DOS SACERDOTES DE
VALÍA[1]
Oswaldo Albornoz Peralta
Si no de la talla
de Hidalgo o de Morelos esos gigantes de la independencia americana, también
nuestra gesta emancipadora tiene en su seno sacerdotes de gran valía, tanto por
sus ideas progresistas como por el tesón y el coraje que demostraron en esa
lucha heroica.
Aquí sólo queremos
esbozar las semblanzas de dos valerosos religiosos: Miguel Antonio Rodríguez y
José Riofrío.
Ninguno de los dos
ha merecido un libro de biografía, mientras que otros de sus cofrades que no
les llegan ni siquiera a las rodillas, han tenido la suerte de sendas páginas
enaltecedoras, quizás merecidas unas pocas, pero de sobra todas las demás.
Empecemos por el
doctor en los dos derechos, Miguel
Rodríguez.
Miguel Rodríguez
No se conoce la
fecha exacta de su nacimiento, pero se sabe que tiene lugar hacia el año de
1777 en la ciudad de Quito, capital entonces de la Real Audiencia de su nombre.
Pronto, debido a su
talento y a su dedicación por el estudio, le encontramos como profesor de la
Universidad. El doctor Pablo Herrera en su Antología
de prosistas ecuatorianos, dice que se “hizo notable por sus conocimientos
extensos y variados, por la claridad de su inteligencia y la fecundidad de su
ingenio”.[2]
Según afirma Astuto en su biografía de Espejo, es el primero en enseñar las
teorías de Copérnico, que como se sabe, son mal vistas y combatidas por los
clérigos ultramontanos. Pero, sin duda, más importante que todo esto, es que
allí, en el claustro universitario entra en contacto con varios de los futuros
próceres de nuestra independencia, pues por ese lugar deambulan profesores y
estudiantes que sueñan con una patria libre. Seguramente se discuten, aunque
sea a sotto voce, las nuevas
doctrinas políticas progresistas provenientes de varias partes del mundo.
Inclusive las más revolucionarias irradiadas por la revolución francesa.
Patio de la Universidad quiteña donde enseña Filosofía Miguel Rodríguez |
Uno de sus
discípulos, el prócer Luis Fernando Vivero, que está entre los pensadores
ecuatorianos más avanzados de esa época, le dedica como homenaje póstumo su
gran libro Lecciones de Política. La
dedicatoria dice:
A la memoria
de
Miguel Antonio Rodríguez,
natural de Quito,
sacerdote virtuoso,
ilustrado y celoso director de la juventud,
modelo de patriotismo, víctima de la crueldad española,
dedica estas páginas
su amante discípulo
Luis Fernando Vivero [3]
Otro prócer, así
mismo de avanzado pensamiento, el doctor Manuel Rodríguez y Quiroga ‒en ese entonces secretario de la
Universidad‒ también pondera sus
virtudes y conocimientos en el acta que suscribe con motivo del examen secreto a que se somete para
optar por el grado de doctor en Teología, pone de relieve sus afanes y tareas literarias. Y refiriéndose al maestro, dice que
en dos ocasiones ha desempeñado la cátedra de Filosofía, “con tanto acierto y
general aplauso”.[4]
El 10 de Agosto de
1809 se inicia la lucha por nuestra independencia, y salen a la luz pública,
los hombres comprometidos con esa causa. Sale con paso firme y decidido, el
catedrático Miguel Antonio Rodríguez.
Cuando se produce
la inicua matanza del 2 de agosto de 1810, él es el encargado de pronunciar la
oración fúnebre en honor de los patriotas caídos. Con frases doloridas, pero
sin poder decir todo lo que piensa porque la revolución está vencida, da el
adiós a los prisioneros masacrados. El poeta Jorge Carrera Andrade dice que su
voz fue como un formidable anatema: “Dos
de agosto, día infausto: una noche eterna te borre del número de los días y de
la memoria de los hombres”.[5]
Los
revolucionarios, empero, vuelven a levantar cabeza. En la ciudad de Ambato, el
mes de febrero de 1812, se aprueba nuestra primera Constitución, redactada por
Miguel Antonio Rodríguez, según afirmación de Pablo Herrera. Es de pensar que
él ‒que no en vano es traductor de Los Derechos del Hombre‒ con la ayuda de unos pocos diputados
progresistas como el doctor Ante por ejemplo, es el que logra introducir en
ella algunos postulados avanzados, empresa muy difícil, porque la mayoría de
los representantes pertenecen a la nobleza criolla y son contrarios casi todos
a los principios democráticos y republicanos. Por eso los defectos de esa
Constitución. Basta decir que en ella todavía se habla de Fernando VII.
