lunes, 9 de mayo de 2022

La huelga de la sal Azuay -1925

 

LA HUELGA DE LA SAL

AZUAY–1925

Oswaldo Albornoz Peralta[1]

 

El Azuay es tierra proclive a los levantamientos indígenas. Hay un sedimento de rebelión en todos sus poblados. Y, es que no puede ser de otra manera, si se tiene en cuenta las múltiples exacciones de que es vícti­ma el indio: mingas obligatorias, gravámenes fiscales, usurpación de tierras, escasez y especulación con artículos de primera necesidad, como la sal por ejemplo.

Hablemos un poco de estas exacciones, en especial de las famosas mingas, por ser esto muy ilustrativo.

Cuando se trata de instalar la maquinaria para dotar de fuerza y luz eléctrica a la ciudad de Cuenca –donde no viven indios y por tanto ninguno puede aprovechar de sus servicios– se utiliza el esfuerzo de los indígenas, como si se tratara de bestias de carga, para el transporte de las pesadas cargas, obligándoles a largas jornadas en un tra­yecto de 150 kilómetros de distancia. Para esto, tal como afirma Darío Guevara en su estudio sobre Las mingas en el Ecuador, se echa mano con mucha astucia de la buena voluntad que siempre mues­tran hacia esa tradicional costumbre aborigen de la min­ga que, desde antes de la conquista hasta nuestros días, les ha servido para emplear el trabajo colectivo en la ayuda mutua. Es decir, que se utiliza una bella costumbre de solidaridad humana, para una vil y rastrera explotación.

Son miles los indígenas que se emplean para este cometido, muchos de los cuales nunca regresan a sus ho­gares, sino que mueren despeñados en las breñas de la cordillera o aplastados por el hierro de las cargas. "El Boletín Municipal Nº 1 de Cuenca –se dice en El Comercio– avisa que hoy salían de Huigra, con destino a aquella ciudad, 41 "guandos" al cuidado de los señores doctores Luis Cordero y Antonio Barsallo. Luego, 22 más, con los últimos ochocientos peones llegados hasta entonces. Todo el cargamento se compone de la maqui­naria importada para la instalación de la planta eléctrica municipal". Joaquín Gallegos Lara tiene una novela, desgraciadamente inédita,[2] sobre estos famosos guan­dos. ¡Como describirá esa sangrienta epopeya el gran escritor proletario! 



 

Por este trabajo, como dice Guevara, no se paga un solo centavo a los indígenas. Y esto lo ratifica también Alfonso Andrade con las siguientes palabras: "El éxito coronó la proeza, sólo que el dinero destinado para pagar a los indios, que se allegaron conduciendo el poderoso y enorme equipo, se desvaneció entre las uñas de los subalternos encargados, por el Gobernador, de hacer el pago…"

Empero, no se trata de falta de generosidad de los gamonales, cuya gentileza y caballerosidad quedan seña­ladas para la admiración de la posteridad en un inmortal documento: ¡el Concejo Municipal de Cuenca acuerda "formar un álbum, en el que consten todos y cada uno de los nombres de los indígenas –tres mil– que llevaron en "guandos" desde Huigra hasta Cuenca, los pesados bul­tos de la maquinaria importada"…!

Sobre este sedimento de explotación y atropellos infinitos, solamente falta una chispa para que se incendie la campiña azuaya, tan llena de inhumanidad y de mise­ria. La chispa, no es otra, que la especulación con la sal.

Acontece que en el año de 1925, por diversas cir­cunstancias llega a faltar este artículo indispensable para la alimentación, cosa que, como sucede con frecuencia es aprovechada por los especuladores para subir desmesuradamente los precios y explotar al pueblo. Los más afectados son, como es natural, las capas más pobres de la población, y entre ellas el indigenado, colocado en la última escala de la pobreza. Los indios son, pues, las principales víctimas de esta contingencia. Y las únicas víctimas en la cruel represión, ya que su justa protesta es acallada en la forma que acostumbran los ejemplares gobernantes que tenemos: mediante la masacre.

Estos los hechos.

Al igual que en 1920 la revuelta se extiende por va­rias parroquias y poblaciones rurales, donde se vuelve a incinerar censos y catastros, se invaden algunas haciendas y se castiga a algunos verdugos de indios. Grandes poblados nuevamente avanzan hacia la ciudad de Cuenca, y es­ta vez descendiendo desde la colina de Cullca logran pe­netrar hasta

 

la plaza de San Francisco en busca de la an­siada sal, lugar de donde son expulsados por la fuerza pú­blica que, con sus fusiles, hacen fácil blanco en la abiga­rrada muchedumbre, que no tiene otra alternativa que desbandarse y huir a los campos aledaños, luego de regar con su sangre las calles de la capital provincial. Aquí los indígenas se reagrupan, y ahora sí, en terreno más propi­cio y mejor organizados, hacen frente a los soldados que se envía para someterlos, a cuyas armas de fuego oponen sus humildes instrumentos de labranza y los proyectiles pétreos de sus hondas. Sobre todo, oponen, su sin­gular coraje.

Al final, batidos por la superioridad militar de sus contrarios, se retiran a sus respectivos lugares de proce­dencia divididos ya en diferentes grupos, los que todavía, al retroceder, aún combaten y presentan valiente resis­tencia.

Ya cuando están totalmente vencidos viene la cruel represalia. Los soldados se desparraman por los campos y roban y saquean las miserables chozas. Las sementeras de sus parcelas son convertidas en pasto para las caballadas. Los indios, hombres y mujeres, son veja­dos en la forma más salvaje. Oíd lo que dice Alfonso Andrade en su ya citado Espigueo: 

Para culminación del desastre, ante el padre fue constuprada la hija... Y, co­mo caballo que alcanza, los sátiros ya no se detuvieron y el quichua, infeliz, tuvo que presenciar el contubernio de la esposa con toda la soldadesca… ¡Así, el bohío, si no templo de cátaros, albergue de paz y de trabajo, fue convertido en casa de mancebía!

 

Así es, pues, como termina este levantamiento.

Pero no obstante el desenlace trágico y sangriento, estas acciones constituyen una lección y una experiencia más en el largo bregar por la justicia de las indiadas azuayas, lección y experiencia que servirán de mucho en el mañana. Valerosos jefes se distinguen en estos comba­tes, Puma de Vivar y Narciso Piña especialmente, cuyos nombres son y serán una bandera.

Entre los intelectuales progresistas del Azuay, ésta y las demás sublevaciones de la época, han tenido mucha repercusión. En sus libros, ellos, convencidos de la justi­cia de los reclamos indígenas, han reflejado con cariño, todo el heroísmo de las indiadas de nuestro Austro.




 


[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Las luchas indígenas en el Ecuador, Editorial Claridad S. A., Guayaquil, 1971, pp. 62-65.

[2] Se publicó en 1982, once años después de publicado Las luchas indígenas en el Ecuador de Oswaldo Albornoz (N. del E.).

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