lunes, 5 de junio de 2017

El pueblo en la Revolución del 5 de Junio de 1895

El pueblo en la revolución

Oswaldo Albornoz Peralta[1]


Alfaro por Eduardo Kingman, Historia ilustrada del Ecuador


Ninguna o poca importancia han dado nuestros historiadores a la participación del pueblo en la revolu­ción liberal. La mayoría de las veces, siguiendo crite­rios caducos, la han considerado como obra casi exclu­siva de pocas personalidades. Pero la verdad es ─sin ne­gar el valor de aquellos hombres o caudillos que supie­ron ponerse a la altura del momento histórico que vivía la patria─ que ninguna transformación más o menos profunda puede hacerse sin la intervención de las masas populares. Tal como enseña la ciencia marxista, el pueblo es siempre el principal personaje de la historia.
La revolución liberal de 1895, no escapa, ni po­día escapar, de este principio sociológico fundamental.
            Desde sus inicios, desde la larga etapa de la heroica lucha guerrillera, el pueblo estuvo presente derramando generosamente su sangre. En este período, fueron campesinos de la costa, peones conciertos sobre todo, los que formaron el alma de las montoneras, puesto que veían en la revolución el camino para salir del concertaje y recobrar la libertad. Por esto, para entrar en combate exigían la cancelación total de sus deudas, como en el caso del conocido episodio de los chapulos.
Alberto Hidalgo Gamarra ─hijo de Eduardo Hidalgo Arbeláez y María Gamarra, dueños de la hacienda La Victoria─ narra así el suceso histórico que acabamos de indicar:

Alineados los jefes de la conspiración en el amplio patio de la hacienda y colocado don Eduar­do Hidalgo frente a sus peones, les dijo-. "Muchachos: La Patria nos llama de nuevo a romper las cadenas con que la ligan opresores. El gobierno de don José María Plácido Caamaño, es un opro­bio para la nación y una amenaza para la ciudadanía. El invicto General Eloy Alfaro, ha abierto ya sus operaciones militares en la costa, triunfando en Manabí y Esmeraldas y nos invita a cooperar en el derrocamiento del gobierno de Caamaño". Terminó esta arenga declarando a sus peones que las deudas que tenían con la ha­cienda, quedaban canceladas con su concurren­cia al primer combate que libraren con el enemigo. La última palabra de don Eduardo hizo na­cer la falange libertadora que en la historia de las luchas armadas nacionales fue bautizada con el nombre de los chapulos, por el lugar donde se organizó, haciendo famosa y temida esta denominación. Horas más tarde marcha­ron al campo de batalla, en busca del enemigo, armados de escopetas, machetes y revólveres.[2]

Montubio por Galo Galecio

Las persecuciones y las represalias contra la masa campesina alzada fueron feroces y constantes ─de esto tampoco se habla mucho─ sin cuya perseverancia y valentía la lucha no habría podido proseguirse. Se calificó de ladrones y bandoleros a los combatientes, y como a tales se les cazaba y asesinaba en medio de la selva, se saqueaban poblados y se incendiaban viviendas. “Dispersadas las fuerzas revolucionarias en Bahía ─dice Alfaro en su Campaña de 1884─ ya no tenían enemigos a quien combatir, y se dedicaron al saqueo de las poblaciones, asesinando, incendiando y cometiendo cuanto atentado se castiga conforme al Código Penal en las naciones civilizadas”.[3] Inclusive se les tildó de co­munistas, epíteto de suma gravedad en ese entonces. Veamos lo que decía el ministro de Guerra y Marina en su Informe al Congreso de 1885:

Los comunistas han escarmentados severamente, y esta lección les hará aprender  que  no  es fácil cambiar los principios de una sociedad con  la  punta de la  bayoneta. Para las reformas sociales son menester educación sólida de los pueblos, progreso industrial y comercial y hábitos acendrados de amor a la patria.[4]

