CONQUISTAS Y LIMITACIONES DE
LA REVOLUCIÓN LIBERAL[1]
Oswaldo Albornoz Peralta
Muchas y grandes conquistas, ha realizado la revolución alfarista de 1895, razón por la que ya no se discute ‑a no ser por parte de cavernarios a carta cabal recalcitrantes‑ su aporte positivo para el progreso nacional.
He aquí, en forma sucinta,
enumeradas las principales obras que conforman su legado.
‑Tenemos la Constitución de
1906, donde se hallan plasmados jurídicamente los principios doctrinarios del
liberalismo‑ donde, digamos en otra forma, se hallan convertidas en norma legal
las aspiraciones revolucionarias de la burguesía‑ pues que en ella se establece
la separación de la Iglesia y el Estado, se implanta el laicismo y en el Capítulo
de las Garantías Individuales y Políticas se señalan las libertades
básicas: de conciencia, de trabajo y de industria, de reunión, de prensa y de
pensamiento.
‑Tenemos el establecimiento de
la enseñanza laica y la creación de los Institutos Normales que ponen fin al
monopolio de la educación por parte del Clero. Además, el establecimiento de la
instrucción primaria como gratuita y obligatoria, así como la fundación de
colegios secundarios y técnicos, de escuelas nocturnas para obreros, etc.. Los
resultados beneficiosos de estas medidas para la educación son claros: de 76.162
alumnos que hay en 1894, se aumenta a 91.921 al finalizar la segunda
administración del general Eloy Alfaro, ocupando el Ecuador el cuarto puesto en
América.
‑Tenemos la Ley del Matrimonio
Civil‑ de origen alfarista y no placista como maliciosamente se ha venido
sosteniendo, ya que se la discute en el Congreso de 1899, no haciendo otra cosa
el régimen de Plaza que promulgarla por fuerza de las circunstancias, como
sostiene Juan Benigno Vela‑ que quita de manos del clero un poderoso
instrumento de acción política, del que se sirve a maravilla, según denuncia
Joaquín Chiriboga en su obra, La luz del pueblo.
‑Tenemos la Ley del Patronato,
que con la separación de la Iglesia del Estado establecida por la Constitución
de 1906, termina con el dominio clerical soportado por el país. El ignominioso
Concordato, que hacía del Ecuador feudo pontificio, deja de ser pesadilla del
presente, para convertirse en ingrato recuerdo del pasado.
‑Tenemos la supresión de
diezmos y primicias, de los derechos parroquiales y de otros pechos
eclesiásticos, que constituyen formas de inhumana explotación ‑para las clases
desvalidas sobre todo‑ a la par que fuentes de cuantiosas entradas para la
clerecía. Y traba además para el desarrollo de la agricultura ‑los diezmos y
primicias‑ razón por la cual habían venido siendo combatidos desde mediados del
siglo pasado por los espíritus más despiertos y clarividentes de la época, como
los cuencanos Pío Bravo y Benigno Malo, por ejemplo.
‑Tenemos la Ley de
Beneficencia ‑la llamada ley de manos muertas dictada en 1908‑ mediante
la cual se expropia los bienes territoriales de las comunidades religiosas,
base fundamental de su poderío económico.
‑Tenemos algunas medidas
tomadas para aliviar la miserable situación del indio: se suprime la contribución
territorial, se dictan reglamentos para impedir los abusos de los patronos
y, aunque sea en escala ínfima, se fija un salario para el indígena. El
concertaje es reglamentado para impedir abusos por parte de los amos.
‑Tenemos la Ley de Protección
a las Industrias y la implantación del Talón Oro, que tienen por objeto
favorecer el incremento de la industria y el comercio, de acuerdo con el
interés de la clase que se halla en el poder. "La Ley de Protección a las
Industrias y la de Privilegios ‑dice Peralta‑ constituyen una garantía para los
nobles esfuerzos del trabajo, las iniciativas del capital y del espíritu de
empresa, las energías de la inteligencia en sus múltiples aplicaciones; y, en
fin, para los descubrimientos de nuevos y mejores métodos de producción, es
decir, de nuevas y más grandes fuentes de prosperidad y de riqueza". Y
Luis Napoleón Dillon se expresa así al referirse a las medidas tomadas para la
supresión del régimen bimetálico y el establecimiento del patrón oro:
"He allí reformas trascendentalísimas que se llevaron a cabo sin ruido
alguno, serenamente, honradamente, como negocio entre caballeros".
‑Y tenemos, por fin, una obra
de carácter material muy importante: el Ferrocarril del Sur y varias otras vías
de transporte, edificios para escuelas y colegios, arreglo de puertos y
construcción de edificios públicos.
Es indudable que todo esto
significa un gigantesco avance en el campo de las conquistas políticas. El
Ecuador deja de ser una especie de teocracia regido por el Concordato, férreo
instrumento del dominio de clérigos y terratenientes, dueños absolutos de todos
los privilegios. Desaparecen de los Códigos los delitos contra la religión,
entre los cuales ‑y por esto se sanciona al escritor Miguel Valverde‑ consta
hasta el comer carne en día de Cuaresma. La enseñanza se libera de la tutela
eclesiástica que censura textos y estructura programas. El ser católico ya no
es requisito para ser ciudadano, no pudiéndose por consiguiente, como sucede
con Felicísimo López, expulsar del Congreso a un ecuatoriano excomulgado por la
Iglesia. La imprenta puede libremente irradiar su luz; ya no más órdenes que
prohíben no solamente la lectura del pensamiento ya impreso, sino hasta del que
aún no aparece, como sucede con un auto dictado en 1889 por el obispo León, de
Cuenca, con contra del periódico La Linterna, como que si Su Ilustrísima
pudiera adivinar y calificar de malas las ideas no emitidas todavía... ¡Tanto
se aherroja la conciencia, que durante ciento dos años de dominación
conservadora ‑1792 a 1895‑ solamente aparecen 727 publicaciones en el país,
mientras que en los cuarenta y cinco años siguientes ‑1895 a 1940‑ se llega a
2.599, según consta del Resumen Estadístico del Periodismo en el Ecuador
elaborado por Eugenio de Janón Alcívar en su libro El Viejo Luchador!
Es decir, que el horizonte de
la patria se clarifica y airea, expulsando las tinieblas y las miasmas de su
cielo.
Además, si no con la amplitud
que hubiera sido de desear ‑por las razones que indicaremos luego‑ las medidas
tomadas por el liberalismo favorecen al desarrollo capitalista de la nación y
abren las puertas para conquistas posteriores. Las cifras confirman este
aserto: durante la dominación conservadora los ingresos ascienden a
s/.4.325.701, en tanto que en 1909 llegan a s/.16.370.698, cuadruplicándose,
por consiguiente, en pocos años. Y cosa parecida sucede con las entradas
provenientes de las Aduanas, lo que indica, el incremento del comercio.
Alfaro recibido por el pueblo en uno de sus recorridos |
Mas, así como tiene un lado
positivo la revolución liberal también tiene otro, por desgracia, negativo.
Veámoslo.
El mayor error que comete el
liberalismo es no liquidar el latifundio, dejando intacta, por consiguiente, la
estructura semi‑feudal del país. Y con esto, deja también intacta la fuerza
económica de los terratenientes desplazados del poder, que equivale, a no
tocar, la base de su fuerza social y política.
La revolución es, pues
superficial. Se circunscribe, más que nada, al campo de las conquistas
políticas, al campo de las llamadas superestructuras, al campo formal,
diríamos. Pero deja incólume lo esencial: la retrasada estructura económica de
la nación.
Y esto sucede por la debilidad
de la burguesía ecuatoriana, debilidad tanto en lo que atañe a su desarrollo
cuantitativo, como a su índole misma. La burguesía industrial, aquella
interesada en la expansión del mercado interno y en la elevación del standar de
vida del campesino ‑para transformarlo en consumidor‑ casi brilla por su
ausencia. Nuestra burguesía es comercial y exportadora preponderantemente, y
por lo mismo, mantiene estrechos
vínculos con los latifundistas dueños de los productos que exporta. Y muchas
veces, hay comerciantes y terratenientes a la vez. De aquí la limitación de la
revolución. La mayoría de los doctrinarios liberales, por esto, cuando se
refieren al problema agrario, sólo plantean la supresión de abusos y de algunas
cargas económicas que pesan sobre indios y montubios, desde un punto de vista
humanitario. Pero no la reforma agraria, no el reparto de tierras, aunque sea
en la forma limitada. El mismo general Alfaro no tiene esta perspectiva
política, pues con una ingenuidad que asombra quiere solucionar el problema del
concertaje mediante un acuerdo con los hacendados. "He tenido el propósito
de reunir en Guayaquil a los dueños de haciendas ‑dice‑ para que escogieren los
medios de llegar a un resultado satisfactorio tanto para el patrono como para
el infeliz concierto".
