AZUAY–1925
Oswaldo Albornoz Peralta[1]
El Azuay es tierra proclive a los levantamientos indígenas. Hay un sedimento de rebelión en todos sus poblados. Y, es que no puede ser de otra manera, si se tiene en cuenta las múltiples exacciones de que es víctima el indio: mingas obligatorias, gravámenes fiscales, usurpación de tierras, escasez y especulación con artículos de primera necesidad, como la sal por ejemplo.
Hablemos un poco de estas
exacciones, en especial de las famosas mingas, por ser esto muy ilustrativo.
Cuando se trata de
instalar la maquinaria para dotar de fuerza y luz eléctrica a la ciudad de
Cuenca –donde no viven indios y por tanto ninguno puede aprovechar de sus
servicios– se utiliza el esfuerzo de los indígenas, como si se tratara de
bestias de carga, para el transporte de las pesadas cargas, obligándoles a
largas jornadas en un trayecto de
Son miles los indígenas que se emplean para este cometido, muchos de los cuales nunca regresan a sus hogares, sino que mueren despeñados en las breñas de la cordillera o aplastados por el hierro de las cargas. "El Boletín Municipal Nº 1 de Cuenca –se dice en El Comercio– avisa que hoy salían de Huigra, con destino a aquella ciudad, 41 "guandos" al cuidado de los señores doctores Luis Cordero y Antonio Barsallo. Luego, 22 más, con los últimos ochocientos peones llegados hasta entonces. Todo el cargamento se compone de la maquinaria importada para la instalación de la planta eléctrica municipal". Joaquín Gallegos Lara tiene una novela, desgraciadamente inédita,[2] sobre estos famosos guandos. ¡Como describirá esa sangrienta epopeya el gran escritor proletario!
Por este trabajo, como
dice Guevara, no se paga un solo centavo a los indígenas. Y esto lo ratifica también
Alfonso Andrade con las siguientes palabras: "El éxito coronó la proeza,
sólo que el dinero destinado para pagar a los indios, que se allegaron
conduciendo el poderoso y enorme equipo, se desvaneció entre las uñas de los
subalternos encargados, por el Gobernador, de hacer el pago…"
Empero, no se trata de
falta de generosidad de los gamonales, cuya gentileza y caballerosidad quedan
señaladas para la admiración de la posteridad en un inmortal documento: ¡el
Concejo Municipal de Cuenca acuerda "formar un álbum, en el que consten
todos y cada uno de los nombres de los indígenas –tres mil– que llevaron en
"guandos" desde Huigra hasta Cuenca, los pesados bultos de la
maquinaria importada"…!
Sobre este sedimento de
explotación y atropellos infinitos, solamente falta una chispa para que se
incendie la campiña azuaya, tan llena de inhumanidad y de miseria. La chispa,
no es otra, que la especulación con la sal.
Acontece que en el año de
1925, por diversas circunstancias llega a faltar este artículo indispensable
para la alimentación, cosa que, como sucede con frecuencia es aprovechada por los especuladores para subir
desmesuradamente los precios y explotar al pueblo. Los más afectados son, como
es natural, las capas más pobres de la población, y entre ellas el indigenado,
colocado en la última escala de la pobreza. Los indios son, pues, las
principales víctimas de esta contingencia. Y las únicas víctimas en la cruel
represión, ya que su justa protesta es acallada en la forma que acostumbran los
ejemplares gobernantes que tenemos: mediante la masacre.
Estos los hechos.
Al igual que en 1920 la
revuelta se extiende por varias parroquias y poblaciones rurales, donde se
vuelve a incinerar censos y catastros, se invaden algunas haciendas y se
castiga a algunos verdugos de indios. Grandes poblados nuevamente avanzan hacia
la ciudad de Cuenca, y esta vez descendiendo desde la colina de Cullca logran
penetrar hasta
la plaza de San Francisco en busca de la ansiada sal, lugar de donde son expulsados por la fuerza pública que, con sus fusiles, hacen fácil blanco en la abigarrada muchedumbre, que no tiene otra alternativa que desbandarse y huir a los campos aledaños, luego de regar con su sangre las calles de la capital provincial. Aquí los indígenas se reagrupan, y ahora sí, en terreno más propicio y mejor organizados, hacen frente a los soldados que se envía para someterlos, a cuyas armas de fuego oponen sus humildes instrumentos de labranza y los proyectiles pétreos de sus hondas. Sobre todo, oponen, su singular coraje.
Al final, batidos por la
superioridad militar de sus contrarios, se retiran a sus respectivos lugares de
procedencia divididos ya en diferentes grupos, los que todavía, al retroceder,
aún combaten y presentan valiente resistencia.
Ya cuando están totalmente vencidos viene la cruel represalia. Los soldados se desparraman por los campos y roban y saquean las miserables chozas. Las sementeras de sus parcelas son convertidas en pasto para las caballadas. Los indios, hombres y mujeres, son vejados en la forma más salvaje. Oíd lo que dice Alfonso Andrade en su ya citado Espigueo:
Para culminación del desastre, ante el padre fue constuprada la hija... Y, como caballo que alcanza, los sátiros ya no se detuvieron y el quichua, infeliz, tuvo que presenciar el contubernio de la esposa con toda la soldadesca… ¡Así, el bohío, si no templo de cátaros, albergue de paz y de trabajo, fue convertido en casa de mancebía!
Así es,
pues, como termina este levantamiento.
Pero no obstante el
desenlace trágico y sangriento, estas acciones constituyen una lección y una
experiencia más en el largo bregar por la justicia de las indiadas azuayas,
lección y experiencia que servirán de mucho en el mañana. Valerosos jefes se
distinguen en estos combates, Puma de Vivar y Narciso Piña especialmente,
cuyos nombres son y serán una bandera.
Entre los intelectuales progresistas del Azuay, ésta y las demás sublevaciones de la época, han tenido mucha repercusión. En sus libros, ellos, convencidos de la justicia de los reclamos indígenas, han reflejado con cariño, todo el heroísmo de las indiadas de nuestro Austro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario