Hoy, 27 de
diciembre, se cumplen 80 años del fallecimiento de José Peralta (1855-1937), ideólogo de la revolución
liberal, ministro en los dos gobiernos del general Eloy Alfaro y uno de los
altos valores de las letras nacionales.
José Peralta,
luchador indoblegable del
liberalismo radical[1]
Todo
hombre tiene cualidades específicas ‒buenas o malas‒ que marcan su personalidad
en forma indeleble, permanente. Una de ellas, y muy sobresaliente, es en José
Peralta, el gran ideólogo liberal, el de luchador tenaz e indoblegable, a quién
no arredran los obstáculos ni peligros que entraña todo combate.
Y
esto desde un principio. Desde cuando junto a una valiente pléyade de jóvenes
inicia su lucha por la difusión de las ideas liberales en la beatífica ciudad
de Cuenca, donde hasta entonces todo era paz de égloga, donde la antítesis, la
contradicción casi no se conoce: la voz del clero es la única voz, única y
verdadera. No tiene lugar en la sociedad el opositor, el que no está de acuerdo
con la ortodoxia clerical.
Los
jóvenes que rompen el silencio, entonces, bien merecen el nombre de valientes.
En las páginas de sus Memorias Políticas Peralta ha estampado sus
nombres al lado de sus sacrificios. Son, entre algunos otros, Gabriel Ullauri,
Rafael Torres, Luis Vega Garrido, Pablo Chica Cortázar, Manuel J. Calle, José
Félix Valdivieso, Federico Malo y Agustín Peralta. Pocos pero aguerridos. El
medio en que actúan exige esa contextura.
El
principal instrumento para cumplir el cometido del grupo liberal, y
posiblemente el único a su alcance, es el periódico, la hoja impresa que en
raudo vuelo traslada a las mentes las ideas. Y de este instrumento, que resulta
arma afilada, se sirven con constancia y a porfía.
Peralta,
así, se convierte en campeón del periodismo ideológico y de combate. Funda
varios periódicos que no duran largo tiempo, porque uno tras otro, sin
excepción ninguna, son prohibidos por las autoridades eclesiásticas que
consideran campo vedado la libre emisión del pensamiento. El obispo León, en
auto del 17 de abril de 1889, prohíbe los periódicos La Libertad, La Verdad
y La Razón, bajo pena de excomunión. Y no solo esto. El buen obispo,
prejuzgando lo que pudiere publicarse en el futuro, prohíbe “bajo la misma
pena, la conservación, lectura o divulgación de todo impreso que saliere en
adelante de la imprenta de La Linterna”.[2] Y
el obispo Masiá y Vidiella de Loja, va más allá todavía: excomulga no sólo a
los autores de los artículos, sino
también a los impresores, a los dueños de las imprentas, y a los dueños de las
casas donde éstas se hallan.
Dijimos
el buen obispo, refiriéndonos a León. Y su bondad ‒santidad llama Peralta‒ es
efectiva. Rara cosa: es un obispo dual, de dos lados contrapuestos. Al lado de
su fanatismo político está su condena a las injusticias sociales y su amor por
los humildes. En el Congreso de 1880 se opone a que se impongan nuevas cargas
al indio y manifiesta indignado que “su salario es menos de lo que se gasta en
mantener un asno”.[3]
Suprime el oneroso cargo de pendonero y ordena que a los pobres se los
case gratuitamente y que no se cobre estipendio alguno por funerales y
sepultura.
Esta
elevada actitud del obispo provoca el furor de clérigos y beatos que consiguen
del Romano Pontífice la suspensión de sus funciones episcopales acusándole de
locura y mala conducta. Peralta, cuando los liberales llegan al poder, quiere
reparar esa injusticia, pero la muerte del manso prelado suspende ese legítimo
desagravio. El gobierno de Alfaro tiene que sufragar los gastos de su entierro,
pues, generoso y caritativo como pocos, fallece en la pobreza. De vivir hoy, es
seguro que deshaciéndose de su intransigencia política, estaría al lado de esos
sacerdotes que desafiando represalias combaten por una sociedad más justa.
Otros
periódicos de Peralta ‒La Linterna, La Época, El Constitucional‒ son
asimismo censurados y fulminados con el anatema. No hay impreso suyo que no sea
perseguido y condenado.
