El pueblo en la revolución
Oswaldo
Albornoz Peralta[1]
Alfaro por Eduardo Kingman, Historia ilustrada del Ecuador |
Ninguna o poca
importancia han dado nuestros historiadores a la participación del pueblo en la revolución
liberal. La mayoría de las veces, siguiendo criterios
caducos, la han considerado como obra casi exclusiva
de pocas personalidades. Pero la verdad es ─sin negar
el valor de aquellos hombres o caudillos que supieron
ponerse a la altura del momento histórico que vivía
la patria─ que ninguna transformación más o menos profunda
puede hacerse sin la intervención de las masas populares.
Tal como enseña la ciencia marxista, el pueblo
es siempre el principal personaje de la historia.
La
revolución liberal de 1895, no escapa, ni podía
escapar, de este principio sociológico fundamental.
Desde sus inicios, desde la larga etapa de la heroica lucha guerrillera, el pueblo estuvo presente derramando
generosamente su sangre. En este período,
fueron campesinos de la costa, peones
conciertos sobre todo, los que formaron el alma de las
montoneras, puesto que veían en la revolución el camino para salir del concertaje y recobrar la libertad. Por esto, para entrar en combate exigían la cancelación total de sus deudas, como en el caso del conocido episodio de los chapulos.
Alberto Hidalgo Gamarra ─hijo
de Eduardo Hidalgo Arbeláez y María Gamarra, dueños de la
hacienda La Victoria─ narra así el suceso histórico
que acabamos de indicar:
Alineados los jefes de la
conspiración en el amplio
patio de la hacienda y colocado don Eduardo
Hidalgo frente a sus peones, les dijo-. "Muchachos:
La Patria nos llama de nuevo a romper las cadenas con que la ligan opresores.
El gobierno de don José María Plácido Caamaño, es un oprobio para la nación y una
amenaza para la ciudadanía. El invicto
General Eloy Alfaro, ha abierto ya
sus operaciones militares en la costa, triunfando en Manabí y Esmeraldas y nos invita a cooperar
en el derrocamiento del gobierno de Caamaño".
Terminó esta arenga declarando a sus peones que las deudas que
tenían con la hacienda, quedaban canceladas
con su concurrencia al primer combate
que libraren con el enemigo. La
última palabra de don Eduardo hizo nacer
la falange libertadora que en la historia de las luchas armadas nacionales fue bautizada con el nombre de los
chapulos, por el lugar donde se
organizó, haciendo famosa y temida esta
denominación. Horas más tarde marcharon
al campo de batalla, en busca del enemigo, armados de escopetas, machetes y revólveres.[2]
Montubio por Galo Galecio |
Las persecuciones y las represalias
contra la masa campesina alzada fueron
feroces y constantes ─de esto tampoco se
habla mucho─ sin cuya perseverancia y valentía
la lucha no habría podido proseguirse. Se
calificó de ladrones y bandoleros a los combatientes, y como a tales se
les cazaba y asesinaba en medio de la selva, se saqueaban poblados y se incendiaban viviendas. “Dispersadas las fuerzas revolucionarias en Bahía ─dice Alfaro en su Campaña de 1884─ ya no tenían
enemigos a quien combatir, y se dedicaron al saqueo
de las poblaciones, asesinando, incendiando y
cometiendo cuanto atentado se castiga conforme al
Código Penal en las naciones civilizadas”.[3]
Inclusive se les tildó de comunistas, epíteto de suma
gravedad en ese entonces. Veamos lo que decía el
ministro de Guerra y Marina en su Informe
al Congreso de 1885:
Los comunistas han escarmentados
severamente, y esta lección les hará aprender que
no es fácil
cambiar los principios de una sociedad con la punta de la
bayoneta. Para las reformas sociales
son menester educación sólida de los pueblos,
progreso industrial y comercial y hábitos acendrados de amor a la patria.[4]
Más aún, se puso precio a la cabeza de los rebeldes y se fijaron carteles para su
captura. ¡El aristócrata guayaquileño Carlos Carbo Viteri, ofrecía una suma
pingüe por la cabeza del militar mexicano Ruiz Sandoval
que combatía al lado de los liberales!
