martes, 26 de diciembre de 2017

80 aniversario de la muerte de José Peralta

Hoy, 27 de diciembre, se cumplen 80 años del fallecimiento de José Peralta (1855-1937),  ideólogo de la revolución liberal, ministro en los dos gobiernos del general Eloy Alfaro y uno de los altos valores de las letras nacionales.








José Peralta, luchador indoblegable del liberalismo radical[1]
                                                                                 

Todo hombre tiene cualidades específicas ‒buenas o malas‒ que marcan su personalidad en forma indeleble, permanente. Una de ellas, y muy sobresaliente, es en José Peralta, el gran ideólogo liberal, el de luchador tenaz e indoblegable, a quién no arredran los obstáculos ni peligros que entraña todo combate.
Y esto desde un principio. Desde cuando junto a una valiente pléyade de jóvenes inicia su lucha por la difusión de las ideas liberales en la beatífica ciudad de Cuenca, donde hasta entonces todo era paz de égloga, donde la antítesis, la contradicción casi no se conoce: la voz del clero es la única voz, única y verdadera. No tiene lugar en la sociedad el opositor, el que no está de acuerdo con la ortodoxia clerical.
Los jóvenes que rompen el silencio, entonces, bien merecen el nombre de valientes. En las páginas de sus Memorias Políticas Peralta ha estampado sus nombres al lado de sus sacrificios. Son, entre algunos otros, Gabriel Ullauri, Rafael Torres, Luis Vega Garrido, Pablo Chica Cortázar, Manuel J. Calle, José Félix Valdivieso, Federico Malo y Agustín Peralta. Pocos pero aguerridos. El medio en que actúan exige esa contextura.
El principal instrumento para cumplir el cometido del grupo liberal, y posiblemente el único a su alcance, es el periódico, la hoja impresa que en raudo vuelo traslada a las mentes las ideas. Y de este instrumento, que resulta arma afilada, se sirven con constancia y a porfía.
Peralta, así, se convierte en campeón del periodismo ideológico y de combate. Funda varios periódicos que no duran largo tiempo, porque uno tras otro, sin excepción ninguna, son prohibidos por las autoridades eclesiásti­cas que consideran campo vedado la libre emisión del pensamiento. El obispo León, en auto del 17 de abril de 1889, prohíbe los periódicos La Libertad, La Verdad y La Razón, bajo pena de excomunión. Y no solo esto. El buen obispo, prejuzgando lo que pudiere publicarse en el futuro, prohíbe “bajo la misma pena, la conservación, lectura o divulgación de todo impreso que saliere en adelante de la imprenta de La Linterna”.[2] Y el obispo Masiá y Vidiella de Loja, va más allá todavía: excomulga no sólo a los autores de los artículos, sino también a los impresores, a los dueños de las impren­tas, y a los dueños de las casas donde éstas se hallan.
Dijimos el buen obispo, refiriéndonos a León. Y su bondad ‒santidad llama Peralta‒ es efectiva. Rara cosa: es un obispo dual, de dos lados contrapuestos. Al lado de su fanatismo político está su condena a las injusticias sociales y su amor por los humildes. En el Congreso de 1880 se opone a que se impongan nuevas cargas al indio y manifiesta indignado que “su salario es menos de lo que se gasta en mantener un asno”.[3] Suprime el oneroso cargo de pendonero y ordena que a los pobres se los case gratuitamente y que no se cobre estipendio alguno por funerales y sepultura.
Esta elevada actitud del obispo provoca el furor de clérigos y beatos que consiguen del Romano Pontífice la suspensión de sus funciones episcopa­les acusándole de locura y mala conducta. Peralta, cuando los liberales llegan al poder, quiere reparar esa injusticia, pero la muerte del manso prelado suspende ese legítimo desagravio. El gobierno de Alfaro tiene que sufragar los gastos de su entierro, pues, generoso y caritativo como pocos, fallece en la pobreza. De vivir hoy, es seguro que deshaciéndose de su intransigencia política, estaría al lado de esos sacerdotes que desafiando represalias combaten por una sociedad más justa.
Otros periódicos de Peralta ‒La Linterna, La Época, El Constitucio­nal‒ son asimismo censurados y fulminados con el anatema. No hay impreso suyo que no sea perseguido y condenado.
Empero, la persecución y la condena no provienen solamente de los hombres de sotana. En saña y maña, rivalizan con ellos las autoridades conservadoras lugareñas, que se esmeran en amargar la vida del proscrito. Confinamientos, instauración de juicios criminales, prisiones por doquier, son los métodos empleados; sin que falte tampoco la emboscada aleve para acabar con la existencia de enemigo tan pertinaz y recio. Ni siquiera el triunfo de la revolución liberal pone fin a las asechanzas. Durante el levantamiento del coronel Vega ‒1896‒, apresado y engrillado como delin­cuente, una vez más, Peralta está a punto de perder la vida.
Pero quizás la vida no valga tanto como la honra. Y contra ella se atenta con tozuda constancia. La fea sierpe de la calumnia, la escamosa sierpe del insulto, reptan siempre alrededor de su persona. Pasquino golpea su puerta con perseverancia digna de mejor causa. Algunos curas y algunos liderillos curuchupas, en sucio contubernio, escriben asquerosos pasquines como El Diablo, sobre el cual Andrade Chiriboga dice lo siguiente: “Cobarde manifestación de un grupo que, sintiéndose incapaz de enfrentarse con Peralta, para herirle se recata tras las barbas de pasquino. El Diablo, puede estar bien escrito, pero será siempre una prueba con que ejercitaban los más destacados sacerdotes del Semina­rio y dirigentes del conservatismo, la caridad cristiana”.[4]  
Elegido diputado a la Asamblea Nacional de 1896‒97, para consolidar la revolución triunfante, propone el inmediato establecimiento de los principios liberales básicos, distinguiéndose especialmente en la batalla librada para conquistar las libertades de conciencia y cultos. Por desgra­cia, no consigue del todo su propósito, pues en este tópico ‒¡quién lo creyera! ‒ se encuentra con la oposición de gran parte de sus mismos correli­gionarios que las consideran prematuras y optan por el punto medio. Son partidarios del paso corto, que ellos llaman prudencia.
Tampoco puede olvidar las aspiraciones más sentidas de las masas populares, siempre expoliadas por los poderosos, al margen siempre de todo beneficio. Ya antes de la revolución, en su trabajo titulado Pobre pueblo, había mirado su miseria y se había adentrado en sus dolores. El olvido, el silencio no eran posibles.
El indio es objeto principal de sus afanes reivindicativos. Apoyando a Moncayo ‒el autor del gran cuadro de dolor que es El concertaje de indios‒ denuncia con vigor la servidumbre en que se le ha mantenido desde los dolorosos días de la conquista. Denuncia el mísero salario que percibe y el despojo de su propiedad: es decir ‒expresa‒ le hemos privado al indio de todos los elementos para mejorar su suerte. Plantea, por esto, su derecho a la tierra que trabaja.
Más tarde, en sus trabajos escritos, con páginas sentidas, prosigue su defensa del pueblo indio. En su libro El régimen liberal y el régimen conservador juzgados por sus obras, protesta contra el ignominioso concer­ta­je, manifestando que ni la muerte puede liberar al concierto de su férula, puesto que sus hijos, herederos de su deuda, son también herederos de su servidumbre. Y en El problema obrero, propugnando una reforma agraria y calificando al latifundio de atentado contra la naturaleza, aboga porque los bienes de manos muertas pasen a su poder. Quiere que sirvan de alivio a su miseria. Que sean bálsamo para sus sufrimientos.
Igual sucede con la clase obrera, a la cual, asimismo, dedica gran atención en todo momento. Piensa que ellos ‒hombres nuevos los llama‒ “son lo únicos que elevarán a la república a la altura de la civilización moderna”.[5] En el artículo La regeneración manifiesta que en sus “venas circula la democracia en forma de savia roja, vivificante, ígnea”,[6] y les llama a declarar la guerra al abuso y “a los esquilmadores del proletario”. Propugna una mejor distribución de la riqueza y condena “la inmisericorde ambición del capitalista” que se enriquece con el sudor de su trabajo. Exige, finalmente, la promulgación de leyes que recojan sus aspiraciones y mejoren su suerte.
Y cuando ocurre la masacre del 15 de noviembre de 1922 ‒cuando el río Guayas arrastra, luctuoso, las humildes cruces proletarias‒ no falta su voz de protesta: “Y en la misma ciudad de Guayaquil, baluarte de las libertades pъblicas ‒dice‒ el pueblo fue asesinado de manera infame y cobarde, sin respetar niños ni mujeres, porque solicitaban pan y trabajo”.[7]
Otro campo de combate donde Peralta actúa con singular denuedo es en la defensa de nuestros derechos territoriales y de la soberanía nacional.
Estos son sus principales estudios dedicados a este importante tema:

¿Ineptitud o traición? (1904)
La venta del territorio y los peculados (1906)
Compte Rendu (1920)
Para la historia (1920)
Una plumada más sobre el Protocolo Ponce-Castro Oyanguren (1924)
Breve exposición histórico-jurídica de nuestra controversia de límites con el Perú (1925)
Por la verdad y la patria (1928)

Aquí, en estas fuentes, está su candente acusación contra los intentos de enajenar el territorio patrio y su enfrentamiento reiterado con diplomáticos equivocados o desapren­sivos. Está su rotunda oposición a esta diplomacia secreta que cubre con el velo del sigilo los atentados contra los intereses nacionales. Está, sobre todo, la demostración erudita de nuestros derechos amazónicos y su parecer ‒parecer inamovible‒ de que toda solución limítrofe sea a base de una salida soberana al gran río.
1910. En esta ocasión, como canciller de la república, tiene que afrontar un conflicto internacional que nos pone al borde de la guerra e impedir la expedición de un laudo arbitral contrario a toda equidad y justicia. Y, gracias al apoyo popular y a la firmeza del gobierno alfaris­ta, sale avante de este difícil lance. “Con Peralta ‒dice el escritor azuayo Luis Monsalve Pozo‒ la Patria quedó intacta y sin heridas”.[8]
Los pueblos latinoamericanos han sido víctimas siempre de la agresión imperialista. Las ofensas han sido constantes, y su suelo, inclusive ha sido hollado por sucias botas de marines. Y contra esto, porque guardar silencio hubiera sido cobardía, se alzaron las voces más límpidas del continente, a la vez que las más firmes y potentes. Son las voces de Martí, de Ingenieros, de Ugarte y de Mariátegui. Y a esas voces esclarecidas une Peralta la suya en La esclavitud de la América Latina, valiosa y solidaria contribución para la defensa de la soberanía de nuestros pueblos, para la lucha contra el enemigo todopoderoso.
Ni su alejamiento del poder después de la asonada de agosto de 1911 pone fin a su ímpetu combativo. Es que no faltan causas y objetivos. Son blancos de su ataque ‒por ejemplo‒ los responsables de los crímenes de El Ejido. Igual los gobiernos que se erigen sobre la sangre allí derramada y que pactan con el conservadorismo. Y así, sin descanso, hasta el final mismo de sus días.
Por lo que significa para la revolución alfarista, el nombre de Peralta no puede ser olvidado. Él es forjador de sus principales conquistas.
Dice el gran escritor Jorge Carrera Andrade: “Peralta, campeón de la polémica política y discípulo de Montal­vo. Hombre de ciencia, investigador de los grandes problemas socia­les, internacionalista insigne, maestro de juristas, Peralta fue una de las figuras más notables de la  revolución liberal”.[9]
Quien es todo esto, no debe ser olvidado.




[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. II, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2007, pp. 101-107.
[2] Varios autores, Visión actual de José Peralta, Fundación Friedrich Naumann, Quito, 1989, p. 227.
[3] Luis Robalino Dávila, Orígenes del Ecuador de Hoy, vol. V, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1966, p.48.
[4] Alfonso Andrade Chiriboga, Hemeroteca Azuaya, t. II, Cuenca, 1950, p. 168.
[5] José Peralta, “¡Pobre Pueblo!”, en Años de Lucha,  t. I, Editorial Amazonas, Cuenca, 1974, p. 139.
[6] José Peralta, “La Regeneración”, en Años de Lucha, t. I, p. 111.
[7] “¡Pobre pueblo!”, op. cit, p. 150.
[8] Luis Monsalve Pozo, La patria y un hombre (Historia de un pueblo y exégesis de un guía), Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, Cuenca, 1961, p. 125.
[9] Jorge Carrera Andrade, Galería de místicos y de insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959, p. 141.

martes, 7 de noviembre de 2017

Influencia del marxismo y de la Revolución de Octubre en los intelectuales del Ecuador VI y último capítulo






                                                                                VI                                                                        
TRAYECTORIA Y DESTINO DE LA INTELIGENCIA

Vamos a terminar este estudio.
La tradición de los intelectuales ecuatorianos es muy honrosa, pues desde muy antiguo, gran parte de ellos, y lo más representativo, se ha puesto al lado de las causas justas y han batallado en pro de los ideales progresistas. Toda nuestra historia da testimonio fehaciente de este hecho.
Ya durante la oscuridad colonial, el médico indio Eugenio Espejo, concibe la independencia de las colonias americanas, no como la simple separación de España, sino como un cambio social que beneficie al pueblo. Su discípulo José Mejía Lequerica, vinculado a las fuerzas liberales de la Península, pide en las Cortes de Cádiz la supresión del Santo Tribunal de la Inquisición y aboga por la libertad de imprenta. Y Olmedo, el cantor de Junín, allí mismo, narra los indecibles sufrimientos de los indígenas condenados al yugo de la mita y demuestra la necesidad de la abolición de esa inhumana institución.