Más aún, se puso precio a la cabeza de los rebeldes y se fijaron carteles para  su captura. ¡El aristócrata guayaquileño Carlos Carbo Viteri, ofrecía una suma pingüe por la cabeza del militar mexicano Ruiz Sandoval que combatía al lado de los liberales!
Esta amplia participación del campesinado cos­teño ─hecho que reconoce tácitamente el jefe de la re­presión, general Reinaldo Flores, en su libro titulado La campaña de la costa─ fue la que propició o preparó el terreno para las posteriores transformaciones progre­sistas del agro y la paulatina desaparición de las formas feudales de producción.
De esta contienda sangrienta, y de la entraña popular, surgieron además guerrilleros y capitanes he­roicos, muchos de los cuales ofrendaron sus vidas por la causa. Héroes de la altura de Crispín Cerezo, por ejemplo.
            Cuando el ejército alfarista llegó a la Sierra, ba­luarte principal del  latifundismo, allí se le unió otro gran contingente de nuestras masas populares: el pue­blo  indio, la víctima más escarnecida por la explota­ción terrateniente. Diez mil indígenas del Chimborazo, comandados por Alejo Saes y Manuel Guamán ─ascendidos a general y coronel de la República respectivamen­te─ se presentaron en Guamote, llevando en sus sombre­ros la roja cinta liberal, para ofrecer sus servicios al Viejo Luchador. La multitud gritaba enardecida: ¡Ñucanchic  libertadta apamuy amu Alfaro, tucuy runacuna, guañushun pay ladupi!    (Nuestra libertad tras Alfaro vamos a encontrarla y todos los runas debemos morir a su lado). Su ayuda fue decisiva. Un testigo de la épo­ca, el comandante Martínez Dávalos ─Los indios del Chimborazo en la transformación liberal de 1895─ dice, que “sin ellos no hubiera triunfado en Gatazo ni en ningún otro lugar de esa provincia”, es decir, que la marcha a Quito hubiera sido lenta y muy difícil. El general  Alfaro,  en  el  decreto que antes mencionamos, también  reconoció   los “relevantes servicios prestados a  la causa de la libertad y de la raza”. Y luego, cumpliendo una promesa, mediante decreto del 18 de agosto de 1895, se exoneró a los indios de la contribución territorial y del trabajo subsidiario, terribles cargas que pesaban sobre sus espaldas.
Los indios del Azuay, asimismo, prestaron va­liosos servicios a la causa liberal. Durante la primera sublevación conservadora ─1896─ agrupaciones de indígenas, a pedrada limpia, lucharon en las calles de Cuenca al lado de las tropas liberales. El escritor Carlos Aguilar Vázquez, en el tomo IV de sus Obras Completas da testimonio de estos hechos. Dice que los indios sucumbieron al grito de ¡Viva Alfaro!, y que, a “los caídos les despedazaron los cráneos, con las piedras de los cimientos brutalmente”.[5]
Después, en la sangrienta etapa de la guerra civil ─desatada por la reacción clerical─ conservadora, hombres de las clases humildes de las ciudades, artesanos y obreros, tomaron las armas y se alistaron en las filas liberales, contribuyendo con su esfuerzo y con su sangre,  para el triunfo de la revolución.
Y cuando se iniciaron las transformaciones democráticas, ante la tenaz oposición de los explotadores ─incluyendo a los liberales de derecha─ fue el pueblo, presente en las calles y en grandes manifestaciones, el que alentó con mayor entusiasmo todo cambio progresista. Recuérdese el aporte dado por los gremios obreros y artesanales dirigidos por Alburquerque y otros dirigentes de los trabajadores.
Sin el pueblo, por consiguiente, ningún avance de importancia habría podido verificarse.
Esta es la verdadera historia. La historia ocultada celosamente por la historiografía oficial y reaccionaria.


