Oswaldo
Albornoz Peralta
DOLORES CACUANGO
Y
LAS LUCHAS INDÍGENAS DE CAYAMBE
El cono nevado del Cayambe esplendente con el sol de la mañana, semeja vigía de alba capa erguido sobre los campos aledaños. A sus pies, formando pedestal granítico, las rugosidades de la cordillera. Y más allá las tierras de cultivo, de colores cambiantes como camaleones, según la exigencia de los ciclos agrícolas: plomizas y grises antes de la siembra, alfombradas de verde durante el crecimiento de las mieses, y amarillas como oro, cuando llega la fiesta de la cosecha.
Muchas
veces también ‒igual que el camaleón‒ las superficies de esas tierras se han
moteado de rojo con la sangre de las indiadas levantiscas, que cansadas de
soportar el dolor de la miseria, han optado por la lucha y la consiguiente
posibilidad de muerte. Esas manchas rojizas, impregnadas en las breñas o sobre
la estipa‒ishu de los páramos son
como los hitos del combate.
El
combate allí, resulta imprescindible, impostergable. Es la sola alternativa que
se tiene a mano para enfrentar la explotación del latifundio, que en la zona,
aparece con todos sus horrores, desde los primeros años de la conquista. Sus
tentáculos, cada día, se van extendiendo por los antiguos ayllus y apoderándose
de sus tierras mediante el uso de las armas más ruines y vedadas. El indio despojado
cae bajo la férula del amo blanco y se convierte en siervo miserable, quedando
sujeto al sufrimiento de la mita, el obraje o la encomienda, inhumanas
instituciones utilizadas por los colonizadores para medrar al máximo. ¿Cómo no
reaccionar entonces? Y así sucede efectivamente. La protesta, la resistencia y
el levantamiento, se convierten en fenómenos constantes de la región, casi como
la niebla que cubre las colinas en los atardeceres. Viejas crónicas nos hablan
de esos hechos, aún cuando casi siempre ocultando la magnitud de los crímenes,
porque son escritas por los dominadores o sus dóciles sirvientes. Más aún,
muchas veces, se tiene el cinismo de presentar como responsables a los
indígenas masacrados, a quienes se denigra con los epítetos más terribles y se
les acusa de las crueldades más inauditas, como sucede por ejemplo con los
informes referentes a la gran rebelión de Cayambe y otras poblaciones
verificadas en 1777, donde se les califica de “brutos” y de bebedores de sangre
humana. Y la mayoría de las veces, ni siquiera se indica el nombre de las
víctimas, ¡porque el indio es bien
mostrenco que no vale la pena individualizarlo como a cristiano!
Guachalá,
el gran feudo cayambeño, es símbolo y espejo del latifundismo.
Su
expansión y rápido crecimiento tienen un origen poco santo: la rapiña,
practicada con toda villanía, con todas las agravantes que pueden rodear un
delito de esa índole. Ya los marinos españoles Jorge Juan y Antonio Ulloa en
sus Noticias secretas de América,
hablan de arteras artimañas utilizadas por un Ramón Borja para apoderarse de
las parcelas de los indios. Y recientemente no más el terrateniente Emilio
Bonifaz, actual propietario de una de sus secciones, nos da preciosos datos
sobre tan interesante particular en un artículo aparecido en el Boletín de la Academia Nacional de Historia
correspondiente al semestre julio ‒ diciembre de 1970, “Todas estas causas ‒dice‒:
las epidemias, las mitas, las plagas y hambrunas debieron ayudar a los dueños
de Guachalá a extender la superficie de los pastizales hacia las zonas ocupadas
por los indígenas; pues cada vez que un terreno quedaba desocupado por haberse
extinguido la familia que lo poseía, la hacienda lo tomaría para sí ”. Es
decir, que los latifundistas se aprovechan de todo, para agrandar sus
propiedades. Y en el caso de la mita, el hecho es todavía más ruin, pues que se
envía al mitayo a la muerte para después de explotarle al máximo, apoderarse de
su patrimonio.
Desde
1700, Guachalá, es además afamado asiento de obrajes que llega a poseer
millares de ovejas, todas de propiedad de los terratenientes naturalmente, pues
los indígenas ‒¡quien lo creyera!‒ sólo pueden adquirir algunas y formar sus
manadas cuando se arruinan esas arcaicas fábricas de tejidos con la competencia
extranjera, trayendo como consecuencia la baja del precio del ganado ovino.
Pero ser asiento de obraje, para el indio, significa un verdadero infierno de
donde no se sale sino con la muerte. Allí se trabaja día y noche en
antihigiénicos galpones, y cuando el sueño o el agotamiento impiden proseguir
la tarea, el látigo o el acial de los capataces son los encargados de devolver
la desaparecida fuerza de los trabajadores. Niños de escasos años se hacinan en
esas ergástulas, de donde, si alguno sale nuevamente a la luz del día, será con
la niñez perdida para siempre, con la sombra de la pasada tortura cubriendo sus
retinas, en todo tiempo. Las mujeres, con nuevas vidas en el interior de sus
entrañas, aumentan su dolor con el pensamiento obsesionante del hijo que no
nacerá para alegrar los tristes días que le quedan. Y Guachalá no constituye excepción de la
bárbara regla. El mismo señor Bonifaz que ya citamos, nos dice que en el obraje
de la hacienda ‒año de 1763‒ existe “un cuarto que sirve de calabozo con un
cepo sin cerradura ni llave, tres cormas con cerraduras y llaves”. Es decir,
que cuenta con todo lo que es menester, para el normal funcionamiento.
El
concertaje, esa otra lacra feudal, no falta tampoco en Guachalá. En 1892 ‒datos
del mismo señor Bonifaz‒ hay 246 peones que deben a la hacienda 6.508 sucres, y
34 “nuevos”, la suma de 820. Entonces, son 280 trabajadores condenados a
trabajar de por vida en el feudo, pues nadie puede salir de sus límites sin
cancelar el último centavo, cosa absolutamente imposible con los miserables
salarios que se gana. Los hijos de muchos de ellos, por tanto, heredarán la
deuda y prolongarán la servidumbre hasta terminar sus vidas. Es esa la
draconiana ley del concertaje.
Acabamos
de hablar de salarios miserables. Y no exageramos. En las primeras décadas de
este siglo se percibe la ínfima suma de veinte centavos diarios, cantidad que,
con la cicatería propia de los gamonales, va subiendo con lentitud
desesperante. Hace poco, en 1954, los dueños de Guachalá, provocan un
levantamiento indígena para no cancelar la insignificancia de un sucre que gana
los huasipungueros, mezquindad que ocasiona una catástrofe y deja un saldo por
demás trágico: cuatro muertos, muchos heridos y diez indios apresados. Desde
luego, de esto ya no nos habla el señor Bonifaz, se trata de hechos muy
recientes que tienen que ver con su ilustre familia, razón por la que salta los
años con una agilidad asombrosa y llega exhausto a 1970 ‒después de partir de
1891‒ para decirnos que actualmente el salario llega a quince sucres, que de
casualidad resulta igual al que de manera obligatoria señala la ley. Mejor
hubiera sido la búsqueda de atenuantes: habría podido decir, por ejemplo, que
las bajas remuneraciones y la falta de exactitud en los pagos es vieja
tradición de su latifundio, tal como él mismo lo indica en el estudio que
venimos comentando. “No había mucha puntualidad en los pagos” manifiesta, a dar
a conocer las cifras que indican las deudas de la hacienda a los peones.
Los
propietarios más notables de Guachalá son los siguientes:
─ María Villacís y Loyola y su esposo el
General Antonio de Ormaza Ponce de León, Caballero de la Orden de Santiago (1679).
─ María Freire y Ormaza y su esposo Vicente
Joaquín Borja y Larraspurú (1762).
─ Ramón Borja y
Freire (1784).
─ Coronel Adolfo
Klinger y su esposa Valentina Serrano (1840).
─ Carlos Aguirre Montúfar y su esposa –la de
los líos con García Moreno‒.
─ Virginia
Klinger Serrano (1865).
─ Josefina
Ascásubi Salinas de Bonifáz (1892).
─ Neptalí Bonifaz
(1929).
─ Emilio Bonifaz
y hermanos (actualidad).
