domingo, 19 de diciembre de 2021

150 años de la gran sublevación de Daquilema

150 AÑOS DEL GRAN MOVIMIENTO INDÍGENA LIDERADO POR FERNANDO DAQUILEMA[1] 

Oswaldo Albornoz Peralta

 


La dictadura garciana –dictadura de los latifundis­tas– por una serie de exacciones, abusos y atropellos contra el indio es sin duda una de las más duras que ha soportado el aborigen ecuatoriano. Tanta exacción, abuso y atropello, necesa­riamente tienen que exasperar al indio e impulsarle a la acción vindicadora.

Y efectivamente, la acción vindicadora se plasma en el más grande movimiento indígena de la época republicana.

El vindicador se llama Fernando Daquilema, cuya egregia figura ha sido silenciada o puesta en bajos planos por nuestros miopes historiadores, con una sola honrosa excepción, Alfredo Costales Samaniego, autor de una magnífica biografía suya que tiene el gran mérito de romper ese injusto e hipócrita silencio.

Daquilema, en un día de diciembre de 1871, se proclama Rey de Cacha e inicia la guerra contra los opresores de su raza. Se hace derroche de valor y surgen hábiles y valientes capitanes. El jefe máximo exhibe excepcionales dotes de estratega. El gobierno y los ex­plotadores se asustan y proclaman el “estado de sitio” en toda la provincia del Chimborazo para poder debelar el vigoroso movimiento. Los encuentros son sangrientos, y la crueldad se hace presente, con su estela de tragedia. Al final la victoria sonríe a las fuerzas feudales que cuen­tan con mayores recursos y una gran superioridad mili­tar que, además, enfrentan a una rebelión invertebrada que no alcanza a tener envergadura nacional y que se lo­caliza en los estrechos ámbitos de una provincia. Que, sobre todo, al igual de lo que sucede en las guerras de los campesinos europeos durante la Edad Media, no cuenta con el apoyo y solidaridad de una clase obrera, por su ca­si inexistencia en los lugares afectados por la revuelta.

El epílogo, es conocido. Los principales responsa­bles, en número considerable, son infamemente fusilados o condenados a varios años de “obras públicas”. Los otros son apresados y perseguidos como fieras en la inmensidad del páramo o en las inaccesibles breñas de los Andes. Daquilema, el gran Daquilema, es llevado como vulgar malhechor hasta el patíbulo donde, mostrando un temple heroico, muere convencido de la justeza de su causa. La sentencia vil y cínica, lacónicamente dice: “Por el voto unánime del Consejo, de conformidad con lo dispuesto en el artículo diez y nueve, título único, tratado octavo del Código Militar, se le impone la pena de muerte.” 

Daquilema, el rey de Cacha, termina en el cadalso. Es el 8 de abril de 1872.

El crimen cometido por el tirano García Moreno es tan grande, que sus panegiristas han tratado de tergiver­sar los hechos y borrar este baldón de su memoria. El jesuita José María L'Goir y el deán Proaño aseguran que el dictador llegó a indultar a Daquilema, y que no se hizo efectivo el indulto, por haber llegado demasiado tarde. Invención torpe y absurda, porque el pretendido indulto tiene fecha muy anterior a la sentencia, y ésta se halla aprobada y firmada por el ministro de Guerra, que deja expresa constancia del parecer del presidente en estos precisos términos: “Habiendo examinado detenidamen­te S.E. el Presidente de la República, me ha ordenado de­volverla a usted para que se cumpla en todas sus partes”.

¿Cómo comprender entonces, que quien con anteriori­dad firmó un indulto, después, autoriza la sentencia de muerte del indultado? Además, el déspota, en su informe al Congreso de 1873, con su violencia característica aprueba los hechos y no dice una sola palabra sobre ese falso indulto. Tiene, más bien, la avilantez de llamar malhechores y delincuentes a los sublevados.

El mismo Proaño, en su folleto, La fortaleza de Cacha, estampa también otra mentira. Dice: “Al subir al cadalso el rey, con gran serenidad de ánimo y re­signación, dirigió una arenga emocionante a sus compañeros, amonestándoles a que jamás volvieran a sublevar­se, ni que trataran de recobrar su antigua soberanía, pues que la suerte les tenía para siempre sometidos a los blan­cos.”

 ¿Es concebible que quien no rehúye su responsabilidad, que quien, orgulloso de haber luchado por una noble causa, mira frente a frente a la muerte, pueda contradecir los propios hechos con palabras? No, eso es inconcebible. Ningún otro documento de la época corrobora tan antojadizas afirmaciones. Si tal cosa hubiera sucedido, lo natural sería una gran publicidad de esa especie de retractación, ya que ello convenía a los intereses de la clase dominante que, amedrentada con el reciente levantamiento, no habría vacilado en utilizar tan efectiva arma –dada la gran autoridad de Daquilema– para aquietar los ánimos exasperados de los indígenas, tal co­mo se hace mediante avisos y pregones con los motivos aducidos para la condena, con el propósito indicado. Y si esto no se hace, es claro que el autor mencionado, garciano recalcitrante y conservador ciento por ciento, al decir lo que dice, no hace otra cosa que exponer el crite­rio de los terratenientes: someter al indio, eternamente, a la férula de los “blancos”.

¿Y las causas del levantamiento?

 No es necesario, por conocidas, apuntarlas en detalle. Basta decir que las infinitas exacciones practica­das durante cuatro largos siglos, con crueldad y con saña sin iguales, ocasionan la revuelta. Entre las exacciones, de manera directa e inmediata, la explotación en el co­bro de los diezmos y la bárbara ley para la apertura de caminos vecinales, que obliga a los campesinos a “una contribución de dos días de trabajo, o el jornal corres­pondiente a ellos”. Esto lo que aparece de varios docu­mentos. “Ayer a las cuatro de la tarde –comunica al obispo el gobernador de Chimborazo– estalló una insurrección de los indios Yaruquíes, a pretexto de que no se les ocupe en el trabajo de la carretera nacional, con este motivo han muerto los amotinados a tres de los comisionados que iban a reunirles para dicho trabajo”.[2]

El déspota, sin embargo, se ufana de esta bárbara política. Piensa que cargar sobre las espaldas de los indios la resolución del problema vial ecuatoriano –sin que importe el aumento de sus penas y miseria– es la mejor forma para abrir paso al progreso. 

El trabajo subsidiario

Los latifundistas necesitan caminos para poder llegar a sus haciendas y sacar sus productos, necesidad que debe ser llenada sin erogaciones de su parte, conforme costumbre establecida. Por esto se crea la ley que establece el llamado trabajo subsidiario, según el cual se obliga a los campesinos a trabajar cuatro días o a pagar el jornal correspondiente. Como es natural, el indio es el único que trabaja, pues no tiene posibilidades para realizar el pago. Así, con su esfuerzo, se construye gran parte de esa ponderada obra vial del dictador García Moreno. Y cuando el trabajo subsidiario no basta y se quiere más carreteras, se recurre a la mano de obra de los conciertos de las haciendas, con la particularidad de que sus jornales son cobrados por los amos, por sus dueños, mejor dicho.

Tiene razón Abelardo Moncayo cuando en un raro folleto suyo titulado El payazuelo de Verres, afirma que “una sombra de puente, un metro de carretera, una línea de ferrocarril (...) vierten la agonía y la sangre de todo un pue­blo”.[3] Agonía y sangre del pueblo indio habría que aclarar, puesto que, en la época, son los únicos constructores de vías en la Sierra. También otro escritor de ese tiempo, el coronel Teodoro Gómez de la Torre, da igual testimonio en sus Memorias. Dice que en la apertura del camino de Íntag a Esmeraldas ‒obra de García Moreno‒ murieron cuatrocientos indios de Otavalo y Cotacachi “con el clima deletéreo de las playas del Guayllabamba”.[4] ¡Así, sobre los huesos de la indiada, se hacen correr las arterias del progreso!

Y por esos mismos caminos y carreteras que construyen con sus vidas, tendrán que transitar los indios, esta vez, convertidos en acémilas. Se trata de los guandos, nueva erogación de dolor, nuevo gravamen de sangre. Todo cuanto las bestias de carga no pueden transportar por su gran peso, tiene que ser llevado en hombros aborígenes por vías intransitables y al filo de abismo espantosos, donde los cuerpos caen para encontrar sempiterna sepultura. Es fácil seguir la pista de los guanderos: sangre y cadáveres triturados por las pesadas máquinas, indican, sin equivocación posible, la dirección seguida. Y es de los pueblos del Chimborazo, situados cerca de uno de los principales accesos a la Sierra, de donde sale un crecido número de futuras víctimas, reclutadas a la fuerza con frecuencia, o comprometidos mañosamente, mediante la embriaguez previa por ejemplo. Y esta infamia inmensa, allí donde el ferrocarril no pudo reemplazar a la fuerza de tracción indígena, siguió subsistiendo hasta muy entrado el presente siglo. Joaquín Gallegos Lara y Nela Martínez Espinosa, en su novela Los guandos, escrita con la fuerza de Joaquín y la ternura de Nela, esa infamia, ha quedado condenada para siempre. Como inri indeleble en la frente de sus usufructuarios.

Las cargas que hemos enumerado ‒haciendo omisión de muchas otras en aras de la brevedad‒ son suficientes para dar una idea de la trágica situación del pueblo indio y de la superlativa rapacidad de sus dominadores.

Los excesos se hacen tan insoportables, que el indígena, pese a que se halla aislado y solo, llevado de la desesperación y con la única arma de su coraje, no tiene otra salida que rebelarse al igual que en la Colonia. Cuando Flores dicta la Ley de contribución personal ‒que impone el pago de tres pesos y cuatro reales‒ los indios de algunas provincias, incluyendo la del Chim­borazo, protestan y se levantan contra medida tan injusta, que grava en forma igual tanto al que tiene como al que carece de todo. En 1856 se amotinan los indios de Biblián para “no pagar diezmos, primicias, ni la contribución personal”.[5] Y, finalmente, en 1871, tiene lugar el gigantesco levantamiento de Fernando Daquilema, cuya causa directa es la exacción de los diezmos y el inicuo trabajo subsidiario. Como ya vimos, el héroe es condenado a la pena máxima por el déspota García Moreno, empeñado en sentar un precedente sangriento para que los indios, como quieren los latifundistas de su gobierno, prosigan siendo la víctima propiciatoria de todos los desmanes. El gran pensador peruano Manuel González Prada es preciso cuando expresa que los “realistas españoles mataban al indio cuando pretendían sacudir el yugo de los conquistadores, nosotros los republicanos nacionales le exter­minamos cuando protesta de las contribuciones onerosas, o se cansa de soportar en silencio las iniquidades de algún sátrapa”.[6]

Así es en efecto. Estas palabras de González Prada, dichas para el indio peruano, valen también para el indio ecuatoriano. Allá y aquí, explotación igual, y métodos iguales para mantener la explotación. No hay excepción, en ningún rincón americano, donde el indio pueda guarecerse del dolor ni burlar la coyunda impuesta por sus inhumanos opresores. No, no hay excepción.

 



[1] Tomado de los siguientes escritos de Oswaldo Albornoz Peralta: Las luchas indígenas en el Ecuador, Editorial Claridad, Guayaquil, 1971, pp. 40-42; Los caminos de García Moreno (Páginas de la historia ecuatoriana, t. I, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito 2007, pp. 349-358) y El trabajo subsidiario (El caudillo indígena Alejo Saes, IDIS, Universidad de Cuenca, 1988, pp. 27-29).

[2] Alfredo Costales Samaniego y Piedad Peñaherrera de Costales, Historia social del Ecuador, t. III, Talleres Gráficos Nacionales, Quito, 1964, p. 148.

[3] Abelardo Moncayo, El payazuelo de Verres, Imprenta de Manuel V. Flor, Quito, 1881, p. 20.

[4] Memorias inéditas del Coronel Don Teodoro Gómez de la Torre, Las publica C. de Gangotena y Jijón, Quito, 1920, p. 20.

[5] Historia Social del Ecuador, op. cit.

[6] Manuel González Prada, Horas de lucha.

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