miércoles, 27 de octubre de 2021

Las encomiendas

 

LAS ENCOMIENDAS[1]

 

 

Apenas conquistada Quito, no se espera nada, ni siquiera que se amortigüe en el alma el dolor de la matanza, para proceder al reparto de encomiendas. Así debía ser. Es el justo premio que merece el aguerrido soldado, que atravesando cálidas maniguas y trepando breñas, entumecido por el frío, ha doblegado a los infieles. Difícil doblegamiento y por tanto mayor mérito. Ha sido menester derramar la sangre con largueza, aplastar al idólatra con los cascos de caballos gigantes, asolar los poblados con jaurías de perros amaestrados para la caza humana.

El primer beneficiado, claro está, es el jefe de los conquistadores, el ex–labriego Sebastián Moyano, que se otorga la rica encomienda de Otavalo. Y siguen los otros, de conformidad con la estadística mortuoria de su espada o su lanza.

“La encomienda –dice Ots Capdequí– es una institución de origen castellano que pronto adquirió en las Indias caracteres peculiares que la hicieron diferenciarse de su precedente peninsular”.[2] Es un remedo del feudo español, y por eso Solórzano Pereira las denomina feudos degeneran­tes.

La encomienda concede el derecho de percibir tributos y prestación de servicios personales, aunque esta última prerrogativa será muy pronto abolida. Respeta, en absoluto, el derecho de propiedad de las tierras de los encomendados. El encomendero, el señor feudatario como se lo llama en algunos lugares, tiene la obligación de proteger a los indios y cuidar de la instrucción religiosa con ayuda de curas doctrineros.

Esto es lo que prescribe la ley.

Pero la ley, en América, es un cadáver sepultado en los legajos de los letrados solamente. Se acata, pero no se cumple, dicen con singular descaro los engolillados funcionarios.

Así, el derecho de propiedad territorial es burlado todos los días mediante infinidad de artimañas. Se apoderan de las mejores tierras, aquellas de pan sembrar, denunciándolas como baldías. Compran tierras a los caciques no obstante la prohibición legal. Y hasta pretenden suceder en la propiedad de los indios muertos sin herederos.

La encomienda, entonces, resulta una puerta abierta, anchamente abierta, para la formación del latifundio. Cuando se extingue el derecho del encomendero, es decir, cuando se ha terminado la vida o las vidas para las cuales fue concedida la encomienda, los descendientes del encomendero, gracias a la rapiña ejercitada, devienen en grandes y poderosos latifundis­tas.

     Asomémonos a las puertas de la encomienda y observemos como son usurpadas las tierras comunales.

Uno de los medios es apoderarse de las tierras de los encomendados que mueren, pues el encomendero, no se sabe por qué, se considera como legítimo heredero. Así, aprovechando de una gran mortandad acaecida en los pueblos del virreinato de Nueva España, los encomenderos se adueñan de las tierras de los indios muertos, razón por la que se envía la cédula real de 14 de mayo de 1546, donde se ordena “que los españoles encomenderos por ninguna vía sucediesen en las tierras y heredamientos que quedasen de indios muertos en los pueblos encomendados, sino que tales tierras y heredamientos, en el caso de carecer los indios difuntos de herederos, se entregasen a los pueblos, a fin de que las gozaran y pudieran pagar los tributos tasados”.[3] Hay varias disposiciones en este mismo sentido, ya que esta práctica es repetida en todas las colonias americanas.

Pero los encomenderos no sólo usurpan las tierras de los indios muertos, sino también de los ausentes. Mariátegui en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, transcribe esto del historiador César Antonio Ugarte: “el señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes, se apoderaba por uno u otro medio de sus tierras”.[4] Téngase en cuenta que los ausentes son innumerables. Son los que huyen por no poder pagar el tributo. Son los que mueren o quedan concertados en las mitas.