Hay
que añadir que, en calidad de arrendatarios, regentan también el feudo nada menos
que los padres de la Compañía de Jesús y el tirano García Moreno.
Y
todos ellos ‒señores de apellidos sonoros y cargados de títulos nobiliarios‒
son los que se enriquecen con la sangre y sudor de los indígenas. Son, digamos,
señores de “horca y cuchillo” en el sentido literal de las palabras.
Guachalá,
es pues, el latifundio tipo de la zona, cuyas normas, por lo mismo, son
seguidas al pie de la letra por todos los otros aledaños.
Entre
estos se hallan las ricas y extensas propiedades de las órdenes religiosas, que
en base a su posesión se integran al orden feudal y se transforman en su
baluarte más fuerte y decidido.
Las
haciendas más importantes de la Comunidad Mercedaria son éstas: Pesillo,
Moyurco, San Pablo‒Urco, Pisambilla, La Tola, La Chimba y Pucará.
Los
Padres Dominicos son dueños de Santo Domingo de Cayambe.
Aquí,
nada varía no obstante su carácter religioso, pues parece que las recompensas y
la felicidad se guardan exprofesamente para la otra vida. En cambio, en esta
vida, todos los vicios y formas de explotación feudales, tienen plena vigencia.
Hasta quizá se aumentan, ya que a los que son comunes a los latifundios laicos,
se agregan una serie de obligaciones impuestas por la Iglesia. Verbigracia, el
imprescindible catecismo, dictado los domingos en una lengua extraña en medio
del frío de la madrugada paramera, como premisa para el trabajo inmediato, de
los catecúmenos, porque como afirma el historiador Pedro Fermín Cevallos, ni siquiera
se respeta el santo día de guardar,
¡todo, para gloria de Dios!
Y
es uno de estos latifundios clericales, en San Pablo‒Urco, donde nace Dolores
Cacuango ‒la futura dirigente indígena‒ en la última década del siglo pasado.
* * *
¿Cómo
es la niñez del indio?
No
se puede describirla, porque el indio no tiene niñez alguna. Para él no existe
esa época plácida de la ausencia de problemas, donde los juegos y las
distracciones infantiles dejan esos gratos recuerdos que mañana, en medio de la
dureza de la vida adulta, sirven de lenitivo a los pesares. Él, casi desde que
nace, tiene que atarse al yugo del trabajo. En la familia indígena no se puede
desperdiciar ni el más pequeño esfuerzo, porque cualquier liberalidad de esa
naturaleza, va en menoscabo del conjunto, que cuenta hasta con la mínima
producción del adolescente para poder subsistir. Por lo mismo, sin alternativa
ninguna, desde la más temprana edad tiene que encargarse de toda clase de
quehaceres domésticos, cuidar los pocos animales del huasipungo y llevar a sus padres el raquítico fiambre hasta el
lejano paraje donde cumple su tarea. Tarea larga y penosa, que más grande ‒cuando
longo‒ tendrá que ayudar a realizarla
para que pueda terminarse antes de la llegada de la sombra de la noche.
Así,
monótona y triste, trascurre su infancia, los primeros años de Dolores en el
latifundio de su nacimiento. Empieza, allí, a observar con ojos agrandados por
la angustia, el reinado omnipotente de la injusticia: el hambre que visita
todos los hogares, los malos tratos de amos y mayordomos, los castigos
infamantes a que se someten a los peones. Ve como el más leve intento de
protesta, como el reclamo de los derechos más elementales, son acallados por la
fuerza. Por todo lado, un mundo ominoso e inexplicable, en suma.
Pero
pronto puede darse cuenta también de los contrastes. Y son los padres mercedarios
los primeros en brindarle ocasión para eso, pues que sus recuerdos más lejanos ‒según
contaba cuando venía a Quito para tratar problemas sindicales‒ alcanzan a los
últimos días de la existencia del latifundismo religioso. Gracias a ellos, mira
deslumbrada como los que constantemente predican austeridad y pobreza,
organizan fiestas fastuosas en compañías de señoras y señoritas de la capital,
donde la expansión y la ruidosa alegría, estimulados por el derroche de licores
finos, llega a extremos no muy conformes con la santidad de la doctrina. Ve y
palpa cuan cerrados son los puños para obras de caridad, mientras en cambio,
desvalijan al pobre siervo de sus últimos centavos con el pretexto de
festividades pías o aprovechando de ciertas inevitables circunstancias: el
nacimiento, el matrimonio y la muerte de algún indígena.
Esto
y mucho más, solamente más tarde se explicará la farsa, y llegará a comprender
como la religión, en muchos casos, sirve para encubrir inequidades. Se dará
cuenta cabal, de la gran contradicción entre las palabras y los hechos.
Ahora
el latifundio clerical ha llegado a su ocaso por obra y gracia de la Revolución
Liberal. Alfaro, en 1908, dicta la Ley de Beneficencia ‒comúnmente llamada Ley de Manos Muertas‒ mediante la cual
las propiedades de las comunidades pasan al poder del Estado para fines de
asistencia social. En esta forma, no se hace otra cosa que crear un
latifundismo de carácter estatal que reemplaza al antiguo de la Iglesia, sin
que los campesinos de esos feudos explotados por siglos obtengan el más mínimo
provecho, sin embargo de que ellos habían contribuido de manera efectiva para
el triunfo de las armas liberales en la batalla decisiva del Gatazo. ¡Qué injusticia
tan pasmosa! Entregar la tierra a sus verdaderos dueños, convirtiéndoles en
hombres libres, hubiera sido lo único acertado, no solo como acto de justicia,
sino como medio para impulsar el desarrollo económico de la nación. Pero, por
desgracia, únicamente se verifica un simple cambio de dominio.
La
vida del indio, por tanto, continúa como antes. Hasta llegar a ser más penosa
en cierta medida, pues que ahora las haciendas son explotadas por arrendatarios
con plazo fijo ‒la Ley estipula que los arriendos no podrán tener más de ocho
años de duración‒ que por tal razón se apresuran a obtener los máximos
beneficios en el menor tiempo posible, objetivo que solo pueden alcanzar
mediante la extorsión de los campesinos. Extorsión que nadie quiere poner coto,
porque los arrendatarios son siempre terratenientes poderosos o políticos de
influjo, que consiguen los contratos mediante soborno a las autoridades o como
premio por los servicios prestados a los regímenes de turno. Tienen, por esto,
mano libre para todo abuso.
A
Dolores, en esta situación, le corresponde adquirir una nueva experiencia: la
vida de la ciudad. Hija de conciertos, para ayudar a pagar alguna deuda de sus
padres, adolescente, viene a Quito a trabajar en la casa solariega del amo
dejando el miserable hogar, pero donde siquiera tenía al lado la ternura de sus
progenitores y familiares más cercanos. Aquí, al contrario, está rodeada
permanentemente de un ambiente hostil, mirada con desprecio y castigada a todo
momento sin ninguna culpa. Es la longa,
la china, la propia, de quién el patrón y todos sus allegados pueden hacer
cuanto les venga en gana, sin tener que dar cuenta de sus acciones
absolutamente a nadie. Es la sirviente ínfima, por lo mismo dedicada a un
trabajo sin descanso y a los quehaceres más bajos y difíciles, que tiene que
cumplirlos irremisiblemente so pena de sufrir las consecuencias de la furia de
sus superiores. Es el ser inferior, solamente una india, a quién se discrimina
de la manera más humillante todos los días, teniendo que doblar la cerviz hasta
delante del mocoso hijo del arrendatario, porque dizque es noble, de sangre
azul y presumiblemente carece de mancha mongólica. Todo gris, un mundo de
pesadilla, entorno. Solamente desde lejos, como una extraña, puede ver la
existencia dorada de sus explotadores, que viven a todo lujo, y comen y beben a
todo dar. También a distancia, quizás furtivamente detrás de un cortinaje, mira
los deslumbrantes bailes de los señores de sociedad, cuando se saca a relucir
la vajilla extranjera y las joyas de mayor valor. Observa, en suma, un mundo
diametralmente opuesto al suyo. Y debe pensar en el porqué del contraste,
inquirir sobre las causas para fenómeno tan raro. Por lo pronto pensar e
inquirir. Más tarde encontrará una clara explicación.
Al alcanzar la mayoría de edad, devengada la deuda, vuelve a la tierra, a la pachamama querida.