Empero,
la persecución y la condena no provienen solamente de los hombres de sotana. En
saña y maña, rivalizan con ellos las autoridades conservadoras lugareñas, que
se esmeran en amargar la vida del proscrito. Confinamientos, instauración de
juicios criminales, prisiones por doquier, son los métodos empleados; sin que
falte tampoco la emboscada aleve para acabar con la existencia de enemigo tan
pertinaz y recio. Ni siquiera el triunfo de la revolución liberal pone fin a
las asechanzas. Durante el levantamiento del coronel Vega ‒1896‒, apresado y
engrillado como delincuente, una vez más, Peralta está a punto de perder la
vida.
Pero
quizás la vida no valga tanto como la honra. Y contra ella se atenta con tozuda
constancia. La fea sierpe de la calumnia, la escamosa sierpe del insulto, reptan
siempre alrededor de su persona. Pasquino golpea su puerta con perseverancia
digna de mejor causa. Algunos curas y algunos liderillos curuchupas, en sucio
contubernio, escriben asquerosos pasquines como El Diablo, sobre el cual
Andrade Chiriboga dice lo siguiente: “Cobarde
manifestación de un grupo que, sintiéndose incapaz de enfrentarse con Peralta,
para herirle se recata tras las barbas de pasquino. El Diablo, puede
estar bien escrito, pero será siempre una prueba con que ejercitaban los más
destacados sacerdotes del Seminario y dirigentes del conservatismo, la caridad
cristiana”.[4]
Elegido
diputado a la Asamblea Nacional de 1896‒97, para consolidar la revolución
triunfante, propone el inmediato establecimiento de los principios liberales
básicos, distinguiéndose especialmente en la batalla librada para conquistar
las libertades de conciencia y cultos. Por desgracia, no consigue del todo su
propósito, pues en este tópico ‒¡quién lo creyera! ‒ se encuentra con la
oposición de gran parte de sus mismos correligionarios que las consideran
prematuras y optan por el punto medio. Son partidarios del paso corto, que
ellos llaman prudencia.
Tampoco
puede olvidar las aspiraciones más sentidas de las masas populares, siempre
expoliadas por los poderosos, al margen siempre de todo beneficio. Ya antes de
la revolución, en su trabajo titulado Pobre pueblo, había mirado su
miseria y se había adentrado en sus dolores. El olvido, el silencio no eran
posibles.
El
indio es objeto principal de sus afanes reivindicativos. Apoyando a Moncayo ‒el
autor del gran cuadro de dolor que es El concertaje de indios‒ denuncia
con vigor la servidumbre en que se le ha mantenido desde los dolorosos días de
la conquista. Denuncia el mísero salario que percibe y el despojo de su
propiedad: es decir ‒expresa‒ le hemos privado al indio de todos los
elementos para mejorar su suerte. Plantea, por esto, su derecho a la tierra
que trabaja.
Más
tarde, en sus trabajos escritos, con páginas sentidas, prosigue su defensa del
pueblo indio. En su libro El régimen liberal y el régimen conservador
juzgados por sus obras, protesta contra el ignominioso concertaje,
manifestando que ni la muerte puede liberar al concierto de su férula, puesto
que sus hijos, herederos de su deuda, son también herederos de su servidumbre.
Y en El problema obrero, propugnando una reforma agraria y calificando
al latifundio de atentado contra la naturaleza, aboga porque los bienes de
manos muertas pasen a su poder. Quiere que sirvan de alivio a su miseria. Que
sean bálsamo para sus sufrimientos.
Igual
sucede con la clase obrera, a la cual, asimismo, dedica gran atención en todo
momento. Piensa que ellos ‒hombres nuevos los llama‒ “son lo únicos que
elevarán a la república a la altura de la civilización moderna”.[5]
En el artículo La regeneración manifiesta que en sus “venas circula la
democracia en forma de savia roja, vivificante, ígnea”,[6]
y les llama a declarar la guerra al abuso y “a los esquilmadores del
proletario”. Propugna una mejor distribución de la riqueza y condena “la
inmisericorde ambición del capitalista” que se enriquece con el sudor de su
trabajo. Exige, finalmente, la promulgación de leyes que recojan sus
aspiraciones y mejoren su suerte.
Y
cuando ocurre la masacre del 15 de noviembre de 1922 ‒cuando el río Guayas
arrastra, luctuoso, las humildes cruces proletarias‒ no falta su voz de
protesta: “Y en la misma ciudad de
Guayaquil, baluarte de las libertades pъblicas ‒dice‒ el pueblo fue
asesinado de manera infame y cobarde, sin respetar niños ni mujeres, porque
solicitaban pan y trabajo”.[7]
Otro
campo de combate donde Peralta actúa con singular denuedo es en la defensa de
nuestros derechos territoriales y de la soberanía nacional.
Estos
son sus principales estudios dedicados a este importante tema:
¿Ineptitud o traición? (1904)
La venta del territorio y los peculados (1906)
Compte Rendu (1920)
Para la historia (1920)
Una plumada más sobre el Protocolo Ponce-Castro Oyanguren (1924)
Breve exposición histórico-jurídica de nuestra controversia de límites
con el Perú (1925)
Por la verdad y la patria (1928)
Aquí,
en estas fuentes, está su candente acusación contra los intentos de enajenar el
territorio patrio y su enfrentamiento reiterado con diplomáticos equivocados o
desaprensivos. Está su rotunda oposición a esta diplomacia secreta que cubre
con el velo del sigilo los atentados contra los intereses nacionales. Está,
sobre todo, la demostración erudita de nuestros derechos amazónicos y su
parecer ‒parecer inamovible‒ de que toda solución limítrofe sea a base de una
salida soberana al gran río.
1910.
En esta ocasión, como canciller de la república, tiene que afrontar un
conflicto internacional que nos pone al borde de la guerra e impedir la
expedición de un laudo arbitral contrario a toda equidad y justicia. Y, gracias
al apoyo popular y a la firmeza del gobierno alfarista, sale avante de este
difícil lance. “Con Peralta ‒dice el escritor azuayo Luis Monsalve Pozo‒ la
Patria quedó intacta y sin heridas”.[8]
Los
pueblos latinoamericanos han sido víctimas siempre de la agresión imperialista.
Las ofensas han sido constantes, y su suelo, inclusive ha sido hollado por
sucias botas de marines. Y contra esto, porque guardar silencio hubiera sido
cobardía, se alzaron las voces más límpidas del continente, a la vez que las
más firmes y potentes. Son las voces de Martí, de Ingenieros, de Ugarte y de
Mariátegui. Y a esas voces esclarecidas une Peralta la suya en La esclavitud
de la América Latina, valiosa y solidaria contribución para la defensa de
la soberanía de nuestros pueblos, para la lucha contra el enemigo todopoderoso.
Ni
su alejamiento del poder después de la asonada de agosto de 1911 pone fin a su
ímpetu combativo. Es que no faltan causas y objetivos. Son blancos de su ataque
‒por ejemplo‒ los responsables de los crímenes de El Ejido. Igual los gobiernos
que se erigen sobre la sangre allí derramada y que pactan con el
conservadorismo. Y así, sin descanso, hasta el final mismo de sus días.
Por
lo que significa para la revolución alfarista, el nombre de Peralta no puede
ser olvidado. Él es forjador de sus principales conquistas.
Dice
el gran escritor Jorge Carrera Andrade: “Peralta, campeón de la polémica política y discípulo de Montalvo. Hombre
de ciencia, investigador de los grandes problemas sociales, internacionalista
insigne, maestro de juristas, Peralta fue una de las figuras más notables de
la revolución liberal”.[9]
Quien
es todo esto, no debe ser olvidado.
[1] Tomado de Oswaldo
Albornoz Peralta, Páginas de la historia
ecuatoriana, t. II, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín
Carrión”, Quito, 2007, pp. 101-107.
[2] Varios autores, Visión
actual de José Peralta, Fundación Friedrich Naumann, Quito, 1989, p. 227.
[3] Luis Robalino Dávila, Orígenes del Ecuador de Hoy, vol. V,
Casa de la Cultura
Ecuatoriana , Quito, 1966, p.48.
[4] Alfonso Andrade Chiriboga, Hemeroteca
Azuaya, t. II, Cuenca, 1950, p. 168.
[5] José Peralta, “¡Pobre Pueblo!”, en Años de Lucha, t. I,
Editorial Amazonas, Cuenca, 1974, p. 139.
[6] José Peralta, “La
Regeneración ”, en Años
de Lucha, t. I, p. 111.
[7] “¡Pobre pueblo!”, op. cit, p. 150.
[8] Luis Monsalve Pozo, La
patria y un hombre (Historia de un pueblo y exégesis de un guía), Casa de la Cultura Ecuatoriana ,
Núcleo del Azuay, Cuenca, 1961, p. 125.
[9] Jorge Carrera Andrade, Galería
de místicos y de insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana ,
Quito, 1959, p. 141.
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