lunes, 2 de enero de 2023

Los chapulos

 

LOS “CHAPULOS”

 

El campesinado costeño –peones conciertos y pequeños y medianos propietarios– son la base popular más activa y aguerrida que tiene el liberalismo en su larga lucha para la toma del poder, objetivo primordial de toda clase revolucionaria. Este campesinado, desde el principio hasta el fin, es el alma de la guerrilla y montonera. Al grito de ¡Viva Alfaro!, sin regatear su sangre ni su vida, acompañan durante tres décadas al indomable General de las Derrotas, hasta que, al fin, trepando las breñas serraniegas y al pie de las níveas alturas de los Andes, consiguen en Gatazo la victoria final. Sin el valor campesino, el triunfo liberal habría sido más difícil y lejano.

¿Qué empuja a los soldados campesinos a marchar por la senda revolucionaria? ¿De dónde nace su decisión y su coraje?

Nace, sin ninguna duda y como corriente caudalosa, de la miseria y la injusticia. Los peones conciertos, con míseros salarios y cargados de deudas, si no pueden huir a lo más profundo de la selva, tienen que vegetar en la pobreza y sufrir la crueldad y abusos de los amos. Los pequeños y medianos propietarios son expropiados de sus parcelas y fincas porque el latifundio cacaotero necesita expandirse sin tregua para llenar los bolsillos de los terratenientes. Otros caen en manos de inescrupulosos comerciantes que, con tretas jurídicas, por la compra al fío de productos, se apoderan de sus heredades cuando el deudor no puede satisfacer la deuda. Esto sucede en Manabí principalmente, según nos narra Carmen Dueñas de Anhalzer en su libro ­Historia económica y social del norte de Manabí.

Estos campesinos, fruto de la indigencia y el despojo, cuando se convierten en guerrilleros, adquieren la histórica denominación de “chapulos”. Este nombre se deriva de ese episodio acaecido en la hacienda "La Victoria" situada en el lugar que se llama Chapulo –provincia de Los Ríos– donde 77 conciertos son liberados de sus deudas con su concurrencia al primer combate contra las fuerzas del reaccionario gobierno de Caamaño. Los dueños de la hacienda son los liberales Eduardo Hidalgo Arbeláez y su esposa doña María Gamarra. Los liberados, los “chapulos”, dando lustre a este nombre, desde entonces y sin desmayo, escriben una página de valor y de osadía.

En noviembre de 1884 se inició el movimiento subversivo de los chapulos 
liderado por Nicolás Infante, fusilado por las tropas del gobierno de Caamaño el 1º de enero de 1885
 

La etapa más dura y sangrante del combate de los “chapulos”, se sitúa cabalmente durante el régimen de Caamaño. José Peralta dice a este respecto:

Caamaño fusiló, asesinó, derramando torrentes de sangre, pero a modo de criminal vulgar y de encrucijada.

    Estableció la caza ­humana­ contra los llamados chapulos, guerrilleros incansables y valerosos que no le dieron un momento de tregua al tiranuelo.

Y los cazadores de hombres sembraron de cadáveres los bosques, dejándolos allí, despedazados a balazos, para saciar el hambre de los cuervos y de las fieras.[1] 

Esta etapa está marcada con un sello de tragedia por la derrota de Jaramijó y los fusilamientos de Infante y Vargas Torres.

El revés sufrido en la batalla naval de Jaramijó significa el derrumbe del mayor esfuerzo hecho por Alfaro y los liberales para tomar el poder. Significa que esta meta todavía está lejana.

El fusilamiento de Infante, a la vez que pérdida de un valeroso combatiente, es demostración de la saña y perfidia del enemigo, sin límites éticos para conseguir sus fines. Se engaña a los liberales con una fingida amnistía y cuando Infante cae prisionero es fusilado sin vacilación alguna. Y en el momento en que se alega el decreto de amnistía firmado por el general Darquea, jefe del ejército conservador, el presidente del Consejo de Guerra que le juzga, tiene esta cínica respuesta: “Usted no debía dejarse coger, porque estaba condenado de antemano”.[2]

El fusilamiento del coronel Vargas Torres es otro caso de perfidia, pero ahora, unido a la venganza. El Héroe es un incansable combatiente contra el gobierno de Caamaño, tanto con su espada como con su vibrante pluma. Dos años antes de su muerte, en 1885, había publicado en Lima el folleto La revolución del 15 de Noviembre de 1884, donde denuncia con fuerza sin igual los latrocinios y crímenes del presidente y de todos sus áulicos. La denuncia no podía quedar sin sanción. Y por esto, pese a la protesta y pedidos de clemencia cuando es condenado a muerte, la pena impuesta por la venganza se cumple inexorablemente. ¡Llega incluso al extremo de negarle sepultura y arrojar su cadáver al barranco!