También los encomenderos de pueblos de poco desarrollo, que producen solamente lo necesario para satisfacer sus necesidades primarias, se valen de este hecho para apropiarse de sus tierras.  Primero, cobran el tributo mediante trabajos personales, y si esto no es suficiente, se salda la deuda con la tierra del encomendado. Esto dice sobre el particular el escritor colombiano Rodríguez Acosta:

 

Ante semejante panorama, y en contra de su voluntad, los aborígenes se veían imposibilitados a cumplir sus obligaciones tributarias contraidas con la Corona y el encomendero. Ideóse entonces, el sistema de los “servicios personales”, como mecanismo para saldar las deudas respectivas. Aún así, las comunidades continuaron en calidad de morosas, y los encomenderos frente a la casi nula fiscalización gubernamental sobre sus actos, terminaron por apropiarse violentamente de la tierra perteneciente a la Encomienda, sobre la cual no tenían derecho alguno.[5]

 

El tributo, como se ve, es carga insoportable. Se les exige todo: oro, plata, dinero, animales, mieses y tejidos. Todo lo que tenga valor, sin importar sacrifi­cios ni desvelos. El bienestar, completo y cabal del encomendero, es la única medida de la tributación.

Los servicios personales prohibidos siguen vigentes en la práctica. Las tierras del encomendero son trabajadas, casi siempre gratuitamente, por los encomendados. Son ellos los constructores de casas y caminos. Son los burros de carga para el traslado de pesados fardos o la pesada humanidad de la señora del encomendero. Sus hijas, en fin, son las sirvientas de la casa señorial o de la hacienda.

¡Y las vejaciones!

Los encomenderos nombraban mayordomos o calpisques para el cuidado de sus bienes y el control de los trabajos. Estos, impunemente, entran a saco en las poblaciones, y violan y estupran a las mujeres indias. A esta pandilla se agrega el abuso de los curas doctrineros. Viven como parásitos, a costa de los encomendados que tienen que trabajar gratuitamente para ellos, porque cuando se niegan, ordenan “azotar sádicamente con decenas de latigazos bajo el argumento de no concurrir a las doctrinas para aprender el Ave María”.[6] El visitador Villasante dice que llevan a sus aposentos a “mujeres doncellas y casadas”. Que “se han recrecido males y el mal ejemplo, que diría yo hartos, como lo averigüe yo en la visita, que no son para escribir aquí”.[7]

     Suficiente. Queda claro, como los encomenderos protegen y cristiani­zan a los indios.

 

 

ENCOMENDEROS QUE NO CONOCEN SU ENCOMIENDA

 No sólo el conquistador, el hombre de espada refulgente, el aventure­ro audaz que deja su querencia para hacer fortuna, es acreedor a la merced de la encomienda.

No sabemos por qué, sin duda por la infinita benevolencia real, varias encomiendas son concedidas a peninsulares que nunca han puesto un pie en América. No conocen ni se imaginan siquiera, el lejano lugar de su encomienda.

Todos estos encomenderos de singular ralea, o casi todos, son nobles de altísima alcurnia y cargados de pergaminos que dan fe y razón de su nobleza.

Veamos.

            – El príncipe de Esquilache cobra los tributos de los indios de San Andrés, Calpi y Langos.

            – El conde de Castrello cobra los tributos de los indios de Lita y Chambo.

            – La condesa de Santiestevan cobra los tributos de los indios de Zámbiza e Ilapo.

– El conde de Aguilar cobra los tributos de los indios de Licto, Chambo, Quimia, Mitimas y Sisibíes.

            – La duquesa de Osuna cobra los tributos de los indios de Túquerres, Ipiales y Angamarca.

– La marquesa de Aytona cobra los tributos de los indios de Quisapin­cha, Ambatillos, Pagsa y   Apoloes.

            – La princesa de Astillano cobra los tributos de los indios de Sigchos y Toacazo.

– El conde de Villaumbrosa cobra los tributos de Pilalatas, Chuma­quíes, San Andrés y Cubijíes.

– Y las monjas Bernardas del Sacramento de la Villa de Madrid, cobran los tributos de los indios de Calpi, Guano, Illapo y San Luis.[8]

Y estos tributos se cobran a dos manos porque estando el encomendero ausente, necesariamente tiene que arrendar la encomienda, y el arrendata­rio, como es obvio, tiene que doblar la tributación: mitad para si y mitad para el arrendador. Doblando, por consiguiente, la explotación y los vejámenes.