Después, instituida la República, los intelectuales progresistas prosiguen la lucha por la democracia y la desaparición de los rezagos coloniales en los campos. En la larga lucha contra el conservadurismo y la tiranía, Pedro Moncayo, el viejo militante de la Sociedad de El Quiteño Libre y Pedro Carbo, patriarca de los liberales guayaquileños, ambos escritores y polemistas de valía que no dejan un solo momento la trinchera y mueren combatiendo por los principios que propugna el liberalismo. Federico Proaño, joven periodista y literato galano, sufre la cárcel y el destierro defendiendo sus ideas. Y sobre todos ellos, se levanta la figura cimera de Montalvo. Desde aquí o desde la lejanía del triste ostracismo, siempre deja oír su voz para estigmatizar a los déspotas o para clamar por la libertad y la justicia. La Dictadura Perpetua es el inri sobre la frente de García Moreno, símbolo y personificación del despotismo. Y la Mercurial Eclesiástica, es la denuncia más honda y más clamorosa, adornada con las galas del estilo, que se haya escrito contra la intolerancia.                           
     
Luego se verifica la revolución liberal comandada por Alfaro, revolución que lleva al poder a la burguesía y que tiene un carácter progresista no obstante sus limitaciones. Al lado del Viejo Luchador, otra vez, está toda una brillante pléyade de intelectuales ecuatorianos, que ahora ya no son solo los teóricos y expositores de la doctrina, sino que, uniendo la teoría con la práctica, se convierten en legisladores y estadistas, que plasman en leyes las ideas. Los más radicales de ellos son los que patrocinan principios avanzados para la época, conforme se puede constatar si se revisan las actas de los Congresos y el legado jurídico del liberalismo. Obra de ellos son, en su mayor parte, las nuevas libertades que desde entonces airean el cielo de la patria, así como también las leyes de beneficio social que se promulgan. Son obra de Abelardo Moncayo, el poeta y dramaturgo que escribe ese patético alegato contra el concertaje. De Luciano Coral, autor de varios libros y periodista de combate. De Roberto Andrade, el historiador y panegirista de Montalvo, de larga trayectoria en el campo de nuestras letras. Y de José Peralta, el mayor ideólogo de entonces, que quiere la redención del indio y se pronuncia contra el imperialismo yanqui.

       
           

Esa es su tradición.
Esas mismas huellas han seguido todos los intelectuales que avizorando el porvenir y comprendiendo la marcha de la historia, han seguido la senda del marxismoleninismo y han plegado a la lucha de la clase obrera, llamada a instaurar el socialismo. Ellos –a los cuales nos hemos referido en este trabajo han jugado importante papel en la marcha revolucionaria de nuestro pueblo, pues no se puede negar su influencia, tal como nos enseña nuestro pasado histórico. Pero esto no significa que ellos estén predestinados a ser guías de la revolución, como algunos pretenden. Gallegos Lara al prevenir el peligro y los alcances de esta tesis, manifiesta con toda razón, al polemizar con Jorge Rengel en 1935 –ver Realidad y Fantasías Revolucionarias del escritor citado que es necesario reconocer explícitamente que no es una situación cualquiera la que corresponde al proletariado en la lucha contra la burguesía, sino una situación hegemónica de dirección, de vanguardia”.[1] Por lo mismo, la tarea de los intelectuales, que no forman ninguna clase, como aclara Gallegos, no es otra que la de aunar esfuerzos con la clase obrera para establecer el socialismo y suprimir la explotación del hombre. Cumplir este deber, es ya en sí blasón suficientemente honroso.
Los intelectuales que vengan a las filas revolucionarias tienen amplias y nobilísimas tareas por delante. Ellos están llamados a contribuir en la dilucidación de los problemas nacionales y mostrar las verdaderas soluciones, celosamente escondidas por los intelectuales al servicio de las clases dominantes. Tienen que rehacer nuestra historia, poniendo de relieve las heroicas luchas de las masas populares, ahora silenciadas por los historiadores académicos, que temen la propagación del ejemplo y el aquilatamiento de las experiencias. Y mediante el arte –el lienzo, el poema o la novela‒ tienen que llegar al sentimiento del pueblo, a la mitad de su corazón generoso, para mostrar su vida y dirigirla a la esperanza.
Todo esto tienen por delante. Y esto es lo verdaderamente grande, porque significa convertirse en combatientes del socialismo, transformarse en soldados de la revolución.
Lenin, analizando el problema de la cultura, habla de la dualidad cultural. Hay una cultura burguesa de las clases dominantes y una cultura democrática de las clases revolucionarias y en ascenso. Desarrollar esta última, que necesariamente tiene que conservar todo lo valioso de las generaciones anteriores, es la alta misión que tienen que cumplir nuestros intelectuales. Y para un intelectual verdadero, esto basta y sobra. Ser soldado de la revolución iniciada por el genio de Lenin, es el título más alto al que se puede aspirar.