Esta
amplia participación del campesinado costeño ─hecho que reconoce
tácitamente el jefe de la represión,
general Reinaldo Flores, en su libro titulado La campaña de la
costa─ fue la que propició o
preparó el terreno para las
posteriores transformaciones progresistas del agro y la paulatina desaparición de las
formas feudales de producción.
De
esta contienda sangrienta, y de la entraña popular, surgieron además guerrilleros y
capitanes heroicos, muchos de los cuales
ofrendaron sus vidas por la
causa. Héroes de la altura de Crispín Cerezo, por ejemplo.
Cuando
el ejército alfarista llegó a la
Sierra, baluarte principal del latifundismo, allí se le unió otro gran contingente de nuestras
masas populares: el pueblo indio, la víctima más escarnecida por la
explotación terrateniente. Diez mil indígenas del Chimborazo, comandados por Alejo Saes y
Manuel Guamán ─ascendidos
a general y coronel de la República respectivamente─ se presentaron en Guamote, llevando en sus
sombreros la roja cinta liberal, para ofrecer sus servicios al Viejo Luchador. La multitud gritaba
enardecida: ¡Ñucanchic libertadta apamuy amu Alfaro,
tucuy runacuna, guañushun pay ladupi! (Nuestra libertad tras Alfaro vamos a encontrarla y todos los
runas debemos morir a su
lado). Su ayuda fue decisiva. Un testigo de la época, el comandante Martínez Dávalos ─Los
indios del Chimborazo en la transformación liberal de 1895─ dice, que “sin ellos no hubiera triunfado en Gatazo ni en
ningún otro lugar de esa
provincia”, es decir, que la marcha
a Quito hubiera sido lenta y muy difícil. El general
Alfaro, en el
decreto que antes mencionamos, también
reconoció los “relevantes
servicios prestados a la causa de la libertad y de la raza”. Y
luego, cumpliendo una promesa,
mediante decreto del 18 de agosto de 1895, se exoneró a los indios de la contribución
territorial y del trabajo
subsidiario, terribles cargas que pesaban sobre sus espaldas.
Los indios del Azuay, asimismo, prestaron valiosos servicios a la causa
liberal. Durante la primera sublevación conservadora ─1896─
agrupaciones de indígenas, a pedrada limpia,
lucharon en las calles de Cuenca al lado
de las tropas liberales. El escritor Carlos
Aguilar Vázquez, en el tomo IV de sus Obras
Completas da testimonio de estos hechos. Dice que
los indios sucumbieron
al grito de ¡Viva Alfaro!, y que, a “los caídos les despedazaron los cráneos, con las piedras de los
cimientos brutalmente”.[5]
Después, en la sangrienta etapa de la guerra civil ─desatada por la reacción
clerical─ conservadora, hombres de
las clases humildes de las ciudades, artesanos y obreros, tomaron las armas y se alistaron en las filas liberales, contribuyendo con su
esfuerzo y con su sangre, para el triunfo de la revolución.
Y cuando se iniciaron las transformaciones democráticas, ante la tenaz oposición
de los explotadores ─incluyendo
a los liberales de derecha─ fue el pueblo, presente en las calles y en grandes manifestaciones, el que
alentó con mayor entusiasmo todo
cambio progresista. Recuérdese
el aporte dado por los gremios obreros y artesanales dirigidos por Alburquerque y otros
dirigentes de los trabajadores.
Sin el pueblo, por consiguiente, ningún avance de importancia habría podido
verificarse.
Esta es la verdadera historia. La historia ocultada
celosamente por la historiografía
oficial y reaccionaria.
El pueblo impone al general Alfaro
Llegada de Alfaro a Guayaquil |
Los señorones del liberalismo, aquellos de apellidos
sonoros que usufructuaron de la revolución liberal,
siempre se han atribuido el mérito de haber impuesto al general Alfaro como
jefe máximo de la revolución. Desaparecido el
gran caudillo han hecho gala de fementido “alfarismo”
para, aprovechándose del prestigio de su nombre, proteger y consolidar su dominio. ¡La fama y la memoria de los muertos ilustres, también pueden
fructificar en pingües beneficios!
