jueves, 10 de diciembre de 2015

200 años después se quiere convertir en patriota al obispo José Cuero y Caicedo



200 años después el poder político y la Academia convierten en patriota a un obispo contrario a la Independencia

Con inusual noticia, por decir lo menos, amanecimos con un artículo publicado en El Telégrafo (http://www.eltelegrafo.com.ec/cultura1/item/hoy-se-conmemora-el-bicentenario-del-obispo-jose-cuero-y-caicedo.html): hoy, en la sala capitular de la catedral metropolitana de Quito, se dará una misa de desagravio al obispo de Quito José Cuero y Caicedo, quien ha sido patriota y por lo tanto sus restos merecen ser repatriados de Lima para reposar junto a los del gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. ¡Pobre Abel Americano, no podía contar con mejor compañía!

En el artículo se dice que “La imagen de Cuero y Caicedo ha sido maltratada por la historiografía revisionista, que ha querido ver en él un traidor a los intereses de la patria…” Y como Oswaldo Albornoz Peralta, un historiador honesto con cuya versión me quedo, ya no está para defenderse él mismo, pongo su testimonio tomado de dos de sus mejores libros. El lector sabrá juzgar cuál es la verdad histórica.




Real Audiencia de Quito[1]

Pasamos a la Real Audiencia de Quito.

El obispo de Quito José Cuero y Caicedo, hasta ayer tenido como prócer, también es enemigo de la independencia. Siendo vicepresidente de la lla­mada Junta Soberana ─donde de paso diremos que hay muchos otros criollos traidores─ en unión del Cabildo Eclesiástico, inicia el combate contra el na­ciente intento de libertad. De manera torva y tai­mada. Mientras aparenta estar con la revolución en calidad de miembro de la Junta ─aunque ya no asiste a la misa dada en celebración del pronuncia­miento por tener “una fuerte indigestión con exal­tación violenta del flato”─ por debajo, hace todo lo que está a su alcance en contra de ella. Las prue­bas son contundentes.
He aquí algunos párrafos de un documento con su firma recientemente dado a luz, que sobre­sale por su ruindad, y prueba nuestro aserto:

                Que se mantienen ─el obispo y su Cabildo─ firmes delante de los cielos y la tierra, en el amor, obediencia y fidelidad que profesan a su Rey y señor Natural el Señor Don Fernan­do Séptimo. Que no reconocen por legítimas autoridades a las que se han instituido por los insurgentes a nombre del mismo Pueblo que se halla ignorante de todo. Que la aplicación del incruento sacrificio que ha de celebrarse, sea precisamente por la restitución de nuestro Prisionero y Venerando Monarca, prosperidad de sus invencibles Armas, y fidelidad de toda su vasta Monarquía.
     Pero que por otra parte reflexiona que ha­llándose los principales invasores en un esta­do de verdadera locura, furor y ceguedad, no se conseguirá con la resistencia del Prelado y su clero otra cosa que encender más el fuego y sufrir infructuosamente el Estado Santo de la Iglesia, atropellamientos, vejámenes y des­precios… conceptúa conforme a los dictáme­nes de la prudencia, no precipitar las cosas por un celo ardiente, y poco conforme con el espí­ritu de mansedumbre y lenidad que debe ca­racterizar a los ungidos de Dios vivo, y ceder por ahora a la fuerza y violencia de los man­dones que están respaldados de toda la Tropa y Armas.
      La Madre Priora del Carmen de la Nueva Fundación, y la que sucediera, mantendrá reservado este pliego, sin comunicar su existen­cia a persona del mundo, hasta que lo pidamos para hacer uso o sea nuestro Cabildo Ecle­siástico en caso de muerte; lo que cumplirán bajo de Santa Obediencia y pena de Ex-Comu­nión.