El pueblo impone al general Alfaro


Llegada de Alfaro a Guayaquil

Los señorones del liberalismo, aquellos de ape­llidos sonoros que usufructuaron de la revolución li­beral, siempre se han atribuido el mérito de haber im­puesto al general Alfaro como jefe máximo de la revo­lución. Desaparecido el gran caudillo han hecho gala de fementido “alfarismo” para, aprovechándose del prestigio de su nombre, proteger y consolidar su do­minio. ¡La fama y la memoria de los muertos ilustres, también pueden fructificar en pingües beneficios!
Empero, esto constituye una solemne y cínica mentira.
Un testigo presencial de los hechos, el coronel Carlos Andrade, en sus Recuerdos de la guerra civil (1898), dice lo siguiente:

La Junta de Notables reunida con el objeto de procurar que pacíficamente se efectuara la transformación, luego de conseguido esto, tra­tó de constituir un Gobierno Provisional y para nada se acordó que existía en el mundo el Ge­neral Eloy Alfaro. El pueblo, idólatra de ese hombre y admirador de las virtudes y sacrifi­cios de su caudillo, al tener conocimiento del poco caso que de él hacían los Notables, inva­dió los contornos de la sala de deliberaciones y a gritos pidió que el General Eloy Alfaro fuese proclamado Jefe Supremo. Intimidados los Notables por tan enérgica actitud, accedie­ron a pesar suyo y suscribieron un acta confor­me a los deseos manifestados por el pueblo.[6]

La aseveración de Andrade está confirmada también por el historiador conservador Luis Robalino Dávila quien afirma que “fue la plebe guayaquileña la que impuso su nombre el 5 de Junio de 1895”.[7]
Además, luego de la rendición del comandan­te de armas de Guayaquil, general Reinaldo Flores ─hijo del general Juan José y el mejor carnicero de la época de Caamaño─ el pueblo se apoderó de los cuarteles y tomó las armas, con lo cual se hizo inexpugnable la posición de Alfaro.
            A esto se debe añadir que ya antes del 5 de Junio un gran número de pequeñas poblaciones de la Costa se habían pronunciado por Alfaro, como consta documentadamente en el libro de Elías Muñoz La guerra civil ecuatoriana de 1895. Y tales pronunciamientos no eran sino la voz de los medianos y pequeños propietarios del campo, la voz de los peones conciertos y de los asalariados agrícolas, que no podía ser desoída ni pasada por alto, porque eso hubiera  significado  un enfrentamiento de incalculables consecuencias.
Fue, entonces, la incontenible presión popular que obligó a los “notables” a aceptar a regañadientes el liderazgo de Alfaro, tanto más que su espada se hacía indispensable para dar una base de masas y dirimir la contienda que ya se vislumbraba y que era para contener.
General Plutarco Bowen
Ante esta situación, el proceder de la derecha liberal cambió. Una buena parte se aprestó a colaborar aparentó un fervoroso alfarismo, llegando en este trance a extremos verdaderamente deprimentes. Cuando llegó el general Plutarco Bowen, a quien suponían enviado de Alfaro, la alta sociedad salió a recibirle enfervorizada y los más entusiastas arrastraron su carroza a manera de acémilas. Pero mejor, cedamos la pluma al mismo coronel Andrade. Dice:

El pueblo lo aclamó con  delirantes demostraciones de entusiasmo; pero noble y altivo, no descendió a acto alguno vil:  esto les estaba reservado a ciertos caballeros de almas de lacayos, quienes sin el suficiente valor para presentarse de frente en los momentos de peligro, no vacilaron en desenganchar el coche dispuesto para Bowen, arranstrándolo cual si fuesen bestias (…) Se concibe que en un arrebato de entusiasmo, sea cualquier persona capaz de cometer lo­curas, mas no actos de vileza que desdicen de la dignidad humana.[8]

 La historia ha titulado muy bien a este ri­dículo episodio: “Los caballos de Bowen”.
Después, los “notables” y los “caballos”, apro­vechando la vanidad y la falta de experiencia del joven general, le utilizaron y comprometieron en una obscura conspiración contra el gobierno recién constituido. Sus mentores, cuando se le juzgaba, cobardemente guarda­ron silencio y le dejaron solo. Cuando se le desterró, los “caballos” habían desaparecido.
Sobre la conspiración y el fin de este general, Elías Muñoz dice lo siguiente:

En lo que respecta a Bowen se ha creado en el Ecuador una leyenda que recorre todos los cam­pos de lo inverosímil. En realidad elementos reaccionarios y aventureros quisieron contrapo­nerlo a la figura del General Alfaro y, para eso, se le creció desmesuradamente.
Bowen en los primeros momentos se mantuvo leal a Alfaro y al radicalismo, pero después se dejó enredar en las ambiciones y, como consecuencia de ello, fracasó y fue desterrado. Si­guió sus correrías por América Central y murió fusilado, en realidad asesinado, por el tirano de Guatemala, Estrada Cabrera en 1898, después que Bowen encabezara fuerzas revolucionarias que pretendían derrocarlo. El General Bowen fue secuestrado, e inconsciente por somnífero, fue entregado a su verdugo, por el anarquista Francisco Coronel, que se había vendido al tira­no Estrada Cabrera. El General Alfaro y un am­plio movimiento de solidaridad latinoamericano, reclamaron la vida de Bowen, incluso lo hicie­ron las mujeres del pueblo donde fue fusilado; pero el tirano prefirió asesinarlo, y este fue uno de los innumerables crímenes sangrientos de Estrada Cabrera, hasta que fuera derrocado en 1920.[9]

Los terratenientes liberales de la Sierra no iban a la zaga de los aristócratas burgueses de la Costa. También ellos desde un principio recelaron y combatieron al general Alfaro, aunque no por esto, al igual que los otros, rehuyeron favores y menos los altos cargos. Basta citar al noble latifundista Luis Felipe Borja, uno de los mayores opositores del régimen alfarista. Con criterio racista, tildaba al general Alfaro de ser hijo de la india Presententación Delgado. “El cacique”, “el indio Alfaro”, eran sus insultos favoritos.
¿Cómo se  puede explicar  esta rara posición?
La gran burguesía liberal, formada por terra­tenientes o poderosos banqueros y comerciantes liga­dos al latifundio por múltiples vínculos, tenía como máxima aspiración llegar solamente al poder y convertirse en clase dominante. No quería sino reformas superficiales, sobre todo aquellas que favorecieran directamente a  sus  intereses. El pueblo, tras de Alfaro, le aterraba  hasta el pánico, pues pensaba que esto podía profundizar la revolución. El jesuita Severo Gomezjurado en su Vida de García Moreno afirma que la junta de notables de que antes  hablamos, se creó “con el objeto de imponer el orden y auspiciar la can­didatura de Darío Morla para la Presidencia”.[10] Es decir, se quería una componenda electoral únicamente, para llevar a uno de los suyos hasta el palacio de go­bierno, pues este seudo liberal Morla era uno de los más grandes latifundistas de la Costa. Un gran oligarca del cacao.
Ante los hechos, no les quedó otro recurso que aceptar a Alfaro. Mas, una vez encaramados en el poder consideraron que éste había cumplido su papel y comenzaron a conspirar para deshacerse de él. Alfaro nunca fue el santo de su devoción. Sin el pueblo nunca habría sido presidente.
Claro, desde luego, que existen honrosas excepciones entre los miembros de este sector liberal. Tan pocas como para confirmar la regla.







[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Ecuador: luces y sombras del liberalismo, Editorial El Duende, Quito, 1989, pp. 38-46.
[2] Citado por Eugenio de Janón Alcívar, El Viejo Luchador, t. I, Editora “Abecedario Ilustrado”, Quito, 1948, p. 80.
[3] Eloy Alfaro, Campaña de 1884, en Narraciones históricas, Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p. 270.
[4] Informe del Ministro de Guerra y Marina al Congreso de 1885, Imprenta Nacional, Quito, 1885.
 [5] Carlos Aguilar Vázquez, Obras completas, t. IV, Editorial “Fray Jodoko Ricke”, Quito, 1974.
[6] Carlos Andrade, “Recuerdos de la Guerra Civil”, Revista de Quito No. XXXIV, Tipografía de la Escuela de Artes y Oficios, Quito, 1898.
[7] Luis Robalino Dávila, El ocaso del Viejo Luchador, José M. Cajica Jr., Puebla, México, 1969, p. 590.
 [8] Carlos Andrade, op. cit.
[9] Elías Muñoz, La guerra civil ecuatoriana de 1895, op. cit., p. 153.
[10] Severo Gomezjurado, Vida de García Moreno, t. XI, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1975, p. 185.

No hay comentarios:

Publicar un comentario