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Surcos N° 14, Quito, 15 de noviembre de 1943.
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[1] Joaquín Gallegos Lara, “Carta a Jorge Hugo Rengel”, mayo de 1935, reproducido en Los Comunistas en la Historia Nacional, Edit. Claridad, Guayaquil, 1987, pp. 150-151.





lunes, 6 de noviembre de 2017

Influencia del marxismo y de la Revolución de Octubre en los intelectuales del Ecuador V




V
NUEVOS OJOS PARA LA LITERATURA Y EL ARTE

Veamos, aunque sea a grandes rasgos solamente, la influencia de la Revolución de Octubre en la literatura y en el arte ecuatorianos. A grandes rasgos solamente, porque pretendemos ampliar este tema en otra oportunidad.
No hay duda que el calor revolucionario de Octubre caldea los corazones de nuestros literatos y artistas, que ven con nuevos ojos la lacerante realidad de nuestro pueblo, para así, sufrido y lacerado, llevarlo hasta su obra. Todos admiran el gran auge cultural que tiene lugar en la Unión Soviética como consecuencia inmediata de la victoria del proletariado. Admiración que, naturalmente, se convierte en influencia.
 Las obras literarias de los primeros autores revolucionarios, en efecto, se leen con inmenso interés y se comentan ampliamente en los círculos intelectuales, conforme se puede constatar examinando revistas y periódicos de la época. Ricardo Álvarez,[1] en Notas sobre la literatura moderna, que se hallan incluidas en su libro Oasis, se expresa de esta forma sobre el particular:

La Revolución Rusa operó en la carne túrgida de la literatura y siendo de suyo materia alada de espíritu, ya ofreció al mundo los primeros frutos… Hemos podido apreciar la riqueza de esa literatura nueva en obras como La derrota de Fadeiev, El Cemento, de Gladkov, El Séptimo Camarada de Lavrenef. Literatura nueva la rusa. Dentro de un absoluto realismo ha logrado explotar el sentido colectivo y ha esquematizado la emoción haciéndola universal, infinita y muy humana, dentro del límite humano que debemos ver en todas las cosas…[2]