Los
años han pasado raudos en el incesante trajinar. Ha adquirido tempranamente la
experiencia de la vida, pero ni un solo conocimiento que puede dar la escuela
más rudimentaria, pues que los terratenientes, interesados solo en explotar su
fuerza de trabajo, consideran como pérdida de dinero cualquier tiempo dedicado
al estudio por parte de los trabajadores. Más aún, piensan que la educación
debe ser cosa vedada para los explotados, que mediante ella ‒según su decir‒
pueden abrir los ojos. Y los ojos abiertos de los explotados son peligrosos.
Por esto, Dolores, no conoce ni conocerá la escuela, pues ya no hay lugar para
ello: le espera nuevamente el latifundio que necesita de su esfuerzo. Tiene por
lo mismo no obstante su gran inteligencia y su deseo de saber, que avenirse al
sino impuesto por el gamonalismo y permanecer analfabeta. ¡Cuánto debe haber
sufrido por esta imposición! Más tarde, ya dirigente sindical de renombre,
clamará en todos los tonos para que se creen escuelas indígenas en los rincones
más apartados del campo ecuatoriano, a fin de que lo que ella no pudo conseguir
nunca, puedan tenerlo los niños de su pueblo. Y cuando alguna vez se crea una
en la zona de su residencia, asiste emocionada a observar a los tiernos alumnos
que aprenden las primeras letras, pensando sin duda que de allí saldrán los
hombres que continuarán el combate al que ha consagrado su existencia. Así
sucede con la humilde escuela que es dirigida durante unos años por su hijo
Luis Catucuamba, fundada gracias a la constante lucha emprendida por ella, que
sabe de la mutilación a la personalidad que significa el analfabetismo.
Dijimos
que vuelve a la vida del latifundio.
Efectivamente,
habiendo contraído matrimonio con un siervo como ella, Luis Catucuamba, tiene
que trabajar duramente al lado de su esposo para mantener el miserable hogar,
que quién no conozca la vida del indio, ni siquiera puede imaginar. Su centro
es la choza pajiza, donde se hacinan humanos y animales sin muebles de ninguna
clase, pues hasta la mesa y la cama son lujos desconocidos; el fogón, formado
por tullpas de piedra, reemplazan con
el humo el aire del único aposento. En las paredes, en toscas perchas de
madera, cuelgan los harapos familiares. También, en algún rincón se ven algunas
ollas y vasijas de barro que, con lo arriba señalado, forman todo su
patrimonio. Los salarios siguen siendo escasos centavos, y la tierra del
huasipungo produce casi nada, ya que siempre es la más estéril, aquella que
resulta inservible para el terrateniente. Y hasta el uso del agua, de los
pastos y de la leña, imprescindibles para la vida, son regateados con crueldad
sin nombre por los patrones y sus servidores.
Esto
explica la miseria del indio, para el cual sobrevivir, resulta milagro
portentoso. La mortalidad, especialmente la infantil, es inmensa. Porque aparte
de la alimentación insuficiente se desconoce por completo las medicinas, que
aún en casos de existir en el campo, estaría fuera de alcance de los enfermos
por falta de dinero. El médico vive en las ciudades, porque allí no se
encuentran clientes con solvencia económica. No hay medio entonces, para
enfrentar a la muerte con su saldo trágico. Y la familia de Dolores prueba de manera
palpable la verdad de estas aseveraciones: de nueve hijos mueren los ocho,
logrando vivir apenas uno, Luis, el primogénito. Y no se trata de ninguna
excepción: los principios de Malthus, mucho antes de que el naciera, se aplican
rigurosamente en los latifundios, porque parece que los gamonales ‒filósofos y
sociólogos profundos‒ son enemigos acérrimos de la progresión geométrica…
Para
esta época, nuevos vientos soplan sobre el Ecuador y sobre el mundo. La clase
obrera guayaquileña, recibiendo las brisas reconfortantes de la gran revolución
bolchevique de 1917, ha recibido el 15 de noviembre de 1922 su bautizo de
sangre para abrir el camino hacia el futuro. La revolución de 9 de julio de
1925 ha dado fin al dominio de la plutocracia placista, y gracias a la intervención de las masas populares, ha
tenido que realizar algunas reformas progresistas. Más todavía, se han
organizado los primeros grupos revolucionarios socialistas, que llenos de fe en
el mañana, emprenden la acción para transformar la patria.
Y
son los hombres socialistas los que por primera vez llegan al campo, y
primeramente, a la zona de los grandes latifundios, a Cayambe. Llevan un
mensaje encendido de igualdad económica y de fraternidad humana. Los indios, al
principio huraños, quedan absortos y quizá dudan de la verdad de lo que oyen. Y
esto es lógico y comprensible. Hasta ayer, desesperados, se habían lanzado a la
revuelta sangrienta, sin encontrar casi nunca apoyo de los llamados blancos, que si no los habían combatido
abiertamente, habían por lo menos mostrado una fría indiferencia para su causa
y sus problemas. Hoy en cambio, como nunca antes había sucedido, ven que son
tratados de igual a igual, como seres humanos, más aún, como hermanos. Pero no
solamente se trata de actitudes corteses ni palabras. Pronto pueden constatar
que también en la práctica les ayudan eficientemente a organizarse y a luchar
por sus reivindicaciones, como sucede por ejemplo cuando los indígenas de Juan
Montalvo tienen que enfrentarse con los soldados del batallón “Carchi” enviado
por la Junta de Gobierno en 1926, para conservar sus tierras codiciadas por los
latifundistas. Esto les convence, y entonces, en el pesimismo de siglos de su
mente, empieza a arder una llamarada de esperanza.
Está
claro que no solo ellos son los parias y los desheredados de fortuna, sino que
también existen otras clases desposeídas y explotadas, dispuestas igualmente a
combatir por sus derechos. Que el éxito y la victoria dependen de la unidad
férrea de los oprimidos.
Es
así, pues, como empieza a forjarse la unidad obrero‒campesina.
La
Asamblea reunida el 26 de mayo de 1926 que funda el Partido Socialista
Ecuatoriano, se reúne ya bajo el signo de esa unidad, ya que a ella asiste
Jesús Gualavisí, ese otro gran luchador indígena que vimos en páginas
anteriores, como representante del Sindicato de Campesinos de Cayambe,
organización que recibe con justicia un voto de aplauso por haber “sido el
primero en constituirse como organismo proletario campesino en la Sierra”.
Ya
organizado el Partido Socialista en escala nacional, su acción se desenvuelve
con mayor brío en la defensa de las clases explotadas, poniendo gran interés en
el campesinado, cuyas luchas son alentadas y valientemente apoyadas.
La Vanguardia, Órgano del
Consejo Central del Partido, denuncia así los abusos de los gamonales de
Cayambe en su edición correspondiente al 1ro. de marzo de 1928:
Repetidas quejas hemos
recibido de los elementos obreros y campesinos de Cayambe, con respecto a los abusos de ciertos hacendados, como del arrendatario
de Santo Domingo, que no satisfecho con
marcar con el hierro de la ignominia feudal a los trabajadores agrícolas que han tenido la desgracia de caer en sus manos, todavía a los trabajadores independientes de su feudo les quita prendas para que trabajen por su rescate, por el
crimen de haber tomado un poco de
leña, ‒que siempre fue del pueblo‒
por haber transitado los sagrados caminos
de la hacienda.
En esta época, según consta en cuadro que se incluye en el Informe que presenta al Congreso el ministro de Previsión Social y Trabajo, son arrendatarios
de las haciendas
que tiene la Asistencia Pública en Cayambe, entre otros, los siguientes:
“Santo Domingo”, Rafael Hidalgo.
“Carrera”, Ignacio Fernández
Salvador.
“La
Chimba”, José Rafael Delgado.
“La
Tola”, Virgilio Jaramillo,
“Muyurco”,
Julio Miguel Páez.
“San
Pablo‒Urco”, Julio Miguel Páez.
“Pesillo”,
José Rafael Delgado.
“Pucará”,
José Rafael Delgado.
