miércoles, 26 de octubre de 2022

DOLORES CACUANGO




Oswaldo Albornoz Peralta

 

 

 

DOLORES CACUANGO

Y LAS LUCHAS INDÍGENAS DE CAYAMBE

 



 El cono nevado del Cayambe esplendente con el sol de la mañana, semeja vigía de alba capa erguido sobre los campos aledaños. A sus pies, formando pedestal granítico, las rugosidades de la cordillera. Y más allá las tierras de cultivo, de colores cambiantes como camaleones, según la exigencia de los ciclos agrícolas: plo­mizas y grises antes de la siembra, alfombradas de ver­de durante el crecimiento de las mieses, y amarillas como oro, cuando llega la fiesta de la cosecha.

Muchas veces también ‒igual que el camaleón‒ las superficies de esas tierras se han moteado de rojo con la sangre de las indiadas levantiscas, que cansadas de soportar el dolor de la miseria, han optado por la lucha y la consiguiente posibilidad de muerte. Esas manchas rojizas, impregnadas en las breñas o sobre la estipa‒ishu de los páramos son como los hitos del combate.

El combate allí, resulta imprescindible, impostergable. Es la sola alternativa que se tiene a mano para enfrentar la explotación del latifundio, que en la zona, aparece con todos sus horrores, desde los primeros años de la conquista. Sus tentáculos, cada día, se van extendiendo por los antiguos ayllus y apoderándose de sus tierras mediante el uso de las armas más ruines y vedadas. El indio despojado cae bajo la férula del amo blanco y se convierte en siervo miserable, quedando sujeto al sufrimiento de la mita, el obraje o la encomienda, inhumanas instituciones utilizadas por los colonizadores para medrar al máximo. ¿Cómo no reaccionar entonces? Y así sucede efectivamente. La protesta, la resistencia y el levantamiento, se convierten en fenómenos constantes de la región, casi como la niebla que cubre las colinas en los atardeceres. Viejas crónicas nos hablan de esos hechos, aún cuando casi siempre ocultando la magnitud de los crímenes, porque son escritas por los dominadores o sus dóciles sirvientes. Más aún, muchas veces, se tiene el cinismo de presentar como responsables a los indígenas masacrados, a quienes se denigra con los epítetos más terribles y se les acusa de las crueldades más inauditas, como sucede por ejemplo con los informes referentes a la gran rebelión de Cayambe y otras poblaciones verificadas en 1777, donde se les califica de “brutos” y de bebedores de sangre humana. Y la mayoría de las veces, ni siquiera se indica el nombre de las víctimas, ¡porque el indio es bien mostrenco que no vale la pena individualizarlo como a cristiano!

Guachalá, el gran feudo cayambeño, es símbolo y espejo del latifundismo.

Su expansión y rápido crecimiento tienen un origen poco santo: la rapiña, practicada con toda villanía, con todas las agravantes que pueden rodear un delito de esa índole. Ya los marinos españoles Jorge Juan y Antonio Ulloa en sus Noticias secretas de América, hablan de arteras artimañas utilizadas por un Ramón Borja para apoderarse de las parcelas de los indios. Y recientemente no más el terrateniente Emilio Bonifaz, actual propietario de una de sus secciones, nos da preciosos datos sobre tan interesante particular en un artículo aparecido en el Boletín de la Academia Nacional de Historia correspondiente al semestre julio ‒ diciembre de 1970, “Todas estas causas ‒dice‒: las epidemias, las mitas, las plagas y hambrunas debieron ayudar a los dueños de Guachalá a extender la superficie de los pastizales hacia las zonas ocupadas por los indígenas; pues cada vez que un terreno quedaba desocupado por haberse extinguido la familia que lo poseía, la hacienda lo tomaría para sí ”. Es decir, que los latifundistas se aprovechan de todo, para agrandar sus propiedades. Y en el caso de la mita, el hecho es todavía más ruin, pues que se envía al mitayo a la muerte para después de explotarle al máximo, apoderarse de su patrimonio.

Desde 1700, Guachalá, es además afamado asiento de obrajes que llega a poseer millares de ovejas, todas de propiedad de los terratenientes naturalmente, pues los indígenas ‒¡quien lo creyera!‒ sólo pueden adquirir algunas y formar sus manadas cuando se arruinan esas arcaicas fábricas de tejidos con la competencia extranjera, trayendo como consecuencia la baja del precio del ganado ovino. Pero ser asiento de obraje, para el indio, significa un verdadero infierno de donde no se sale sino con la muerte. Allí se trabaja día y noche en antihigiénicos galpones, y cuando el sueño o el agotamiento impiden proseguir la tarea, el látigo o el acial de los capataces son los encargados de devolver la desaparecida fuerza de los trabajadores. Niños de escasos años se hacinan en esas ergástulas, de donde, si alguno sale nuevamente a la luz del día, será con la niñez perdida para siempre, con la sombra de la pasada tortura cubriendo sus retinas, en todo tiempo. Las mujeres, con nuevas vidas en el interior de sus entrañas, aumentan su dolor con el pensamiento obsesionante del hijo que no nacerá para alegrar los tristes días que le quedan.  Y Guachalá no constituye excepción de la bárbara regla. El mismo señor Bonifaz que ya citamos, nos dice que en el obraje de la hacienda ‒año de 1763‒ existe “un cuarto que sirve de calabozo con un cepo sin cerradura ni llave, tres cormas con cerraduras y llaves”. Es decir, que cuenta con todo lo que es menester, para el normal funcionamiento.

El concertaje, esa otra lacra feudal, no falta tampoco en Guachalá. En 1892 ‒datos del mismo señor Bonifaz‒ hay 246 peones que deben a la hacienda 6.508 sucres, y 34 “nuevos”, la suma de 820. Entonces, son 280 trabajadores condenados a trabajar de por vida en el feudo, pues nadie puede salir de sus límites sin cancelar el último centavo, cosa absolutamente imposible con los miserables salarios que se gana. Los hijos de muchos de ellos, por tanto, heredarán la deuda y prolongarán la servidumbre hasta terminar sus vidas. Es esa la draconiana ley del concertaje.

Acabamos de hablar de salarios miserables. Y no exageramos. En las primeras décadas de este siglo se percibe la ínfima suma de veinte centavos diarios, cantidad que, con la cicatería propia de los gamonales, va subiendo con lentitud desesperante. Hace poco, en 1954, los dueños de Guachalá, provocan un levantamiento indígena para no cancelar la insignificancia de un sucre que gana los huasipungueros, mezquindad que ocasiona una catástrofe y deja un saldo por demás trágico: cuatro muertos, muchos heridos y diez indios apresados. Desde luego, de esto ya no nos habla el señor Bonifaz, se trata de hechos muy recientes que tienen que ver con su ilustre familia, razón por la que salta los años con una agilidad asombrosa y llega exhausto a 1970 ‒después de partir de 1891‒ para decirnos que actualmente el salario llega a quince sucres, que de casualidad resulta igual al que de manera obligatoria señala la ley. Mejor hubiera sido la búsqueda de atenuantes: habría podido decir, por ejemplo, que las bajas remuneraciones y la falta de exactitud en los pagos es vieja tradición de su latifundio, tal como él mismo lo indica en el estudio que venimos comentando. “No había mucha puntualidad en los pagos” manifiesta, a dar a conocer las cifras que indican las deudas de la hacienda a los peones.

Los propietarios más notables de Guachalá son los siguientes:

 

María Villacís y Loyola y su esposo el General Antonio de Ormaza Ponce de León, Caballero de la Orden de Santiago (1679).

María Freire y Ormaza y su esposo Vicente Joaquín Borja y Larraspurú (1762).

Ramón Borja y Freire (1784).

Coronel Adolfo Klinger y su esposa Valentina Serrano (1840).

Carlos Aguirre Montúfar y su esposa –la de los líos con García Moreno‒.

Virginia Klinger Serrano (1865).

Josefina Ascásubi Salinas de Bonifáz (1892).

Neptalí Bonifaz (1929).

Emilio Bonifaz y hermanos (actualidad).

 

Hay que añadir que, en calidad de arrendatarios, regentan también el feudo nada menos que los padres de la Compañía de Jesús y el tirano García Moreno.

Y todos ellos ‒señores de apellidos sonoros y cargados de títulos nobiliarios‒ son los que se enriquecen con la sangre y sudor de los indígenas. Son, digamos, señores de “horca y cuchillo” en el sentido literal de las palabras.

Guachalá, es pues, el latifundio tipo de la zona, cuyas normas, por lo mismo, son seguidas al pie de la letra por todos los otros aledaños.

Entre estos se hallan las ricas y extensas propiedades de las órdenes religiosas, que en base a su posesión se integran al orden feudal y se transforman en su baluarte más fuerte y decidido.

Las haciendas más importantes de la Comunidad Mercedaria son éstas: Pesillo, Moyurco, San Pablo‒Urco, Pisambilla, La Tola, La Chimba y Pucará.

Los Padres Dominicos son dueños de Santo Domingo de Cayambe.

Aquí, nada varía no obstante su carácter religioso, pues parece que las recompensas y la felicidad se guardan exprofesamente para la otra vida. En cambio, en esta vida, todos los vicios y formas de explotación feudales, tienen plena vigencia. Hasta quizá se aumentan, ya que a los que son comunes a los latifundios laicos, se agregan una serie de obligaciones impuestas por la Iglesia. Verbigracia, el imprescindible catecismo, dictado los domingos en una lengua extraña en medio del frío de la madrugada paramera, como premisa para el trabajo inmediato, de los catecúmenos, porque como afirma el historiador Pedro Fermín Cevallos, ni siquiera se respeta el santo día de guardar, ¡todo, para gloria de Dios!

Y es uno de estos latifundios clericales, en San Pablo‒Urco, donde nace Dolores Cacuango ‒la futura dirigente indígena‒ en la última década del siglo pasado.

 

*     *     *

 

¿Cómo es la niñez del indio?

No se puede describirla, porque el indio no tiene niñez alguna. Para él no existe esa época plácida de la ausencia de problemas, donde los juegos y las distracciones infantiles dejan esos gratos recuerdos que mañana, en medio de la dureza de la vida adulta, sirven de lenitivo a los pesares. Él, casi desde que nace, tiene que atarse al yugo del trabajo. En la familia indígena no se puede desperdiciar ni el más pequeño esfuerzo, porque cualquier liberalidad de esa naturaleza, va en menoscabo del conjunto, que cuenta hasta con la mínima producción del adolescente para poder subsistir. Por lo mismo, sin alternativa ninguna, desde la más temprana edad tiene que encargarse de toda clase de quehaceres domésticos, cuidar los pocos animales del huasipungo y llevar a sus padres el raquítico fiambre hasta el lejano paraje donde cumple su tarea. Tarea larga y penosa, que más grande ‒cuando longo‒ tendrá que ayudar a realizarla para que pueda terminarse antes de la llegada de la sombra de la noche.

Así, monótona y triste, trascurre su infancia, los primeros años de Dolores en el latifundio de su nacimiento. Empieza, allí, a observar con ojos agrandados por la angustia, el reinado omnipotente de la injusticia: el hambre que visita todos los hogares, los malos tratos de amos y mayordomos, los castigos infamantes a que se someten a los peones. Ve como el más leve intento de protesta, como el reclamo de los derechos más elementales, son acallados por la fuerza. Por todo lado, un mundo ominoso e inexplicable, en suma.

Pero pronto puede darse cuenta también de los contrastes. Y son los padres mercedarios los primeros en brindarle ocasión para eso, pues que sus recuerdos más lejanos ‒según contaba cuando venía a Quito para tratar problemas sindicales‒ alcanzan a los últimos días de la existencia del latifundismo religioso. Gracias a ellos, mira deslumbrada como los que constantemente predican austeridad y pobreza, organizan fiestas fastuosas en compañías de señoras y señoritas de la capital, donde la expansión y la ruidosa alegría, estimulados por el derroche de licores finos, llega a extremos no muy conformes con la santidad de la doctrina. Ve y palpa cuan cerrados son los puños para obras de caridad, mientras en cambio, desvalijan al pobre siervo de sus últimos centavos con el pretexto de festividades pías o aprovechando de ciertas inevitables circunstancias: el nacimiento, el matrimonio y la muerte de algún indígena.

Esto y mucho más, solamente más tarde se explicará la farsa, y llegará a comprender como la religión, en muchos casos, sirve para encubrir inequidades. Se dará cuenta cabal, de la gran contradicción entre las palabras y los hechos.

Ahora el latifundio clerical ha llegado a su ocaso por obra y gracia de la Revolución Liberal. Alfaro, en 1908, dicta la Ley de Beneficencia ‒comúnmente llamada Ley de Manos Muertas‒ mediante la cual las propiedades de las comunidades pasan al poder del Estado para fines de asistencia social. En esta forma, no se hace otra cosa que crear un latifundismo de carácter estatal que reemplaza al antiguo de la Iglesia, sin que los campesinos de esos feudos explotados por siglos obtengan el más mínimo provecho, sin embargo de que ellos habían contribuido de manera efectiva para el triunfo de las armas liberales en la batalla decisiva del Gatazo. ¡Qué injusticia tan pasmosa! Entregar la tierra a sus verdaderos dueños, convirtiéndoles en hombres libres, hubiera sido lo único acertado, no solo como acto de justicia, sino como medio para impulsar el desarrollo económico de la nación. Pero, por desgracia, únicamente se verifica un simple cambio de dominio.

La vida del indio, por tanto, continúa como antes. Hasta llegar a ser más penosa en cierta medida, pues que ahora las haciendas son explotadas por arrendatarios con plazo fijo ‒la Ley estipula que los arriendos no podrán tener más de ocho años de duración‒ que por tal razón se apresuran a obtener los máximos beneficios en el menor tiempo posible, objetivo que solo pueden alcanzar mediante la extorsión de los campesinos. Extorsión que nadie quiere poner coto, porque los arrendatarios son siempre terratenientes poderosos o políticos de influjo, que consiguen los contratos mediante soborno a las autoridades o como premio por los servicios prestados a los regímenes de turno. Tienen, por esto, mano libre para todo abuso.

A Dolores, en esta situación, le corresponde adquirir una nueva experiencia: la vida de la ciudad. Hija de conciertos, para ayudar a pagar alguna deuda de sus padres, adolescente, viene a Quito a trabajar en la casa solariega del amo dejando el miserable hogar, pero donde siquiera tenía al lado la ternura de sus progenitores y familiares más cercanos. Aquí, al contrario, está rodeada permanentemente de un ambiente hostil, mirada con desprecio y castigada a todo momento sin ninguna culpa. Es la longa, la china, la propia, de quién el patrón y todos sus allegados pueden hacer cuanto les venga en gana, sin tener que dar cuenta de sus acciones absolutamente a nadie. Es la sirviente ínfima, por lo mismo dedicada a un trabajo sin descanso y a los quehaceres más bajos y difíciles, que tiene que cumplirlos irremisiblemente so pena de sufrir las consecuencias de la furia de sus superiores. Es el ser inferior, solamente una india, a quién se discrimina de la manera más humillante todos los días, teniendo que doblar la cerviz hasta delante del mocoso hijo del arrendatario, porque dizque es noble, de sangre azul y presumiblemente carece de mancha mongólica. Todo gris, un mundo de pesadilla, entorno. Solamente desde lejos, como una extraña, puede ver la existencia dorada de sus explotadores, que viven a todo lujo, y comen y beben a todo dar. También a distancia, quizás furtivamente detrás de un cortinaje, mira los deslumbrantes bailes de los señores de sociedad, cuando se saca a relucir la vajilla extranjera y las joyas de mayor valor. Observa, en suma, un mundo diametralmente opuesto al suyo. Y debe pensar en el porqué del contraste, inquirir sobre las causas para fenómeno tan raro. Por lo pronto pensar e inquirir. Más tarde encontrará una clara explicación.

Al alcanzar la mayoría de edad, devengada la deuda, vuelve a la tierra, a la pachamama  querida.

Los años han pasado raudos en el incesante trajinar. Ha adquirido tempranamente la experiencia de la vida, pero ni un solo conocimiento que puede dar la escuela más rudimentaria, pues que los terratenientes, interesados solo en explotar su fuerza de trabajo, consideran como pérdida de dinero cualquier tiempo dedicado al estudio por parte de los trabajadores. Más aún, piensan que la educación debe ser cosa vedada para los explotados, que mediante ella ‒según su decir‒ pueden abrir los ojos. Y los ojos abiertos de los explotados son peligrosos. Por esto, Dolores, no conoce ni conocerá la escuela, pues ya no hay lugar para ello: le espera nuevamente el latifundio que necesita de su esfuerzo. Tiene por lo mismo no obstante su gran inteligencia y su deseo de saber, que avenirse al sino impuesto por el gamonalismo y permanecer analfabeta. ¡Cuánto debe haber sufrido por esta imposición! Más tarde, ya dirigente sindical de renombre, clamará en todos los tonos para que se creen escuelas indígenas en los rincones más apartados del campo ecuatoriano, a fin de que lo que ella no pudo conseguir nunca, puedan tenerlo los niños de su pueblo. Y cuando alguna vez se crea una en la zona de su residencia, asiste emocionada a observar a los tiernos alumnos que aprenden las primeras letras, pensando sin duda que de allí saldrán los hombres que continuarán el combate al que ha consagrado su existencia. Así sucede con la humilde escuela que es dirigida durante unos años por su hijo Luis Catucuamba, fundada gracias a la constante lucha emprendida por ella, que sabe de la mutilación a la personalidad que significa el analfabetismo.

Dijimos que vuelve a la vida del latifundio.

Efectivamente, habiendo contraído matrimonio con un siervo como ella, Luis Catucuamba, tiene que trabajar duramente al lado de su esposo para mantener el miserable hogar, que quién no conozca la vida del indio, ni siquiera puede imaginar. Su centro es la choza pajiza, donde se hacinan humanos y animales sin muebles de ninguna clase, pues hasta la mesa y la cama son lujos desconocidos; el fogón, formado por tullpas de piedra, reemplazan con el humo el aire del único aposento. En las paredes, en toscas perchas de madera, cuelgan los harapos familiares. También, en algún rincón se ven algunas ollas y vasijas de barro que, con lo arriba señalado, forman todo su patrimonio. Los salarios siguen siendo escasos centavos, y la tierra del huasipungo produce casi nada, ya que siempre es la más estéril, aquella que resulta inservible para el terrateniente. Y hasta el uso del agua, de los pastos y de la leña, imprescindibles para la vida, son regateados con crueldad sin nombre por los patrones y sus servidores.

Esto explica la miseria del indio, para el cual sobrevivir, resulta milagro portentoso. La mortalidad, especialmente la infantil, es inmensa. Porque aparte de la alimentación insuficiente se desconoce por completo las medicinas, que aún en casos de existir en el campo, estaría fuera de alcance de los enfermos por falta de dinero. El médico vive en las ciudades, porque allí no se encuentran clientes con solvencia económica. No hay medio entonces, para enfrentar a la muerte con su saldo trágico. Y la familia de Dolores prueba de manera palpable la verdad de estas aseveraciones: de nueve hijos mueren los ocho, logrando vivir apenas uno, Luis, el primogénito. Y no se trata de ninguna excepción: los principios de Malthus, mucho antes de que el naciera, se aplican rigurosamente en los latifundios, porque parece que los gamonales ‒filósofos y sociólogos profundos‒ son enemigos acérrimos de la progresión geométrica

Para esta época, nuevos vientos soplan sobre el Ecuador y sobre el mundo. La clase obrera guayaquileña, recibiendo las brisas reconfortantes de la gran revolución bolchevique de 1917, ha recibido el 15 de noviembre de 1922 su bautizo de sangre para abrir el camino hacia el futuro. La revolución de 9 de julio de 1925 ha dado fin al dominio de la plutocracia placista, y gracias a la intervención de las masas populares, ha tenido que realizar algunas reformas progresistas. Más todavía, se han organizado los primeros grupos revolucionarios socialistas, que llenos de fe en el mañana, emprenden la acción para transformar la patria.

Y son los hombres socialistas los que por primera vez llegan al campo, y primeramente, a la zona de los grandes latifundios, a Cayambe. Llevan un mensaje encendido de igualdad económica y de fraternidad humana. Los indios, al principio huraños, quedan absortos y quizá dudan de la verdad de lo que oyen. Y esto es lógico y comprensible. Hasta ayer, desesperados, se habían lanzado a la revuelta sangrienta, sin encontrar casi nunca apoyo de los llamados blancos, que si no los habían combatido abiertamente, habían por lo menos mostrado una fría indiferencia para su causa y sus problemas. Hoy en cambio, como nunca antes había sucedido, ven que son tratados de igual a igual, como seres humanos, más aún, como hermanos. Pero no solamente se trata de actitudes corteses ni palabras. Pronto pueden constatar que también en la práctica les ayudan eficientemente a organizarse y a luchar por sus reivindicaciones, como sucede por ejemplo cuando los indígenas de Juan Montalvo tienen que enfrentarse con los soldados del batallón “Carchi” enviado por la Junta de Gobierno en 1926, para conservar sus tierras codiciadas por los latifundistas. Esto les convence, y entonces, en el pesimismo de siglos de su mente, empieza a arder una llamarada de esperanza.

Está claro que no solo ellos son los parias y los desheredados de fortuna, sino que también existen otras clases desposeídas y explotadas, dispuestas igualmente a combatir por sus derechos. Que el éxito y la victoria dependen de la unidad férrea de los oprimidos.

Es así, pues, como empieza a forjarse la unidad obrero‒campesina.

La Asamblea reunida el 26 de mayo de 1926 que funda el Partido Socialista Ecuatoriano, se reúne ya bajo el signo de esa unidad, ya que a ella asiste Jesús Gualavisí, ese otro gran luchador indígena que vimos en páginas anteriores, como representante del Sindicato de Campesinos de Cayambe, organización que recibe con justicia un voto de aplauso por haber “sido el primero en constituirse como organismo proletario campesino en la Sierra”.

Ya organizado el Partido Socialista en escala nacional, su acción se desenvuelve con mayor brío en la defensa de las clases explotadas, poniendo gran interés en el campesinado, cuyas luchas son alentadas y valientemente apoyadas.

La Vanguardia, Órgano del Consejo Central del Partido, denuncia así los abusos de los gamonales de Cayambe en su edición correspondiente al 1ro. de marzo de 1928:

 

Repetidas quejas hemos recibido de los elementos obreros y campesinos de Cayambe, con respec­to a los abusos de ciertos hacendados, como del arrendatario de Santo Domingo, que no satisfecho con marcar con el hierro de la ignominia feudal a los trabajadores agrícolas que han tenido la des­gracia de caer en sus manos, todavía a los trabajadores independientes de su feudo les quita pren­das para que trabajen por su rescate, por el crimen de haber tomado un poco de leña, ‒que siempre fue del pueblo‒ por haber transitado los sagrados caminos de la hacienda.

 

En esta época, según consta en cuadro que se incluye en el Informe que presenta al Congreso el ministro de Previsión Social y Trabajo, son arrendatarios de las haciendas que tiene la Asistencia Pública en Ca­yambe, entre otros, los siguientes:

 

“Santo Domingo”, Rafael Hidalgo.

“Carrera”, Ignacio Fernández Salvador.

“La Chimba”, José Rafael Delgado.

“La Tola”, Virgilio Jaramillo,

“Muyurco”, Julio Miguel Páez.

“San Pablo‒Urco”, Julio Miguel Páez.

“Pesillo”, José Rafael Delgado.

“Pucará”, José Rafael Delgado.

 

Son estos poderosos señores, por tanto, los que tienen ahora el turno ansiado de la explotación. Todos estos son terratenientes de cepa, que aparte de las haciendas que arriendan tienen otras de su propiedad, de donde copian ‒en mayor escala por las razones ya indicadas‒ los métodos feudales de opresión. Tienen además gran ascendencia social y política, habiendo ocupado algunos de ellos altos cargos   administrativos o curules en los Congresos, por lo que se sienten intocables y respaldados por la fuerza pública, puesta incondicionalmente a su servicio. Y de esto se aprovechan con har­tura, prosiguiendo casi sin variación y sin asomo de con­ciencia, la tarea de despojo iniciada por los encomen­deros. Sin embargo, los más cínicos se llaman liberales. No falta quien derrame lágrimas, al hablar de los De­rechos del Hombre…

La lucha de los indígenas de Cayambe contra tan prepotentes enemigos continúa.

El trabajo organizativo ‒esencial para obtener re­sultados efectivos‒ va en progreso. Se forman nuevos sindicatos de indios: Nuestra Tierra, Tierra Libre, Pan y Tierra. Siempre tierra. Palabra que resume to­do su mundo y todo su anhelo. Porque a ella están ligados desde los tiempos inmemoriales del ayllu. Por eso ¡Ñucanchic huasipungo! y ¡Ñucanchic allpa!, serán gri­tos de guerra sempiternos. 

A su lado, venciendo dificultades y afrontando la furia de los gamonales, con constancia y decisión, si­guen los revolucionarios marxistas. No obstante ser pocos, y muchas veces inexpertos para la vida en el cam­po, no escatiman esfuerzos para cumplir sus tareas tan­to de organización como de difusión ideológica. Comen con el indio y duermen en su choza, suben a la puna pa­ra llamar a los remisos, no temen el frío ni los peligros de los escabrosos chaquiñanes. Y en la pelea, allí, sobre todo, están siempre presentes.

Dolores ‒toda ojos y toda oídos presta máxima atención al movimiento que nace. Empieza a compren­der que se inicia una nueva etapa de lucha, más promi­soria, y con fines más claros y definidos. De gran sensibilidad ‒con la exquisita sensibilidad de huarmi in­dia‒ capta cuanto de noble y de humano tienen las ideas que ahora se propugnan, adhiriéndose a ellas con to­do calor y firmeza. De hoy en adelante serán su bande­ra. Sólo espera la oportunidad para demostrar en los hechos, su capacidad de combatiente.

Y esta oportunidad no tarda en presentarse.

Ya para terminar la década del veinte, los sindica­tos de las haciendas “Pesillo”, “La Chimba”, “Moyurco” y “San Pablo‒Urco” de propiedad de la Asistencia Pública ‒administradas las dos primeras por José Ra­fael Delgado y las dos últimas por Julio Miguel Páez co­mo se indicó anteriormente‒ presentan un pliego de peticiones en el qué se hace constar las reivindicaciones más sentidas por los indígenas de la zona. Se pide, entre otras cosas, el aumento y el pago de salarios, pues que éstos, a pesar de que no llegan sino a pocos centa­vos diarios por la agotadora jornada diaria, son sola­mente nominales, ya que siempre los patronos encuen­tran formas para escamotearlos. Se pide mejores con­diciones de trabajo para cuentayos, ordeñadoras y ser­vicias, que constituyen el sector mayormente explota­do, encargado de realizar las tareas más duras y difíci­les. Y se pide, por último la estabilidad de los huasipungueros, amenazados con frecuencia con el despido y la pérdida de sus parcelas de terreno, en especial los di­rigentes de las organizaciones hace poco creadas, que concentran sobre si el odio de los terratenientes, que desde un primer momento ven en ellos a los principa­les responsables de las múltiples reclamaciones campe­sina que por todas partes se presentan; sembrando la idea de insubordinación en las mentes de los siervos y rompiendo la quietud siempre deseada por el amo, más que por idílica y poética, por indispensable para su plá­cida y tranquila digestión.

Las peticiones antes indicadas, para que tengan la fuerza necesaria y puedan impresionar a los impávi­dos gobernantes de turno, son respaldadas por la huel­ga, la nueva arma de combate de las masas indígenas. Esta vez, el paro es total y adquiere gran envergadura, ya que logran obtener la simpatía y la solidaridad del campesinado de todo el cantón. Por primera vez quizás, los hacendados miran consternados la paralización de las labores agrícolas y el unánime desacato a las órde­nes de los mayordomos, empeñados vanamente en con­tener el movimiento. Y la disciplina, y el espíritu de lu­cha de los huelguistas son ejemplares, todo lo cual au­menta la preocupación y zozobra de loe explotadores.

Pero no terminan aquí las cosas. Los sindicatos en paro, decididos a triunfar y conseguir sus objetivos, re­suelven marchar a Quito para explicar la justicia de su causa.   Inmediatamente, una  inmensa  muchedumbre formada por cientos de hombres y mujeres, sin amila­narse por la gran distancia ni los peligros que implica el cumplimiento de la decisión tomada, emprende el ca­mino hacia la capital de la república, a donde logran arribar después de dos días de largo peregrinaje. Allí, el indio despreciado y discriminado, siente el hálito ca­riñoso del pueblo humilde y conoce de cerca la solidari­dad de los obreros revolucionarios, que apoyan con entusiasmo sus demandas y prestan toda clase de ayuda. Y comprende, entonces, que no está solo, que puede contar con aliados firmes y constantes.

 


Ante la magnitud de la manifestación indígena y la presión de las fuerzas progresistas, las autoridades, aceptan la mayoría de las peticiones y prometen una pronta satisfacción de las reivindicaciones planteadas, poniendo de manifiesto, inclusive, su afán por mejorar la suerte de los desvalidos.

Los nombres de los principales dirigentes de esta huelga, que deben ser recordados como ejemplos de te­són y valentía por las generaciones actuales, pues son ellos los que con su coraje abren la brecha sindical en las difíciles condiciones de la época, son los siguientes:

 

De Pesillo:

Ignacio Alba

Segundo Lechón

Víctor Calcán

Angela Amaguaña

 

De La Chimba:

Neptalí Nepas

 

De Moyurco y San Pablo‒Urco:

Virgilio Lechón

Marcelo Tarabata

Benjamín Campués

Rosa Catucuamba


Jesús Gualavisí ‒el dirigente de Juan Montalvo que ya conocemos‒ es el encargado de buscar provisiones para los huelguistas y promover la solidaridad entre los demás indios de la zona, que dado el prestigio de que goza, logra conseguirlos en la forma más satisfactoria.

Y Luis F. Chávez, como delegado del Partido, tie­ne como tareas las de organizar y orientar el movimien­to, cometidos que sabe cumplirlos con verdadero ardor revolucionario, sin desamparar, un sólo momento el si­tio de la lucha.

Asegurado el triunfo, al parecer, se emprende el largo regreso. Mas, una vez llegados los indígenas a sus respectivas haciendas, el cumplimiento de los ofreci­mientos hechos empieza a prolongarse indefinidamente, a más de que los participantes en la huelga, sobre todo los dirigentes, son objeto de una serie de represalias por parte de los servidores de los hacendados. Como es natural, esto les exaspera y les lleva a la decisión de tras­ladarse otra vez a Quito, creyendo sin duda que las au­toridades harían valer sus propias resoluciones. Y es en este segundo viaje que Dolores, que desde un prin­cipio había mirado con admiración y entusiasmo el de­sarrollo de los acontecimientos, participa llena de fe y de esperanzas. Quiere ella también, al lado de sus her­manos de raza, condenar la abyecta servidumbre, tan dolorosamente sentida en carne propia.

Empero, en esta ocasión, las cosas adquieren un cariz diferente. Ahora los gobernantes, libres ya del estupor primero, y más que nada, ya de común acuer­do con los poderosos terratenientes, callan como esfin­ges y no hacen ninguna clase de ofrecimientos. Días y días los indios deambulan por las oficinas públicas, don­de cuando no se les cierra las puertas, encuentran solo a funcionarios sordos, fieles cumplidores de la consig­na del silencio. Nada queda que hacer, sino emprender la vuelta, sin haber conseguido ni siquiera promesas co­mo antes. La jornada .es también más ardua: hambrien­tos y cansados, al pasar por la malsana cuenca del río Guayllabamba, muchos adquieren paludismo y la muer­te cobra algunas víctimas.

    Pero aún falta el final, preparado minuciosamente por los explotadores, que en contubernio con el gobierno, quieren impedir la repetición de hechos de esta naturaleza y mantener “el orden y la disciplina” en las haciendas.

Ese final, como siempre, es la matanza. Apenas llegados de la capital, los soldados del ejército, fuerte­mente armados y exprofesamente preparados, acosan a los indígenas como a fieras y acallan su justo clamor con los fusiles. Los campos quedan teñidos de rojo y des­de las colinas se elevan negras nubes de humo provenientes de las chozas incendiadas. Junto a una de ellas, con el esposo herido y tres tiernas criaturas, Dolores contempla con estoicismo la pérdida de su insignifican­te y único patrimonio, pero por eso mismo tanto más querido y necesario. La tragedia de su hogar, si bien le llega al alma y penetra en su corazón como espina de silvestre cacto, no disminuye su ánimo en ningún mo­mento, ya que, al contrario, al agrandar con esta nueva experiencia personal la comprensión de la injusticia, se convierte en estímulo y multiplica sus fuerzas. Por­que ve más claro que la arbitrariedad, la miseria y la opresión, pueden desaparecer de la tierra únicamente con la lucha y el triunfo de los oprimidos. Y por eso ya no llora. Cierra sus puños con frenesí, y mirando hacia el cielo, hace un solemne juramento: ¡proseguir adelan­te!

Expulsada de su humilde huasipungo y perseguida por los gamonales, así, se incorpora al movimiento in­dígena, que ya no dejará en el resto de su vida.

La bárbara represión descrita, tampoco, ha hecho mella en el ánimo de los demás indios de Cayambe, fracasando por completo el propósito del sangriento escarmiento planeado por los opresores. Al contrario, les ha servido de lección y han ganado muchos años de experiencia. Su conciencia clasista se ha consolidado y están en condiciones para plantearse objetivos más al­tos.

Y el principal de estos objetivos es ahora ‒esta­mos en 1931‒ la reunión de un Congreso Indígena pa­ra formar un organismo único que aglutine a todos los campesinos de la Sierra y dirija la lucha, porque se com­prende ya que la unidad es condición indispensable pa­ra conseguir la fuerza necesaria que pueda exigir atención a sus problemas. El Congreso se reunirá en Cayambe, lugar donde ha nacido el movimiento sindical aborigen, y centro, al mismo tiempo, del gamonalismo más recalcitrante.

Mas ese gamonalismo, que teme la unidad de los campesinos indígenas y que comprende el peligro que representa para sus intereses, trata de impedir de to­da forma la reunión del Congreso. Medios legales no tienen a mano, porque nuestra Constitución burguesa, desde hace mucho ha garantizado la libertad de conciencia y la libertad de reunión. Ante, este obstáculo, como se hace en nuestros días, se recurre a inventar una presun­ta subversión del orden y la paz social por parte de los comunistas, empleando, las poderosas armas que tiene a su alcance y valiéndose de una nutrida y falaz propa­ganda de la prensa reaccionaria que secunda con entu­siasmo la baja estratagema. El fantasma del comunis­mo ‒que tanto aterra a las gentes de mala conciencia‒ está a la orden del día y en todos los rincones.

Las autoridades, naturalmente ‒para algo repre­sentan a las clases dominantes‒ apoyan con toda deci­sión a los latifundistas y se transforman en su eco.

Oíd lo que dice en su Informe a la Nación 1930‒1931 el ministro de Gobierno y Previsión So­cial:

 

Las agresividades revolucionarias no me asus­tan, sin duda; pero sí creo honroso combatirlas de frente, cuando no tienen por base la verdad y la justicia: esto es lo que hice, de acuerdo con el se­ñor Presidente de la República y su Gabinete, des­de el momento que ingresé al Ministerio y encon­tré que la República toda estaba próxima a estallar en la más desastrosa de las conmociones sociales, poniendo en grave peligro la vida, la propiedad, la honra de las familias, el progreso del país, el buen nombre de la patria, amenazados de continuo por la insidia comunista que, en toda forma y a toda hora, está incitando al tumulto y a la rebel­día.

 

El mismo ministro, refiriéndose más en concreto al Congreso Indígena, manifiesta:

 

Las autoridades (…) se han concretado, exclu­sivamente, a mantener el orden, acudiendo a tiem­po, para estorbar la concentración de multitudes subversivas, como aconteció respecto al llamado Congreso de Campesinos, bajo cuyo nombre se tra­tó de reunir en Cayambe, en inmenso número, a to­das las comunidades de indios de las provincias interioranas, especialmente de Tungurahua, León, Pichincha e Imbabura con el visible y único fin de inducirlas a cometer desórdenes y provocar conflic­tos al Gobierno.

 

No se dice en cambio, como es de rigor en estos casos, de los hechos de fuerza y los múltiples abusos cometidos. Ni siquiera se da cuenta que el ejército es movilizado a Cayambe en plan de campaña para guardar “el buen nombre de la patria”. Nada de la persecu­ción tenaz de que son objeto los dirigentes indios y los revolucionarios marxistas para poner a buen recaudo “la propiedad” de los señores feudales. Ni una sola palabra sobre la prisión de los indígenas Virgilio Lechón, Marcelo Tarabata, Juan de Dios Quishpe y Ben­jamín Campués, que hasta el diario El Comercio, se ve en la obligación de publicar. Nada, en fin, de la coerción y violencia que se ejerce sobre los delegados de pro­vincias para impedir su asistencia al Congreso.

Tan absurdas y ridículas, son las inculpaciones que contiene el Informe, que el senador Pedro Leo­poldo Núñez ‒con sensatez y honestidad que le hon­ran‒ después de viajar a Cayambe e investigar proli­jamente los hechos, llega a conclusiones que desmien­ten totalmente las afirmaciones del ministro. Y ¡quien lo creyera!, el serio estudio del doctor Núñez está in­cluido en el mismo documento ministerial, como pues­to a propósito para que se compare la verdad con la mentira. El, habla así de la “insidia comunista”: “Esto hala­ga y convence ‒dice refiriéndose a la entusiasta defen­sa que los trabajadores hacen de la “unión y solidaridad de su clase”‒ que no es un sueño, ni un imposible el me­joramiento del indio. Varias fuerzas sociales, sin du­da, habrán elaborado semejante transformación; mas no cabría negar que en este sentido ha sido meritoria la obra realizada por los que se llaman o están tildados de comunistas”. Y sobre la “honra de las familias” aris­tocráticas, sobre su acrisolada honradez, se expresa en esta forma: “En el fondo la cuestión se reduce a que los peones exigen alza de salarios, regulación del trabajo particularmente de las mujeres, y que se modere el poder omnímodo del amo. Los hacendados no opondrían reparos, si el satisfacerles no redundara en disminución de sus ganancias y menoscabo de sus antiguos atributos señoriles”. Una cuestión de pecunia, en su­ma. ¡He allí toda la honra ‒dignidad‒, toda la honradez ‒probidad‒ que se de­fiende!

La índole del Informe, todo su veneno, se expli­ca sin embargo: “tienen por base la verdad y la justi­cia”, conformadas a medida de las conveniencias de los gamonales y explotadores. El presidente de la repúbli­ca y su ministro de Gobierno son poderosos latifundis­tas. Su gabinete, en su mayoría, está integrado por ha­cendados y oligarcas de mucha prestancia. Todos, por lo mismo, enemigos acérrimos de las “conmociones sociales” que puedan hacer peligrar la institución sagra­da de la propiedad, establecida por Dios para su exclu­sivo beneficio. Enemigos de todo “tumulto y rebeldía” que pueda hacer variar el statu quo de sus bolsillos.

Por lo dicho, la feroz oposición al Congreso Indígena, que a la postre, determina su fracaso.

Más ni el nuevo revés puede doblegar la moral de los indígenas ni impedir la prosecución de la lucha. Nue­vos sindicatos siguen formándose, que cada vez con mayor vigor, exigen solución a sus problemas. El anhe­lo de lograr la unidad en escala nacional no ha desapa­recido, pues en 1934 se logra la reunión de una Confe­rencia de Cabecillas, que sienta las bases para alcanzar esa meta.

Dolores, con la dinamia y el entusiasmo que sabe poner en sus actos, ha participado de manera destacada en este movimiento. Y ha madurado con rapidez su capacidad en el combate diario e incesante, convirtiéndose en una dirigente recia y experimentada, que sabe con­ducir a sus compañeros por el camino requerido. Solíci­ta, con abnegación admirable, está lista siempre para ayudar en el sitio que sea necesario, sin rehuir las difi­cultades ni desanimarse ante el peligro. Al contrario, como verdadera madre de su pueblo indio, en esos mo­mentos cabalmente, es cuando se hace notoria su pre­sencia.

Dolores ha crecido. La promesa que fue, ahora, es promesa cumplida.

 

*     *     *

Estamos en 1944.

Gracias a la revolución popular del 28 de Mayo, que crea aunque sea por corto tiempo un ambiente de democracia y libertad, los indígenas pueden realizar su tan arraigado deseo de unidad fundando la Federación Ecuatoriana de Indios, después de bregar, contra el ga­monalismo tantos años. Jesús Gualavisí, organizador del primer sindicato campesino de Cayambe y representante al primer Congreso del Partido Socialista Ecua­toriano en 1926, es elegido presidente. A Dolores Cacuango le corresponde el honor de ser delegada funda­dora.

 

Su participación, en este evento, es brillante y de primera línea. Se destaca como gran oradora, que unien­do la fuerza del castellano a la musicalidad del quechua ‒pues su idioma es casi mixto‒ sabe conmover a los oyentes con la narración patética de los sufrimientos de su raza, a la par que convencer, con lógica irreprocha­ble. Casi siempre matiza su discurso, como regando su exposición con bellas florecillas traídas desde el pára­mo, con metáforas de hermosura inusitada, que ya qui­sieran para sí nuestros parlamentarios picos de oro. Y su protesta, cuando de protestar se trata, es como torrente arrollador, como alud andino rodando sobre las rocas y los precipicios.

Poco después, asiste al Congreso de la Confedera­ción de Trabajadores de América Latina ‒CTAL‒ reu­nido en Cali, hasta donde lleva su palabra de fuego y de denuncia. Allí, fuera de los lares patrios, se oye por pri­mera vez el grito de ¡Ñucanchic huasipungo!, antes co­nocido solamente por su eco: la novela de Icaza.

 

De vuelta, se dedica con fervor a consolidar la or­ganización de la Federación Ecuatoriana de Indios, por­que comprende el gran papel que este organismo está destinado a jugar en el desarrollo del movimiento in­dígena.

Y efectivamente, si bien la FEI no logra agrupar a todos los indios de la república y algunas veces se en­maraña en el papeleo legalista, su aporte para la organización y el desenvolvimiento de la conciencia clasista del campesinado serrano, es de suma importancia y digno de todo encomio. Desde un principio, se hace os­tensible su labor y su presencia, luchando con firmeza por las reivindicaciones indias más sentidas, entre las cuales la Reforma Agraria y la posesión de la tierra, son sin duda las de mayor significado. De aquí, que su creación, sea un gran paso adelante en la vida del sindica­lismo indígena.

Las tareas que tiene que emprender la nueva or­ganización son muy amplias y difíciles.

Para conseguir la más mínima conquista, es nece­sario desplegar grandes esfuerzos y vencer un sinnúme­ro de obstáculos, ya que los latifundistas ‒con el apo­yo de las autoridades casi siempre‒ defienden sus os­curos intereses con una obstinación digna de mejor cau­sa, cada centavo, con uñas y con dientes. Por esto, los cambios que so operan en la vida de los indígenas son lentos y desesperantes, pues siguen subsistiendo ver­gonzosas lacras coloniales, como que si el tiempo no co­rriera, como que si la civilización no hubiera adelanta­do un solo paso. Los amos son los mismos encomende­ros de ayer: han reemplazado solamente, la antigua co­raza del español con la levita del petimetre de salón.

Y es claro que en Cayambe, centro del gamonalis­mo como hemos dicho, no pueda suceder otra cosa.

Veamos, si no, estos datos de hace pocos años, re­ferentes a las haciendas de la Asistencia Pública.

 

Pesillo y San Pablo‒Urco:

 

Los huasipungueros de estas haciendas ga­nan el miserable salario de un sucre y tienen reducidas parcelas de la peor tierra, situadas en las laderas improductivas. Los nuevos arrendatarios les arrebataron el derecho a los "comederos" de animales, les rebajaron ‒en algunos casos‒ la ex­tensión de los huasipungos y actualmente, les pri­van inclusive de elementales derechos como el de recoger leña.

Los sindicatos campesinos de la zona de Olmedo han resuelto que todos los campesinos se nieguen a pagar los diezmos y primicias que aumen­tan la miseria.[1]    

 

 Otra vez Pesillo:   

 

Ganamos solamente un sucre diario los huasipungueros ‒nos explican los indios‒ pero recibimos, eso sí, abundantes maltratos de empleados y mayordomos. Nunca tenemos una vacación, ni siquiera un día de fiesta. Las ordeñadoras trabajan todos los días, levantándose a las cuatro de la ma­ñana, con el salario de un sucre cincuenta que apunta el señor escribiente en los libros de la ha­cienda (…) No nos dejan coger leña en el monte. Y trabajamos con nuestras propias herramientas.

Algunos gamonales que arriendan las haciendas vecinas a “Pesillo”, de propiedad de la Asistencia Pública, alarmados por el reclamo de los indios, habían concurrido de inmediato a las dependencias del Ministerio de Gobierno y del Ministerio de Pre­visión Social, a hacer valer sus influencias y su “amistad” con el Gobierno. Sostuvieron largas con­versaciones. Hablaron, iracundos, de los “agitado­res comunistas”. Impusieron al patrono de “Pesillo” que no ceda un milímetro a la demanda de los indios. Dijeron que hacer el pago a estos de un solo centavo sería un terrible “mal ejemplo” para los demás trabajadores de la zona, de funestas e incalculables consecuencias para el presente régimen. [2]


Y Chaupi:


“Chaupi” es una de las haciendas de la Asis­tencia Pública ubicadas en la parroquia Olmedo de Cayambe. Como las otras, está arrendada a un par­ticular. Los trabajadores sufren los resultados de la opresión feudal agravada por el sistema de arriendo.

El patrono, Wilson Monge, les, explota inmisericordemente pagándoles salarios miserables de un sucre, burlando los recargos a que tienen dere­cho por trabajo extraordinario, y suplementario, la semana integral, las vacaciones anuales pagadas, etc.; les maltrata y comete toda clase de abusos y, atropellos.[3]

 

Los ejemplos dados bastan.

¡Cuánta ignominia! Salarios de un sucre ‒el Có­digo del Trabajo expedido en 1938 señala un salario de setenta y cinco centavos para los huasipungueros, habiéndose aumentado por consiguiente veinticinco centavos en ese lapso, es decir un centavo por año, que da la medida exacta de la generosidad de los gamona­les‒ suma tres veces inferior a la que paga el Estado para la alimentación de las acémilas pertenecientes a las guarniciones militares, como se puede comprobar revisando la Ley de Presupuesto de la época. Maltrato y mezquindad por todo lado. Infame colusión entre autoridades y hacendados para remachar los grilletes del explotado. Burla e incumplimiento de las leyes, sobre todo de aquéllas, qué puedan amenguar la repleta bol­sa del terrateniente. ¡Y hasta diezmos y primicias pa­ra el estómago de los señores curas!

Todo esto, todavía.

Sin embargo, ante el empuje de la lucha campesina dirigida principalmente por la Federación Ecuatoria­na de Indios, los terratenientes se ven obligados a cam­biar de táctica. La oposición brutal y abierta a toda reclamación, es reemplazada por las concesiones medi­das, procurando que sean las más mínimas posibles. Ya no queda otro camino. Los yanquis ‒mentores obliga­dos de nuestros gobiernos‒, un sector de la Iglesia e in­clusive algunos latifundistas de mente un tanto lúci­da, se pronuncian por esta nueva vía. Solamente los gamonales más cerriles y cerrados ‒que desde luego no son pocos‒ se oponen a tal posición. Y es la llamada Ley de Reforma Agraria dictada por la Junta Militar que llega al poder en 1963 ‒después de consultar a asesores norteamericanos‒ la que refleja con fidelidad el cambio operado en la mentalidad de la reacción ecuatoriana.

La principal concesión que se hace en esa Ley es, sin duda, la entrega de los huasipungos. Pero como ya señalamos, avariciosamente, sin lesionar gran cosa los intereses de los terratenientes. Las pequeñas parcelas, producto de una rapiña ininterrumpida de siglos, no son entregadas gratuitamente como era lo justo y honesto, sino que son vendidas a los trabajadores que habían agotado sus vidas en largos años de explota­ción y de miseria. Más aún: con el pretexto de reasentamiento que la mañosa ley les permite, los hacendados se quedan con las tierras antiguamente ocupadas por los trabajadores y les entregan otras más estériles to­davía, en los más inhóspitos pajonales o donde la erosión había destruido toda posibilidad de cultivo. Y se les suprime el derecho al aprovechamiento de la le­ña y los pastos de la hacienda, pues se establece que solamente pueden beneficiarse de ellos por el lapso de cinco años.

Con esta “reforma agraria”, en suma, los indios quedan tanto más pobres que en el pasado inmediato, pa­sado que ya nosotros conocemos.

No obstante, algo ganan: un poco más de libertad.

Se han desatado del yugo del latifundio, dejando de ser indios propios o conciertos, a quienes el amo puede maltratar impunemente y hasta vender junto con las tierras como si se tratara de ganado, según consta de anuncios publicados en la prensa. La desaparición de la dependencia personal hace desaparecer también, una serie de rezagos feudales como la huasicamía y la chagracamía por ejemplo, que daban origen a una ex­plotación mayor y a toda clase de actos lesivos a la dig­nidad humana.

Desde luego, después de dictada la Ley antes indicada, gracias a su mejor organización y a su combati­vidad, los campesinos de Cayambe pueden alcanzar varias otras conquistas, algunas de las cuales impiden que sus aspectos más negativos sean llevados a la práctica. Es significativo que, en un primer momento, puedan obligar a la Junta Central de Asistencia Pública a entregar los mismos huasipungos y a no realizar los reasentamien­tos, así como a conceder el aprovechamiento de leña, pastos y agua para el uso doméstico, por tiempo indefi­nido. Se logra que “dicha institución cree nuevas escue­las y mantenga las existentes, demostrando de esta ma­nera el interés que tienen por la educación y la cultura, antes inaccesibles para ellos. Y, a los arrendatarios ‒¡siempre tan predispuestos a las concesiones!‒ se les constriñe a que paguen mayores salarios, garanticen la estabilidad de los trabajadores, mantengan botiquines en las haciendas y proporcionen las herramientas de trabajo”.[4]

Se sigue avanzando. Poco después ‒aunque sea mediante compra de la cosa propia‒ todas las tierras de las haciendas de la Asistencia Pública pasan a ma­nos de los indios, inclusive “Moyurco”, la tierra natal de Dolores y el teatro de sus primeras luchas. Allí aho­ra, reviviendo el espíritu colectivista de los primeros ayllus se han creado varias cooperativas, que vencien­do múltiples dificultades por falta de apoyo y las tra­bas, puestas por los funcionarios incomprensivos, tra­tan de salir avante. Y eso se logrará. Porque esas coo­perativas son el símbolo del futuro, la simiente de lo nuevo, que proliferará mañana. Y sabemos que lo nue­vo, así como la luz siempre destruye las tinieblas, se impone a lo viejo y lo corrupto. Entonces, cuando crez­can y se consoliden, cuando se conviertan en verdade­ros paradigmas de compañerismo y fraternidad humana, se habrá hecho realidad el sueño de Dolores Cacuango.

 


Dijimos que esas nacientes cooperativas son un símbolo. Por lo mismo, nosotros pensamos, que para que e­se simbolismo adquiera una significación más profun­da, una de ellas, debe llevar el nombre de Dolores. Así simbolizará, la realización del ideal más puro y gene­roso de una gran luchadora.

Prosigamos adelante.

Todas las conquistas antes indicadas, ganadas tan lentamente por la irreductible resistencia de los latifundistas a disminuir sus ganancias, es fruto de la tenaz y abnegada lucha sindical de los indígenas de Cayambe iniciada en la lejana década del año veinte, cuyos dirigentes entregaron íntegramente sus vidas a la noble finalidad de combatir por el mejoramiento y la felicidad de su pueblo, sin rendirse ante el fantasma del hambre y la implacable persecución de sus enemigos. Cada derecho adquirido, aunque sea el más míni­mo, es por tanto consecuencia de ese escuerzo gigantes­co del derramamiento de sangre generosa muchas veces realizado por esos primeros luchadores. Su nombre, por esto, está ligado indisolublemente a cada batalla y a cada conquista.

Mucha falta, empero, por conquistarse todavía.

Hoy existe una nueva Ley de Reforma Agraria, que no obstante sus grandes limitaciones ‒la falta de señalamiento de la extensión máxima de tierra para una persona, sobre todo‒ abre la posibilidad al campesi­nado ecuatoriano da alcanzar nuevas y más altas con­quistas. Pero como ha sucedido siempre, esto se logra­rá únicamente mediante una lucha tenaz y organizada, mediante grandes y multiplicados sacrificios. De lo con­trario, la Ley quedará escrita. Y es ante esta perspectiva que el Comité Ejecutivo del Partido Comunista, con sentido realista y acorde con el momento político que se vive, ha puesto alerta a los trabajadores del campo y ha dicho: “¡La lucha de las masas lo decidirá todo! Deci­dirá, si la Ley va a operar en el sentido del desarrollo capitalista del empacamiento de la solución del proble­ma manteniendo las formas caducas que imperan en nuestra agricultura, o si vamos a emprender por un camino que nos conduzca a una auténtica reforma agra­ria democrática”.

Efectivamente: la lucha de las masas lo decidirá todo.

Y la justa consigna, como era de esperarse, ha prendido, entre los indígenas de Cayambe. Se han realizado ya fuertes movilizaciones, para que en cumplimiento de lo que establece el Art. 2o. de la Ley de Reforma Agraria sea declarada la zona como de intervención prioritaria. Es decir ‒este es el tenor del artículo menciona­do‒ zona donde “se concentren los procesos de afecta­ción de tierras y los recursos de apoyo financieros y tec­nológicos del Estado”.

Si la justicia fuera norma, esa declaratoria, sería merecida recompensa a medio siglo de lucha sindical in­interrumpida y cruenta.

De todas maneras, corresponde a los actuales organismos indios, a la FEI especialmente, dirigir la pelea y seguir con constancia hasta la meta final. El nombre y el ejemplo de Dolores ‒ahora que falta su presencia física‒ serán la mejor bandera para esta gran empresa.

 

*     *     *

 

Hablemos, para terminar, de la militante comunista.

Está dicho que son los revolucionarios marxistas los primeros en extender la mano al indio e intervenir personalmente en su defensa, pues si bien es cierto que algunos intelectuales liberales protestan contra la ex­plotación de que son víctimas y hasta llegan a propug­nar una reforma agraria, nunca se acercan a ellos ni co­nocen de cerca sus necesidades, conviviendo y luchando a su lado. Los comunistas, en cambio, adoptan esta nueva actitud, única y sincera y consecuente con los ideales. Y en los sectores más combativos, las masas in­dígenas, con la penetración que les caracteriza, comprenden pronto el alcance de esta postura diferente. Vale decir mejor, descubren quiénes son sus verdaderos amigos y compañeros de camino. Del largo y difícil ca­mino que tienen por delante.

Dolores, desde que se inicia en la lucha, llega a esa comprensión y se une a los comunistas para siempre. Convencida de que tienen la verdad y a razón, se con­vierte en una militante disciplinada que obedece con fe las decisiones de su Partido y cumple sus resolucio­nes a toda costa, aún en las circunstancias más adver­sas. Nunca duda de que su programa y su táctica son los únicos que pueden conducir al indio hasta su total liberación, pues meditando constantemente en medio del combate diario sobre los medios para encontrar la felicidad de su pueblo, llega a la conclusión de que sólo en un régimen socialista, sin amos ni explotadores, con tierra colectiva para todos, puede hallar su redención el campesino. Para ella, el comunismo es el único camino justo o como dice, él camino recto. Cusca‒ñán, en su expresiva y musical lengua quechua. Jamás, por lo mis­mo, se aparta de su línea, y más bien al contrario, cuan­do seudo dirigentes de vocinglería ultraizquierdista o de tendencias revisionistas o pequeñoburguesas tratan con halagos de desviar su senda, su oposición es absoluta y terminante.

Es comprensible que Dolores, una campesina anal­fabeta que tiene que trabajar de sol a sol para subsistir, no pueda abarcar en su mente todo el tesoro, doctrina­rio del marxismo‒leninismo. Pero a falta de esto, puede aprehender con toda nitidez y claridad los principios políticos más fundamentales, los mismos que, como quie­re Marx, al penetrar en su espíritu, se hacen carne y se transforman en motor y guía de su acción revoluciona­ria. De esa acción incansable que se prolonga por toda su existencia, de esa acción sin vacilaciones ni dudas, de esa acción generosa dispuesta a llegar al sacrificio. Quizás su caso, en el aspecto de los conocimientos y de su adhesión a la causa, pueda compararse al del gran guerrillero soviético Chapaiev, tal como lo presenta Furmanov en su verídica y bella biografía.

 

 

Ya tratamos de su convencimiento sobre la bon­dad del socialismo. Ese convencimiento, esa certeza de que solamente una sociedad sin clases y dirigida por los trabajadores puede liberar en forma definitiva al cam­pesinado ecuatoriano, es uno de los puntos básicos de su acervo ideológico. Dada su larga militancia en los organismos sindicales y del Partido, mediante también las conversaciones que sostiene con sus dirigentes ‒en las que demuestra una gran inteligencia y una gran avidez por aprender‒ conoce que el régimen socialista ya no es una teoría, sino una hermosa realidad en la Unión Soviética, donde sus campesinos viven rodeados de bienestar en los koljoses y tienen asegurado su fu­turo, Y eso quiere para sus hermanos indios y montu­bios. Es seguro que después de cada jornada de lucha o después del duro quehacer diario, su pensamiento vuela hacia el mañana: aldeas limpias y sin chozas miserables, tractores en lugar de los arados primitivos, el amor al trabajo reemplazando al látigo. Todo esto visto al través del brillante espejo de la tierra rusa. Y por eso ama esa tierra como si fuera propia desde aquí, des­de tan lejos.

Sabe, así mismo con seguridad y evidencia ‒cons­tituyendo otro de los principios más fuertemente asimi­lados‒, que para destruir la putrefacta sociedad feudal‒ capitalista y lograr el socialismo, es necesaria una pre­misa indispensable: la unidad obrero‒campesina. Se da cuenta cabal de que la desunión favorece a la oligar­quía dominante, razón por la cual su derrocamiento no puede ser sino resultado de la acción mancomunada de to­dos los explotados, en especial de obreros y campesinos, que son los que soportan en mayor grado el peso de la miseria y sufren más directamente las consecuencias de la opresión. Y comprende, por último, que la dirección de la lucha revolucionaria debe estar en manos de la clase obrera que, sin ligámenes a la propiedad privada ni nexos de ninguna clase con los opresores, es la me­jor garantía de decisión y consecuencia.

Y conoce, también, de las cualidades personales que deben adornar al comunista. Deduce que si ellos quieren ser artífices de un cambio grandioso en la marcha de la humanidad, por fuerza deben ser hombres diferentes de lo común y poseedores de prendas espirituales específicas: fidelidad a los principios, valentía y resolución ante toda clase de dificultades, solidaridad y desinterés, sobre todo. Y estas cualidades, avariciosamente, logra acumularlas para sí. Ninguna le llega a faltar: nunca da un paso contra su Partido, no retrocede ante los enemigos en ninguna circunstancia, siempre está lista para prestar ayuda al camarada y jamás, aunque se halle en gran necesidad, pide recompensa o premio para su trabajo. Es un vivo ejemplo de verdadera revolucionaria, en suma. Un cofre con las virtudes de la militante.

Así, Dolores, como miembro del Partido Comunista.

 

*     *     *

 

¿Y cuál su gesto, cuáles sus características fisonómicas, cómo se refleja en su faz su calidad humana?

Ante nosotros ‒es una evocación admirativa y cariñosa‒ se nos presenta y muestra su personalidad en esta forma:

 



Arrugas profundas, formando laberinto, en la oscura superficie de la frente y la oquedad de las mejillas: elocuentes, parecen decir con grito largo y ululante, el punzante dolor de un pueblo y una raza.

Ternura fijada en sus facciones, blanda y suave ternura, como copo de lana o escarcha matutina. No es una ternura sola, es ternura colectiva, que abarca los afec­tos de los ayllus serranos, transparentes, diáfanos y pu­rificados en el crisol del sufrimiento. Que contiene, en­cerrado en vasija de barro para que no se escape, el tierno arrullo de las madres indias, rítmico y grave, co­mo canto de tórtolas campestres.

Rasgos de dura firmeza, coexistiendo con la mansa dulzura, como la flor al lado del espino. Fortaleza con consistencia de granito y resistente a los golpes más fu­riosos, como el puño de martillo de los amos o el rayo lanzado por sus dioses, por ejemplo. Temple así ‒inquebrantable roca‒ porque es de fe su basamento. Porque es certidumbre pegada a la piel y grabada en la mente de reconquistar la tierra arrebatada, para ya poseí­da, acariciar los surcos y besar el brote de las mieses. Y entonces clamar con voz potente, para que retumbe con el eco, el viejo grito de guerra y de victoria: ¡Ñucanchic Allpa!

Mirada potente y penetrante, hecha para romper la niebla espesa de los cerros nativos, para distinguir entre la paja de la puna la sierpe de los chaquiñanes. Mirada prestada por los cóndores andinos, para avizorar también, desde alta cumbre, el camino y la meta del combate emprendido: ¡ese mundo feliz con tierra propia que titila en los horizontes del futuro, irradiando claridad como una estrella!         

Barro arrugado ‒ pachamama ‒, ternura y firme­za confundidas, ojos en éxtasis mirando hacia la auro­ra: eso es Dolores.

Ahora, esa obstinada perseguidora de una estre­lla ‒el socialismo‒ ha desaparecido de la escena de la vida. Los ojos que avizoraban el porvenir lejano se cerraron para siempre en un día de abril de 1971, día triste y de tonos grises, porque la tristeza es séquito inseparable de la muerte. Y en este caso, tristeza de mayor hondura todavía ‒con notas de yaraví‒ porque también es tris­teza colectiva. Aflicción y duelo, de todas las indiadas de la Sierra.

Tal como nació ‒destino impuesto por el latifun­dio‒ encontró la muerte en la miseria. Harapos desde la cuna, alargándose implacablemente por toda una existencia, para acompañar a su dueño hasta el silencioso reposo de la tumba. Solo queda para su pueblo, como herencia, el inapreciable tesoro de su ejemplo. Y eso basta: sus herederos sabrán conservarlo, con fe y con cariño, siguiendo al pie de la letra su enseñanza.



Los indios han escrito para nuestra historia gran­des y heroicas páginas. Tienen toda una galería de combatientes admirables. Allí está Daquilema, alzándose in­dómito contra la teocracia garciana, para demostrar que ni Dios tiene derecho a tiranizar a sus hermanos. Están Saes y Morocho, ofreciendo al General Alfaro la san­gre de sus huestes broncíneas como rescate para la abo­lición del concertaje, y como tributo generoso del pue­blo indio, para purificar la patria con los aires de la de­mocracia. Está Puma de Vivar, enhiesto en las lomas azuayas, llamando a somatén con su churo cañari, para responder con golpes el golpe diario de los opresores. Y están los comunistas Jesús Gualavisí y Ambrosio La­so, levantando la bandera roja y mostrando el socialis­mo, como el más alto objetivo de la lucha indígena.

¡Todos, hombres de ejemplar coraje, digno del respeto y recuerdo!

La muerte de Dolores, luchadora de igual valer, no ha sido sino corto viaje para colocarse al lado de ellos y formar parte de esa selecta galería. Desde allí, con puño en alto, seguirán participando en las batallas venideras.

 

  


 

 



[1] El Pueblo, 14 de enero de 1956.

[2] El Pueblo, 24 de mayo de 1957.

[3] El Pueblo, 7 de febrero de 1957.

[4] Actas transaccionales correspondientes a las haciendas de "San Pablo‒Urco", "Pisambilla," "Moyurco", "La Chimba", "Santo Domingo", "Chaupi‒Moyurco" y otras, suscritas en el año 1969.