jueves, 11 de abril de 2024

La hoguera bárbara de Alfredo Pareja Diezcanseco

 

Hace 80 años se publicó en México la primera edición de La Hoguera Bárbara, la célebre biografía de Eloy Alfaro escrita por Alfredo Pareja Diezcanseco. Al año siguiente Oswaldo Albornoz, con el seudónimo Juyungo, publicó en Surcos, Órgano de la Federación de Estudiantes Universitarios de Quito, la siguiente reseña:


LA HOGUERA BÁRBARA

 


Alfredo Pareja Diezcanseco, el renombrado autor de El muelle, hermosa novela del terruño ha entrado, quizá para siempre, en el difícil campo de la biografía. Y lo ha hecho con pie derecho, como suele decirse vulgarmente. Su última obra, titulada con todo acierto La hoguera bárbara, en la que describe con hermosos matices la vida del gran caudillo Eloy Alfaro es, a no dudarlo, una producción maestra. Y no otra cosa podía esperarse de pluma que raya a tanta altura.

Rompiendo los viejos cánones, desechando los métodos antiguos, nos hace una narración amena, llena de vida y colorido, de una etapa crucial, culminante de la historia ecuatoriana. Abandona aquel género de biografía, que, a fuer de amontonar datos, de llenar las páginas con fechas, produce cuadros aletargados y sombríos, y con sueño, ale­jados de la realidad inquieta y en perenne movimiento.

 Es decir, que como Zweig y Ludwig, se aparta de aquella biografía de epitafio, con silencio sepulcral de cementerio que, por ende, sólo puede tener interés para las ratas que roen los archivos, o para sabios eruditos, miembros de honorables academias. Pero la misión del biógrafo no es esta. Su deber es escribir para el pueblo, de donde surgen, empujados por la marea incesante de las fuerzas pro­ductivas, los hombres cuyas vidas relatan. Y esto es lo que hace Pareja Diezcanseco. Por eso, el valor de su obra.

Además, las bellas descripciones del paisaje, que por su policromía y variedad parecen arrancados del seno mismo de la naturaleza, contribuyen a realzar los méritos de la biografía. Junto con el vaivén de la alfarada, de la prieta y sudorosa montonera, el autor nos lleva desde el mar al altipla­no, desde la tierra baja poblada de manglares hasta las montañas níveas que besan a las nubes, por caminos de singular encanto y hermosura. A través de los bosques costaneros, verdes de tanto paludismo, por barrancos y senderos increíbles, abiertos en la panza granítica del Ande, nos muestra dos mundos opuestos y dis­tintos. La Costa y la Sierra. Dos geografías que la revolución burguesa, encarnada en Alfaro y sus soldados, quería unir con los brazos de acero de los rieles.

Empero, el valor de la obra de Pareja Diezcanseco no se basa únicamente en los puntos anotados. Su mérito mayor consis­te, principalmente, en la justa interpretación del fenómeno histó­rico que representa Alfaro. El protagonista ya no se halla reves­tido de aquel ropaje providencial, ya no es el semidios venido a la tierra para cumplir misión divina, como cándidos historiadores presentaban a sus héroes. Al contrario, allí, el Viejo Luchador no es sino el hombre de una clase. Se pertenece a la naciente y revolucionaria burguesía, engendrada entre el bullicio de las pri­meras fábricas y, sobre todo, entre la blanca estela que dejan los barcos cargados de cacao. Es hijo de un comerciante y el mismo ejerce el comercio. Por eso, su ardiente defensa de los principios liberales, ideología de avanzada en ese entonces. Y por eso también, su espa­da, sirvió a los intereses de esa causa.

Quizás hubiera sido menester, para una visión más clara del hecho histórico, una descripción previa del panorama económico de la época, pues que, de allí, en definitiva, se origina la trayectoria de todos los caudillos. El autor diluye este aspecto, se podría decir por dosis, en cada una de las páginas de su obra, suprimiendo así, la apreciación de conjunto. Mas esto, de ninguna manera le quita fondo, ya que siempre aparece como gestando, tal vez sin la luz suficiente, la Revolución que culminó un cinco de junio en Guayaquil, la ciudad donde convergían, y aún siguen convergiendo, las esperanzas de este pueblo adolorido.

Si se quiere, metafóricamente, el general Eloy Alfaro es para Pareja Diezcanseco el brazo ejecutor del Partido Libe­ral, órgano político de la clase burguesa. Por esta razón, los postulados que propugna no son otros que aquellos necesarios pa­ra su libre desarrollo. Son los mismos, adaptados al medio, con un matiz criollo, que aquellos que tan ardientemente fueron de­fendidos, en la Francia lejana, por los vehementes jacobinos. Aquí también, se esgrime la pluma y la acerada espada, contra el clérigo holgazán y sibarita. Se rompe lanzas contra los poseedo­res de la tierra –gamonales y frailes– para libertar los brazos de los indios. Se predica el laicismo y la libertad de pensa­miento. La Igualdad de los hombres y la igualdad de los sexos. Y, especialmente, la necesidad imperiosa de la unidad nacional, estrechada con los lazos polvorientos de las carreteras y el cálido mensaje de las locomotoras. Porque todo esto, beneficiaba los intereses de la burguesía.

Y otra vez, la Costa y la Sierra. Pero ya no describe los paisajes. Nos muestra ahora, la realidad humana. La primera roja, con el fuego de una revolución en marcha. La segunda blanca, fría, como la nieve de sus montañas, como el alma de sus hombres, indiferente y adormecida, por largos siglos de es­clavitud ignominiosa. En la una, el comercio de la pepa de oro empujaba la transformación. En la otra el feudo, con sus indios impávidos y viviendo fuera del tiempo, trataba de impedir la rea­lización de sus propósitos. Es decir, las fuerzas del progreso, frente a las fuerzas del oscurantismo y la ignorancia.

Después de enconada lucha, de encuentros mortales en medio de la selva o sobre los riscos glaciales de la serranía, descri­tos con gran patetismo, nos lleva Pareja hasta el triunfo de la clase nueva.

Los tozudos enemigos habían sido vencidos. La bandera de los Derechos del Hombre, el pendón rojo de las libertades, fla­meaba por vez primera, en el cielo límpido de la colonial ciudad de Quito. Se iniciaba el nuevo gobierno. Gran parte de los prin­cipios liberales, ayer nomás tildados de heréticos, pasaban a formar parte del acervo jurídico de la república. Se dictaba la Ley de Patronato y la Ley de Manos muertas. Se decretaba el ma­trimonio civil. Se abolía el concertaje y se hacía realidad la ense­ñanza laica. Sobre el lomo de la cordillera, el ingeniero Harman, soñador y aventurero, trazaba planes atrevidos. En los cafés de barrio, en las plazas y en las calles, se hablaba del contrato Charnacé y de otras empresas fabulosas. Y por fin, la Convención de 1906, promulgaba una Constitución liberal y progresista.

La esperanza parecía sonreír a la patria ecuatoriana. Pero la reacción no estaba muerta. Como siempre, como ahora, trabajaba en la sombra, en la negra caverna donde vive. Muchos hombres de la revolución fueron corrompidos por el oro de los terratenientes, con quienes pactaron vergonzosamente median­te alianzas matrimoniales. Hombres del latifundio, como Freire Zaldumbide, se llamaban liberales. Era el caos. La promiscuidad. Y cosa natural, por tanto, no se cumplió la segunda etapa de la trans­formación. Todo quedó en teoría y la ley se convirtió en letra muerta.

Se traicionaba así los principios de Alfaro, de Peralta y de Moncayo. El feudalismo quedaba intacto. La industrialización y progreso material del país, por realizarse. No se había pues verificado la síntesis.

Y como epílogo de todo, Pareja nos descubre el cuadro trágico de La hoguera bárbara. Desde el principio hasta el fin. Huigra, Yaguachi y Naranjito. El planeamiento del crimen. Los movimientos ar­teros de todos los Semíramis. Y al final, el holocausto canibalesco del 28 de Enero de 1912.

La revolución burguesa no se ha hecho todavía. Pero tendrá que hacerse, porque el carro de la historia avanza siempre. Mas no será el liberalismo quien la haga. Han aparecido nuevas fuerzas, jóvenes y pujantes, que realizarán esa obra. Y será, quizá, bajo su control y en la forma de una NEP[1] un poco larga.

 Juyungo


    




[1] Siglas de Nueva Política Económica:  propuesta de Lenin llamada capitalismo de Estado, como fase previa para el desarrollo del socialismo en la URSS.


viernes, 1 de diciembre de 2023

Bicentenario de la Independencia

 Homenaje al Bicentenario de la Independencia

Con el objetivo de contribuir a la preservación del patrimonio inmaterial del Ecuador, el Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP) presentó el 30 de noviembre, en el marco de las actividades culturales por las fiestas de Quito, el libro Ecuador Bicentenario de la Independencia de Oswaldo Albornoz Peralta.

La obra es un valioso aporte a la memoria histórica colectiva del país, pues, a través de su enfoque sociológico y la exploración de problemáticas poco abordadas por otros autores, desentraña la compleja trama de relaciones sociales que rodearon el proceso de independencia.

El autor ofrece una visión del proceso de transformación social iniciado el 10 de agosto de 1809 que culminó con la victoria en las faldas del Pichincha el 24 de mayo de 1822. Además, aborda aspectos fundamentales como la situación económica previa, los factores internos y externos del movimiento libertario, las clases en conflicto e ideologías que impulsaron a los actores a tomar una u otra posición y, finalmente, el país que resultó en los primeros años de vida republicana.

César Albornoz, hijo del autor y compilador de la obra, indicó que la principal motivación para elaborar este libro fue que el año pasado se cumplieron los 200 años de la victoria de la Batalla de Pichincha, pero los gobiernos tanto central como locales no le prestaron la debida atención a  hecho tan trascendental de nuestra historia.




https://www.quitoinforma.gob.ec/2023/12/01/imp-presento-libro-ecuador-bicentenario-de-la-independencia/




martes, 12 de septiembre de 2023

La matanza de Leito

 

13 de septiembre de 1923, justo hoy un siglo, no había pasado ni siquiera un año de la horrenda masacre del 15 de Noviembre en Guayaquil, cuando una vez más el presidente de la plutocracia porteña, José Luis Tamayo, ordena una nueva masacre en la serranía ecuatoriana, en una hacienda de la provincia de Tungurahua….



LA MATANZA DE LEITO[1]

 


Entre las más incalificables masacres campesinas –tan frecuentes en nuestra historia– está la realizada en el latifundio de Leito, sobre la cual el historiador Oscar Efrén Reyes dice lo siguiente en su Historia de la República:


Una de las más crueles matanzas de labriegos –entre las que se anotaron mujeres en cinta y niños indefensos– se realizó en la hacienda de Leito, de la Provincia de Tungurahua, en la mañana del 13 de Setiembre de 1923.[2]

 

Tratándose de un gran latifundio, no hay necesidad de decir que es una historia sombría, donde las penalidades de los trabajadores son pan de cada día.  La miseria ronda por todos los rincones. La alegría es casi desconocida.

Sus primeros dueños, durante la Colonia, son los padres de la Compañía de Jesús, que si buenos administradores para sacar jugosos dividendos, en cambio, nada se preocupan por el bienestar de quienes amontonan sus riquezas. En su inmenso imperio territorial, al igual que en los latifundios laicos, siervos y esclavos reciben los azotes de rudos capataces. Aunque no se crea, la mano de Dios no aparece por ninguna parte.

Nada se gana cuando los jesuitas son expulsados por Carlos III en 1767. Sus haciendas de Tungurahua pasan a ser administradas por el español Baltasar Carriedo y Arce. Y cuando la Junta de Temporalidades saca a remate esas propiedades, Carriedo, ni corto ni perezoso, se hace dueño de las más valiosas: “Leito, Puñapí, San Javier, Guadalupe, San José de Pingue y Sicalpa”,[3] según nos informa Celiano Monge.

Este Carriedo –aunque el autor que acabamos de citar haga una tibia defensa de su persona– participa en todas las represiones populares de su época. Espada en mano, como soldado, está presente en el sometimiento de Pelileo, Quisapincha, Píllaro y Baños, cuyos cabecillas son castigados severamente en 1780 según Monge. También, como corregidor de Latacunga, se convierte en implacable perseguidor de Eugenio Espejo.

Por su destreza para salir de aprietos y hacer fortuna –es propietario de 15 haciendas y lucrativos obrajes– se le apoda el Mazorra: más zorro que la zorra.

Es de leer el olvidado poema de Juan León Mera que lleva por título el mote de Carriedo –Mazorra. Leyenda original por el trovador de la Selva (Juan León Mera), Miembro correspondiente de la Academia Española, Quito, 1875– en el que se habla de sus aventuras y de sus hazañas. Se dice que es más avaro que el señor Grandet de la novela de Balzac. Se nos hace saber que se casa por conveniencia con una damisela linajuda y llena de relucientes talegos de oro. Y sobre su crueldad con los indios y trabajadores de sus haciendas, leed estos versos:

 

Carriedo el castellano de Yataqui es la fiera

Que en popular lenguaje Mazorra se llamó,

Hambriento de caudales, tardía la carrera

De la labor honrada común le pareció

 

Mazorra, de secuaces seguido, sable en mano,

A los alzados indios terrible acometió;

Piedad la mujer no hubo ni el niño ni el anciano

Y muerte y latrocinio por donde fue sembró.[4]

 

Desde los inicios de la república hasta la matanza motivo de nuestro escrito –1923– Leito aparece en manos de grandes terratenientes de apellido Álvarez, propietarios de inmensas haciendas en algunas provincias, Pichincha, Cotopaxi y Tungurahua principalmente. Un siglo más o menos de tenencia, o mejor, de explotación a los pobres campesinos.  Y también de permanente expansión del latifundio, pues sus límites crecen milagrosamente a costa de las comunidades indias aledañas, con las cuales se halla, por esta razón, en constantes conflictos. El resultado es siempre el mismo: la derrota de los comuneros.

Hoy Leito pertenece al cantón Patate, pero en 1923 esa circunscripción, es parroquia del cantón Pelileo. Su propietaria es la señora Matilde Álvarez Gangotena, casada con Luis Antonio Fernández Salvador Chiriboga, perteneciente así mismo a una familia de poderosos terratenientes. Veamos, cual es en ese entonces, la realidad social de su latifundio.

El escritor Darío Guevara, transcribe lo siguiente de una monografía inédita del cantón Pelileo, escrita por el extranjero Argain Mateluna:

 

Obligábase a la gente a trabajar por tarea, la que se pagaba a diez centavos cada una. Y la tarea consistía en una medida de 25 X 25 metros cuadrados. Habían tareas que demoraban tres días, ocupándose en ella una familia entera de campesinos! Por un viaje a Pelileo, a Riobamba, Ambato o Quito, se le daba al peón cinco centavos diarios; siendo obligación del peón poner bestia, aderezos, etc. Los trabajadores debían pagar el potreraje de sus animales, aunque fuera la maleza y la basura que quedaban en el campo después de la cosecha.  A título de que eran para la hacienda se les arrebataba sus animales y aves a precios ridículos: a cuarenta sucres una vaca de trescientos; a tres reales (treinta centavos) una gallina que valía sucre… Esta situación tenía que llegar a una definición violenta. No podía subsistir de una manera permanente. Ella se produjo por la resistencia de los habitantes de la hacienda para trabajar por más tiempo en esas condiciones y a lo que la administración de aquella respondió con la expulsión, y entonces se negaron a salir de Leito alegando títulos de comuneros.[5]

 

Una explotación inmisericorde, ilimitada. Parece que la avaricia y el afán de lucro de Mazorra se hubiera vuelto sempiterno. Como maldición perdurable.

Ante esa tétrica realidad los campesinos reclaman a las autoridades competentes el aumento de sus míseros salarios y que las horas de trabajo sean de acuerdo con la ley. La respuesta es la que ya sabemos por la transcripción anterior: la expulsión y entrega de sus parcelas y animales domésticos. A esto, como es natural, los trabajadores se niegan a obedecer.  Allí han vivido siglos y no tienen a donde ir.

Pero la decisión está tomada. Los personeros y abogados de la hacienda inventan y denuncian “un levantamiento comunista”. Se dice que el alzamiento significa un inmenso peligro para la propiedad. El presidente Tamayo y su ministro de Gobierno con rapidez inusitada –como sucede siempre cuando se trata de ayudar a los poderosos– ordena el envío de una tropa dizque para sofocar la rebelión.  Son 70 soldados bien armados del Batallón Zapadores de la guarnición de Ambato.  Se movilizan de noche conducidos por el jefe político de Pelileo Carlos Loza. Y en la mañana del día fatídico ya señalado, el piquete desplegado en guerrillas acalla la resistencia campesina con metralla y sangre.

Los hechos son más infames de lo que parecen. “Esta matanza de labriegos –dice Oscar Efrén Reyes– adquirió carácter de verdadera monstruosidad por cuanto el Jefe Político de Pelileo había sugerido dos o tres días antes, que los labriegos debían estar reunidos todos para la mañana de ese día 13 en que irían las autoridades de Tungurahua a oírles personalmente sus reclamos”.[6] En efecto, se reúnen en el sitio denominado Pallacucho según Mateluna, donde Loza, después de imprecar en forma grosera a los campesinos y de asesinar a dos de ellos con su pistola, da la orden de ¡fuego! Retumban los disparos, y después –dice el cronista citado– solo se oyen gemidos y lamentos. El crimen premeditado ha cumplido su objetivo.

Mateluna afirma que son treinta y nueve muertos y más de veinte heridos. Oscar Efrén Reyes habla de veintenas de cadáveres o heridos. Alfredo Pareja Diezcanseco dice que “se asesinó a una centena de infelices que querían comer un poco más y sufrir un poco menos”.[7] Entre los muertos, como para que no se librara de castigo, se encuentra Carlos Loza, al que llega una bala justiciera.

El Informe ministerial suscrito por el doctor Francisco Ochoa Ortiz, dice esto sobre los acontecimientos de Leito:

 

Algunos peones que trabajaban en la hacienda de Leito, de propiedad de la señora Matilde Alvarez de Fernández Salvador, en asocio de varios indígenas del pueblo de Patate, alegando ser comuneros de unos terrenos de dicha hacienda, asaltáronla causando graves daños y tomaron posesión de esos terrenos.[8]

 

Así se silencian y tergiversan los hechos. Para este ministro de Gobierno –que después llega a ser presidente de la Corte Suprema de Justicia– los delincuentes, no son los asesinos sino los campesinos que según él asaltan la hacienda. Las víctimas no aparecen por ninguna parte, a pesar de que se trata de un crimen tan grande que conmueve a la república.

Si, los ecos del crimen se expanden por toda la nación y se adentran en el corazón del pueblo. El escritor conservador Ángel Polibio Chávez, pero de ideas generosas, impresionado, pide ayuda a la dueña de la hacienda para las viudas y los huérfanos, sobre todo para los heridos, algunos de ellos cuales han perdido piernas y brazos. Afirma que Leito se compone de más de seiscientas caballerías de tierras frías y calientes, la mayor parte cubiertas por las selvas orientales, por lo cual solicita siquiera una cuadra para cada huérfano, que no sería –añade– ni la milésima parte del extenso latifundio. “Tenéis –prosigue manifestando– caserón deshabitado en el pueblo de Patate ¿no pudiera dedicarse a orfanato de los huérfanos del 13 de Septiembre, mientras salgan todos siquiera de la infancia? ¿El funesto sitio de Payacucho no mide una hectárea y no pudiera levantarse allí una escuela y una capilla, a fin de que adquieran la doble luz de que carecieron los padres muertos?” [9]

Además, después de recordar que la hacendada es católica práctica, critica de paso la indiferencia y avaricia de los ricos de Ambato. Dice:

 

(…) la idea de que los muertos fueron bolcheviques, han endurecido el corazón de los ricos, de los que tienen propiedades que pueden peligrar; de aquí que, en esta ciudad, donde hay sentimientos y caridad, no se haya podido reunir sino S/. 59,80 para la caridad de esos infelices; ni siquiera una hilacha, no obstante haber dos grandes fábricas de tejidos, para cuyos dueños una pieza de género burdo equivaldría a que el océano dé una gota de agua.[10]

 

El doctor Chávez sabe bien que eso de los bolcheviques es invención. No es invención en cambio el puño cerrado por la tacañería de los adinerados.

Los pedidos generosos del doctor Chávez caen en saco roto. La señora Álvarez, prepara viaje para Europa.

La mala suerte persigue a Leito todavía por un largo tiempo.  El latifundio es vendido al colombiano Marco Restrepo que prosigue la tradición de abuso y explotación respaldados por una guardia armada. Los conflictos son frecuentes, y casi siempre, dejando entre uno y otro, tramos de dolor y sangre. Un solo ejemplo: cuando los comuneros tratan de recuperar sus tierras usurpadas en 1941 –24 de febrero– son rechazados a bala por los guardianes y empleados de la hacienda. Restrepo dirige personalmente la represión. El saldo del encuentro es un muerto y varios heridos entre los campesinos.

Una situación así no podía ser eterna. Los comuneros de Poatug, Patate–Urco, Tontapi y Surcos Nuevos, comprendiendo que es inútil esperar justicia de las autoridades del gobierno –siempre parciales al lado de los terratenientes– se reúnen y toman por la fuerza en 1953 las tierras usurpadas. Son más de un millar los campesinos que intervienen en este acto reivindicatorio.

El éxito obtenido, pues los latifundistas no se atreven a tomar represalias, se debe no solamente a su decisión, sino a que están plenamente apoyados por la clase obrera dirigida por la Federación de Trabajadores de Tungurahua.

Es, pues, una hermosa demostración de alianza obrera–campesina.




 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. II, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 151-158.

[2] Oscar Efrén Reyes, Historia de la República, Imprenta Nacional, Quito, 1931, p. 283.

[3] Celiano Monge, Relieves, Editorial Ecuatoriana, Quito, 1936, p. 164.

[4] Juan León Mera, Mazorra, Imprenta Nacional, Quito, 1875, p. 19.

[5] Darío Guevara, Puerta de El Dorado, Editora Moderna, Quito, 1945, pp. 336-337.

[6] Oscar Efrén Reyes, Breve Historia del Ecuador, tt. II y III, Quito, p. 258

[7] Alfredo Pareja Diezcanseco, Ecuador. Historia de la República, t. III, Editora Nacional, Quito, 1990, p. 27.

[8] Francisco Ochoa Ortiz, Informe que presenta a la Nación el Dr. Francisco Ochoa Ortiz, Ministro de lo Interior, Policía y Municipalidades, Obras Públicas, Correos, Telégrafos, Teléfonos, etc., Talleres Tipográficos Nacionales, Quito, 1924, p. 43.

[9] Ángel Polibio Chávez, Libro de Recortes, Imprenta Escolar, Ambato, 1929, pp. 48-49.

[10] Idem, p. 49.

viernes, 30 de junio de 2023

EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y LA IDEOLOGÍA DE JUAN MONTALVO

 



Montalvo es hombre de su época. Su valor está en haberse encuadrado con las fuerzas progresistas de su tiempo, con aque­llas que quieren sacar al país del retraso feudal para conducirlo hacia el capitalismo, que no otro es el rumbo señalado por la historia. Es pues, un ideólogo burgués, con todas sus virtudes y defectos.

Sus méritos ante la historia son muy grandes.

La titánica lucha que emprende contra la dictadura garciana –dictadu­ra sanguinaria de los terratenientes– sin doblegarse nunca y sufriendo persecuciones sin cuento, es suficiente pedestal para su gloria. No se puede negar que es la voz más alta que se levanta contra el tirano. Su pluma que golpea como maza de gigante, siempre está alerta para de­nunciar los crímenes, para condenar las constantes violaciones a los derechos del pueblo. Su incendiario opúsculo, La dictadura perpetua, no es sino el resumen total, alfa y omega, de ese sombrío período de la vida ecuatoriana. Y si dice refiriéndose a García More­no, mi pluma lo mató, dice bien, y no es jactancia como se ha afirma­do. Porque si las ideas devienen en fuerza material cuando penetran en el cuerpo social, no hay duda que las suyas penetran hondamente, y por lo mismo, se convierten en acción.

Montalvo es un defensor ardiente de las libertades y de los derechos del hombre. Es ene­migo de las limitaciones al sufragio, que cree debe ser universal y directo para todos los ciudadanos, a fin de que pueda sacar “de los ta­lleres sastres y carpinteros y los ponga en el solio a causa de la sabidu­ría y las virtudes”. El derecho de reunión es esencial para la vida de los pueblos y sólo puede ser suprimido por la tiranía, porque el tirano no es solamente el que derrama sangre, sino también el que “impide y persigue la asociación, condena al aislamiento a los asociados, sumer­ge el espíritu en un pozo de tinieblas”. La libertad irrestricta de im­prenta, es libertad imprescindible, razón por la que combate duramente el silencio impuesto a la prensa por García Moreno, que impide toda publicación que no se atenga a los dogmas de la Iglesia y que sepulta a los censores de su gobierno –son sus palabras– en las ciénegas del Napo. Una prensa puesta bozal y enmudecida, tal “como el ladrón de casa suele hacer con el perro fiel, para que de noche no haga ruido”.

Tampoco olvida la igualdad, condoliéndose porque no sea ella, sino su contrario, la desigualdad de las clases sociales, la que campee por el mundo. Por lo menos, quiere acortar las distancias existentes en los domi­nios de la educación: “Esto de que todo lo sepan unos y nada otros –dice– es fuente de tantos males como eso de que todo lo posean unos y nada otros: el hambre del espíritu, la desnudez de la inteli­gencia son desdichas tan grandes por lo menos como el hambre y la desnudez del cuerpo. Que todos sepan leer, escribir y alabar a Dios, es tan necesario como el que todos tengan un plato de comida y un tra­po con que cubrirse. Esta, esta igualdad, es la que deseamos, y la que hará la felicidad de los hombres, algún día”. Y al lado de todo esto, los otros principios liberales.

Montalvo es, además, un abanderado de la independencia americana. Todo cuanto pueda amenazar su autonomía ganada en los campos de batalla, es objeto de su viril protesta, tema para que su verbo se expla­ye en la condena. Ningún rincón de América debe permanecer sojuz­gado, y por eso, cuando la rebeldía se inflama en los pueblos todavía coloniales, él está al lado de los héroes que encienden la aurora de la libertad con el fuego de sus armas.

Este, pues, el aporte positivo de Montalvo. Del Montalvo real y verda­dero. Aporte suficiente que no necesita aditamentos, y menos forza­das interpretaciones, aunque sea con el laudable propósito de acrecen­tar sus merecimientos. Mejor el Montalvo con oscuridades y con luz, así, a la vez. Como es, y como fue.

Párrafos tomados del libro MONTALVO, IDEOLOGÍA Y PENSAMIENTO POLÍTICO de Oswaldo Albornoz Peralta que hoy ponemos a disposición de todos aquellos que quieran profundizar en el conocimiento de estas facetas del célebre Cosmopolita:

https://drive.google.com/file/d/1RN4w6Li8tECbPa09fixFF41rm9d2ip_s/view?usp=drivesdk



lunes, 10 de abril de 2023

La revolución de las alcabalas 1592-1593

LA REVOLUCIÓN DE LAS ALCABALAS Y EL CLERO

 

Oswaldo Albornoz Peralta[1]

 

                                              Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.

            A poco más de medio siglo de fundada, la ciudad de Quito se encuentra en franca rebeldía. El presidente de la Audiencia Manuel Barros de San Millán, mandatario rígido e inexorable, quiere imponer por la fuerza un impuesto ordenado por la monarquía para sufragar sus cuantiosos gastos. Se trata del gravamen llamado alcabala, consistente en el pago de un dos por ciento sobre el precio de todo cuanto se vendiera en el comercio y en los mercados públi­cos.[2]

            El clero, en esta ocasión como en muchas otras, se convierte en instru­mento efectivo para vencer la resistencia popular. No en vano el obispo Villarroel habla de las dos espadas con que cuenta el poder real para imponer su voluntad. Y a fuer de verdaderos, tenemos que decir que la esgrimida por la clerecía, es de acero toledano y más afilada que bisturí de cirujano.

            El pueblo perjudicado con la medida, pues es obvio que los precios suben con el gravamen a las ventas de productos esenciales para la vida, se organiza prestamente para la resistencia, con la participación activa de los gremios artesanales y de los barrios populares. Y son hombres salidos de su entraña los que intervienen en la lucha y obligan a las autoridades a buscar refugio y a los chapetones a huir de la ciudad.

            Y es durante todo este tiempo de insurgencia que se prolonga por largos meses, cuando la Iglesia, con la maña y astucia que tan bien maneja, pone en juego toda su influencia para ayudar y proteger a los dominadores.

            Claro está, el Santo Oficio no podía faltar en este menester. El Comisario de la Inquisición, un tal Freile de Andrade, recorre las calles de la ciudad montado en una mula, amenazando a los sediciosos con las penas del infierno y con la imposición de censuras eclesiásticas. Para impedir la fabricación de pólvora compra todos los enseres necesarios para ese fin y fulmina “excomunión mayor contra los que las proporcionaran, de cualquier manera que fuese”.[3] El precio pagado -mil pesos de plata- sin duda, por ser excesivo como asegura monseñor González Suárez, no salió de su propio bolsi­llo.

            Sin embargo de todo esto, el historiador que acabamos de mencionar, convertido en franco censor de estos primeros rebeldes contra la dominación extranjera, dice que el inquisidor es una magnífica persona. “De corazón recto, detestaba los trastornos populares, y hacía rostro con firmeza a los jefes de la conjuración”.[4]

            Dijimos que las autoridades y seguidores del rey buscan refugio. Y nada mejor para el objeto que los varios conventos quiteños, considerados como lugares sagrados intocables y, por tanto, fuera del alcance de profanas manos. “De modo que si no se hubieran metido disfrazados en los conventos de regu­lares, y aun de las religiosas, por el empeño, solicitud y cuidado de los Jesuitas, hubieran perecido todos a manos de la furiosa plebe que los bus­caba".[5]

            Tal como dice el padre Velasco en lo arriba transcrito, en verdad, hasta los claustros de las castas monjitas, se convierten en seguro asilo para los refugiados. El convento de San Francisco es el mejor ejemplo. Allá se tras­ladan los oidores, junto con todo el oro y la plata existente en las cajas reales, donde pueden gozar de dulce calma cubiertos por el manto de la inmunidad eclesiástica, a la par que aprovechar de los solícitos servicios de los religiosos. Dice González Suárez:  

(...) pasaban días y noches enteras holgándose, jugando a los naipes: como no tenían pajes sino chinas de servicio, con pretexto de no violar la clausura, entraban y salían éstas por la iglesia, llevando o metiendo (muchas veces a la hora de la misa), ciertos objetos de esos que sirven para satisfacer ocultamente algunas humanas necesidades, que exigen pudor y recato: el pueblo devoto se consumía de coraje, viendo un tan grosero insulto al templo de Dios.[6]  

          Es seguro que dirían, con Fray Luis León, ¡“qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido”!

            Mientras los oidores se holgan, los frailes se desviven por romper la resistencia valiéndose de todos los medios, inclusive los non sanctos. El Provincial de los dominicanos, Jerónimo de Mendoza, es el primero en denunciar a las autoridades la rebelión que venía preparándose. El deán de la Catedral, Bartolomé Hernández de Soto, a quien el obispo Pedro de la Peña había cas­tigado por valerse de las confesiones a los enfermos para hacerse nombrar albacea y dejar legados de misas muy crecidos, ahora es campeón de los leales: “andaba por las calles en sotana, públicamente armado con una coraza de acero, espada al cinto y rodela”,[7] espectáculo que, como es de suponer, no puede sino causar sonoras carcajadas de los admirados espectadores. El arcediano Galavis, que ocupa en ese momento la más alta autoridad eclesiástica, durante el cerco grande, cuando los amotinados logran penetrar en el Palacio de la Real Audiencia, logra impedir la captura de las autoridades presentándose ante la multitud con el Santísimo Sacramento y gritando a los combatientes para que depusieran las armas y siguieran en procesión tras la Sagrada Eucaristía. Y un fraile aventurero, Ordóñez de Cevallos, hace el bajo papel de espía y se convierte en el principal informante de las autoridades tanto civiles como religio­sas. Buen narrador, en su libro Viaje del Mundo, donde exalta sus hazañas y pondera sus servicios al rey, confiesa, cínicamente esto: “muchas noches me disfrazaba y ponía un cuello de seglar y me iba a escuchar, y otras veces, como amigo de los capitanes Juan de la Vega y Martín Jimeno, iba como clérigo”.[8] También se atribuye haber ganado a Galavis para la causa del rey, que a su decir, no fue poco.

            Pero, indudablemente, los que se ganan la palma en cuanto a lealtad a la monarquía son los padres jesuitas, aunque no son los únicos leales, como después aseguran para ganar prebendas. Por doquier predican obediencia y el pago de las alcabalas, engañando al pueblo llevan alimentos a los prisione­ros y organizan la fuga de algunos de ellos, en fin, inventan toda clase de subterfugios para ayudar a las autoridades españolas. Su rector, Diego de Torres, con gran entereza según González Suárez, trabaja sin descanso para develar la insurrección, y así, cuando alguien sugiere pedir ayuda a la reina de Inglaterra, prestamente manifiesta en un sermón, que eso, por implicar alianza con una soberana carismática y hereje, constituye grave ofensa a la Divinidad. Y, por último, para dar cima a su bajo accionar, participa en el ardid tramado para facilitar la entrada a Quito del general Arana y su ejército represor.

            El Padre Velasco -otro defensor ardiente de la causa real- resume así la labor desplegada por sus caros hermanos:  

Continuaron el trabajo por reducir a las principales fieras, con tanto celo y fatiga, que al fin comenzaron a verlas algo flexibles o menos irritadas. Con este buen principio se esforzaron de tal modo con ruegos y exhortaciones en público y en privado, entrando en las casas con lágrimas en los ojos, y enérgica dulzura en los labios, que llegaron a conseguir el entero y suspirado triunfo y pacificarlos, y reducirlos a que se sometiesen a las órdenes del soberano, a la razón y a la obediencia.[9]    

          Sigamos adelante, dejando a un lado ese mar de lágrimas.

            Nos referimos recién al ardid tendido para conseguir la entrada de Arana. El Presidente Barros de San Millán, acobardado ante la protesta popular por la aproximación de ese militar, envía una comisión a éste, aparentemente para ordenar su retiro, pero en la forma más vil instruye a los comisionados para que le pidan que prosiga la marcha y reprima a los amotinados. Además, se le aconseja que escriba a las personas acaudaladas de la ciudad para que, valiéndose de su influencia, allane la entrada de la “expedición pacificadora”. Y quienes se prestan para esta comedia de trágicas consecuencias, a más de los civiles -el Oidor Cabezas y el Fiscal Orozco- son nada menos que los siguientes: “el Padre Diego de Torres, Rector del Colegio de los jesuitas, el Padre Ministro del mismo colegio, el Prior de Santo Domingo, el Guardián de San Francisco y un padre Parra agustino”.[10]

            Entre tanto, el Presidente Barros es reemplazado en el mando de la Audiencia por el licenciado Marañón. Y como el cobarde Arana ha demorado su marcha en espera de refuerzos, el nuevo mandatario, apurado por la in­dustria de varios religiosos como asegura González Suárez, logra pacificar a la población y conseguir que se permita la entrada de sus tropas, que efec­tivamente se lleva a cabo el 10 de abril de 1593.

            Ya en la ciudad, que se halla en calma, el sanguinario Arana da comienzo a la más bárbara de las represiones. Sus arcabuceros allanan domicilios y asesinan a hombres y mujeres indefensos. Los valientes jefes de los gremios Ortiz y Rivas son ahorcados sin juicio alguno. Igual se hace con Diego de Arcos y Martín Jimeno, cuyos cadáveres son exhibidos pública­mente, sin duda, para disuadir y amedrentar a la población. “Fue un espectáculo grandísimo -dice Ordóñez de Cevallos- ver un viejo con una coleta como la nieve, de noventa y tres años y que tanto había servido al rey, y un mozo gentilhombre muy galanamente vestido lo más granado de la ciudad”.[11] El total de personas ajusticiadas alcanza a veinticuatro.

            Esta orgía de sangre coincide con la Semana Santa que decurre como si nada sucediera. Ninguna voz religiosa, antes tan diligente para auxiliar a las autoridades, se alza para condenar tantos desmanes. El Santísimo sacramento, no sirve ya, como escudo de los perseguidos.

            Pedro de Arana, el gran matarife, celebra sus hazañas con corridas de toros y exige la suma de cien mil pesos como costo de la “pacificación”.  

 

                                                  Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.

            

Y quien creyera, la masacre y el masacrador encuentran un inflamado cantor. Se trata de Pedro de Oña y de su libro Arauco Domado. “En más de mil novecientos ochenta versos, o sea cerca de doscientas cincuenta octavas, monótonas como un desfile de arcabuceros mal agestados”[12] -según el parecer de nuestro poeta Jorge Carrera Andrade- narra la Revolución de las Alcabalas y eleva a la categoría de héroes al feroz Arana y sus capitanes. Incluso, hasta se deleita contando los crímenes y los sufrimien­tos que llenan ese trágico episodio. Pero mejor, leamos sus estrofas:

 

                                                Qué horcas eran de ellos ocupadas,

                                                Qué jaulas de cabezas bastecidas,

                                                Qué de soberbias casas abatidas,

                                                Y por su corrupción de sal sembradas;

                                                Qué prósperas haciendas confiscadas,

                                                Qué plaga de las honras y las vidas,

                                                Castigo merecido y justa pena

                                                Del que contra su Rey se desenfrena. 

                                                Con esto, que clamores, que gemidos

                                                Lanzaban de dolor mujeres bellas,

                                                Parece que punzaban las estrellas

                                                Sus penetrantes voces y alaridos;

                                                Las bien casadas ya por sus maridos,

                                                Ya por sus caros padres las doncellas,

                                                Al aire trenzas de oro repartían

                                                Y bellas manos cándidas torcían.[13]

 

            En su afán de acrecentar los méritos, el poeta atribuye al general Arana el asesinato de Moreno Bellido, cargo que Ordóñez de Cevallos, más sagaz, niega terminantemente. En cambio, el poetastro, afirma muy ufano: “Arana daba la orden de matarle en una noche lóbrega y secreta... Allí quedaba el mísero difunto y allí con él sus frívolos intentos”.[14]

            Hasta aquí las proezas de Arana, representante de la espada secular, de la espada real. Pero tampoco la espada clerical podía quedar rezagada en el cometido de la represión, enderezada contra los clérigos que patriótica­mente habían plegado a las filas populares. Son esos “clérigos quiteños mestizos” -como desdeñosamente los llama González Suárez- que, por primera vez, habían animado a los amotinados para que defendieran la patria. Se distingue entre ellos el Padre Maestro Pedro Bedón, sacerdote austero que, valiéndose de ciertas proposiciones de Santo Tomás de Aquino, había condenado el despotismo.

            Todos ellos, ahora, están bajo la jurisdicción del Cabildo Eclesiás­tico de Quito. Su actividad es inusitada. Con celo digno de mejor causa, se toman una serie de providencias para la rápida marcha de los procesos y el pronto castigo de los reos de tan grave delito. El Deán Hernández de Soto, ese grotesco personaje de escudo y espada que ya conocemos, furibundo manifiesta en una de sus sesiones, según consta de un acta de engorrosa redacción: 

(...) y puesto caso que muchos clérigos hayan ofendido a Dios y al Rey... por haber incitado, aconsejado y persuadido... a este pueblo e ignorante vulgo, a que tomasen las armas contra el General Pedro de Arana, y que lo matasen y diciendo y aconsejando que matasen a los Oidores, que más valía que muriesen los Oidores, que no que se perdiese esta ciudad, y otras veces diciéndoles que qué derecho divino ni humano tenía el Rey para pedir alcabalas en esta tierra y otras muchas palabras desacatadas contra el Rey nuestro Señor... veo que dichos clérigos se andan riendo y mofando sin castigo de sus culpas, de que se ha seguido y sigue mucho mal en ofensa de Dios nuestro Señor y desacato de las justicias de su Majestad... por tanto, como Deán que soy desta Santa Iglesia proponía y propuso lo susodicho y requería y requirió en el dicho Cabildo que los dichos clérigos de cualquier calidad que sean castigados...[15] 

          Y un canónigo Diego de Agüero pide que “sean puestos en galeras y en otros castigos ejemplares", a fin "de que Dios y el Rey nuestro Señor, fueran muy servidos”.[16] Otros, más prácticos, piden la ayuda del brazo seglar para mayor efectividad de la justicia.

            Increíblemente, envuelto en este oleaje de venganza cae el Arcediano Galavis, el mismo que custodia en mano, había salvado a las autoridades del rey. Acusado de ser enemigo de las alcabalas se le despoja del cargo de vicario general en ejercicio de Sede Vacante -lo que equivale a obispo encargado- para luego de ser apresado, ordenar su reclusión en un convento de Latacunga. Mas, como era de esperarse, pronto logra vindicarse y quedar libre. Y no sólo esto: hasta se le premia con una plaza de Deán.

            Con la llegada del obispo titular López de Solís -junio de 1594- las represalias prosiguen con más diligencia y con mayor rigor. Se trata de un clérigo fanático e inexorable, dispuesto a imponer orden en su grey, para evitar futuros extravíos. Este deber, en todo lo que está a su alcance, lo cumple a cabalidad. La historia, no le puede negar este galardón.

            No se crea, sin embargo, que sólo se blande el azote sancionador. No, como es de justicia, a su lado están las recompensas y prebendas para los clérigos fieles a su rey y señor, pues éstas son reclamadas a coro, no obstante la bajeza que tal acto implica. Nadie quiere quedar con las manos vacías.

            Naturalmente -y esto también es de justicia- los jesuitas son los más agasajados, puesto que ellos cargan con la parte del león. El historiador Juan de Velasco, refiriéndose al rey, apunta lo siguiente: 

Mas en esta ocasión quiso mostrar cuan obligado quedaba a los jesuitas de Quito, escri­biéndoles una real cédula tan llena de expresiones de gratitud como de mercedes. Mandó por otra parte a su Real Audiencia, que ampliase grandemente las haciendas y fincas de su colegio, para que teniendo toda comodidad en lo temporal, pudiese atender más fácilmente al bien de la República. De aquí que se vieran repentinamente ricos, para las grandes obras que emprendieron en servicio de ambas majestades.[17]  

          Con esta clase de gangas, más otras artes que por su cuenta utilizan, es fácil explicarse la formación de sus inmensos latifundios que, prontamente, cubren todo el suelo ecuatoriano.

            Ordóñez de Cevallos -que firma sus escritos con el significativo seudónimo de clérigo agradecido- no podía quedarse sin pan ni pedazo. Astuto como es, y sin duda poniendo sus valiosos servicios por delante, se da mañas para conseguir la rica parroquia de Pimampiro, donde hay mucho para cosechar. Y como es hábil para tareas de esta clase, le va de maravi­lla. Dice que por “ser este pueblo de Pimampiro de los mejores y más provechosos de todo el distrito del obispado de Quito, gané de provechos y salarios por cuenta en los ocho años sesenta mil reales de a ocho”.[18] Además se le recompensa con los títulos de Pacificador de los Cofanes y Beneficiado del Valle de la Coca. Y así, el fraile aventurero, cargado de honores y con la bolsa llena, emprende viaje de regreso a la añorada España. Viaje largo, con múltiples paradas, donde gasta gran parte de la fortuna.

            Al fin, cuando llega a su meta -al “patrio nido” dice- ya no en prosa sino en verso, expresa su contento en un soneto:  

                                    Gracias os doy, Señor, pues he llegado

                                                como el pájaro ausente al patrio nido,

                                                no para que se llore lo perdido,

                                                sino para dar fe de lo ganado.

 

                                                Seguro vengo, alegre y mejorado

                                                en el oficio, estado y el vestido.

                                                Suerte dichosa para quien se vido

                                                en tantas partes con la muerte al lado.

 

                                                Conozco ser favor de vuestra mano,

                                                y singular merced no merecida,

                                                vuelto a mi patria y de mi patria ausente.

 

                                                Y para no gastar el tiempo en vano

                                                (agradecido a quien me dio la vida),

                                                hoy te ofrezco, lector, este presente.[19]

 

            Claro que su “presente” no es otro que su libro Viaje por el Mundo, en el que loa a los verdugos del pueblo y condena sin piedad su altiva rebeldía. No podía ser en otra forma, ya que gracias a la sangre derramada en ese levantamiento, puede acrecentar sus haberes y “dar fe de lo ganado”.

            Razón, mucha razón, tiene para estar agradecido.


                                               Eduardo Kingman, Historia Ilustrada del Ecuador.

Bibliografía: 

Carrera Andrade, Jorge, Galería de místicos e insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959.

Colección de Documentos sobre el Obispado de Quito, t. II, Publica­ciones del Archivo Municipal, Quito, 1947.

González Suárez, Federico, Historia General de la República del Ecuador, t. III, Imprenta del Clero, Quito, 1892.

Ordóñez de Cevallos, Pedro, “Viaje del Mundo”, en América en los grandes viajes, Editorial Aguilar, Madrid, 1957.

Velasco de, Juan, Historia del Reino de Quito en la América Meridion­al, t. III, Empresa Editora “El Comercio”, Quito, 1943.

 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, Editorial de la CCE, Quito, 2007, pp. 61-72.

[2] Federico González Suárez, Historia General de la República del Ecuador, t. III, Imprenta del Clero, Quito, 1892, p. 196.

[3] Idem, p. 212.

[4] Idem, p. 212.

 [5] Juan de Velasco, Historia del Reino de Quito en la América Meridion­al, t. III, Empresa Editora “El Comercio”, Quito, 1943, p. 101.

 [6] Federico González Suárez, op. cit., p. 233.

[7] Idem, p. 222.

[8] Pedro Ordóñez de Cevallos, “Viaje del Mundo”, en América en los grandes viajes, Editorial Aguilar, Madrid, 1957, p. 227.

[9] Juan de Velasco, Historia del Reino de Quito en la América Meridio­nal, t. III, op. cit., p. 103.

[10] Federico González Suárez, Historia General de la República del Ecuador, t. III, op. cit., p. 211.

[11] Pedro Ordóñez de Cevallos, op. cit., p. 228.

[12] Jorge Carrera Andrade, Galería de místicos e insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959, p. 38.

[13] Idem, p. 39.

[14] Idem, p. 38.

[15] Colección de Documentos sobre el Obispado de Quito, t. II, Publica­ciones del Archivo Municipal, Quito, 1947, pp. 523, 524.

[16] Idem, p. 535.

[17] Juan de Velasco, op. cit., t. III, p. 105.

 [18] Pedro Ordóñez de Cevallos, “Viaje del Mundo”, op. cit., p. 233.

[19] Idem, p. 79.