El poeta Jorge Carrera Andrade traduce en 1930 –sin duda del francés– la novela de Lavrenef que cita Álvarez, que se publica en España. Entre fines de la década del 30 y principios de la década del 40 se conocen muchas obras literarias soviéticas que, publicadas por editoriales españolas principalmente, ejercen notable influencia en nuestra intelectualidad. A título de ejemplo, mencionamos algunas obras llegadas en ese periodo: Los Tejones, Edificación y Agua turbia de Leonov, Caminantes de Lidia Seifulina, Las ciudades y los años y Los mújics de Konstantín Fedin, Hombres y máquinas de Larisa Reissner, Campesinos y bandidos de Ivanov, La nueva tierra de Gladkov, El desfalco de Kataev, Schkid, La república de los vagabundos de Belyk-Panteleev, Sobre el Don apacible de Sholojov, Tren blindado de Vsevolod. Y en poesía Mayakovski.
El gran escritor Máximo Gorki, sin embargo, es el que mayor influencia ejerce en nuestra literatura. Y ello es explicable porque el Amargado[3] es muy conocido en nuestro medio, ya que desde principios de este siglo sus obras son muy leídas, algunas de las cuales se publican inclusive en forma de folletín en los periódicos, como sucede con Los vagabundos y En la estepa aparecidos en el diario El Telégrafo  de Guayaquil en 1902 y El milagro dada a la publicidad por El Mercurio de la misma ciudad en 1909.[4] Lo que significa que interesa no solo a los grupos literarios sino al pueblo en general. A veces, por esa popularidad, sus trabajos son traducidos a otros idiomas por escritores ecuatorianos, como lo hace J. Trajano Mera que vierte del francés –al igual que Rubén Darío con Foma Gordeev[5]– su cuento titulado El Khan y su hijo, publicado por la Revista de la Sociedad Jurídica‒Literaria en 1905.[6] Se puede decir que gran parte de sus libros, inclusive su gran novela Los Artamonov que aparece en castellano a fines de la década del 20, son conocidos en el Ecuador.[7] Y todos ellos, así como la serie de artículos que sobre la revolución de 1917 y sobre los problemas de la nueva literatura, ejercen mucha influencia y ayudan grandemente a señalar el derrotero realista que empiezan a seguir nuestros artistas.
      Luego, es el Congreso de Escritores Soviéticos, reunido en 1934, cuyos principales informes son publicados por el Centro de Trabajadores Intelectuales del Uruguay en 1935, el que contribuye a una mayor orientación. Los aspectos del realismo que se estudian allí con mayor detalle por parte de los mejores escritores soviéticos, son mejor conocidos y aquilatados gracias a ese certamen. “El realismo socialista –define Gorki‒ afirma la existencia como un acto, como una creación, cuyo fin es el desarrollo incesante de las capacidades individuales más preciosas del hombre en nombre de su victoria sobre las fuerzas de la naturaleza, en nombre de la salud y de la larga vida, en nombre de la gran felicidad de vivir sobre la tierra que él quiere transformar, de conformidad con el crecimiento incesante de sus necesidades, en una espléndida ciudad de la humanidad unida en una sola familia”.[8]
Nada raro, entonces, que uno de los más distinguidos intelectuales del Ecuador, Méntor Mera, bajo el pseudónimo de Paul Colette, se refiera al gran literato proletario, en los siguientes términos:

Con Gorki entraron en la eterna vida de los libros quienes en la vida ocupan el fondo anónimo y desconocido de la tristeza social. Hasta entonces el héroe era inconcebible sin frac pulcro, cuello pajarita y orquídea perversa en el ojal. Pero Gorki descubrió los héroes del extramuro y aquellas Malvas de carnes lacradas y vida engusanada, aquellos mendigos que se acostaban con la muerte –¡su única amante!– en el lecho nupcial de la nieve, aquellos trotamundos de esperanza fracasada, aquellos “ex hombres” de congoja podrida, tuvieron en Gorki su Jesús de cabellera desaliñada y túnica en desgarro. Y con él –con quien habían transitado por la gris latitud de la tribulación– se presentaron ante la emoción y la vida. Reclamando que se les reconozca lo que hay en todo hombre, por agrietada y prieta que haya sido su vida, un víscera de ternura mutilada y un gran derecho, irrenunciable derecho, a ocupar un sitio entre los hombres y frente el sol. Aquel derecho por el cual sufrió, peleó y murió aquella madre, en la que Gorki cuajó el más bello ejemplo de mujer batalladora y responsable.[9]

No hay para que decir que esta hermosa perspectiva cautiva a nuestros escritores, a aquellos que miran adelante, hacia el futuro. También causa admiración y entusiasmo el hecho de que en ese Congreso aparecen los primeros representantes de nacionalidades que hasta ayer carecían de literatura propia y yacían abandonados en la oscuridad del retraso. Esto, seguramente, les lleva a pensar en nuestros pueblos indios, en nuestros pueblos negros.
La benéfica influencia de la literatura soviética es particularmente notoria en los intelectuales que surgen en la década del 30, que produce las obras más representativas de nuestra literatura y que hace de la novela ecuatoriana, según el decir del gran escritor chileno Volodia Teitelboim, “una de las más recias de América”. Reciedumbre sí, porque allí se denuncia con gran virilidad la explotación y la injusticia, haciendo de los hombres del pueblo protagonistas de sus obras, que, por primera vez quizás, hablan un lenguaje reivindicatorio.
       La novela indigenista muestra las lacras del latifundio y pinta con gran patetismo la
situación inhumana de nuestros indios, oprimidos hasta el máximo por infamen gamonales. El Grupo de Guayaquil dirige la mirada hacia el montubio, y lo encuentra entre la jungla y los manglares amarillos de tanto paludismo, explotados día a día por la voracidad de caciques y terratenientes. Los trabajadores y obreros de los centros urbanos tampoco son olvidados, pues que a la par que se cuenta su miseria se describen sus heroicas luchas, como se hace en Las cruces sobre el agua, la gran novela de Joaquín Gallegos Lara. Se habla con simpatía de la labor que realizan los partidos de izquierda y de la propagación de las ideas revolucionarias en los medios obreros y campesinos, donde son acogidas con cariño, mezclándose algunas veces con ingenuas supersticiones, tal como sucede con ese viejo montubio del cuento de José de la Cuadra, –El santo nuevo– que vela la figura amada y patriarcal de Lenin, al lado de las viejas imágenes religiosas. Y la rapacidad imperialista, la política del garrote del Tío Sam, aparece en Canal Zone de Demetrio Aguilera Malta. Todo esto en un lapso relativamente corto, realiza una generación brillante. Y más aún, no se limita únicamente a la denuncia, sino que se da a comprender que no es el mejor de los mundos posibles, y que por lo mismo no es eterno y debe ser cambiado, para dar paso a otro mejor donde impere la felicidad y la justicia. Así se destierra el pesimismo y se da paso a la esperanza. Se da una salida histórica.[10]

Las obras de teatro, aunque en menor escala, también reflejan esta nueva orientación, pues allí mismo llevan a los nuevos trabajadores y hombres del pueblo hasta el escenario, para desde allí, hacer oír su voz de protesta contra las injusticias sociales. No queremos citar sino unos pocos ejemplos. Primero Alba de Sangre, que se refiere a la matanza del 15 de Noviembre, escrita por José Miguel Pozo en 1923, autor que dedica las dos ediciones que aparecen el mismo año, “a la clase trabajadora guayaquileña”.[11] Años después, en 1938, Augusto Sacoto Arias escribe Velorio del albañil, obra ahíta de emoción, donde se muestra el triste final de un humilde trabajador:

“Así mueren los nuestros, así mueren. Contra las piedras que ellos labran para la casa de los ricos”.[12] Y luego Portovelo (seis estampas de un campamento minero) del conocido dramaturgo doctor Ricardo Descalzi, donde se denuncia la vida gris e inhumana que llevan los obreros de la compañía yanqui que explota nuestro oro, publicada en la Revista del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador en 1939.[13] Esta ocasión no aparece sino la primera estampa. Es mucho después que se edita la obra completa donde la acusación se amplía y adquiere mayor vigor. Tiene esta significativa dedicatoria: “A los obreros del Asiento Minero de Portovelo, y a sus compañeros que cayeron luchando por sus derechos”.[14]


Ya dejamos anotado como la poesía, abandonando la torre de marfil, alejándose del lloriqueo individualista de los románticos y adquiriendo virilidad, se inspira en la gesta de la España Leal y de la Guerra Patria de la Unión Soviética. Los temas nacionales tampoco le son extraños, pues en sus estrofas también, donde antaño aparecían los cisnes y las princesitas de porcelana, empiezan a ser ocupadas por las vigorosas figuras de nuestros trabajadores. La paz, esa necesidad vital para la humanidad, ese anhelo sentido por todo espíritu noble, es tema preferido de algunos poemarios.
 La crítica literaria adquiere, así mismo, una fisonomía nueva. Donde antes existía preocupación únicamente par lo formal, donde era función primordial del crítico hacer el inventario minucioso de los quebrantamientos de los cánones gramaticales, ahora, este punto de vista es reemplazado por aquel que considera el contenido como la categoría principal, y la obra de arte, como el resultado del equilibrio armonioso de contenido y forma, de acuerdo con la estética marxista asimilada por algunos literatos. Más tarde, esta nueva visión para la crítica se plasmaría en La Moderna Novela Ecuatoriana de Edmundo Rivadeneira.[15]

Y, por último, también la pintura es partícipe del cambio y adquiere un carácter social.
La revolución mexicana y la revolución soviética tienen gran repercusión entre nuestros artistas plásticos, al igual de los que sucede, con mayor o menor profundidad, en todos los países latinoamericanos. La primera, más cercana a nosotros por la identidad de los problemas, el indígena sobre todo, nos llega de lleno y las ideas estéticas que emanan de su muralismo, prestigiado con la fama de Rivera y de Siqueiros, tienen gran difusión. Y la segunda, tal como acontece en la literatura, les conduce al tema social y a la lucha por las causas populares. Las dos corrientes convergen y se complementan.
La obra anterior, de motivos frívolos o religiosos aptos para la satisfacción de las clases dominantes, es sustituida por el lienzo o la escultura encendido de protesta social. Y surge entonces una gran generación de artistas, tan recia como la literatura, que emprende en una tarea renovadora de significativo alcance. Para que se vea el valor de esta generación, basta citar unos pocos nombres: Abraham Moscoso, Camilo Egas, Diógenes Paredes, César Bravo Malo, Eduardo Kingman y Oswaldo Guayasamín.[16]