Empero,
esto constituye una solemne y cínica mentira.
Un testigo presencial de
los hechos, el coronel Carlos Andrade, en sus Recuerdos de la guerra civil (1898), dice lo
siguiente:
La Junta de Notables
reunida con el objeto de procurar que pacíficamente se efectuara
la transformación, luego de conseguido esto,
trató de constituir un Gobierno Provisional y
para nada se acordó que existía en el mundo el General Eloy Alfaro. El pueblo, idólatra de ese hombre y admirador de las virtudes y sacrificios
de su caudillo, al tener conocimiento del poco
caso que de él hacían los Notables, invadió
los contornos de la sala de deliberaciones y
a gritos pidió que el General Eloy Alfaro fuese
proclamado Jefe Supremo. Intimidados los
Notables por tan enérgica actitud, accedieron
a pesar suyo y suscribieron un acta conforme
a los deseos manifestados por el pueblo.[6]
La aseveración de Andrade está confirmada también
por el historiador conservador Luis Robalino Dávila
quien afirma que “fue la plebe guayaquileña la que
impuso su nombre el 5 de Junio de 1895”.[7]
Además, luego de la rendición del comandante
de armas de Guayaquil, general Reinaldo Flores ─hijo del
general Juan José y el mejor carnicero de la época de Caamaño─ el pueblo se apoderó de los cuarteles y tomó las armas, con lo cual se hizo inexpugnable
la posición de Alfaro.
A esto se debe añadir que ya antes del 5 de Junio
un gran número de pequeñas poblaciones de la Costa se
habían pronunciado por Alfaro, como consta documentadamente
en el libro de Elías Muñoz La guerra civil ecuatoriana de 1895.
Y tales pronunciamientos no eran sino la voz de los medianos y pequeños propietarios
del campo, la voz de los peones conciertos y
de los asalariados agrícolas, que no
podía ser desoída ni pasada por alto,
porque eso hubiera significado un enfrentamiento
de incalculables consecuencias.
Fue,
entonces, la incontenible presión popular que obligó a los “notables” a aceptar a regañadientes el liderazgo de Alfaro, tanto más que su espada se hacía indispensable para dar una base de masas y dirimir la contienda
que ya se vislumbraba y que era para contener.
General Plutarco Bowen |
Ante
esta situación, el proceder de la derecha liberal cambió. Una buena parte se aprestó a colaborar aparentó un fervoroso
alfarismo, llegando en este trance a extremos verdaderamente
deprimentes. Cuando llegó el general Plutarco Bowen, a quien suponían
enviado
de Alfaro, la alta sociedad salió a
recibirle enfervorizada y los más entusiastas arrastraron su carroza a manera de acémilas. Pero mejor, cedamos la pluma al mismo coronel Andrade. Dice:
El pueblo lo aclamó con delirantes demostraciones de entusiasmo; pero
noble y
altivo, no descendió a acto alguno vil: esto les estaba reservado a ciertos caballeros de
almas de lacayos, quienes sin el suficiente valor para presentarse de frente en los momentos de peligro, no
vacilaron en desenganchar el coche dispuesto para Bowen, arranstrándolo
cual si
fuesen bestias (…) Se concibe que en un arrebato de entusiasmo, sea cualquier persona capaz de cometer locuras, mas no
actos de vileza que desdicen de la dignidad humana.[8]
La historia ha titulado muy bien a este ridículo episodio: “Los caballos de Bowen”.
Después, los “notables” y los “caballos”, aprovechando
la vanidad y la falta de experiencia del joven general,
le utilizaron y comprometieron en una obscura conspiración contra el gobierno
recién constituido. Sus mentores, cuando se le
juzgaba, cobardemente guardaron silencio y le dejaron solo. Cuando se le
desterró, los “caballos” habían desaparecido.