Los principales instrumentos, las manos encargadas de perpetuar los desafueros, son el general Secundino Darquea y el coronel Reynaldo Flores.

Darquea, como se deja expuesto, es el autor de los tramposos indultos extendidos para Infante y sus compañeros. Es el principal ejecutor de la caza y ejecución de campesinos y guerrilleros sin ninguna fórmula de juicio, tal como antaño había realizado después de la derrota de Jambelí con los partidarios de Urbina. La vieja experiencia represiva se agiganta en esta ocasión.

 El coronel Reynaldo Flores Jijón –hijo del general Juan José Flores– sigue igual camino que Darquea. Parece que, a toda costa, quiere quedar bien con su cuñado el presidente Caamaño, pues se halla casado con su hermana Ana Caamaño y Gómez Cornejo. Para justificar sus desmanes califica a los guerrilleros “chapulos” y a los otros combatientes, como malhechores, piratas y hasta como comunistas, tal como consta en su libro La campaña de la Costa, publicado en Guayaquil en 1885. Su actuación como era de esperarse satisface ampliamente a su hermano político, razón por la que solicita al Congreso su ascenso a general, ponderando su bravura en los combates. De este ascenso, que es concedido, se ríe así Marietta de Veintemilla: 

Reinaldo Flores derrotado miserablemente a las dos de la tarde de ese día –se refiere al combate del 10 de enero de 1883– por las fuerzas que obedecían a una mujer, era tan acreedor al generalato, como un sacristán de monjas a la mitra.[3]

Veamos ahora unos pocos hechos que confirman las barbaridades cometidas por las fuerzas conservadoras comandadas por Darquea y Flores.

Las fuerzas liberales derrotadas en Jaramijó son perseguidas sin tregua y los combatientes que caen en sus manos son martirizados o aniquilados. Las poblaciones de las provincias de Manabí, cuyos habitantes son contrarios a los conservadores según afirma Flores en el libro que antes citamos, son saqueadas e incendiadas. Y los que son conocidos como partidarios de la revolución, son expropiados. Alfaro pinta así, este trágico panorama: 

Las atrocidades que perpetraron los serviles después del combate naval del 6 de Diciembre forman un catálogo completo de iniquidades de toda especie. Dispersadas las fuerzas revolucionarias de Bahía, ya no tenían enemigo con quien combatir y se dedicaron al saqueo de las poblaciones, robando en los campos, asesinando, incendiando y cometiendo cuanto atentado se castiga conforme al Código Penal de las naciones civilizadas... Muchos de los dispersos que tuvieron la desgracia de caer en sus garras fueron cruelmente martirizados: estos son los prisioneros que alardean haber tomado del Alajuela.[4]

Vargas Torres, en el folleto que antes mencionamos, narra con algún detalle los crímenes cometidos en algunas poblaciones de Manabí, para lo cual se basa en declaraciones de testigos y en denuncias de la prensa. Cita los incendios y saqueos de Montecristi y Charapotó y los robos efectuados en Bahía de Caráquez, dando inclusive los nombres de algunos de los autores. También dice que se fusila sin fórmula de juicio y que se tortura utilizando un método inventado por la Inquisición en el siglo XIII: el tormento del trapiche. Termina manifestando que “la nación ha sido sorprendida con la perpetuación de tan infames hechos, y ha mirado con horror la sangre de sus hijos vertida en los patíbulos, y sólo por placer o por venganza de los infames patibularios”.[5]

Las ilegales expropiaciones se hacen, aunque no se crea, por orden del mismo gobierno. El general José María Sarasti, ministro de Guerra de Caamaño, fundándose dizque en doctrinas jurídicas aceptadas en países cultos, dirige una comunicación a Reynaldo Flores –20 de diciembre de 1884– ordenando que se “dicte las medidas convenientes, al propio tiempo que enérgicas y eficaces, para sacar los recursos de los revolucionarios todo lo que haga menester el sostenimiento del ejército con operaciones activas sobre el enemigo, ya exigiéndoles en especies, como víveres, caballería, etc., ya en dinero para atender las necesidades de la tropa”.[6] Fácil es suponer, que con orden tan expedita, los abusos y despojos se multiplican por doquier, tomando en cuenta la predisposición de los expropiadores que no necesitaban mayor justificación para apoderarse de los ajeno. Y así sucede, efectivamente.

También se pone precio a la cabeza de los revolucionarios. Estrada afirma que adjunto a las tropas conservadoras venía un tal Ubilla “con el carácter de Comisario y facultado para poner precio a nuestras cabezas, como lo hizo fijando el tipo de S/. 3000 por las de Nicolás Infante, Marcos Alfaro y la mía”.[7] Carlos Carbo Viteri, conservador guayaquileño, ofrece una buena suma por la cabeza del guerrillero mexicano Ruiz Sandoval que combate junto con los  liberales, fijándose carteles para su captura.