Trabaja, además, junto con el traidor Juan Pío Montúfar para la restitución monárquica, logrando que se resigne el mando en el noble Juan José Gue­rrero, encargado de entregar el poder a los españo­les. Durante la matanza del 2 de Agosto de 1810, aplaca al pueblo insurreccionado ─no para impedir el derramamiento de sangre como se ha dicho─ sino para impedir que se castigue y expulse a los españoles. Llega, inclusive, a censurar al conde Ruiz de Castilla, presidente de la Audiencia de Qui­to, por haber ordenado el retiro de las tropas ase­sinas.
Desterrado a Lima ─donde vive tranquilamen­te, pues que según su propia confesión, el “magná­nimo” virrey “está casi cerciorado de mi inocen­cia”─ es reemplazado por el realista recalcitrante Leonardo Santander y Villavicencio, que parte a España después del triunfo de Pichincha, lleván­dose el odio de todos los quiteños.
El obispo de Cuenca, el ilustrísimo Quintián, es también realista fervoroso.
Ya en 1806, cuando Miranda da su primera proclama, este clérigo lo combate y se convierte en tenaz enemigo de las ideas republicanas. Y cuan­do Quito da el grito del 10 de Agosto, es él, el que organiza la resistencia en su diócesis de Cuenca. Su actividad es inmensa. Escribe cartas a todos los confines condenando el golpe. Reparte exco­muniones y amenaza con los más terribles castigos a los partidarios de la independencia. Jura de ro­dillas y ordena jurar con las manos sobre los Evan­gelios a todos los nobles y clérigos de la ciudad, “obedecer al Rey Nuestro Señor Don Fernando VII defender los derechos de la Corona... la religión y la Patria, hasta derramar, si fuere necesario, la última gota de sangre”. Más todavía: organiza y dirige batallones.
El historiador don Eduardo Posada narra así las actividades de este singular prelado:

                El sistema antiamericano ─dice─ hizo que el pastor de Cuenca se convirtiése en Gral. de armada; que conmutase por la espada el caya­do; y que el órgano de evangelio y paz se trasmutase en guerra nacional y muerte. ¡Qué asombro! Ver a un Obispo dar lecciones de guerra al cruel Aymerich; levantar una com­pañía de clérigos con el sobrenombre de Muer­te, con uniforme de luto y en oposición a las leyes Municipales. ¡Qué espanto! Ver prodi­gar las rentas del Seminario; la subsistencia de los pobres, los tesoros de las obras pías, en­tre gentes brutales, entre una multitud de ase­sinos que han asolado la fertilísima provincia de Quito. ¡Qué deshonra! Oir a Fray José Ba­lleno, lego de la Merced, predicar al lado de un Obispo, persuadir la desolación de la Amé­rica, exhortar a derramar la sangre de los qui­teños. ¡Pero qué desverguenza! Cuando estas tropas se disponían a conquistar América, cuando el Gobernador y Oficiales se disputa­ban ya las propiedades y las haciendas de los quiteños, se oyó un grito que decía: “¡Enemi­gos se acercan!” Este trueno aterró a todo el ejército: Aymerich se encerró en su palacio, poniendo en la puerta y en la galería fusile­ros que le guardasen: los soldados morlacos corrieron despavoridos a buscar escondrijos en que ocultarse, y el Sor. Obispo, Gral. del ejér­cito, salió corriendo, tomó la ruta de la ha­cienda de San José, que dista de la ciudad dos leguas, y con un pie descalzo no paró hasta meterse en una zanja ¡Oh valor! ¡Oh impavidez marcial!

A este valeroso clérigo guerrero ─especialista en retiradas de rotas imaginarias─ le sucede José Ignacio Cortázar, también realista, pero que no tie­ne mayor actividad práctica por haber fallecido a poco de lograda su consagración.

El Obispado de Maynas, finalmente, es otro fo­co de contrarrevolución.
El obispo, Fray Hipólito Sánchez Ranjel, es fu­ribundo enemigo de la emancipación, al igual que su vicario José María Padilla. Los dos, cuando los patriotas proclaman la independencia en 1820, hu­yen de la población de la Laguna para organizar la resistencia, logrando reunir a los adictos al rey ve­nidos desde Trujillo y desde Loja con el coronel Tolrá, que organizan una Junta de Guerra para re­conquistar Maynas, objeto que no se lleva a cabo por rivalidades entre los jefes españoles, razón por la que luego se retiran hasta Tabatinga. Y final­mente, cuando el obispo ve perdida la causa de la restauración monárquica, regresa a España en 1822, donde en pago de sus servicios se le concede la silla de Lugo.
Los siguientes párrafos del prelado, nos pueden dar idea de su odio para nuestra causa:

     Cualquiera de nuestros súbditos que volunta­riamente jurase la escandalosa independencia, con pretexto frívolo y de puro interés propio, lo declaramos excomulgado vitando y manda­mos que sea puesto en tablillas; si fuese ecle­siástico lo declaramos suspenso y si alguna ciudad o pueblo de nuestra diócesis, le pone­mos en entredicho local y personal y manda­mos consumir las especies sacramentales y ce­rrar la Iglesia hasta que se retracten y juren de nuevo la Constitución española y ser fieles al Rey. Si alguno de nuestros hijos obedecie­re a otro Obispo que nos o a otros vicarios que a los que nos pusiéramos, si oyese misa de sa­cerdote insurgente o recibiése de él Sacramen­tos, lo declaramos también excomulgado vi­tando por cismático y cooperador del cisma político y religioso que es toda la obra de los insurgentes. Mandamos que sea circulado y leído este escrito, que anegado en lágrimas y consumido de las plagas, escribiendo en el Ma­rañón a 4 de Agosto de 1821 y lo mandamos a refrendar a nuestro Secretario.

Resumiendo, tenemos entonces, que el arzobis­po y todos los obispos del virreinato de Nueva Gra­nada son realistas consumados.

Helos aquí:

Juan Francisco Sacristán, Arzobispo
Fray Manuel Redondo y Gómez, Obispo de Santa Marta
Higinio Durán, Obispo de Panamá
Carrillo, Obispo de Cartagena
Gregorio José Rodríguez, Obispo de Cartagena
Salvador Jiménez de Enciso, Obispo de Popa­yán
José Cuero y Caicedo, Obispo de Quito
Leonardo Santander y Villavicencio, Obispo de Quito
Andrés Quintián, Obispo de Cuenca
Fray Hipólito Sánchez Ranjel, Obispo de May­nas

José Cuero y Caicedo, Obispo de Quito

Todos, absolutamente todos, son realistas. No hay una sola excepción. Pero no solamente se tra­ta de arzobispos y obispos, sino que el clero en ge­neral ─salvo algunos curas pobres y otros de ver­daderos ideales progresistas─ siguen la misma os­cura trayectoria, en defensa de los intereses gene­rales de los terratenientes y los específicos de la Iglesia.
Esta preocupación tan material ─no obstante el espiritualismo de que se creen monopolizadores los frailes─ se transparenta claramente en las pa­labras del provisor del obispado de Quito que antes citamos: que el pueblo “se abansara a echarse so­bre las propiedades”.
Ninguna arma se deja de utilizar para la de­fensa de esos intereses. Ya hemos visto las penas que imponen a los feligreses en las furibundas pas­torales, donde a la par, se halla la diatriba más ruin y calumniosa contra los más grandes próceres, o el ruego hipócrita, envuelto en sofismas religiosos. Se sirven de las Encíclicas de los Papas contra la independencia como de banderas de combate, como sucede con la de Pío VII, que según el jesuita Letu­ria es ampliamente aprovechada por los predica­dores de la Nueva Granada, para llamar a los fie­les “a la obediencia al Rey legítimo”. Los púlpitos, conventos y confesonarios, son focos permanentes de conspiración contrarrevolucionaria. Las llamas de la Inquisición se alimentan con los libros de los pensadores progresistas, tal como sucede después de la ofensiva del español Morillo, pues los caver­narios creen, a pie juntillas, que las ideas pueden ser reducidas a ceniza. Cuando no son generales como el intrépido obispo Quintián, son por lo me­nos capellanes de las huestes españolas, a las que siguen solícitamente por breñas y por llanos, peor todavía, a los que incitan a derramar la sangre de sus propios compatriotas. ¡Hasta se prestan para ser carceleros de sus hermanos de hábito que han seguido el buen camino!
Es cierto, por tanto, lo que el historiador co­lombiano Restrepo afirma, que al clero sólo importa “sostener el despotismo y la dominación de la Madre Patria, sosteniendo que Dios nos había sujetado a los Reyes de España, y que era un cri­men irremisible no obedecer a estos príncipes, se­gún el precepto de la sagrada escritura”.
Es cierto también lo que afirma el jesuita Letu­ria, con cierta comprensible suavidad, desde luego. Dice: “La impresión de conjunto que este cuadro produce, y que no creemos pueda tergiversarse, es la que el bloque del episcopado fue desfavorable a la emancipación o al menos no acabó de aclimatarse a ella”.
Y esta coincidencia de opiniones entre un his­toriador seglar y otro religioso, tiene una sola base de explicación: la de que ambos se remiten a la rea­lidad de los hechos, crudos sí, pero irrebatibles.
Excepciones honrosas, como expresamos ya, claro que las hay.
Son aquellos frailes que el brutal general Mo­rillo, siguiendo instrucciones de Madrid, con la más grande saña e inhumanidad apresa y destierra del virreinato.
Son los que en la Real Audiencia de Quito asis­ten a los combates al frente de gente sencilla pero valerosa, avivando la llama de su entusiasmo y la fe en la justicia de su causa. Los que saben morir por la patria, como el heroico cura Riofrío.
Todos ellos.
Pero que no se diga, con agudeza de jesuita, que de todo hay en la viña del Señor. Porque si es así, se habrá que reconocer, que las proporciones son sumamente desiguales.