Son estos poderosos señores, por tanto, los que tienen ahora el turno ansiado de la
explotación. Todos estos son terratenientes de cepa, que aparte de las haciendas que
arriendan tienen otras de su propiedad, de donde copian ‒en mayor escala por las
razones ya indicadas‒ los métodos feudales de opresión. Tienen además gran ascendencia social y
política, habiendo ocupado algunos de ellos altos
cargos administrativos o curules en los Congresos, por lo que se sienten intocables y respaldados
por la fuerza pública, puesta incondicionalmente
a su servicio. Y de esto se aprovechan con hartura, prosiguiendo casi
sin variación y sin asomo de conciencia, la
tarea de despojo iniciada por los encomenderos. Sin embargo, los más
cínicos se llaman liberales. No falta quien
derrame lágrimas, al hablar de los Derechos
del Hombre…
La lucha de los indígenas de Cayambe contra tan prepotentes enemigos continúa.
El
trabajo organizativo ‒esencial para obtener resultados efectivos‒ va en
progreso. Se forman nuevos sindicatos de indios: Nuestra Tierra, Tierra Libre, Pan y Tierra.
Siempre tierra. Palabra que resume todo su
mundo y todo su anhelo. Porque a ella están ligados desde los tiempos inmemoriales del ayllu. Por
eso ¡Ñucanchic huasipungo! y ¡Ñucanchic allpa!, serán gritos de guerra sempiternos.
A su lado, venciendo dificultades y afrontando la
furia de los gamonales, con constancia y decisión, siguen los revolucionarios marxistas. No obstante ser pocos, y muchas veces inexpertos para la vida en el campo, no escatiman
esfuerzos para cumplir sus tareas tanto de
organización como de difusión ideológica. Comen con el
indio y duermen en su choza, suben a la puna para
llamar a los remisos, no temen el frío ni los peligros de los escabrosos chaquiñanes. Y en la pelea, allí, sobre todo, están siempre presentes.
Dolores ‒toda ojos y toda oídos‒ presta máxima atención al movimiento que nace. Empieza a comprender que se inicia una nueva etapa
de lucha, más promisoria, y con fines más claros
y definidos. De gran sensibilidad ‒con la
exquisita sensibilidad de huarmi india‒ capta cuanto de noble y de humano tienen las ideas que ahora se propugnan, adhiriéndose a ellas con todo calor y firmeza. De hoy en adelante serán su bandera. Sólo espera la oportunidad para demostrar en los hechos, su capacidad de
combatiente.
Y esta oportunidad no tarda en presentarse.
Ya para terminar la década del veinte, los sindicatos de las haciendas “Pesillo”, “La Chimba”, “Moyurco” y “San Pablo‒Urco” de propiedad de la Asistencia Pública ‒administradas las dos primeras por José Rafael
Delgado y las dos últimas por Julio Miguel Páez como se indicó anteriormente‒
presentan un pliego de peticiones en el qué
se hace constar las reivindicaciones más sentidas por los indígenas de la zona.
Se pide, entre otras cosas, el aumento y el pago de salarios, pues que éstos, a pesar de que no llegan sino a pocos
centavos diarios por la agotadora jornada diaria, son solamente nominales, ya que siempre los patronos encuentran formas para escamotearlos. Se pide mejores
condiciones de trabajo para cuentayos,
ordeñadoras y servicias, que constituyen el sector mayormente explotado, encargado de realizar las tareas más duras y
difíciles. Y se pide, por último la estabilidad de los huasipungueros, amenazados con frecuencia con el despido y la pérdida de sus parcelas de terreno, en especial
los dirigentes de las organizaciones hace poco creadas, que concentran sobre si el odio de los terratenientes,
que desde un primer momento ven en
ellos a los principales responsables de las múltiples reclamaciones
campesina que por todas partes se presentan;
sembrando la idea de insubordinación
en las mentes de los siervos y rompiendo
la quietud siempre deseada por el amo, más que por
idílica y
poética, por indispensable para su plácida
y tranquila digestión.
Las
peticiones antes indicadas, para que tengan la fuerza necesaria y puedan impresionar a los
impávidos gobernantes de turno, son respaldadas por
la huelga, la nueva arma de combate de las masas indígenas. Esta vez, el paro es total y adquiere gran envergadura, ya que logran obtener la simpatía y la solidaridad del campesinado de todo el cantón. Por primera vez quizás, los hacendados miran consternados la paralización de las labores
agrícolas y el unánime desacato a las órdenes de los mayordomos,
empeñados vanamente en contener el movimiento. Y la disciplina, y el espíritu
de lucha de los huelguistas son ejemplares,
todo lo cual aumenta la preocupación
y zozobra de loe explotadores.
Pero
no terminan aquí las cosas. Los sindicatos en paro, decididos a triunfar y conseguir sus objetivos, resuelven marchar a Quito para explicar la justicia de su causa. Inmediatamente, una inmensa
muchedumbre formada por cientos de hombres y
mujeres, sin amilanarse por la gran distancia ni los peligros que implica el cumplimiento de la decisión tomada, emprende el camino hacia la capital de la república, a donde logran arribar después
de dos días de largo peregrinaje. Allí, el indio
despreciado y discriminado, siente el hálito cariñoso del
pueblo humilde y conoce de cerca la solidaridad de los
obreros revolucionarios, que apoyan con entusiasmo sus
demandas y prestan toda clase de ayuda. Y comprende,
entonces, que no está solo, que puede contar con
aliados firmes y constantes.
Ante la magnitud de la manifestación indígena y la presión de las fuerzas progresistas, las autoridades, aceptan la mayoría de las peticiones y prometen una pronta satisfacción de las reivindicaciones planteadas, poniendo de manifiesto, inclusive, su afán por mejorar la suerte de los desvalidos.
Los nombres de los principales dirigentes de esta huelga, que deben ser recordados como ejemplos de tesón y valentía por las
generaciones actuales, pues son ellos los que con su coraje
abren la brecha sindical en las difíciles condiciones de la época, son los
siguientes:
De Pesillo:
Ignacio Alba
Segundo Lechón
Víctor Calcán
Angela Amaguaña
De La Chimba:
Neptalí Nepas
De
Moyurco y San Pablo‒Urco:
Virgilio Lechón
Marcelo Tarabata
Benjamín Campués
Rosa Catucuamba
Jesús Gualavisí ‒el dirigente de Juan Montalvo que ya conocemos‒ es el
encargado de buscar provisiones para los huelguistas y promover la solidaridad
entre los demás
indios de la zona, que
dado el prestigio de que goza, logra
conseguirlos en la forma más satisfactoria.
Y Luis F. Chávez, como delegado del Partido,
tiene como tareas las de organizar y orientar el movimiento, cometidos que sabe cumplirlos con verdadero ardor revolucionario,
sin desamparar, un sólo momento el sitio de
la lucha.
Asegurado el triunfo, al
parecer, se emprende el largo regreso. Mas, una vez llegados los indígenas a
sus respectivas haciendas, el cumplimiento de los ofrecimientos hechos empieza
a prolongarse indefinidamente, a más de que los participantes en la huelga,
sobre todo los dirigentes, son objeto de una serie de represalias por parte de
los servidores de los hacendados. Como es natural, esto les exaspera y les
lleva a la decisión de trasladarse otra vez a Quito, creyendo sin duda que las
autoridades harían valer sus propias resoluciones. Y es en este segundo viaje
que Dolores, que desde un principio había mirado con admiración y entusiasmo
el desarrollo de los acontecimientos, participa llena de fe y de esperanzas.
Quiere ella también, al lado de sus hermanos de raza, condenar la abyecta
servidumbre, tan dolorosamente sentida en carne propia.
Empero, en esta ocasión, las
cosas adquieren un cariz diferente. Ahora los gobernantes, libres ya del
estupor primero, y más que nada, ya de común acuerdo con los poderosos
terratenientes, callan como esfinges y no hacen ninguna clase de
ofrecimientos. Días y días los indios deambulan por las oficinas públicas, donde
cuando no se les cierra las puertas, encuentran solo a funcionarios sordos,
fieles cumplidores de la consigna del silencio. Nada queda que hacer, sino
emprender la vuelta, sin haber conseguido ni siquiera promesas como antes. La
jornada .es también más ardua: hambrientos y cansados, al pasar por la malsana
cuenca del río Guayllabamba, muchos adquieren paludismo y la muerte cobra
algunas víctimas.
Pero aún falta el final, preparado minuciosamente por los
explotadores, que en contubernio con el gobierno, quieren impedir la repetición
de hechos de esta naturaleza y mantener “el orden
y la disciplina” en las haciendas.
Ese final, como siempre, es la matanza. Apenas llegados de la capital, los soldados del ejército, fuertemente armados y
exprofesamente preparados, acosan a los indígenas como a fieras y acallan su
justo clamor con
los fusiles. Los campos quedan teñidos de rojo y desde las colinas se elevan negras
nubes de humo provenientes de las chozas incendiadas. Junto a una de
ellas, con el esposo herido y tres tiernas criaturas, Dolores contempla con
estoicismo la pérdida de su insignificante y único patrimonio, pero por
eso mismo tanto más querido y necesario. La tragedia de su hogar, si
bien le llega
al alma y penetra en su corazón como espina de silvestre cacto, no disminuye su
ánimo en ningún momento, ya que, al contrario, al agrandar con esta
nueva experiencia
personal la comprensión de la injusticia, se convierte en estímulo y
multiplica sus fuerzas. Porque ve más claro que la arbitrariedad, la miseria y
la opresión,
pueden desaparecer de la tierra únicamente con la lucha y el triunfo de
los oprimidos. Y por eso ya no llora. Cierra sus puños con frenesí, y mirando
hacia el cielo, hace un solemne juramento: ¡proseguir adelante!
Expulsada de su humilde huasipungo y
perseguida por los gamonales, así, se incorpora al
movimiento indígena,
que ya no dejará en el resto de su vida.
La bárbara represión
descrita, tampoco, ha hecho mella en el
ánimo de los demás indios de Cayambe, fracasando por completo el propósito del
sangriento escarmiento planeado por los opresores. Al contrario, les ha servido de lección y han ganado muchos
años de experiencia. Su conciencia clasista se ha consolidado y están en condiciones para plantearse objetivos más
altos.
Y
el principal de estos objetivos es ahora ‒estamos en 1931‒ la reunión de un Congreso Indígena para formar un organismo único que aglutine a todos
los campesinos de la Sierra y dirija
la lucha, porque se comprende ya que
la unidad es condición indispensable para conseguir la fuerza necesaria que pueda exigir atención a sus problemas. El Congreso se reunirá en Cayambe, lugar donde ha nacido el movimiento sindical
aborigen, y centro, al mismo tiempo,
del gamonalismo más recalcitrante.
Mas ese gamonalismo, que teme la unidad de los
campesinos indígenas y que
comprende el peligro que representa para sus intereses, trata de impedir de toda forma la reunión del
Congreso. Medios legales no tienen a mano, porque nuestra Constitución burguesa, desde hace mucho ha garantizado
la libertad de conciencia y la libertad de reunión. Ante, este obstáculo, como se hace en
nuestros días, se recurre a inventar una presunta subversión del orden y la paz social por
parte de los comunistas,
empleando, las poderosas armas que tiene a su alcance y valiéndose de una nutrida y
falaz propaganda de la prensa reaccionaria que secunda con entusiasmo la baja estratagema. El
fantasma del comunismo ‒que tanto aterra a las gentes de mala conciencia‒ está a la orden del día y en
todos los rincones.
Las autoridades, naturalmente ‒para algo representan a las clases dominantes‒
apoyan con toda decisión a los latifundistas y se transforman en su eco.
Oíd lo que dice en su Informe a
la Nación 1930‒1931 el ministro
de Gobierno y Previsión Social:
Las
agresividades revolucionarias no me asustan, sin duda; pero sí creo honroso combatirlas de frente, cuando no tienen por base la verdad y la
justicia: esto es lo que hice, de acuerdo con el señor Presidente de la República y su Gabinete, desde el momento que ingresé al Ministerio y encontré que la República toda estaba próxima a
estallar en la más desastrosa de las
conmociones sociales, poniendo en
grave peligro la vida, la propiedad, la
honra de las familias, el progreso del país, el buen nombre de la patria, amenazados de continuo por la insidia comunista que, en toda forma y a toda hora, está incitando al tumulto y a la rebeldía.
El mismo ministro, refiriéndose más en concreto al Congreso Indígena,
manifiesta:
Las
autoridades (…) se han concretado, exclusivamente, a mantener el
orden, acudiendo a tiempo, para estorbar la concentración de multitudes subversivas, como aconteció
respecto al llamado Congreso de Campesinos, bajo cuyo nombre se trató de
reunir en Cayambe, en inmenso número, a todas
las comunidades de indios de las provincias interioranas, especialmente
de Tungurahua, León, Pichincha e Imbabura con
el visible y único fin de inducirlas
a cometer desórdenes y provocar conflictos al Gobierno.
No se dice en cambio, como es de rigor en estos casos, de los hechos de fuerza y
los múltiples abusos cometidos.
Ni siquiera se da cuenta que el ejército es movilizado a Cayambe en plan de
campaña para guardar “el buen nombre de la patria”. Nada de la persecución tenaz
de que son objeto los dirigentes indios y los revolucionarios marxistas para
poner a buen recaudo “la propiedad” de los señores feudales. Ni una sola
palabra sobre la prisión de los indígenas Virgilio Lechón, Marcelo Tarabata,
Juan de Dios Quishpe y Benjamín Campués, que hasta el diario El Comercio, se ve en la obligación de
publicar. Nada, en fin, de la coerción y violencia que se ejerce sobre los
delegados de provincias para impedir su asistencia al Congreso.
Tan absurdas y ridículas, son
las inculpaciones que contiene el Informe,
que el senador Pedro Leopoldo Núñez ‒con sensatez y honestidad que le honran‒
después de viajar a Cayambe e investigar prolijamente los hechos, llega a
conclusiones que desmienten totalmente las afirmaciones del ministro. Y ¡quien
lo creyera!, el serio estudio del doctor Núñez está incluido en el mismo
documento ministerial, como puesto a propósito para que se compare la verdad
con la mentira. El, habla así de la “insidia comunista”: “Esto halaga y
convence ‒dice refiriéndose a la entusiasta defensa que los trabajadores hacen
de la “unión y solidaridad de su clase”‒ que no es un sueño, ni un imposible el
mejoramiento del indio. Varias fuerzas sociales, sin duda, habrán elaborado
semejante transformación; mas no cabría negar que en este sentido ha sido
meritoria la obra realizada por los que se llaman o están tildados de
comunistas”. Y sobre la “honra de las familias” aristocráticas, sobre su
acrisolada honradez, se expresa en esta forma: “En el fondo la cuestión se
reduce a que los peones exigen alza de salarios, regulación del trabajo
particularmente de las mujeres, y que se modere el poder omnímodo del amo. Los
hacendados no opondrían reparos, si el satisfacerles no redundara en
disminución de sus ganancias y menoscabo de sus antiguos atributos señoriles”.
Una cuestión de pecunia, en suma. ¡He allí toda la honra ‒dignidad‒, toda la
honradez ‒probidad‒ que se defiende!
La índole del Informe, todo su veneno, se explica sin
embargo: “tienen por base la verdad y la justicia”, conformadas a medida de
las conveniencias de los gamonales y explotadores. El presidente de la república
y su ministro de Gobierno son poderosos latifundistas. Su gabinete, en su
mayoría, está integrado por hacendados y oligarcas de mucha prestancia. Todos,
por lo mismo, enemigos acérrimos de las “conmociones sociales” que puedan hacer
peligrar la institución sagrada de la propiedad, establecida por Dios para su
exclusivo beneficio. Enemigos de todo “tumulto y rebeldía” que pueda hacer
variar el statu quo de sus bolsillos.
Por lo dicho, la feroz
oposición al Congreso Indígena, que a la postre, determina su fracaso.
Más ni el nuevo revés puede
doblegar la moral de los indígenas ni impedir la prosecución de la lucha. Nuevos
sindicatos siguen formándose, que cada vez con mayor vigor, exigen solución a
sus problemas. El anhelo de lograr la unidad en escala nacional no ha desaparecido,
pues en 1934 se logra la reunión de una Conferencia de Cabecillas, que sienta
las bases para alcanzar esa meta.
Dolores, con la dinamia y el
entusiasmo que sabe poner en sus actos, ha participado de manera destacada en
este movimiento. Y ha madurado con rapidez su capacidad en el combate diario e
incesante, convirtiéndose en una dirigente recia y experimentada, que sabe conducir
a sus compañeros por el camino requerido. Solícita, con abnegación admirable,
está lista siempre para ayudar en el sitio que sea necesario, sin rehuir las
dificultades ni desanimarse ante el peligro. Al contrario, como verdadera
madre de su pueblo indio, en esos momentos cabalmente, es cuando se hace
notoria su presencia.
Dolores ha crecido. La promesa
que fue, ahora, es promesa cumplida.
* *
*
Estamos en 1944.
Gracias a la revolución popular
del 28 de Mayo, que crea aunque sea por corto tiempo un ambiente de democracia
y libertad, los indígenas pueden realizar su tan arraigado deseo de unidad
fundando la Federación Ecuatoriana de
Indios, después de bregar, contra el gamonalismo tantos años. Jesús
Gualavisí, organizador del primer sindicato campesino de Cayambe y
representante al primer Congreso del Partido Socialista Ecuatoriano en 1926,
es elegido presidente. A Dolores Cacuango le corresponde el honor de ser delegada
fundadora.
Su participación, en este evento, es brillante y de primera línea. Se destaca como gran oradora, que uniendo la fuerza del castellano a la musicalidad del quechua ‒pues su idioma es casi mixto‒ sabe conmover a los oyentes con la narración patética de los sufrimientos de su raza, a la par que convencer, con lógica irreprochable. Casi siempre matiza su discurso, como regando su exposición con bellas florecillas traídas desde el páramo, con metáforas de hermosura inusitada, que ya quisieran para sí nuestros parlamentarios picos de oro. Y su protesta, cuando de protestar se trata, es como torrente arrollador, como alud andino rodando sobre las rocas y los precipicios.
Poco después, asiste al
Congreso de la Confederación de Trabajadores de América Latina ‒CTAL‒ reunido
en Cali, hasta donde lleva su palabra de fuego y de denuncia. Allí, fuera de
los lares patrios, se oye por primera vez el grito de ¡Ñucanchic huasipungo!, antes conocido solamente por su eco: la
novela de Icaza.
De vuelta, se dedica con fervor a consolidar la organización de la Federación Ecuatoriana de Indios, porque comprende el gran papel que este organismo está destinado a jugar en el desarrollo del movimiento indígena.
Y efectivamente, si bien la FEI
no logra agrupar a todos los indios de la república y algunas veces se enmaraña
en el papeleo legalista, su aporte para la organización y el desenvolvimiento
de la conciencia clasista del campesinado serrano, es de suma importancia y
digno de todo encomio. Desde un principio, se hace ostensible su labor y su
presencia, luchando con firmeza por las reivindicaciones indias más sentidas,
entre las cuales la Reforma Agraria y la posesión de la tierra, son sin duda
las de mayor significado. De aquí, que su creación, sea un gran paso adelante
en la vida del sindicalismo indígena.
Las tareas que tiene que
emprender la nueva organización son muy amplias y difíciles.
Para conseguir la más mínima
conquista, es necesario desplegar grandes esfuerzos y vencer un sinnúmero de
obstáculos, ya que los latifundistas ‒con el apoyo de las autoridades casi
siempre‒ defienden sus oscuros intereses con una obstinación digna de mejor
causa, cada centavo, con uñas y con dientes. Por esto, los cambios que so
operan en la vida de los indígenas son lentos y desesperantes, pues siguen
subsistiendo vergonzosas lacras coloniales, como que si el tiempo no corriera,
como que si la civilización no hubiera adelantado un solo paso. Los amos son
los mismos encomenderos de ayer: han reemplazado solamente, la antigua coraza
del español con la levita del petimetre de salón.
Y es claro que en Cayambe,
centro del gamonalismo como hemos dicho, no pueda suceder otra cosa.
Veamos, si no, estos datos de
hace pocos años, referentes a las haciendas de la Asistencia Pública.
Pesillo y San Pablo‒Urco:
Los huasipungueros de estas haciendas ganan el miserable salario de un
sucre y tienen reducidas parcelas de la peor tierra, situadas en las laderas improductivas.
Los nuevos arrendatarios les arrebataron el derecho a los "comederos"
de animales, les rebajaron ‒en algunos casos‒ la extensión de los huasipungos
y actualmente, les privan inclusive de elementales derechos como el de recoger
leña.
Los sindicatos campesinos de la zona de Olmedo han
resuelto que todos los campesinos se nieguen a pagar los diezmos y primicias
que aumentan la miseria.[1]
Otra vez
Pesillo:
Ganamos solamente un sucre diario los huasipungueros ‒nos explican los
indios‒ pero recibimos, eso sí, abundantes maltratos de empleados y mayordomos.
Nunca tenemos una vacación, ni siquiera un día de fiesta. Las ordeñadoras
trabajan todos los días, levantándose a las cuatro de la mañana, con el
salario de un sucre cincuenta que apunta el señor escribiente en los libros de
la hacienda (…) No nos dejan coger leña en el monte. Y trabajamos con nuestras
propias herramientas.
Algunos gamonales que arriendan las haciendas vecinas
a “Pesillo”, de propiedad de la Asistencia Pública, alarmados por el reclamo de
los indios, habían concurrido de inmediato a las dependencias del Ministerio de
Gobierno y del Ministerio de Previsión Social, a hacer valer sus influencias y
su “amistad” con el Gobierno. Sostuvieron largas conversaciones. Hablaron,
iracundos, de los “agitadores comunistas”. Impusieron al patrono de “Pesillo”
que no ceda un milímetro a la demanda de los indios. Dijeron que hacer el pago
a estos de un solo centavo sería un terrible “mal ejemplo” para los demás trabajadores
de la zona, de funestas e incalculables consecuencias para el presente régimen.
[2]
Y Chaupi:
“Chaupi” es una de las haciendas de la Asistencia Pública ubicadas en
la parroquia Olmedo de Cayambe. Como las otras, está arrendada a un particular.
Los trabajadores sufren los resultados de la opresión feudal agravada por el
sistema de arriendo.
El patrono, Wilson Monge, les, explota
inmisericordemente pagándoles salarios miserables de un sucre, burlando los
recargos a que tienen derecho por trabajo extraordinario, y suplementario, la
semana integral, las vacaciones anuales pagadas, etc.; les maltrata y comete
toda clase de abusos y, atropellos.[3]
Los ejemplos dados bastan.
¡Cuánta ignominia! Salarios de
un sucre ‒el Código del Trabajo expedido en 1938 señala un salario de setenta
y cinco centavos para los huasipungueros,
habiéndose aumentado por consiguiente veinticinco centavos en ese lapso, es
decir un centavo por año, que da la medida exacta de la generosidad de los
gamonales‒ suma tres veces inferior a la que paga el Estado para la
alimentación de las acémilas pertenecientes a las guarniciones militares, como
se puede comprobar revisando la Ley de Presupuesto de la época. Maltrato y
mezquindad por todo lado. Infame colusión entre autoridades y hacendados para
remachar los grilletes del explotado. Burla e incumplimiento de las leyes,
sobre todo de aquéllas, qué puedan amenguar la repleta bolsa del
terrateniente. ¡Y hasta diezmos y primicias para el estómago de los señores
curas!
Todo esto, todavía.
Sin embargo, ante el empuje de
la lucha campesina dirigida principalmente por la Federación Ecuatoriana de Indios, los terratenientes se ven
obligados a cambiar de táctica. La oposición brutal y abierta a toda
reclamación, es reemplazada por las concesiones medidas, procurando que sean
las más mínimas posibles. Ya no queda otro camino. Los yanquis ‒mentores obligados
de nuestros gobiernos‒, un sector de la Iglesia e inclusive algunos
latifundistas de mente un tanto lúcida, se pronuncian por esta nueva vía.
Solamente los gamonales más cerriles y cerrados ‒que desde luego no son pocos‒
se oponen a tal posición. Y es la llamada Ley de Reforma Agraria dictada por la
Junta Militar que llega al poder en 1963 ‒después de consultar a asesores
norteamericanos‒ la que refleja con fidelidad el cambio operado en la
mentalidad de la reacción ecuatoriana.
La principal concesión que se
hace en esa Ley es, sin duda, la entrega de los huasipungos. Pero como ya señalamos, avariciosamente, sin lesionar
gran cosa los intereses de los terratenientes. Las pequeñas parcelas, producto
de una rapiña ininterrumpida de siglos, no son entregadas gratuitamente como
era lo justo y honesto, sino que son vendidas a los trabajadores que habían
agotado sus vidas en largos años de explotación y de miseria. Más aún: con el
pretexto de reasentamiento que la
mañosa ley les permite, los hacendados se quedan con las tierras antiguamente
ocupadas por los trabajadores y les entregan otras más estériles todavía, en
los más inhóspitos pajonales o donde la erosión había destruido toda
posibilidad de cultivo. Y se les suprime el derecho al aprovechamiento de la leña
y los pastos de la hacienda, pues se establece que solamente pueden
beneficiarse de ellos por el lapso de cinco años.
Con esta “reforma agraria”, en
suma, los indios quedan tanto más pobres que en el pasado inmediato, pasado
que ya nosotros conocemos.
No obstante, algo ganan: un
poco más de libertad.
Se han desatado del yugo del
latifundio, dejando de ser indios propios
o conciertos, a quienes el amo puede maltratar impunemente y hasta vender junto
con las tierras como si se tratara de ganado, según consta de anuncios
publicados en la prensa. La desaparición de la dependencia personal hace
desaparecer también, una serie de rezagos feudales como la huasicamía y la chagracamía
por ejemplo, que daban origen a una explotación mayor y a toda clase de actos
lesivos a la dignidad humana.
Desde luego, después de dictada
la Ley antes indicada, gracias a su mejor organización y a su combatividad,
los campesinos de Cayambe pueden alcanzar varias otras conquistas, algunas de
las cuales impiden que sus aspectos más negativos sean llevados a la práctica.
Es significativo que, en un primer momento, puedan obligar a la Junta Central
de Asistencia Pública a entregar los mismos huasipungos
y a no realizar los reasentamientos,
así como a conceder el aprovechamiento de leña, pastos y agua para el uso
doméstico, por tiempo indefinido. Se logra que “dicha institución cree nuevas
escuelas y mantenga las existentes, demostrando de esta manera el interés que
tienen por la educación y la cultura, antes inaccesibles para ellos. Y, a los arrendatarios
‒¡siempre tan predispuestos a las concesiones!‒ se les constriñe a que paguen
mayores salarios, garanticen la estabilidad de los trabajadores, mantengan
botiquines en las haciendas y proporcionen las herramientas de trabajo”.[4]
Se sigue avanzando. Poco
después ‒aunque sea mediante compra de la cosa propia‒ todas las tierras de las
haciendas de la Asistencia Pública pasan a manos de los indios, inclusive “Moyurco”,
la tierra natal de Dolores y el teatro de sus primeras luchas. Allí ahora,
reviviendo el espíritu colectivista de los primeros ayllus se han creado varias cooperativas, que venciendo múltiples
dificultades por falta de apoyo y las trabas, puestas por los funcionarios
incomprensivos, tratan de salir avante. Y eso se logrará. Porque esas cooperativas
son el símbolo del futuro, la simiente de lo nuevo, que proliferará mañana. Y
sabemos que lo nuevo, así como la luz siempre destruye las tinieblas, se
impone a lo viejo y lo corrupto. Entonces, cuando crezcan y se consoliden,
cuando se conviertan en verdaderos paradigmas de compañerismo y fraternidad
humana, se habrá hecho realidad el sueño de Dolores Cacuango.
Dijimos que esas nacientes cooperativas son un símbolo. Por lo mismo, nosotros pensamos, que para que ese simbolismo adquiera una significación más profunda, una de ellas, debe llevar el nombre de Dolores. Así simbolizará, la realización del ideal más puro y generoso de una gran luchadora.
Prosigamos adelante.
Todas las conquistas antes
indicadas, ganadas tan lentamente por la irreductible resistencia de los latifundistas
a disminuir sus ganancias, es fruto de la tenaz y abnegada lucha sindical de
los indígenas de Cayambe iniciada en la lejana década del año veinte, cuyos
dirigentes entregaron íntegramente sus vidas a la noble finalidad de combatir
por el mejoramiento y la felicidad de su pueblo, sin rendirse ante el fantasma
del hambre y la implacable persecución de sus enemigos. Cada derecho adquirido,
aunque sea el más mínimo, es por tanto consecuencia de ese escuerzo gigantesco
del derramamiento de sangre generosa muchas veces realizado por esos primeros
luchadores. Su nombre, por esto, está ligado indisolublemente a cada batalla y
a cada conquista.
Mucha falta, empero, por
conquistarse todavía.
Hoy existe una nueva Ley de
Reforma Agraria, que no obstante sus grandes limitaciones ‒la falta de
señalamiento de la extensión máxima de tierra para una persona, sobre todo‒ abre
la posibilidad al campesinado ecuatoriano da alcanzar nuevas y más altas conquistas.
Pero como ha sucedido siempre, esto se logrará únicamente mediante una lucha
tenaz y organizada, mediante grandes y multiplicados sacrificios. De lo contrario,
la Ley quedará escrita. Y es ante esta perspectiva que el Comité Ejecutivo del
Partido Comunista, con sentido realista y acorde con el momento político que se
vive, ha puesto alerta a los trabajadores del campo y ha dicho: “¡La lucha de
las masas lo decidirá todo! Decidirá, si la Ley va a operar en el sentido del
desarrollo capitalista del empacamiento de la solución del problema
manteniendo las formas caducas que imperan en nuestra agricultura, o si vamos a
emprender por un camino que nos conduzca a una auténtica reforma agraria
democrática”.
Efectivamente: la lucha de las
masas lo decidirá todo.
Y la justa consigna, como era
de esperarse, ha prendido, entre los indígenas de Cayambe. Se han realizado ya
fuertes movilizaciones, para que en cumplimiento de lo que establece el Art.
2o. de la Ley de Reforma Agraria sea declarada la zona como de intervención prioritaria. Es decir ‒este
es el tenor del artículo mencionado‒ zona donde “se concentren los procesos de
afectación de tierras y los recursos de apoyo financieros y tecnológicos del
Estado”.
Si la justicia fuera norma, esa
declaratoria, sería merecida recompensa a medio siglo de lucha sindical ininterrumpida
y cruenta.
De todas maneras, corresponde a
los actuales organismos indios, a la FEI especialmente, dirigir la pelea y
seguir con constancia hasta la meta final. El nombre y el ejemplo de Dolores ‒ahora
que falta su presencia física‒ serán la mejor bandera para esta gran empresa.
* * *
Hablemos, para terminar, de la
militante comunista.
Está dicho que son los
revolucionarios marxistas los primeros en extender la mano al indio e
intervenir personalmente en su defensa, pues si bien es cierto que algunos
intelectuales liberales protestan contra la explotación de que son víctimas y
hasta llegan a propugnar una reforma agraria, nunca se acercan a ellos ni conocen
de cerca sus necesidades, conviviendo y luchando a su lado. Los comunistas, en
cambio, adoptan esta nueva actitud, única y sincera y consecuente con los
ideales. Y en los sectores más combativos, las masas indígenas, con la
penetración que les caracteriza, comprenden pronto el alcance de esta postura
diferente. Vale decir mejor, descubren quiénes son sus verdaderos amigos y
compañeros de camino. Del largo y difícil camino que tienen por delante.
Dolores, desde que se inicia en
la lucha, llega a esa comprensión y se une a los comunistas para siempre.
Convencida de que tienen la verdad y a razón, se convierte en una militante
disciplinada que obedece con fe las decisiones de su Partido y cumple sus
resoluciones a toda costa, aún en las circunstancias más adversas. Nunca duda
de que su programa y su táctica son los únicos que pueden conducir al indio
hasta su total liberación, pues meditando constantemente en medio del combate
diario sobre los medios para encontrar la felicidad de su pueblo, llega a la
conclusión de que sólo en un régimen socialista, sin amos ni explotadores, con
tierra colectiva para todos, puede hallar su redención el campesino. Para ella,
el comunismo es el único camino justo o como dice, él camino recto. Cusca‒ñán, en su expresiva y musical
lengua quechua. Jamás, por lo mismo, se aparta de su línea, y más bien al
contrario, cuando seudo dirigentes de vocinglería ultraizquierdista o de
tendencias revisionistas o pequeñoburguesas tratan con halagos de desviar su
senda, su oposición es absoluta y terminante.
Es comprensible que Dolores,
una campesina analfabeta que tiene que trabajar de sol a sol para subsistir,
no pueda abarcar en su mente todo el tesoro, doctrinario del marxismo‒leninismo.
Pero a falta de esto, puede aprehender con toda nitidez y claridad los
principios políticos más fundamentales, los mismos que, como quiere Marx, al
penetrar en su espíritu, se hacen carne y se transforman en motor y guía de su
acción revolucionaria. De esa acción incansable que se prolonga por toda su
existencia, de esa acción sin vacilaciones ni dudas, de esa acción generosa
dispuesta a llegar al sacrificio. Quizás su caso, en el aspecto de los
conocimientos y de su adhesión a la causa, pueda compararse al del gran
guerrillero soviético Chapaiev, tal como lo presenta Furmanov en su verídica y
bella biografía.
Ya tratamos de su
convencimiento sobre la bondad del socialismo. Ese convencimiento, esa certeza
de que solamente una sociedad sin clases y dirigida por los trabajadores puede
liberar en forma definitiva al campesinado ecuatoriano, es uno de los puntos básicos
de su acervo ideológico. Dada su larga militancia en los organismos sindicales
y del Partido, mediante también las conversaciones que sostiene con sus
dirigentes ‒en las que demuestra una gran inteligencia y una gran avidez por
aprender‒ conoce que el régimen socialista ya no es una teoría, sino una
hermosa realidad en la Unión Soviética, donde sus campesinos viven rodeados de
bienestar en los koljoses y tienen asegurado su futuro, Y eso quiere para sus
hermanos indios y montubios. Es seguro que después de cada jornada de lucha o
después del duro quehacer diario, su pensamiento vuela hacia el mañana: aldeas
limpias y sin chozas miserables, tractores en lugar de los arados primitivos,
el amor al trabajo reemplazando al látigo. Todo esto visto al través del
brillante espejo de la tierra rusa. Y por eso ama esa tierra como si fuera
propia desde aquí, desde tan lejos.
Sabe, así mismo con seguridad y
evidencia ‒constituyendo otro de los principios más fuertemente asimilados‒,
que para destruir la putrefacta sociedad feudal‒ capitalista y lograr el
socialismo, es necesaria una premisa indispensable: la unidad obrero‒campesina.
Se da cuenta cabal de que la desunión favorece a la oligarquía dominante,
razón por la cual su derrocamiento no puede ser sino resultado de la acción mancomunada
de todos los explotados, en especial de obreros y campesinos, que son los que
soportan en mayor grado el peso de la miseria y sufren más directamente las
consecuencias de la opresión. Y comprende, por último, que la dirección de la
lucha revolucionaria debe estar en manos de la clase obrera que, sin ligámenes
a la propiedad privada ni nexos de ninguna clase con los opresores, es la mejor
garantía de decisión y consecuencia.
Y conoce, también, de las
cualidades personales que deben adornar al comunista. Deduce que si ellos
quieren ser artífices de un cambio grandioso en la marcha de la humanidad, por
fuerza deben ser hombres diferentes de lo común y poseedores de prendas
espirituales específicas: fidelidad a los principios, valentía y resolución
ante toda clase de dificultades, solidaridad y desinterés, sobre todo. Y estas
cualidades, avariciosamente, logra acumularlas para sí. Ninguna le llega a
faltar: nunca da un paso contra su Partido, no retrocede ante los enemigos en
ninguna circunstancia, siempre está lista para prestar ayuda al camarada y
jamás, aunque se halle en gran necesidad, pide recompensa o premio para su
trabajo. Es un vivo ejemplo de verdadera revolucionaria, en suma. Un cofre con
las virtudes de la militante.
Así, Dolores, como miembro del
Partido Comunista.
* * *
¿Y cuál su gesto, cuáles sus
características fisonómicas, cómo se refleja en su faz su calidad humana?
Ante nosotros ‒es una evocación
admirativa y cariñosa‒ se nos presenta y muestra su personalidad en esta forma:
Arrugas profundas, formando
laberinto, en la oscura superficie de la frente y la oquedad de las mejillas:
elocuentes, parecen decir con grito largo y ululante, el punzante dolor de un
pueblo y una raza.
Ternura fijada en sus
facciones, blanda y suave ternura, como copo de lana o escarcha matutina. No es
una ternura sola, es ternura colectiva, que abarca los afectos de los ayllus
serranos, transparentes, diáfanos y purificados en el crisol del sufrimiento.
Que contiene, encerrado en vasija de barro para que no se escape, el tierno
arrullo de las madres indias, rítmico y grave, como canto de tórtolas
campestres.
Rasgos de dura firmeza,
coexistiendo con la mansa dulzura, como la flor al lado del espino. Fortaleza
con consistencia de granito y resistente a los golpes más furiosos, como el
puño de martillo de los amos o el rayo lanzado por sus dioses, por ejemplo.
Temple así ‒inquebrantable roca‒ porque es de fe su basamento. Porque es
certidumbre pegada a la piel y grabada en la mente de reconquistar la tierra
arrebatada, para ya poseída, acariciar los surcos y besar el brote de las
mieses. Y entonces clamar con voz potente, para que retumbe con el eco, el
viejo grito de guerra y de victoria: ¡Ñucanchic Allpa!
Mirada potente y penetrante,
hecha para romper la niebla espesa de los cerros nativos, para distinguir entre
la paja de la puna la sierpe de los chaquiñanes. Mirada prestada por los cóndores
andinos, para avizorar también, desde alta cumbre, el camino y la meta del
combate emprendido: ¡ese mundo feliz con tierra propia que titila en los
horizontes del futuro, irradiando claridad como una estrella!
Barro arrugado ‒ pachamama ‒, ternura y firmeza
confundidas, ojos en éxtasis mirando hacia la aurora: eso es Dolores.
Ahora, esa obstinada
perseguidora de una estrella ‒el socialismo‒ ha desaparecido de la escena de
la vida. Los ojos que avizoraban el porvenir lejano se cerraron para siempre en
un día de abril de 1971, día triste y de tonos grises, porque la tristeza es
séquito inseparable de la muerte. Y en este caso, tristeza de mayor hondura
todavía ‒con notas de yaraví‒ porque también es tristeza colectiva. Aflicción
y duelo, de todas las indiadas de la Sierra.
Tal como nació ‒destino
impuesto por el latifundio‒ encontró la muerte en la miseria. Harapos desde la
cuna, alargándose implacablemente por toda una existencia, para acompañar a su
dueño hasta el silencioso reposo de la tumba. Solo queda para su pueblo, como
herencia, el inapreciable tesoro de su ejemplo. Y eso basta: sus herederos
sabrán conservarlo, con fe y con cariño, siguiendo al pie de la letra su
enseñanza.
Los indios han escrito para
nuestra historia grandes y heroicas páginas. Tienen toda una galería de combatientes
admirables. Allí está Daquilema, alzándose indómito contra la teocracia
garciana, para demostrar que ni Dios tiene derecho a tiranizar a sus hermanos.
Están Saes y Morocho, ofreciendo al General Alfaro la sangre de sus huestes
broncíneas como rescate para la abolición del concertaje, y como tributo
generoso del pueblo indio, para purificar la patria con los aires de la democracia.
Está Puma de Vivar, enhiesto en las lomas azuayas, llamando a somatén con su churo cañari, para responder con golpes
el golpe diario de los opresores. Y están los comunistas Jesús Gualavisí y
Ambrosio Laso, levantando la bandera roja y mostrando el socialismo, como el
más alto objetivo de la lucha indígena.
¡Todos, hombres de ejemplar
coraje, digno del respeto y recuerdo!
La muerte de Dolores, luchadora
de igual valer, no ha sido sino corto viaje para colocarse al lado de ellos y
formar parte de esa selecta galería. Desde allí, con puño en alto, seguirán
participando en las batallas venideras.
[1] El Pueblo, 14 de enero de 1956.
[2] El Pueblo, 24 de mayo de 1957.
[3] El Pueblo, 7 de febrero de 1957.
[4] Actas transaccionales correspondientes a las haciendas de "San Pablo‒Urco", "Pisambilla," "Moyurco", "La Chimba", "Santo Domingo", "Chaupi‒Moyurco" y otras, suscritas en el año 1969.
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