Y hay más todavía: teme la
insurrección indígena ya que confiesa lo siguiente: "No dejaré de
consignar de paso, que debido a la protección que por humanidad y justicia
había otorgado mi Gobierno a la clase
indígena desvalida, estuvo en mi mano levantarla como elemento de exterminio
contra mis frenéticos enemigos políticos y no lo hice porque esa medida
entrañaba feroz y sangrienta venganza por parte de una raza que, bárbaramente
vejada durante tres siglos de opresión exterminadora, no habría dejado, en
represalia, ni vestigios de sus legendarios opresores"...
Ni siquiera los latifundios
que son expropiados a la Iglesia mediante la Ley de Beneficencia, son
repartidos a los campesinos. Pasan a manos del Estado que, convertido en esta
forma en nuevo latifundista, mantiene la servidumbre del indio y la inicua
explotación de antaño.
Este, entonces, el pecado
capital de los liberales del 95.
Y este pecado tiene
consecuencias económicas y políticas.
Desde el punto de vista
económico, la no realización de la reforma agraria, significa, en fin de fines,
que se pone una valla poderosa para un rápido desenvolvimiento capitalista del
país, porque al no elevar el standar de vida del campesino entregándole la
tierra en propiedad, se impide que él ‑que compone la mayor parte de la
población‑ se transforme en consumidor. Y al limitar en forma tan grande el
mercado interno, se obstaculiza en la misma proporción el desarrollo de la
industria y del comercio, necesariamente constreñidos por la falta de
compradores para sus productos.
Esta omisión, ya
considerándola desde el ángulo político, entraña una limitación en el apoyo de
masas ‑en este caso de las masas campesinas‑ para el régimen liberal. El
campesinado no ve, no puede ver ‑pues que las pequeñas mejoras obtenidas no son
suficientemente importantes para ello‑ un defensor radical y consecuente de sus
intereses. Y si a esto añadimos el hecho de que tampoco se buscan medios
concretos e inmediatos para el mejoramiento del nivel de vida de las otras
capas populares, se comprenderá fácilmente que su base humana es muy débil y
pequeña, razón por la que en muchas ocasiones tiene que echar mano de la
coerción para imponer sus puntos de vista. Lo que a la vez, aumenta el
descontento y da armas al enemigo.
Y tal debilidad conduce al
final, a la liquidación de la revolución alfarista. Y también a la tragedia.
Las derrotas de Huigra, Yaguachi y Naranjito, preludian la orgía que se
avecina. Y ésta llega: un 28 de Enero de 1912, en El Ejido, es incinerado Eloy
Alfaro, el gobernante que, pese a todas sus equivocaciones, es la figura más
grande y heroica de la patria.
¿Quiénes los responsables de
la masacre de El Ejido?
Detrás de los errores del
liberalismo, de sus limitaciones sobre todo ‑que ya dejamos tratado‑ se
fortalece la reacción y se prepara para el asesinato y el asalto final.
Tres fuerzas, claramente, se
pueden distinguir entre los que participan como protagonistas en estos
acontecimientos vergonzosos.
Están, en primer lugar ‑como
organizadores y dirigentes‑ los traidores al credo liberal y aquellos que se
habían puesto máscara de revolucionarios para socavar los cimientos del
progreso realizado con el esfuerzo y la sangre del pueblo ecuatoriano. Son los
Plaza, los Freire Zaldumbide, los Intriago, y unos tantos otros más, igualmente
ruines. Son los integrantes de la facción placista, que devenida en ala
derecha del liberalismo desde muy temprano, pone en peligro las conquistas del
liberalismo con su entreguismo a los conservadores durante los regímenes de
Leonidas Plaza y Lizardo García ‑1901‑1906‑ según denuncia el general Eloy
Alfaro en su explicación acerca de Las Elecciones Presidenciales de 1901.
Facción esta que inclusive llega a pactar con el enemigo en 1906 y secunda la
intentona conservadora dirigida por Antonio Vega. Gonzalo Córdova, dirigente
importante de este oscuro grupo, en esta ocasión, lanza ya la singular teoría
del avenimiento: "Solucionar todas las diferencias ‑entre liberales y
conservadores‑ mediante concesiones recíprocas que borren para siempre la
distinción de los bandos políticos que hasta hoy han combatido como que si no
fueran hermanos". Y que poco antes, a raíz del triunfo de Alfaro en
Chasqui, llega al extremo de pedir la entrega de las armas y el poder al
Partido Conservador.
Y no se crea que la coalición
liberal‑conservadora dirigida por Gonzalo Córdova y Antonio Vega es un hecho
aislado y casual. No. Esta coalición organizada para oponerse al alfarismo
revolucionario, es consecuencia directa de la índole de la burguesía
ecuatoriana, y por lo mismo, tiene un carácter nacional. El doctor Manuel María
Borrero, liberal prominente y que participa personalmente en la conspiración de
1906 a que nos acabamos de referir, en su estudio titulado el Coronel
Antonio Vega Muñoz, con honestidad que lo honra, confiesa lo siguiente:
"La conspiración general tramada contra la segunda Dictadura del General
Eloy Alfaro fue producto de una coalición liberal‑conservadora formada en
diversos lugares de la república, con la concurrencia de los liberales
placistas, y de los independientes y de los conservadores". Y añade en
otra parte estos preciosos datos ocultados celosamente por los seudo liberales
de hoy: "Debo advertir que en Guayaquil ‑el centro de nuestra burguesía
comercial y bancaria‑ actuaba un Comité Central de la coalición liberal‑conservadora,
compuesto por los señores: Alfredo Baquerizo Moreno, José Luis Tamayo, Carlos
Carbo Viteri, Ezequiel Palacios, Martín Avilés, Rafael Guerrero, Enrique
Baquerizo Moreno, José Eliodoro Avilés, Enrique Cueva y otros más". No
está por demás anticiparnos y decir que estos personajes, después de la caída
del alfarismo y del asesinato de El Ejido, tienen actuación fundamental en los
gobiernos oligárquicos y de derecha que advienen. ¡Algunos, hasta ocupan la
Primera Magistratura de la Nación!
Junto al placismo, pues, están
sus aliados, los conservadores, que representan las fuerzas de los
terratenientes y del clericalismo.
El clero, no contento con
haber desencadenado la guerra civil durante largo tiempo ‑derrochando los
bienes de las comunidades y sacrificando a cientos de pobres gentes enfermas de
fanatismo‑ no contento con haber envenenado el ambiente con furibundas
pastorales, están ahora nuevamente en pie de lucha al lado de los
arrastradores, con la misma furia e intemperancia de los Schumacher y Massiá,
héroes de la anterior "cruzada". Durante el arrastre de los cadáveres
se grita ¡Viva la religión! y ¡Mueran los herejes! El cura de Santa Bárbara
vocifera y hace público su regocijo por los criminales hechos. Un fraile Bravo,
mercedario, azuza y dirige a las turbas. Y finalmente, para eterna vergüenza de
los que se dicen misioneros de la paz y caridad, el más alto prelado de la
Iglesia Ecuatoriana ‑que siempre, como se puede constatar examinando sus
edictos religiosos, había venido combatiendo con acritud y sin tregua, todas
las reformas progresistas del liberalismo ‑con su actitud pasiva y cómplice, da
asentimiento a la canibalesca hazaña.
Como es lógico, al lado del
clero está el sector seglar de la dirección conservadora, los hacendados
aristócratas, cargados de pergaminos nobiliarios. Tanto los que han logrado
penetrar en las filas liberales como los que siguen en el conservadorismo. Y, a
decir verdad, los unos y los otros rivalizan de igual a igual en el campo de la
delincuencia, ya que en el azuzar, repartir gratificaciones a los asesinos,
proporcionar sogas para el arrastre y kerosene para las incineraciones,
realizan esfuerzos semejantes. Toda la llamada nobleza está presente. Noble es
Carlos Freire Zaldumbide, el Encargado del Poder, que por cínico y tonto, ni
siquiera se preocupa de disimular sus criminales maquinaciones. Noble es un
Lasso Ascásubi, que según Sánchez Núñez ‑Fuego y sangre‑ contribuye en
Guayaquil con el combustible para quemar el cadáver del general Montero. Nobles
son todos los que el escritor colombiano Manuel de Jesús Andrade nombra en sus Páginas
de sangre: un Cristóbal Gangotena Jijón, un Arteta, un Carlos Pérez
Quiñónez, un Fernando Pérez Quiñónez, unos Salvadores... todos con caras
espantosas y "con aspavientos de buitres". Y hasta las damas
encopetadas, aquellas que presumen de delicadeza y pulcritud, no dejan de
participar en los asquerosos hechos, pues es una linajuda descendiente del
general Flores, la que recompensa a una meretriz por la profanación de los
restos del general Alfaro.
¡Toda la aristocracia, toda
esa caterva de viles... hijosdalgos dueños de ilimitados latifundios, que en
los tiempos de García Moreno se reunían en Juntas de Notables para
aprobar los actos liberticidas del tirano, en suma, actúan en los trágicos
sucesos del mes de Enero!
Y las pruebas de la
participación de los placistas y conservadores en la masacre son claras y
contundentes. Varios son los libros de los más distinguidos escritores e
historiadores ecuatorianos y extranjeros, que abruman con argumentación y
documentos irrefutables a estos criminales, quienes, por otra parte, poco han
hecho para desvanecer el terrible cargo. Las escuetas y vacías Notas para la
Historia del general Plaza, por su total ausencia de razones convincentes,
no constituyen ninguna defensa. Ni tampoco la resolución de un Congreso,
reunido, cabalmente, para declarar que no hay lugar a formación de causa contra
los principales responsables, pese a las pruebas del proceso y a la elocuente
acusación fiscal...
Señalemos, finalmente, el
tercer factor que interviene para la consumación del crimen, factor que, para
nuestro modo de ver, no es otro que la acción del imperialismo.
La mano del imperialismo está
representada por los cónsules de Gran Bretaña y Estados Unidos que no exigen el
cumplimiento del Tratado de Huigra del cual son garantes, sino que al contrario,
impávidos como bonzos miran su burla y rompimiento, sabiendo que ese Tratado
obliga al respeto y libertad de los combatientes prisioneros, cuyas vidas se
hallan en inminente peligro. Y ellos obran así obedeciendo órdenes superiores
sin ninguna duda. El siguiente documento lo prueba: "Telegrama para
Guayaquil.‑ Quito, Enero 25.‑ 1.20 p.m.‑ Gobernador. Cuerpo diplomático
residente háme dicho haber telegrafiado a sus cónsules en Guayaquil, la
abstención más completa respecto a los asuntos que no les concierne, tales como
los relativos a lo que el Gobierno ha ordenado tocante a los cabecillas de la
revuelta de cuartel que terminó.‑ Ministro de Relaciones". Lo que
equivale, al visto bueno para el asesinato.
La complicidad de los
gobiernos garantes del Tratado de Huigra ‑pues, que ellos y no sus agentes
diplomáticos son los garantes según las reglas del Derecho Internacional‑ es
tan notoria, que la prensa continental la condena en diferentes tonos, para
vergüenza de nuestros historiadores pro‑yanquis que hasta ahora han
permanecido callados ante hecho tan indigno.
He aquí algunos párrafos
elocuentes de los periódicos de la época:
Dice el escritor Luis Ulloa en
La Prensa de Lima, pidiendo que los países de Sur América sancionen a
los criminales:
Sud América aún no ha hecho nada; pero
felizmente, puede tener todavía la primacía, porque el Ogro del Norte ha
recordado, sin duda, que del hoy triunfante pretorianismo placista, fue de
quien recibió la más sólida oferta de venta del Archipiélago de Galápagos; lo
ha recordado y se ha cruzado de brazos ante las cenizas de Alfaro. Sud América
no tiene motivo para imitar la prescindencia yanqui; su interés es el
contrario.