La mayor parte de escritores y artistas a los que nos hemos referido son afiliados a los partidos políticos de izquierda, o por lo menos sus simpatizantes, que se interesan por los problemas nacionales y que participan en algunos momentos con vigor en las luchas de nuestro pueblo. Desgraciadamente, también en este campo, como hemos constatado en los otros, unos cuantos han renegado de su pasado, para seducidos por el señuelo del bienestar y la comodidad burguesa, pasar a servir al amo imperialista o a las más asquerosas oligarquías nacionales. Otros, en cambio, han sabido resistir los cantos de sirena y han permanecido enhiestos y firmes en sus ideales. O han marchado a la tumba con el puño y el honor en su debido sitio.
Paradigma de estos últimos, por su diafanidad y pureza, es Joaquín Gallegos Lara, fiel militante del Partido Comunista.
 Él no es solo el gran cuentista de Los que se van ni el gran novelista de Las cruces sobre el agua. No solo el suscitador como se lo ha llamado. Es, sobre todo, un gran orientador.






[1] “Ricardo Álvarez ponía fe, pasión, vehemencia en toda obra que acometiera. No encontraba valla alguna capaz de no ser superada. Por eso, desde las columnas de “Humanidad”, y poco después en las páginas de “La Antorcha” –primera publicación de carácter abiertamente socialista– propugnaba la revolución. Se tornó un decidido defensor de la justicia social. Su espíritu tomaba dimensiones insospechadas para la lucha. Habría preferido empezar, no por la campaña doctrinaria, sino por la contienda armada”. Hugo Alemán, Presencia del pasado. CCE, Quito, 1953, p. 84.
[2] Ricardo Álvarez, Notas sobre literatura moderna, en Oasis, sin imprenta, sin lugar, 1934, p. 151.
[3] Máximo Gorki (1868-1936), fue el pseudónimo utilizado por Alekséi Maksímovich Peshkov. Traducido del ruso, Gorki significa Amargado.
[4] Doctor Carlos A. Rolando, Las bellas letras en el Ecuador, Imprenta y Talleres Municipales, Guayaquil, 1944, pp. 146 y148.
[5] Volodia Teitelboim, El corazón escrito. Una lectura latinoamericana de la literatura rusa y soviética, Ed. Ráduga, Moscú, 1986, p. 206.
[6]  Máximo Gorki, El Khan y su hijo, Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria N° 35, Imprenta de la Universidad Central, 1905, p. 290.
[7] En el Catálogo General de la Librería Española de Janer e hijo, Guayaquil, 1911, p. 295, se promocionan los siguientes títulos de obras de Gorki: Caín y Artemio, En América, Entrevistas, En la cárcel, En la estepa, Escritos filosóficos y sociales, La angustia, Los bárbaros, Los degenerados, Los ex - hombres, Los hijos del sol, Los tres, Los vagabundos y Tomás Gordeief.
[8] Informes  del Congreso de Escritores Soviéticos, Centro de Trabajadores Intelectuales del Uruguay, 1935.
[9] Paul Colette (Méntor Mera), “Este crespón para Gorki”, Surcos N° 19,  Quito, 21 de marzo de 1944, p. 9.
[10] Ángel F. Rojas -La novela ecuatoriana, Fondo de Cultura Económica, México, 1948, p. 187- dice: “La boga de la literatura-documento social sigue creciendo… Esa boga no es difícil de explicar: la realidad ecuatoriana empezaba a ser descubierta e interpretada, bien o mal, por nuestros marxistas. Si, además, eran escritores, hacía al propio tiempo, con la obra de ficción, la literatura revolucionaria de «denuncia y de protesta»”.
[11] José Miguel Pozo, Alba de Sangre, 1923,
[12] Augusto Sacoto Arias, Velorio del albañil, 1938,
[13] Ricardo Descalzi, Portovelo (seis estampas de un campamento minero), en Revista del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador SEA N° 4, Quito, 1939, pp. 1-14.
[14] Idem.
[15] Edmundo Rivadeneira M., La Nueva Novela Ecuatoriana, Editorial Casa de la Cultura, Quito, 1958.
[16] Todos los mencionados y muchos otros intelectuales notables son miembros del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador.