VI
TRAYECTORIA Y DESTINO DE LA INTELIGENCIA
Vamos a
terminar este estudio.
La tradición de los intelectuales ecuatorianos es muy honrosa, pues
desde muy antiguo, gran parte de ellos, y lo más representativo, se ha puesto
al lado de las causas justas y han batallado en pro de los ideales
progresistas. Toda nuestra historia da testimonio fehaciente de este hecho.
Después, instituida la República, los intelectuales progresistas
prosiguen la lucha por la democracia y la desaparición de los rezagos
coloniales en los campos. En la larga lucha contra el conservadurismo y la
tiranía, Pedro Moncayo, el viejo militante de la Sociedad de El Quiteño Libre y Pedro Carbo, patriarca de los
liberales guayaquileños, ambos escritores y polemistas de valía que no dejan un
solo momento la trinchera y mueren combatiendo por los principios que propugna
el liberalismo. Federico Proaño, joven periodista y literato galano, sufre la
cárcel y el destierro defendiendo sus ideas. Y sobre todos ellos, se levanta la
figura cimera de Montalvo. Desde aquí o desde la lejanía del triste ostracismo,
siempre deja oír su voz para estigmatizar a los déspotas o para clamar por la
libertad y la justicia. La Dictadura
Perpetua es el inri sobre la
frente de García Moreno, símbolo y personificación del despotismo. Y la Mercurial Eclesiástica, es la denuncia
más honda y más clamorosa, adornada con las galas del estilo, que se haya
escrito contra la intolerancia.
Luego se verifica la revolución liberal comandada por Alfaro,
revolución que lleva al poder a la burguesía y que tiene un carácter
progresista no obstante sus limitaciones. Al lado del Viejo Luchador, otra vez,
está toda una brillante pléyade de intelectuales ecuatorianos, que ahora ya no
son solo los teóricos y expositores de la doctrina, sino que, uniendo la teoría
con la práctica, se convierten en legisladores y
estadistas, que plasman en leyes las ideas.
Los más radicales de ellos son los que patrocinan principios avanzados para la
época, conforme se puede constatar si se revisan las actas de los Congresos y
el legado jurídico del liberalismo. Obra de ellos son, en su mayor parte, las
nuevas libertades que desde entonces airean el cielo de la patria, así como
también las leyes de beneficio social que se promulgan. Son obra de Abelardo
Moncayo, el poeta y dramaturgo que escribe ese patético alegato contra el
concertaje. De Luciano Coral, autor de varios libros y periodista de combate.
De Roberto Andrade, el historiador y panegirista de Montalvo, de larga
trayectoria en el campo de nuestras letras. Y de José Peralta, el mayor
ideólogo de entonces, que quiere la redención del indio y se pronuncia contra
el imperialismo yanqui.
Esa es su tradición.
Esas mismas huellas han seguido todos los intelectuales que avizorando
el porvenir y comprendiendo la marcha de la historia, han seguido la senda del
marxismo–leninismo y han plegado a la lucha de la clase obrera, llamada a
instaurar el socialismo. Ellos –a los cuales nos hemos referido en este trabajo– han jugado
importante papel en la marcha revolucionaria de nuestro pueblo, pues no se
puede negar su influencia, tal como nos enseña nuestro pasado histórico. Pero
esto no significa que ellos estén predestinados a ser guías de la revolución,
como algunos pretenden. Gallegos Lara al prevenir el peligro y los alcances de
esta tesis, manifiesta con toda razón, al polemizar con Jorge Rengel en 1935
–ver Realidad y Fantasías Revolucionarias
del escritor citado– que es necesario reconocer explícitamente que
no es una situación cualquiera la que corresponde al proletariado en la lucha
contra la burguesía, sino una situación hegemónica de dirección, de
vanguardia”.[1]
Por lo mismo, la tarea de los intelectuales, que no forman ninguna clase, como
aclara Gallegos, no es otra que la de aunar esfuerzos con la clase obrera para
establecer el socialismo y suprimir la explotación del hombre. Cumplir este
deber, es ya en sí blasón suficientemente honroso.
Los intelectuales que vengan a las filas revolucionarias tienen
amplias y nobilísimas tareas por delante. Ellos están llamados a contribuir en
la dilucidación de los problemas nacionales y mostrar las verdaderas
soluciones, celosamente escondidas por los intelectuales al servicio de las clases
dominantes. Tienen que rehacer nuestra historia, poniendo de relieve las
heroicas luchas de las masas populares, ahora silenciadas por los historiadores
académicos, que temen la propagación del ejemplo y el aquilatamiento de las
experiencias. Y mediante el arte –el lienzo, el poema o la novela‒ tienen que
llegar al sentimiento del pueblo, a la mitad de su corazón generoso, para
mostrar su vida y dirigirla a la esperanza.
Todo esto tienen por delante. Y esto es lo verdaderamente grande,
porque significa convertirse en combatientes del socialismo, transformarse en
soldados de la revolución.
Lenin, analizando el problema de la cultura, habla de la dualidad
cultural. Hay una cultura burguesa de las clases dominantes y una cultura
democrática de las clases revolucionarias y en ascenso. Desarrollar esta
última, que necesariamente tiene que conservar todo lo valioso de las
generaciones anteriores, es la alta misión que tienen que cumplir nuestros
intelectuales. Y para un intelectual verdadero, esto basta y sobra. Ser soldado
de la revolución iniciada por el genio de Lenin, es el título más alto al que
se puede aspirar.
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[1] Joaquín Gallegos Lara, “Carta a
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1987, pp. 150-151.