Y el diario La Crónica
de la misma ciudad manifiesta esto en abril de 1914:
Pero, cuando Plaza, el Gran Asesino
Ecuatoriano, hizo estremecer de horror al mundo entero con el descuartizamiento
de sus amigos y protectores en Quito y Guayaquil, cuando esa hiena con faz
humana inflingió a la América civilizada y humanitaria el más sangriento
ultraje que jamás se ha inflingido; cuando degolló, despedazó, profanó e
incineró, en las plazas de esas ciudades, a hombres que, a pesar de todo cuanto
de ellos se diga, habían sido mandatarios y políticos visibles de una República
¿dónde estuvo el humanitarismo, dónde la alta visión política, dónde la
filantropía, dónde el intervencionismo altruista de los conquistadores del
Norte...? ¿Sólo la sombra del yankemano Madero pide venganza? ¿La de Alfaro,
no?...¿Por qué?...Es que Plaza padece también de yankemanía, es que para ir a
Guayaquil y danzar la danza del escalpelo delante del cadáver de Montero, y
para mandar a encender en Quito las piras donde ardieron los Alfaros,
humanitario Plaza, altruista Plaza, el filósofo Plaza, salió de Nueva York
llevando en su portafolio un contrato yankee para el saneamiento de Guayaquil y
otros contratos yankees para empréstitos a tipos leoninos... Ese es el
humanitarismo, esa es la filantropía de los interventores de la Casa Blanca.
Los imperialistas, pues, para
asegurar la ganancia proveniente de sucios negociados, no trepidan en
sacrificar las vidas de los más distinguidos políticos ecuatorianos, menos en
perder el honor, castigo que corresponde al garante moroso. Sin duda recuerdan
que había rechazado los leoninos empréstitos. "Mr. Stapleton que había
sido comisionado por el señor Lizardo García para que gestione en EE.UU. un
empréstito de cuatro millones de dólares ‑comenta el diario El Comercio
de Quito correspondiente al 11 de marzo de 1906‑ ha informado al Jefe Supremo
que sus gestiones han tenido buen resultado, pero el general Alfaro ha dicho
que no necesita de ningún empréstito porque el Ecuador goza de paz y
prosperidad". Además, el imperialismo recuerda que Alfaro, siguiendo una
política anti‑colonialista y de celosa defensa de la independencia patria ‑política
característica de una burguesía revolucionaria‑ lucha por la libertad de Cuba y
se opone a la venta del Archipiélago de Galápagos. Todo esto recuerda el
imperialismo, y recordando esto, se hace cómplice del asesinato del general
Alfaro. Es por esto que no interviene conforme está obligado en su calidad de
garante. ¡En cambio, si se hubiera tratado de garantizar minúsculos intereses
de cualquiera de sus ciudadanos ‑como varias veces ha hecho en diferentes
países de América‑ su Armada y sus Infantes de Marina, es seguro, que habrían
intervenido!
La eliminación física de los
mandatarios nacionalistas de Latinoamérica, no se crea que es método vedado
para el imperialismo yanqui. Alfaro no es el primer caso. Poco después se hace
igual cosa con el presidente Madero de México, que nada tiene de yankeemano
como equivocadamente se dice en el artículo periodístico que dejamos
transcrito, pues de haberlo sido, no hubiera sido asesinado por los yanquis,
con la participación directa del embajador de Estados Unidos, conforme
demuestra con sobra de pruebas el escritor Mario Gill, en su libro titulado Nuestros
buenos vecinos.
El ala derecha del
liberalismo, el partido conservador y el imperialismo, conforman, pues, la
trilogía que consuma la tragedia de El Ejido, poniendo fin con ella, a la
revolución alfarista.
Es explicable, sin embargo, el
proceder de los asesinos.
El placismo, que
representa a los sectores seudo liberales ligados al latifundismo y al capital
bancario, ven en la prosecusión y consolidación de la revolución, y en su
símbolo, el Viejo Luchador, un peligro para sus intereses. El conservadorismo,
y su aliado tradicional, el clero, que ansían recobrar el antiguo predominio y
reconquistar las prebendas suprimidas, ven en las reformas introducidas por el
liberalismo alfarista, obstáculo insuperable para la realización de sus
propósitos. Y el imperialismo, el imperialismo yanqui especialmente, que en las
últimas décadas del siglo pasado establece una política agresiva y de
penetración en los países de América del Sur, no puede ver con buenos ojos la
permanencia en el poder de un presidente amante de la independencia patria. El
imperialismo, ya en ese entonces, necesita gobernantes títeres como Leonidas
Plaza.
[1] Tomado de
Oswaldo Albornoz Peralta, Del crimen de
El Ejido a la Revolución del 9 de Julio de 1925,segunda edición, Sistema
Nacional de Bibliotecas SINAB, Quito, 1996, pp.9-21.
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