada y en otras con todo descaro.

Mas a veces, la teoría espuria de la inferioridad, adquiere apariencias “científicas”. Este es el caso, entre nosotros del escritor-terrateniente Emilio Bonifaz, autor de un libro titulado Los indígenas de altura del Ecuador, donde basándose en estudios extranjeros sobre todo –algunos de clara intención racista– pondera las deficiencias del bajo cuociente de inteligencia de los indios de nuestra serranía. Como remedio propone el mestizaje, que aporta nuevos genes, dice, genes superiores desde luego. Forma de mejoramiento racial concebible como dice Mariátegui en sus Siete Ensayos, sólo en la mente de un importador de carneros merinos.

Los explotadores del indio, empero, no solamente que lo discriminan como inferior, sino que se enfurecen y combaten con todas las armas a los que denuncian la explotación.  Cuando nuestra literatura social empezó a reflejar la realidad de nuestro campo, se les erizaron los pelos a los latifundistas y a sus sirvientes. Recuérdese lo que sucedió con la novela Huasipungo. Aparte de encontrar peros literarios por todos los lados, se dijo que constituía una deshonra para el Ecuador, porque para ellos la deshonra y el pecado no era la miseria del indio, sino el hecho de que se la destapara y mostrara al mundo. La grita fue inmensa. Y hasta un arzobispo, según cuenta Icaza en una entrevista, prohíbe la lectura de sus novelas y cuentos por ser dizque, engendro del demonio!

Véase, entonces, las consecuencias y la persistencia de la mentirosa doctrina de la inferioridad del indio traída por los conquistadores.



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. 1, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2007, pp. 17-38.
[2] Enrique Garcés, Rumiñahui, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1953, p. 101.
[3] Henri Favre, Los Incas, Vilassar del Mar, Barcelona, 1975, p. 116.
[4] Alejandro Lipschutz, El problema racial en la conquista de América, Siglo Veintiuno Editores, México, 1975, p. 176.
[5] Germán Arciniegas, El caballero de El Dorado, Editorial Losada S. A., Buenos Aires, 1942, pp. 176-177.
[6] Fray Bartolomé de las Casas, Tratados, t. I, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, pp. 169-171.
[7] Enrique Garcés, Rumiñahui, op. cit., p. 135.
[8] Aquiles Pérez, Historia de la República del Ecuador, t. I, Litografía e Imprenta Romero, Quito, s. f., p. 96.
[9] Germán Arciniegas, El Caballero de El Dorado, op. cit., p. 147.
[10] Pedro Cieza de León, La crónica del Perú, Espasa-Calpe Argentina S.A., Buenos Aires, 1945, p. 291.
[11] Udo Oberem, Los Quijos, Instituto Otavaleño de Antropología, Otavalo, 1980, p. 67.
[12] Jorge Enrique Adoum, “El sol bajo las patas de los caballos”, en la revista La última rueda N° 1, Editorial Universitaria, Quito, 1975, p. 81.
[13] Piedad y Alfredo Costales, Jumande o la confabulación de los brujos, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1983, pp. 90, 91,92.
[14] Alfonso María Mora, La conquista española juzgada jurídica y sociológicamente, Imprenta Municipal, Quito, 1943, p. 78.
[15] César Dávila Andrade, Boletín y elegía de las mitas, Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Azuay, Cuenca, 1960, p. 17.
[17] William Mejía Botero (comp.), Antología Histórica, Editorial Norma, Bogotá, s. f., pp. 25-26.
[18] Idem, p. 39.
[19] Alejandro Lipschutz, El problema racial en la conquista de América, Siglo veintiuno editores, México, 1963, pp. 72, 75.
[20] J. Grigulévich, La Iglesia católica y el movimiento de liberación en América Latina, Editorial Progreso, Moscú, 1984, p. 43.
[21] Lewis Hanke, Más polémica y un poco de verdad acerca de la lucha española por la justicia en la conquista de América, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1967, p. 42.
[22] Juan Friede, Bartolomé de las Casas: precursor del anticolonialismo, Siglo veintiuno editores, segunda edición, México, 1976, p. 295.
[23] Lewis Hanke, Bartolomé de las Casas, EUDEBA, Buenos Aires, 1968, p. 16.
[24] López de Gómara, Historia General de las Indias, t. I,  Talleres Gráficos Agustín Núñez, Barcelona, 1954, p. 365.
[25] Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, Apología, Editora Nacional, Madrid, 1975, p. 43.
[26] Idem, p. 379.
[27] López de Gómara, Historia General de las Indias, op. cit., t. I, p. 51.
[28] Idem., t. II, p. 429.
[29] José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias,  Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 280.
[30] A. D’Orbigny, El hombre americano, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1944, p. 117.

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