La nobleza española, entonces, se nutre y procrea y derrocha a costa del dolor de las indiadas. Como verdaderas sanguijuelas.

 

  

EL DUQUE DE UCEDA

  

Las monarquías españolas, más que las otras de Europa, se caracterizan por el buen número de favoritos que recorren o reptan por sus cortes. Unos con algunos valores, los más cargados de deméritos, que reemplazan a reyes tontos o irresponsables o que gobiernan en mancomún con ellos. No falta, tampoco, alguien que no solamente es favorito del rey, sino también de la reina…

Aquí nos vamos a referir al favorito o valido de Felipe III, Cristóbal Sandoval y Rojas, duque de Uceda, por estar relacionado con nuestra historia.

Es hijo de otro favorito del mismo rey, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y marqués de Denia. Es clérigo de alta categoría, nada menos que cardenal. El amor al dinero y la avaricia son sus cualidades principales, vicios que le ayudan para resolver sus problemas económicos y que le llevan a establecer una escuela de corrupción en la corte. Un personaje antipático y de mal olor, entonces.

Su hijo Cristóbal –objeto de este estudio– es así mismo receptáculo de vicios y maldades. Empieza por intrigar contra su propio padre, al que logra reemplazarle en el ambicionado oficio de favorito. En honradez no queda en la zaga.

A los dos favoritos nombrados, cuando muere Felipe III y le sucede Felipe IV, aparece otro de mayor envergadura: Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares. Gregorio Marañón, con el instrumental de la sicología, le juzga como un maniático depresivo y como un contumaz ambicioso de poder.  Sea lo que sea de esto, trata de cortar la corrupción reinante, y como es de suponer, pronto caen en sus redes sus dos antecesores.

John Leddy Phelan, dice esto sobre el primero: 

Fue brevemente encarcelado el duque de Lerma por los mismos cargos –venalidad– pero pronto recuperó la libertad gracias a la intervención de la Santa Sede, que le había otorgado la birreta cardenalicia en 1618. Ni por ello escapó al castigo el duque – cardenal, pues el Consejo de Castilla le conminó a pagar al tesoro real 72.000 ducados anuales, con interés por mora, durante veinte años, como compensación por haberse enriquecido así.[9] 

¡Calcúlese el monto robado!

Su hijo don Cristóbal, pecuniariamente, no sabemos por qué, sólo recibe una multa de 20.000 ducados según Phelan.  Pero es desterrado, y más tarde enjuiciado y encarcelado en Alcalá de Henares, donde muere.

Y ahora sí, después de este breve preámbulo pasemos a estudiar los vínculos que tiene el duque de Uceda con la Real Audiencia de Quito, que no son otros, sino la de ser un gran encomendero y el mayor propietario de obrajes según Phelan.

El encomendero.

La concesión de encomiendas está prohibida a las personas que no residan aquí, pues se considera que constituye un privilegio para los conquistadores y sus descendientes. Mas esta disposición, como sucede con muchas otras, se burla con facilidad cuando se trata de personajes poderosos como el duque de Uceda. El jurista español Juan Solórzano Pereyra, en su Política Indiana, se lamenta así por el incumplimiento de este mandato: 

Y en lo que en nuestro caso importa, es, que estas Encomiendas, pues se hicieron para beneméritos, se repartan entre ellos, y sus descendientes por el desconsuelo, que les causa verles dar, y poseer, a los que no lo son en aquellas Provincias, de que también he dicho mucho en otros lugares, pero no puede dañar repetirlo en este, pues veo lo que se va introduciendo, y prevaleciendo el estilo contrario, proveyendo las más, y mejores en personas de España…[10] 

Un favorito del rey no podía ser impedido de la satisfacción de ser encomendero. No importa que no conozca la lejana encomienda con tal de que le produzca buenos réditos provenientes de los pesados tributos que tienen que pagar los encomendados. Y ya veremos que la conjunción encomienda – obraje es fuente de copiosas ganancias.

La encomienda del duque se halla en la jurisdicción de Riobamba.

Según José María Ots y Capdequi –Historia del Derecho Español en América y del Derecho Indiano– en 1701 se dispone que pasen a la corona todas las encomiendas de personas que no residan en las Indias.

El obrajero.

Los obrajes del duque de Uceda –situados en los pueblos de su encomienda– son tres: Guano, San Andrés e Ylapo. Phelan afirma que estos obrajes tienen la asignación de 782 indios mitayos. A los que habría que añadir, como consta en otras fuentes, muchos trabajadores voluntarios y muchachos de merced.

Se dice que estos obrajes fueron concedidos por Felipe III por pedidos y ruegos de su padre, el duque de Lerma, a quien ya sabemos el pago que le dio.

El funcionamiento de estos obrajes está bien amparado. Los abusos que allí se cometen son silenciados, pues nadie se atreve a decir nada contra tan poderoso señor, tanto más que varios funcionarios coloniales, como el presidente de la Real Audiencia Antonio Morga, son sus incondicionales. Este último –que dice haber comprado el cargo al duque de Uceda por la suma de 10.000 pesos– es una autoridad venal y corrompida. González Suárez dice que “no pensó más que en su medro personal y en el enriquecimiento de su familia, dejando que la colonia fuera hundiéndose lentamente en un abismo de miserias”.[11]

Una real cédula de 1680 relacionada con los obrajes causa una conmoción en la Real Audiencia de Quito: ordena, nada menos, que la demolición de todos aquellos que no hayan sido autorizados directamente por el rey, requisito del que carece la inmensa mayoría. La alarma tiene razón de ser, pues como se sabe, la manufactura textil es en la época la principal fuente económica del país. Los perjudicados son los grandes hacendados y las comunidades religiosas que tienen obrajes y rebaños de ganado lanar en sus latifundios, así como los propietarios de obrajuelos y chorrillos que, por lo general, son personas sin mayores recursos y hasta pobres.

La orden se empieza a cumplir sin dilación. Y como siempre por los más humildes e indefensos. Los obrajuelos de los barrios de San Blas y la Recoleta de la ciudad de Quito son totalmente demolidos con particular violencia. ¡Se destruyen todos los telares y hasta se impone una multa a sus dueños por el trabajo requerido para la demolición!

El pretexto que se da en la cédula del rey Carlos II es el maltrato que sufren los indios en los obrajes –hecho absolutamente cierto– pero la verdadera causa es el viejo deseo de la monarquía de obstaculizar al máximo el crecimiento de la producción textil para que no haga competencia a la española. Recuérdese que se da instrucciones al virrey Francisco de Toledo para que no consienta la fabricación de paños a fin de que no disminuya el comercio de la metrópoli.

Al final viene la calma. Después de la protesta generalizada –inclusive el Cabildo eclesiástico hace oír su voz– el presidente Munive suspende la ejecución de la cédula, medida que luego es aprobada por el rey y el Consejo de Indias. Desde luego, no todo es gratis. En 1685 ordena la composición de obrajes, que no es otra cosa sino el pago de un impuesto por la producción de paños y bayetas, para obtener la autorización por el funcionamiento del obraje.

La solución dada al conflicto no es del agrado del duque de Uceda –en ese entonces embajador en Roma– y presidente electo del Consejo de Indias– razón por la que hace una larga petición al rey solicitando la revisión de las medidas ejecutadas. El petitorio, que pasamos a revisar brevemente, está fechado el 3 de abril de 1704.

Hipócritamente, también él basa sus peticiones en la necesidad de proteger al indio, apareciendo como uno de sus decididos defensores.

Luego pide que se “demuelan todos los obrages y chorrillos públicos que se hallaren fundados introducidos en el distrito de la Audiencia de Quito sin licencia de V.M.”[12] También pide igual suerte, aunque tengan el permiso real, para los obrajes compuestos en esta jurisdicción con malicia y fraude, debiendo subsistir únicamente los que tengan por lo menos veinte años de establecidos. Dice, en fin, que no se debe mantener la multiplicidad de obrajes y chorrillos, “a vista de que unos por otros embarazan el producto congruo de la utilidad”.[13]

Aparte de lo expuesto solicita que se prohíba la salida de los indios de Guano y San Andrés –tributarios suyos– para trabajar en mitas y obrajes de otros lugares. Item: que sean reducidos a la fuerza para que vuelvan todos los indios que se encuentren en otros sitios. ¡Todo, para que no se reste la mano de obra de sus obrajes!

Y, finalmente, tiene la osadía de pedir un juez privativo para que vele por sus intereses y que sea responsable sólo ante el Consejo de Indias, del cual, como ya dijimos, había sido electo presidente.

¿Qué aspira el duque con este proceder?

Su propósito, como ya el lector debe haber pensado, no es otro que incrementar las entradas de sus obrajes, pues mientras menos sean estos, la ganancia es mayor por la menor competencia.  Tal como dijo antes: la multiplicidad de obrajes y chorrillos embarazan el producto congruo de la utilidad. De ser posible, su aspiración máxima, es monopolizar la producción textil.

Estas egoístas ambiciones económicas –que desde luego son desechadas– son extendidas y complementadas con una infame explotación de los trabajadores. El historiador Aquiles Pérez, en su libro Las mitas en la Real Audiencia de Quito, dice que en el obraje de San Andrés se ha mandado a trabajar 

(…) paños finos en contravención de las ordenanzas; y que les arraya a dichos oficiales pañeros a medio real por día de los dos que se ocupan en el tejido de cada paño en vara y media, que apenas tejen de dicho paño fino, cuando en el tejido de paño ordinario, según lo dispuesto por dichas ordenanzas, tejen por día seis varas y devengan cuatro reales los dos oficiales, que les cabe a dos reales cada una, con lo que se les ha defraudado en los dichos dos años, a real y medio por día a cada oficial, que llegan a tres reales, en grave perjuicio de los miserables indios; y que por esta causa están atrasados en la paga de sus tributos y no tienen con que sustentarse y sus mujeres e hijos; para cuyo remedio pide averiguación y restitución de lo defraudado…[14] 

Esta denuncia corresponde al año 1687.

Mucho antes, en 1619, se presentan un sinnúmero de quejas contra un tal Martín de Vergara, administrador de los obrajes del duque de Uceda entre varios otros, afirmando que remataba fraudulentamente el mismo los tejidos para venderlos en la ciudad de Lima. Además se le acusa de acaparar y tratar mal a los mitayos de la zona.

Los mitayos, que según otras denuncias trabajan forzados en los obrajes del duque, pagan con sus salarios que perciben los tributos al mismo duque, es decir que prácticamente no ganan nada, sobre todo teniendo en cuenta que se les remunera de acuerdo al viejo arancel señalado por el virrey Toledo, y no el más alto que se halla en vigencia.

Los trabajadores que se dicen voluntarios son generalmente conciertos retenidos por deudas, como es costumbre –pese a las limitaciones señaladas en las ordenanzas– para tener mano de obra asegurada. Y los muchachos que laboran en sus obrajes –en el de San Andrés especialmente– son así mismo obligados y llevados a la fuerza, sin acatar ninguna de las normas establecidas para el trabajo de menores.

Esta, en síntesis, la realidad laboral de los obrajes.

Son, por tanto, vitrina denunciadora de la explotación, el latrocinio, el maltrato y la injusticia existente en esos establecimientos coloniales. De esa galera de sufrimientos denunciada por Jorge Juan y Antonio Ulloa. De ese ámbito de esclavitud censurado por Espejo.

 

 

ENCOMENDERO Y TRAIDOR 

 

El conquistador, relleno de ambición, no repara en nada para acrecen­tar su riqueza, ya que para eso ha cruzado los mares. El fin justifica los medios dice, como Maquiavelo y los jesuitas.

Y la traición, bien planificada y meditada, es uno de esos medios. Experto en traiciones es Rodrigo de Salazar el Corcovado. Es adulador de Gonzalo Pizarro y le traiciona. Es amigo y consejero de Pedro de Puelles y le asesina. Todo en nombre del rey y del virrey La Gasca.

Como parece que la diosa fortuna está de su lado, tiene suerte con el fraile astuto que es La Gasca, que casi le prohíja y le cubre de mercedes. Y la más suculenta merced es la encomienda de Otavalo, antes de Benalcázar y ayer nomás de su víctima Pedro de Puelles. La tasa tributaria anual de los indios de Otavalo es la siguiente: 

               1) Mil cuatrocientos pesos de oro y plata, de valor de cuatroc­ientos maravedíes cada uno.

    2) Trescientos treinta vestidos de algodón para mujer, es decir anaco y lliclla. Los primeros de dos varas de largo por otras dos de ancho. Y las segundas, de vara y media por lado.

   3) Seis sobremesas de tres por dos varas. Seis toldos medianos. Seis colchones de algodón. Cien      ovillos de hilo de la misma fibra para pabilo, con un peso de una libra cada uno.

4) Trescientas fanegas de trigo; seiscientas de maíz y cien de papas.

5) Treinta fanegas de frijoles; seis de Ají y otras seis de coca.

   6) Cincuenta arrobas de sal; otras doce de cabuya para hilar (pita) y otras doce para sogas y cordeles “de la manera que el encomendero quisiere”.

   7) Ciento cuarenta puercos (35 cada tres meses). Mil aves de corral (250 trimestralmente); la mitad hembras y los restantes machos. Cien huevos por semana excepto en semana santa, en que la cifra se duplica a doscientos.

   8) Cuatro libras de pescado (preñadilla) por semana, salvo en los días de cuaresma, en que ascendía a ocho libras.

   9) Dos venados y dos conejos por mes y “alguna fruta” durante las cosechas.[15] 

Todo esto tiene que ser entregado en Quito, en la casa del encomende­ro. Tiene derecho también a “quince personas, entre hombres y mujeres, para el servicio doméstico”. Y cuando Salazar visitaba Otavalo: “otros diez criados, aparte de diez mitayos para la labor de sus huertos”.[16]

El traidor Salazar no se contenta con tan poco y reclama el aumento de la tasa tributaria. Y como las estrellas están de su lado, obtiene largamente todo lo pedido.

Treinta años, hasta su muerte, goza a pierna suelta, y a pierna apretada como es de rigor, los beneficios de su encomienda. Beneficios, que por pingües y cuantiosos, le convierten en uno de los hombres más ricos de Quito según asegura Jiménez de la Espada en sus “Relaciones Geográfi­cas”.

No han faltado, sin embargo, apologistas de la encomienda que sostengan con tono solemne, que los tributos eran cortos, tan cortos y leves como el viento. Que era amparo y emporio de felicidad para el indio desvalido. Nada menos.



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, Editorial de la CCE Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 39-56.

[2] José María Ots Capdequí, Historia del Derecho Español en América y del Derecho Indiano, Aguilar S. A. Ediciones, Madrid, 1969, p. 206.

[3] Silvio Zabala, Ensayos sobre la colonización española de América, EMECE Editores, Buenos Aires, 1944, p. 142.

[4] Citado por José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, MCMLII, p. 64.

[5] Hugo Rodríguez Acosta, Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia colombiana, 5ª edición, Editorial Túpac Amaru, Bogotá, p. 19.

[6] Waldemar Espinoza Soriano, Los Cayambes y Carangues: Siglos XV-XVI. El testimonio de la etnohistoria, t. II, Instituto Otavaleño de Antropolo­gía, Otavalo, 1988, p. 85.

 [7] Idem, p. 85.

[8] Aquiles R. Pérez, Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Quito, 1947, p. 384.

[9] John Leddy Phelan, El Reino de Quito en el siglo XVII, Banco Central del Ecuador, Quito, 1995, p. 242.

[10] Juan Solórzano Pereyra, Política Indiana, t. II, Por Gabriel Ramírez, Madrid, 1739, p. 459.

[11] Federico González Suárez, Historia General de la República del Ecuador, t. IV, Imprenta del Clero, Quito, 1893, p. 168.

[12] Alberto Landázuri Solo, El régimen laboral indígena en la Real Audiencia de Quito, Imprenta de Aldecos, Madrid, 1959, p. 178.

[13] Idem, p. 175.

[14] Aquiles R. Pérez, Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Imprenta del Ministerio del Tesoro, Quito, 1947, p. 192.

 [15] Waldemar Espinoza Soriano, Los Cayambes y Carangues: siglos XV y XVI. El testimonio de la Etnohistoria, t. II, Otavalo, 1988. pp. 54-55.

 [16] Idem, p. 55.

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