*      *      *




ACTAS SECRETAS Y EXCLAMACIONES[1]

            Existe en España, y por tanto también en sus colonias, una práctica muy singular y curiosa para evadir el castigo por la participación en acciones prohibidas o consideradas como revolucionarias: la suscripción a las llamadas actas secretas o exclamaciones. En ellas se dice, y naturalmente se jura por Dios y todos los santos, que la intervención de los firmantes en el acto sedicioso y non sancto es forzada por las circunstancias y por el peligro de perder la vida. Se deja en claro que son vasallos y por demás leales y contrarios en todo a los hechos en que involuntariamente se hallan inmis­cuidos.
            Práctica fácil y sencilla a simple vista.
            Tan fácil y hacedera que hasta personajes de viso, algunos cargados de títulos y pergaminos, ni encuentran obstáculos ni razones para no recurrir a esa tabla salvadora. El conde de Floridablanca, por ejemplo. El, al aceptar la presidencia de la Junta Central -organismo creado para conducir la lucha contra los franceses- deja en el Ayuntamiento de la ciudad de Murcia una “declaración voluntaria” donde se dice:

            (...) aceptar sólo por fuerza y miedo la presidencia, conociendo que la nación iba a su ruina; y que así lo declaraba solemnemente para que el Rey José no lo tuviese por criminal en tiempo alguno.[2]

            La “declaración voluntaria” de Floridablanca -ya viejo y alejado de toda anterior idea progresista- es instrumento mágico para la protección de los cobardes. Pero no sólo para ellos: también para los traidores y oportunistas. A los primeros les permite actuar en filas que no son suyas para procurar su derrota. Y a los segundos obtener recompensas si la causa triunfa y salir ilesos en caso de revés o vencimiento.
            Pócima milagrosa para cobardes, traidores y oportunistas, entonces, las actas secretas y las exclamaciones.
             Aquí en América, como dijimos no es desconocida la maravillosa panacea.
            Veamos, solamente, lo que sucede durante el movimiento revolucionario de los comuneros de Nueva Granada.
            Berceo y otros dirigentes de la revuelta protocolizan en una Notaría de la ciudad del Socorro una exclamación, que en su parte sustancial dice esto:

            Dígnese V. A. guardar no por deslealtad la admisión de los supuestos empleos de Capitanes, sino tan solo por dolo legal, que el tiempo y su diferencia los pusieron en el teatro en tan urgente como extrema necesidad con el fin de evadir otros más perjudiciales resultados y sin otras máximas que la de nuestro sencillo proceder, se ve canonizado por San Pablo cuando en sus tiempos dijo a los de Corintho lo que nosotros decimos a V. A. que ejecutamos: Cum essen status dolo vox caepi. Usó el apóstol del buen dolo o trampa legal, y de ella nos valimos para el fin de defender y mirar por estos dominios que se hallaban cual otro Scila y Charibdis en las más voraces y crespas revoluciones, para su perdición... Que por todo lo referido, temerosos de recibir la muerte con sus familias, a manos de los tumultuarios, y por estos violentados y contra su voluntad, sin que se entienda incurrir en la fea nota de traidores  al Rey (que Dios guarde), y antes sí por si con el comando en que les constituye­ron,  pueden por medios lícitos y suaves, contener, sosegar y subordinar a los abanderizados.[3]

            Larga la transcripción, pero muy ilustrativa. Los firmantes no hacen otra cosa que valerse del buen dolo o trampa legal utilizada y canonizada por el mismo San Pablo. Proceden así, no sólo para salvar sus vidas sino, sobre todo, ¡para subordinar a los abanderizados! Y todo esto en lenguaje judicial, empleando inclusive latinajos, sin duda para dar mayor fuerza al tramposo documento.
            Esto no es todo. Cuando se firman las Capitulaciones en las que se reconocen las reivindicaciones populares, las justas reclamaciones del común, los firmantes, no obstante haber jurado por Dios y los Santos Evangelios, suscriben un acta secreta renegando de las monstruosas capitulaciones.  Se dice que se “procedió a la admisión, aprobación y confirmación, bajo el seguro concepto de su nulidad, pues a no haber intervenido tan poderosos motivos, lejos de convenio en ella, ni dispensar su aprobación, habría procedido a escarmentar tan execrable delito de la mera proposición con penas severas”.[4]
            Y claro, con tales exclamaciones y actas secretas, con el reiterado empleo del buen dolo o trampa legal, el movimiento comunero es derrotado y Galán, el más destacado de sus capitanes, cruelmente sacrificado.
            Actas y exclamaciones similares han sido encontradas en el Ecuador. Nosotros conocemos tres, suscritas en la época de nuestra independencia. La primera encabezada por el obispo Cuero y Caicedo, corresponde a los miembros del Cabildo Eclesiástico de Quito. La segunda se refiere a varios cabildantes de la ciudad de Riobamba. Y la tercera, atañe a los realistas de Guaranda.
            El acta del Cabildo Eclesiástico, entre otras cosas, dice:

                        Que se mantienen firmes delante de los cielos y la tierra en el amor, obediencia y fidelidad que profesan a su Rey y Señor Natural el Señor Don Fernando Séptimo. Que no reconocen por legítimas autoridades a las que se han constituido por los Insurgentes a nombre del mismo Pueblo que se halla ignorante de todo.
                               Pero por otra parte reflexiona que hallándose los principales invasores en un estado de verdadera locura, furor y ceguedad, no se conseguiría con la resistencia del Prelado y de su Clero otra cosa que encender más el fuego y sufrir infructuosamente el Estado Santo de la Iglesia, atropellamientos, vejámenes y desprecios... conceptúa conforme a los dictámenes de la prudencia no precipitar las cosas por un celo ardiente, y poco conforme con el espíritu de mansedumbre y lenidad que debe caracterizar a los Ungidos de Dios vivo, y ceder por ahora a la fuerza y violencia de los mandones que están respaldados de toda la Tropa y Armas.
                               f) José, Obispo de Quito.- Doctor Joaquín Sotomayor y Unda.- Calixto Miranda.- Doctor Joaquín Pérez de Anda.- Francisco Rodríguez Soto.- Doctor Juan Estanislao Guzmán.- Santiago José López Ruiz.- Mariano Batallas.- Gabriel Batallas.[5]

            Esta Acta de Exclamación -así se la llama- es firmada el 14 de agosto de 1809 y se la entrega a la priora del Carmen de la Nueva Fundación para que la mantenga en absoluta reserva bajo pena de excomunión mayor late sentencie. Se manifiesta también que el juramento que se hará apoyando la independencia y reconociendo a las nuevas autoridades -y que efectivamente se hace el 17 de agosto-, en realidad no tendría ese objeto, sino que más bien será una solemne promesa de adhesión al rey Fernando y a los funcionarios depuestos. Se agrega que en el santo tribunal de la penitencia y en la cátedra del Espíritu Santo, se conversará y se trabajará, para disponer los ánimos, poco a poco, a la “reposición de las cosas a su debido orden y ser”.[6]
            Un simulacro indigno, en suma. Para dar mayor credibilidad a la farsa, la mayoría de los firmantes, dan generosos donativos para sostener la causa de la patria según anota Ramón Núñez de Arco en su conocido informe. Despis­tado, les califica de “criollos insurgentes”, a excepción de Mariano Batallas, que desde un principio se presenta como realista.
            Empero, el Acta de  Exclamación, no es sino una demostración de la posición traidora y vacilante mantenida por sectores de la aristocracia criolla y del Alto Clero. Su objetivo fundamental es conquistar el poder político, pero manteniendo todas sus propiedades y privilegios coloniales, para lo cual están dispuestos, en un principio sobre todo, a entrar en transacciones con la metrópoli y contentarse con una simple autonomía, pues piensan que así estarían mejor protegidos sus intereses sociales y económicos. Temen, conforme lo prueban varias declaraciones de algunos de sus representan­tes, que la irrupción de las masas populares en una lucha abierta por la independencia, puede hacer peligrar las prerrogativas anotadas. Sólo se deciden a exponerse a esta contingencia después de salir y entrar en el redil del amado Fernando, cuando no quede otro camino. Ya en este trance, siempre pensando en la salvaguardia de sus bienes, propugnan la monarquía o los gobiernos fuertes.
            El acta de nuestro cuento permaneció desconocida por mucho más de un siglo. Cuando se la descubre y causa el consiguiente escándalo -pues hasta entonces la mayoría de los firmantes habían sido considerados como patriotas- los descendientes de la seudo aristocracia criolla, que habían reivindicado para sí el procerato de la libertad, quisieron justificar por todo medio una actitud injustificable. Inclusive, algunos, tomando la ofensiva, critican acerbamente a los escandalizados.
            Igual hacen cuando el doctor Manuel María Borrero publica su libro Quito, Luz de América, donde documentadamente demuestra las vacilaciones y traiciones de la nobleza criolla, a la vez que pone en evidencia que es el pueblo quiteño el verdadero actor de nuestra gesta emancipadora. La grita es amplia y estentórea. Se sostiene, acogiendo -aunque sin decirlo- la teoría del buen dolo y de la trampa legal de los comuneros, que eso era lícito y necesa­rio para salvar las vidas. Esto, no obstante de que los verdaderos próceres, con hidalguía y firmeza, se mantienen fieles a su causa y a sus ideales. Hasta se recurre a la Academia Nacional de Historia para que se impugne la obra de Borrero!
            Veamos, ahora, lo que sucede en Riobamba.
            El Ayuntamiento de la ciudad de Riobamba, luego de conocer un oficio del marqués de Selva Alegre dando cuenta de la transformación realizada en Quito el 10 de agosto de 1809, acuerda por unanimidad adherirse al movimiento y obedecer a las nuevas autoridades.
            El voto de algunos de sus miembros, empero, es sólo simulado. Se quiere aparentar patriotismo ante el pueblo que se ha pronunciado con entusiasmo en favor del movimiento quiteño.
            Sobre esta lucha, el escritor Alfredo Costales Cevallos dice:

                            Mientras el pueblo disfrutaba de una efímera libertad, concedida por la decisión de los patriotas quiteños, el día 5 de septiembre se reunían secretamente Don Francisco Dávalos, don Jorge Ricaurte, Don Martín Chiriboga, Don Fernando Velasco, Don Mariano Dávalos y el Escribano Don Baltasar de Paredes, para formar un Acta, que podemos llamarle traidora, la misma que nos abstenemos de reproducir por varias causas.
                               .................................
                                               Quizá los firmantes intuyeron desde el comienzo de la revolución que iba a fracasar, como hecho no como idea, que ese grito quiteño no fue más que un balbuceo libertario que debía ahogarse en sangre y por eso hicieron justificación para sus intereses.[7]

            El autor citado, al igual que algunos otros, no sabemos por qué se abstienen de publicar el Acta Secreta. Acierta al decir -aunque sea con reticencia- que se busca una justificación para sus intereses, en el caso de un fracaso de la revolución, que ellos, con buen olfato, intuyen. Y es esto, cabalmente, tal como queda dicho, el objeto de esas actas. Objeto que implica cobardía y traición.
            En el caso que tratamos la traición es muy clara y no deja lugar a dudas. Los firmantes del acta secreta toman parte activa en la contrar­revolu­ción y se convierten en apasionados realistas. Basta mencionar a Martín Chiriboga y León -incondicional sirviente de Fernando VII- que transforma el cabildo riobambeño en centro de la reacción española.
            Por tanto, esta acta de protesta y retracción -protesta contra la revolución quiteña y retracción del apoyo primeramente prestado-  no sólo que se la puede llamar traidora, sino que se la debe llamar así obligatoriamente.
            Pasemos a ver, por último, la “exclamación” de Guaranda.
            Después de proclamada la independencia de Guayaquil el 9 de Octubre de 1820 el ejército patriota obtiene la victoria de Camino Real y puede llegar a la ciudad serraniega de Guaranda.
            El día 13 de noviembre del año citado, desde el púlpito de la iglesia de esa población, el párroco doctor Francisco Xavier Benavides, en ceremonia solemne y fervorosa, hace jurar a los cabildantes y al pueblo la independen­cia y la adopción del sistema republicano.
            Hasta aquí, nada de extraño. Pero resulta que en la noche anterior, para salvar la responsabilidad, según palabras del cura Benavides, se había firmado el acta siguiente:

            Exclamación que hace Guaranda por los sagrados derechos del Rey.- Los contenidos en esta exclamación que permiten las leyes reales en los casos de opresión, con acuerdo de nuestro buen Cura el doctor don Francisco Xavier Benavides, juramos por Dios Nuestro Señor y por esta señal +, no dejar de reconocer en ninguna circunstancia la real y legítima Potestad del señor don Fernando VII y su Real Dinastía, siendo ajenos de nuestro carácter y sistema de realismo la independencia y libertad criminales y detestables en todas nuestras leyes divinas y reales. En el acto que la actual fuerza de armas nos deje respirar de la impensada sorpresa de Guayaquil, derramaremos la última gota de sangre en defensa de nuestra sagrada causa, siendo de prudencia guardar las vidas por ahora.... Guaranda, noviembre 12 de 1820.- Doctor Francisco Benavides.- Basilio de Erazo.- Ciro López de Galarza Terán.- Adán del Pozo.- José Pablo Durango.- José Ribadeneira.- Mariano Galarza.- Alonso Lombeida.- Luis del Pozo.- José Pasos.- Miguel de Bedoya y Bustamante.- Ambrosio Montero.- Antonio Nolin Pazmiño.- Manuel González de Bedoya.[8]

            El cura Benavides -y seguramente algunos otros- cumple al pie de la letra el juramento a Fernando VII y su Real Dinastía, aunque sin derramar la última gota de su sangre. El 3 de enero de 1821, al mando de un contingente de tropas, participa en la batalla de Tanizahua donde son derrotados los patrio­tas. Son 410 los muertos de nuestra parte según afirmación del jefe realista, aunque el historiador Camilo Destruge -Historia de la Revolución de Octubre y Campaña Libertadora 1820 - 22- desmiente ese aserto por exagerado. Es cierto en cambio que se fusila al jefe del ejército republicano, coronel graduado José García, cuya cabeza es cortada y enviada a Quito para que se exhiba en el puente del Machángara.
            El cura Benavides –“alto más de dos varas, rollizo, moreno y picado de viruelas”- sólo fue desterrado al Perú una vez lograda la independencia, donde llega a ser secretario del obispo de Trujillo según afirma el escritor Ángel Polibio Chávez[9]. Regresa a su curato en 1829.
            Esta pues la triste y amoral historia de las actas secretas y de las exclamaciones.
            Empero, pensamos que en esta época sembrada de cobardía, oportunismo y transfugio, muchos añorarán la desaparición y muerte de tan útil costumbre. Gracias a ella, cuando cambien los tiempos y florezca la ideología socialista, los renegados podrían alegar el buen dolo y la trampa legal para eludir el castigo. Podrían alegar sagacidad y prudencia.
            Y no habría pecado ni vergüenza: estarían siguiendo, simple y devotamen­te, el consejo de San Pablo a los corintios...



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, La actuación de próceres y seudopróceres en la revolución del 10 de agosto de 1809, Editorial de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador, Quito, 2009, pp. 77-87.
[2] Mario Méndez Bejarano, Historia de los afrancesados, Imprenta de Felipe Peña Cruz, Madrid, 1912, p. 281.
[3]  Francisco Posada, El movimiento revolucionario de los comuneros, Siglo XXI,  México, 1971, p. 281.
 [4] Idem, p. 83.
 [5] Manuel María Borrero, Quito, luz de América, Editorial “Rumiñahui”, Quito, 1959, pp. 42-44.
 [6] Idem, p. 42.
[7] Alfredo Costales Cevallos, Historia de Riobamba y su provincia, Casa de la Cultura, Quito, 1972, pp. 145-146.
[8] Arturo González Pozo, Monografía de la Provincia de Bolívar, Talleres Gráficos Nacionales, Quito, 1929, pp. 32-33.
[9] Ángel Polibio Chávez, Libro de Recortes, Imp. Escobar, Ambato, 1929, p. 423.






[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, La oposición del clero a la Independencia americana, segunda edición, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura / Colección Bicentenaria, Editorial Maxigraf, Quito, 2009, pp. 81-87, capítulo III: “Testimonio de los Hechos”.