Los principios
avanzados y democráticos de nuestra referencia, como es lógico, en la época,
tienen su fuente en la doctrina liberal y emanan, principalmente, de las
vertientes de la revolución francesa. Su influencia es tan clara en esta
primera Constitución ‒Pacto Solemne de Sociedad y Unión entre las
provincias del Estado de Quito, se la denomina‒ que ni siquiera los historiadores y constitucionalistas
conservadores han podido negarlo. El doctor Ramiro Borja y Borja ‒La
Constitución Quiteña de 1812‒
dice que el influjo de la teoría del Contrato
Social y de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano son manifiestos. Y el doctor Julio
Tobar Donoso expresa que se nota, a primera
vista, la presencia de los principios difundidos por la revolución de 1789,
así como de los ideales políticos propagados por Nariño y Espejo.
No se puede negar,
entonces, ‒como algunos pretenden‒ el temprano aporte ideológico del
liberalismo a nuestra gesta emancipadora.
Estas actuaciones
de Rodríguez son tomadas en cuenta por el gobierno colonial que, como es de
rigor en ese entonces, vigila de cerca todos sus movimientos. Núñez del Arco en
su célebre y conocido Informe, se
expresa de él de la siguiente manera:
Su propietario doctor don Miguel Rodríguez ‒se refiere a que en ese entonces es capellán del
Carmen Moderno como propietario‒
insurgente seductor se precipitó con extraordinario furor y entusiasmo y fue
representante que siempre peroraba con arrogancia y desvergüenza. Hizo publicar
una obra titulada Derechos del Hombre
extractada de las máximas de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y semejantes.
Presentó al Congreso las constituciones del estado republicano de Quito las que
fueron adoptadas, publicadas y juradas. En suma fue tan insolente y atrevido
que a nuestro Soberano el señor don Fernando 7º lo trataba públicamente con el
epíteto de el hijo de María Luisa.[6]
La difusa versión
de Núñez del Arco, que puede dar lugar a interpretaciones erradas, es aclarada
por el historiador Celiano Monge: dice que se trata de una traducción de los
Derechos del Hombre acompañada de un comentario sobre ese célebre documento
revolucionario. No hay duda que este trabajo de Rodríguez agrava grandemente su
"culpa", pues, como se sabe, las obras de los enciclopedistas y
filósofos franceses están terminantemente prohibidas y condenadas por la
Iglesia.
Estos, pues, los
graves pecados de este insurgente
seductor.
Y por ser tan
graves no podían quedar sin el condigno castigo. Y este tenía que ser drástico
y ejemplar para la satisfacción de sus enemigos.
Efectivamente,
según consta en el Diccionario biográfico
del Ecuador de Gustavo Arboleda, cuando los realistas se apoderan de Quito,
es “condenado a muerte y a embargo de bienes”, pena que luego es conmutada “por
la reclusión en una recoleta de Manila”.[7]
Montes, presidente
de la Real Audiencia, es el encargado de ejecutar la pena en 1813.
La sentencia le
impone diez años de destierro en las lejanas islas Filipinas. En su capital,
Manila, permanece custodiado por el prior del convento de recoletos, que
guardaba las llaves de su celda. Celiano Monge dice que sólo se le permite
hablar con religiosos de confianza, inmunes a la seducción. Es tal el temor que
se le tiene, que según el autor que acabamos de citar, el rey ordena en 1817
que no se envíen a esa colonia insurgentes de su importancia, para así impedir
la expansión de las ideas revolucionarias.
Al volver a la
patria, después de conseguida la independencia, muere envenenado en la ciudad
de Guayaquil, según se asegura. “Envenenado ‒dice
Carrera Andrade‒ por los mismos
hombres que habían ahogado en la sangre del pueblo la libertad recién nacida.”[8]
Y en efecto,
¿quiénes más podían cometer un crimen tan horrendo?
El presbítero José Riofrío
Nace en 1764. En la
declaración que rinde por los acontecimientos del 10 de Agosto, afirma que es
nativo de Quito.
Al igual que muchos
otros sacerdotes recorre varias regiones de la patria: está en las feraces
selvas orientales y en los pequeños pueblos andinos perdidos entre la bruma de
la cordillera. El nombre de uno de estos curatos, Píntag, pasa a la historia.
Allí parece que germina su amor a la libertad.
Según Roberto
Andrade, es el prócer Juan de Dios
Morales que se halla confinado en este lugar, el que le lleva a la senda
emancipadora. Y Morales, como se sabe, es pensador de ideología avanzada y
republicano auténtico, debiendo por consiguiente haber contagiado la mente del
presbítero, aunque sea en pequeña proporción, de aquellos ideales. Pero, en
realidad, porque su acción revolucionaria es corta y fulgurante, nada, o casi
nada se conoce de sus ideas políticas. Esto no importa. Riofrío vale, más que por
su pensar, por su accionar. Él está entre los combatientes más firmes y
decididos, entre aquellos que al contrario que gran parte de los participantes
en las luchas por la independencia, no vacilan nunca y menos traicionan a su
causa. El permanece inmune y enhiesto ante el temor y la cobardía. Y en esa
actitud viril, precisamente, reside su valía.
Desde que se decide
por la independencia está presente en todas sus acciones. Está en la primera
conspiración del 25 de diciembre de 1808 ‒por
eso llamada de navidad‒
que se verifica en la hacienda de Chillo del marqués de Selva Alegre.
Por esto es apresado y recluido en el convento de la Merced, pero pronto sale
libre, porque el proceso instaurado contra los conspiradores es mutilado y
despojado de sus piezas principales, según afirma el escritor colombiano Manuel
de Jesús Andrade en su libro Próceres de
la Independencia. Sale libre, para seguir la brega.
Y claro, no podía
faltar, concurre a la conspiración definitiva del 10 de Agosto en la casa de la
patriota Manuela Cañizares, donde se da el primer grito de independencia.
Una vez triunfante
el golpe revolucionario, se convierte en predicador y portavoz de los fines e
ideales perseguidos por los rebeldes. Corre a su curato de Píntag y da cuenta a
sus feligreses de la transformación que se acaba de verificar. Esto consta en
una comunicación remitida a Pío Montúfar, donde se da cuenta que el pueblo a su
cargo, después de haber predicado la novedad,
“reconoce la constitución y obedece ciegamente a la Suprema Junta establecida a
vuestro Real Nombre”.[9]
Luego, sin perder tiempo, se integra a
una comisión especial conformada para levantar el espíritu revolucionario de
las tropas que marchan a combatir en el norte.
Agudo observador, allí, junto a los soldados, anota las deficiencias y
errores de la campaña, así como las vacilaciones y falta de patriotismo de los
jefes y oficiales criollos. De todo esto, indignado, da cuenta en varias
comunicaciones al ministro de la Guerra, su amigo Juan de Dios Morales. Dice
esto en una de ellas:
Permítame V. E.
Explicarme con la claridad que acostumbro y que se necesita en un asunto
de la mayor importancia. Si no se hubiese compuesto la Falange de oficiales
delicados que no pueden dormir sino en catres, que no pueden salir al aire sin
temor a un resfrío, que no pueden comer más que pucheros exquisitos y manjares,
últimamente como damas y no como hombres, no haría tantos gastos el Estado,
haríamos temblar las provincias y no veríamos sediciosos. En fin, ya se cometió
el yerro y espero de la integridad de V. E. que
en adelante se atienda al mérito de vasallos útiles y no a la
contemporización de hombres inservibles y, por tanto, perjudiciales.[10]
La expedición, con
esta clase de oficiales, no puede menos
que fracasar por completo. De nada sirve la gran labor de propaganda y
organización desplegada por Riofrío. Tanto más que su jefe máximo, el “general”
Manuel Zambrano, a más de cobarde, resulta un traidor. Máculas estas que, por
desgracia, no alcanza a percibir el abnegado sacerdote.
La traición de la
que es partícipe Zambrano como acabamos de decir, ha tomado vuelo. Juan Pío
Montúfar y buena parte de la nobleza criolla, a cambio de un perdón solicitado
y prometido, devuelven el poder al conde Ruiz de Castilla. La revolución, con
mano artera, ha sido vencida.
El viejo mandatario
español, empero, rompiendo su promesa, ordena el enjuiciamiento y prisión de
los comprometidos en la transformación efectuada, inclusive los vacilantes y
traidores.
Se destinan doce
hombres al mando del noble Francisco Aguirre para la captura de Riofrío,
mandato que cumple con celeridad digna de mejor causa. Esta detención es
comunicada por Ruiz de Castilla al obispo Cuero y Caicedo para que ponga expedita la cárcel eclesiástica,
prelado que, “para no hacerme responsable a V. E. y al Rey Nuestro Señor o que
se me impute a debilidad o disimulo reprensible cualquier evasión”,[11]
manifiesta que esa prisión carece de seguridad, debiendo por lo tanto ser
trasladado a otra mejor resguardada. Mas esto no es lo peor, sino que luego se
concede licencia para que él y otros clérigos sean conducidos al cuartel Real
de Lima como reos comunes. Allí, según afirmación del escritor doctor Manuel
María Borrero, son “calzados de grillos y torturados con incomunicación,
hambre, miseria y desnudez, sin respeto ninguno a su investidura sacerdotal”.[12]
Riofrío, cuando
rinde su declaración en el juicio que se le sigue, valientemente, no niega su
participación en los acontecimientos. La acusación fiscal es implacable y
cruel. Se pide su muerte y la confiscación de todos sus bienes.
Y la muerte viene
con paso acelerado. No por sentencia legal, sino por obra del crimen: en la
matanza inhumana del 2 de agosto de 1810 recibe un balazo y una herida de
bayoneta que le llevan a la tumba. Mejor, a las páginas enaltecedoras de la
Historia.
Queda esbozada,
aunque sea incompletamente, la postura de estos dos próceres de sotana.
Rodríguez representa el pensamiento avanzado que mira con penetración hacia el
futuro. Riofrío representa el tesón y la valentía, invulnerable y resistente
como acero a toda vacilación y componenda. Ambos, unidos, son paradigma de los
valores patrios.
[1] Tomado de Oswaldo
Albornoz Peralta, La actuación de próceres
y seudopróceres en la Revolución del 10 de Agosto de 1809, Editorial de la
Facso - UCE , Quito, 2009, pp. 89-99.
[2] Pablo Herrera, Antología de
prosistas ecuatorianos, t. II, Imprenta del Gobierno, Quito, 1896, p. 63.
[3] Luis Fernando Vivero, Lecciones
de Política, Imprenta de Gaultier-Laguionie, París, 1827.
[4] Celiano Monge, Lauros,
Quito, 1910, p. 165.
[5] Jorge Carrera Andrade, Galería
de místicos y de insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959,
p. 91.
[6] Ramón Núñez del Arco, Los
hombres de Agosto. Documentos históricos, Litografía e Imprenta Romero,
Quito, 1940, p. 45.
[7] Gustavo Arboleda R., Diccionario
biográfico de la República del Ecuador, Tip. De la Escuela de Artes y
Oficios, Quito, 1911, p. 144.
[8] Jorge Carrera Andrade, op. cit., p. 91.
[9] Rex Tipton Sosa Freire, Miscelánea
histórica de Píntag, Ediciones Abya Yala, Quito, 1996, p. 264.
[10] Manuel María Borrero, Quito, Luz
de América, Editorial Rumiñahui, Quito, 1959, p. 82.
[11] Idem, p. 256.
[12] Idem, p. 258.