Los hechos anotados son más que suficientes para calificar a esta época como la más trágica y sombría de la larga campaña liberal.

Mas de la entraña de la tragedia y por entre las sombras, como resurrección de la sangre derramada, surgen un sin fin de héroes. Son los montoneros que prosiguen el combate sin desmayo, hasta caer sacrificados en la verde manigua costanera. Otros, como se dijo al principio, participan en el triunfo del 5 de Junio de 1895 y continúan la lucha contra la obstinada reacción conservadora. Y unos últimos alcanzan a ver, abatidos y desconsolados, el ocaso del radicalismo alfarista en los fatídicos días de enero de 1912.

Montubio por Galo Galecio


Uno de esos héroes campesinos, de auténtica cepa montubia, es el guerrillero dauleño Crispín Cerezo.

Aparece, quizás incorporado recientemente, en las tropas comandadas por Alfaro que concurren a la toma de Guayaquil y derrotan a las fuerzas del dictador Veintemilla en 1883. Luego está presente en toda la campaña dirigida por Infante, donde muere su hermano Manuel   –otro héroe– después de una acometida infausta, pero intrépida, contra las fuerzas del gobierno. Después de la muerte de Infante, pues logra evadir la persecución enemiga, sigue combatiendo en el cantón Vinces durante los años de 1886 a 1887, ya que según afirma el doctor Manuel Quintana, autor de una monografía de la provincia de Los Ríos, las “partidas de Crispín Cerezo no cesaron un momento de hostigar al Gobierno”.[8] Pero, ante la superioridad numérica de los soldados gubernamentales, se retira a Esmeraldas y deja de existir en Quinindé el 18 de mayo de 1887. Cae combatiendo, sino de todos los valientes.

Enrique Gil Gilbert, el gran escritor comunista, escribe en honor del guerrillero “chapulo” este merecido poema:

                         Crispín Cerezo en el Daule. Chapulo sangre caliente,

                        vio morir sus tres hermanos, vio fusilar a Infante,

                        sin arrugar las cejas.

                        Crispín Cerezo en el Daule, con su carne de tabaco,

                        su pava bejuco e' monte y su conciencia clara

                        como el agua de su río.

                        Clara conciencia en el Daule junto al tabaco en la vega,

                        junto al arroz en las abras, a las huertas de cacao.

                        Infante llama a la lucha,

                        rojo su pañuelo al cuello, rojo de libres: el alma.

                        Crispín Cerezo con su machete en la mano,

                        llama a los libres del Daule.

                        Como campana su voz, sus estriberas y el aire.

                        Con sus machetes destrozan cepos de guachapelí,

                        y con gritos abaten cepos de viejas cuentas.

                        Que tiemblen los gamonales.

                        Se levantan los conciertos.

                        ¡Que viva Crispín Cerezo, que viva la Libertad![9]

 

Otro escritor, Rodrigo Chávez González –Rodrigo de Triana– también escribe una zarzuela a Cerezo. De allí extractamos los siguientes versos: 

Soy guerrillero del Litoral,

soy montubio en este erial,

de Palestina soy liberal.

Costeño, montubio,

toda mi raza va luchando

por su bandera.

Costeño, montubio,

hasta mi sangre yo daré

por la montonera[10]

 

    Como se ve, Crispín Cerezo, por mezquindad de la historia donde apenas se le nombra de vez en cuando, ha pasado mejor a las páginas de la literatura, entre las cuales parece que se siente cómodo. Pero pasar a ellas, también significa, respeto y honra.



[1] José Peralta, El régimen liberal y el régimen conservador juzgados por sus obras, Tip. de la Escuela de Artes y Oficios, Quito, 1911, p. 27.

[2] Emilio Estrada, ­La campaña de los Chapulos, Litografía e Imprenta de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1984, p. 40.

[3] Marietta de Veintemilla, Páginas del Ecuador, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1982, p. 389.

[4] Eloy Alfaro, “Campaña de 1884”, en Narraciones históricas, Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p.  270.

[5] Luis Vargas Torres, La revolución del 15 de Noviembre de 1884, Litografía e Imprenta de la Universidad de Guayaquil, Guayaquil, 1984, p. 6.

[6] Marietta de Veintemilla, op. cit., p. 399.

[7] Emilio Estrada, La campaña de los chapulos, op. cit., p. 20.

[8] Dr. Manuel E. Quintana M., Los Ríos, segunda edición, Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas, Guayaquil, 1957, p. 249.

[9] Letras del Ecuador. Periódico de Literatura y Artes 17-18, Quito, 1946, p. 9.

[10] Rodrigo Chávez González, Expresiones de folklore costeño, Talleres Gráficos de la Universidad Laica Vicente Rocafuerte, Guayaquil, 1995, pp. 575-576.