viernes, 12 de febrero de 2021

Refutación a Darwin

 

 REFUTACIÓN A DARWIN

 



 

               La Carta a los Obispos de Manuel Cornejo Cevallos causa una conmoción inmensa. Es como si el cielo se viniera al suelo.

          La Iglesia, escandalizada, se apresura a impugnar las ideas heterodo­xas y non santas del joven escritor. Son múltiples las publicaciones que apare­cen, cada cual más erudita, para demostrar los errores del hereje. Partici­pan en la discusión, o mejor condenación, las mayores lumbreras de la época. Verbigracia: Monseñor González Suárez.

          Una de las refutaciones más doctas es, quizás, la contenida en un folleto suscrito por Un sacerdote. Allí, una a una, se van desvaneciendo las afirmaciones equivocadas y blasfemas de Cornejo Cevallos. Sería largo referirse a tantas aclaraciones. Solamente, como muestra y ejemplo, a la par que como curiosidad científica, es menester extractar algo de lo que se dice sobre la teoría darwiniana.

          Cornejo había hecho una breve referencia a la evolución de las especies, afirmando que “especies que antes existían han desaparecido, y viceversa”. Y añadiendo, con un poco de sorna, que ni “el Ilmo. Señor Ordóñez podía hallar un mastodonte viviente sobre la tierra”.[1]

          La réplica es contundente: 

            Lo que el autor de la carta llama ciencia -dice- los científi­cos llaman necedad. ¿A quién creeremos? Esto dice la ciencia y esto es lo que la Carta llama sucesión de especies: las plantas, los animales y aún los hombres no fueron formados como se refiere el Génesis; Adán no lo fue de barro, ni Eva de la costilla de Adán, ni han existido nunca ninguno de los dos. Todos ellos son transformaciones de tres o cuatro gérmenes primitivos, como si dijéramos semillas que han ido convir­tiéndose sucesivamente en diversos seres hasta dar por resulta­do la variedad de animales que habitan la tierra. Es como si se dijese que un huevo se convirtió en gallo, el gallo en buitre, el buitre en mono, el mono en hombre. Esta es la ciencia que se opone al Génesis.[2]

 

            Después de leer esto, no cabe duda que Darwin dice una sarta de tonterías.

          No en vano Un sacerdote, que por modestia no estampa su nombre en el escrito, es nada menos que el Canónigo Juan de Dios Campuzano, otra de las lumbreras de la época, autor de numerosos opúsculos.

          Mas no se crea que sólo el Canónigo Campuzano es enemigo declarado de la teoría evolucionista del sabio inglés.

          Otro religioso, Rafael Villamar, publica en 1887 un librito titulado El liberalismo teórico y práctico, donde arremete con pasión inusitada contra la revolución francesa, la Comuna de París, la Internacional, el liberalismo y el socialismo, sin que quede con cabeza ningún autor par­tidario de estas dos satánicas doctrinas. Y aunque sea de paso, no olvida a Darwin, a cuyo pensamiento se refiere así al combatir a los liberales:

 

            ...el mismo hombre es dios, el único que se merece admiración y culto; todo lo demás es, para todo liberal, hipocresía, fanatismo, superstición, oscurantismo, clericalismo, jesuitismo, tinieblas.­..; ¡nada! ¡Y este mismo hombre proclamado Dios, no es más que una bestia degenerada, según la ciencia del siglo! ¡Es un mono perfeccionado!!!... ¡El dios mono!!![3]

 

            Empero, para ser imparciales, hay que decir que no solamente los hombres de sotana son adversarios de la teoría darwinista, pues también se manifiesta tal un gran literato de levita, nada menos que don Juan León Mera. Para combatir al liberalismo -al igual que Villamar- imitando a Olmedo escribe un alfabeto rimado, donde en cada estrofa, dice pestes sobre los pobres liberales. Y en una de ellas les califica -tremenda califica­ción- de ser descendientes del mono.

          Dice la estrofa así: 

                                        Ximio. Ya sabes que el ximio

                                        O mono, tu abuelo es;

                                        Enorgullésete, pues,

                                        De ascendiente tan eximio.[4]

 

          Con estos enemigos de Darwin, tan sapientes, basta y sobra. Sea en prosa, sea en verso, la evolución queda hecha trizas según el pensamiento de tan eruditos personajes.

          Pero estos émulos de los siete sabios de la Grecia, nunca se imagina­ron que tanta erudición iba a ser arrojada por la borda sin consideración ninguna. En efecto, el papa polaco Juan Pablo II, que hasta hace poco sostenía que la Biblia debía ser interpretada y entendida literalmente, acaba de escribir una carta a la Academia de Ciencias de la Santa Sede, donde se dice lo siguiente sobre la teoría de Darwin: “La convergencia de los estudios y resultados sobre esta teoría trabajan en favor de la credibili­dad de esta teoría”.[5]

          Así, la historia de Adán y Eva relatada en el Génesis, que se enseñaba en las escuelas y colegios religiosos del país, ha sido suprimida para siempre. Por tanto, su salida vergonzosa del paraíso por haber saboreado el fruto prohibido, sólo será nostálgico recuerdo de los antiguos creyentes. Y la pobre serpiente, condenada por Jové a vivir arrastrándose por el suelo, está por fin reivindicada.

          También, lógicamente, el pecado original nacido de la desobediencia de la primera pareja, desaparece como por encanto. Y como según la Iglesia ese pecado era transmitido por herencia a todos sus descendientes -injusta e inexplicable transmisión que con toda sensatez fue negada por el heresiarca Pelagio- nosotros, ipso facto, quedamos libres de tan tremendo peso.

          Pero la cosa no es tan sencilla. El pecado original es dogma religio­so, cuya veracidad por consiguiente tiene que ser aceptada de manera incondicional, so pena de caer en herejía. Por desgracia, el Vaticano no ha descubierto todavía un mecanismo para derogar o abolir estas molestosas, a la par que incomprensibles, verdades dogmáticas.

          Existen, además, otros problemas adicionales. El papa agrega esto en la carta antes mencionada: 

            El momento del pasaje a lo espiritual no ha sido objeto de una observación tan precisa, que podría en cambio descubrir, a nivel experimental, una serie de signos preciosos sobre la especificidad del ser humano.[6]

             Es decir, no se sabe cómo ni en qué momento el animal se convirtió en hombre mediante la adquisición del alma inmortalque, según la religión católica, es patrimonio y signo distintivo del ser humano. ¿Acaso fue en algún tipo de australopiteco dónde se posó el alma inmortal? ¿El pasaje se realizó en el homo habilis o en el homo erectus? ¿O más tarde cuando aparecieron los neandertales? Problema, en verdad irresoluble.

          No queda, entonces, mayor esperanza de encontrar el misterioso y oscuro pasaje, menos todavía, los preciosos signos de la especificidad humana. Sobre todo, si eso queda a cargo de teólogos.

          Sin embargo, esto no importa. El reconocimiento de la teoría de la evolución, tan vituperada y perseguida, es lo que vale. Aunque sea tan tardíamente, porque peor es nunca. Aunque sea con frases poco explícitas y con aditamentos nada científicos.


 


 

Oswaldo Albornoz Peralta[7]

 

 

 

 

 



     [1] Manuel Cornejo Cevallos, Carta a los Obispos. Quito, 1877.

     [2] Un sacerdote (seud. de Juan de Dios Campuzano), La carta de los obispos, Quito, 1877, p. 23.

     [3] Rafael Villamar, El liberalismo teórico y práctico, Quito, 1887, p. 15.

     [4] Semanario Popular, Quito, 1889, p. 254.

     [5] El Comercio, Quito 25 de octubre de 1996.

     [6] Idem.

[7] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 409-413.