Sobre la conspiración y el fin de este general, Elías
Muñoz dice lo siguiente:
En lo que respecta a Bowen se ha creado en el Ecuador una leyenda que recorre todos los campos de lo inverosímil.
En realidad elementos reaccionarios y aventureros quisieron contraponerlo a la figura del General Alfaro y, para eso, se le
creció desmesuradamente.
Bowen
en los primeros momentos se mantuvo leal a Alfaro y al radicalismo, pero después se dejó enredar en las ambiciones y, como consecuencia de ello, fracasó y fue desterrado. Siguió sus correrías por América Central y murió fusilado, en realidad asesinado, por el tirano de Guatemala, Estrada Cabrera en 1898, después que Bowen encabezara
fuerzas revolucionarias que pretendían
derrocarlo. El General Bowen fue secuestrado, e
inconsciente por somnífero, fue entregado a su
verdugo, por el anarquista Francisco Coronel, que se
había vendido al tirano Estrada Cabrera. El
General Alfaro y un amplio movimiento de
solidaridad latinoamericano, reclamaron la vida de
Bowen, incluso lo hicieron las mujeres del
pueblo donde fue fusilado; pero el tirano prefirió
asesinarlo, y este fue uno de los innumerables crímenes sangrientos de Estrada Cabrera, hasta que fuera derrocado en 1920.[9]
Los terratenientes
liberales de la Sierra no iban a la zaga de los
aristócratas burgueses de la Costa. También ellos
desde un principio recelaron y combatieron al
general Alfaro, aunque no por esto, al igual que los otros,
rehuyeron favores y menos los altos cargos. Basta citar
al noble latifundista Luis Felipe Borja, uno de los mayores
opositores del régimen alfarista. Con criterio racista,
tildaba al general Alfaro de ser hijo de la india Presententación Delgado. “El cacique”, “el indio Alfaro”,
eran sus insultos favoritos.
¿Cómo se puede explicar esta rara posición?
La gran burguesía liberal, formada por terratenientes o poderosos banqueros y comerciantes ligados al latifundio por múltiples vínculos, tenía como máxima aspiración llegar solamente al poder y convertirse en clase dominante. No quería sino reformas superficiales, sobre todo aquellas que favorecieran directamente a sus intereses. El pueblo, tras de Alfaro, le aterraba hasta el pánico, pues
pensaba que esto podía profundizar la revolución.
El jesuita Severo Gomezjurado en su Vida de García Moreno afirma que la junta de notables de que antes hablamos, se creó “con el objeto de imponer
el orden y auspiciar la candidatura de Darío Morla
para la Presidencia”.[10] Es
decir, se quería una componenda electoral únicamente, para llevar a uno de los suyos hasta el palacio de
gobierno, pues este seudo liberal
Morla era uno de los más grandes
latifundistas de la Costa. Un gran oligarca del cacao.
Ante los hechos, no les
quedó otro recurso que aceptar a Alfaro. Mas, una
vez encaramados en el poder consideraron que éste había cumplido su
papel y comenzaron a conspirar para deshacerse de
él. Alfaro nunca fue el santo de su devoción. Sin el pueblo nunca habría sido
presidente.
Claro, desde luego, que existen honrosas excepciones entre los miembros
de este sector liberal. Tan pocas como para confirmar la regla.
[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Ecuador: luces y sombras del
liberalismo, Editorial El Duende, Quito,
1989, pp. 38-46.
[2] Citado por Eugenio
de Janón
Alcívar, El Viejo Luchador,
t. I, Editora
“Abecedario Ilustrado”, Quito, 1948, p. 80.
[3] Eloy Alfaro,
Campaña de 1884,
en Narraciones históricas,
Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p. 270.
[6] Carlos Andrade, “Recuerdos
de la Guerra Civil”, Revista de Quito No. XXXIV, Tipografía de la
Escuela de Artes y Oficios, Quito,
1898.
[7] Luis
Robalino Dávila, El ocaso del Viejo Luchador,
José M. Cajica Jr., Puebla, México, 1969, p. 590.
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