domingo, 24 de octubre de 2021

La abolición del tributo



LA ABOLICIÓN DEL TRIBUTO[1]

 



El tributo es, sin duda, una de las peores cargas que soporta el indio desde la colonia.

Jorge Juan y Antonio Ulloa, en sus Noticias secretas de América, han ponderado el sufrimiento indígena causado por este oneroso gravamen. De los dieciocho pesos que gana el mitayo al año se le descuenta ocho para el pago del tributo, es decir, casi la mitad. El abuso va unido al cobro. A pesar de que la ley señala que sólo deben pagar los indios de dieciocho a cincuenta y cinco años de edad, se exige el pago a mujeres, niños y ancianos. Se quita sus animales, se aprisiona y tortura al que no tiene la cantidad fijada, que aquí en la Real Audiencia de Quito, según un corregidor, es una de las más altas. Para librarse del vejamen muchos tributarios tienen que huir a lo más escarpado de las montañas, donde la muerte, con su despiadada guadaña, está siempre al acecho. Y otras veces, cuando los excesos colman la medida, el levantamiento sangriento, repleto de cadáveres, es la respuesta desesperada.

Para que se vea la injusticia que entraña esta tributación, vale la pena citar unos pocos casos señalados por el Padre Vargas en su libro La economía política del Ecuador durante la colonia, donde aparece que los nobles terratenientes dueños de dos o tres haciendas pagan menos que un mitayo, y los grandes latifundistas, propietarios de cuatro o más haciendas, unos pocos pesos más. Observad, sólo estos ejemplos:

 

       Propietarios                            Contribución               Número de

                                                                    (pesos)                       haciendas

 

Antonia Santa Coloma                                   5                                 2

José Carcelén                                                 5                                 2

Felipe González                                             5                                 2

Marqués de Maenza                                      4,4                               3

María de Borja, Marquesa de Lices               4                                 2

Isidora Ontaneda                                            4                                 2 [2]

 

El conde de Selva Florida paga 30 pesos por seis haciendas, Manuel de la Peña 26,4 por nueve, el marqués de Solanda 26 por cinco y el marqués de Villa Orellana 20 por ocho.[3]

Lo expuesto demuestra con toda claridad la mentalidad clasista de los terratenientes: el indio, el siervo explotado, debe cargar con el peso de la administración pública.

El primer ensayo para desterrar esta injusticia es el dado por las Cortes de Cádiz que decreta la abolición del tributo, pero que no tiene mayor efecto práctico porque enseguida es restaurado por Fernando VII y por el estallido de la guerra de la independencia.

Conseguida ya la independencia, el Congreso General de la Gran Colombia suprime el tributo mediante el decreto de 4 de octubre de 1821, cuyo artículo primero dice lo siguiente:

 

Los indígenas de Colombia, llamados indios en el código español, no pagarán en lo venidero el impuesto conocido con el degradante nombre de tributo; ni podrán ser destinados a servicio alguno por ninguna clase de personas, sin pagárseles el correspondiente salario, que antes estipulen.  Ellos quedan en todo iguales a los demás ciudadanos y se regirán por las mismas leyes.[4]

 

El decreto, que también exonera a los indios del pago de derechos parroquiales por cinco años –artículo segundo– es sancionado por el vice–presidente Santander el 11 del mismo mes y año ya citados.

Un ciudadano progresista de Quito, que el historiador Roberto Andrade piensa que se trata del Padre Clavijo citado por Pedro Moncayo en su conocida historia, aplaude así esta reforma liberal en un folleto titulado Consideraciones sobre el estado actual del Departamento del Ecuador, escrito en 1825 y publicado con el seudónimo de A. C.:

 

El Gobierno, aboliendo el tributo e igualando a los indios con los demás ciudadanos, ha cumplido con el deber; pero sus intenciones con dificultad se llevarán a efecto, mientras los intereses mal entendidos de un partido poderoso, se oponga a su ejecución. Se han buscado en las leyes naturales, razones para fundar la esclavitud de los indígenas. Se dice que son ignorantes, borrachos, ociosos ineptos para el manejo de sus negocios, e indignos de entrar en la clase de ciudadanos. He aquí, pues señores, curas y propietarios, que por cerca de tres siglos habéis sido dueños de sus almas y sus cuerpos; ved el fruto de vuestros trabajos.[5]

 

El autor –sea quien sea– se ve que conoce bien a los latifundistas y más enemigos del indio. En efecto, pronto se levanta una gran campaña para restablecer el cobro del tributo. Un periódico, Colombiano del Ecuador, manifiesta que la supresión del tributo entraña una carga injusta para la raza blanca. La municipalidad de Quito, en reunión ampliada de julio de 1826, se pronuncia en contra del actual sistema de contribuciones y piensa que debe ser sustituido por el antiguo del gobierno español, es decir, por la vuelta al tributo. Y una junta formada por Bolívar e integrada por grandes terratenientes, en forma por demás mentirosa y cínica, manifiesta que “reconoce que tanto la legislación de Carlos V en 1524 como la de sus sucesores fue acertada, consecuentemente aconseja volver al antiguo tributo colonial, como lo pedían los representantes indígenas, dejando por entonces el plan o intento de igualar al indígena a los demás ciudadanos en derechos y deberes y en pago de impuestos”.[6]

No sólo es falso, sino tonto, decir que el indio quiere volver a soportar la carga del tributo que tantos males le ha deparado, que tanta sangre le ha costado, como acabamos de ver. Son los terratenientes, únicamente ellos, los que desean regresar a la colonia y seguir medrando del sudor indígena. ¡El indio, según su pensar, no puede ser igual que los demás ciudadanos!

Y es triste ver que Bolívar, que en ese entonces ejerce la dictadura y ha girado a la derecha, acepta el criterio de los terratenientes y restablece el tributo, tal como había pronosticado el autor de las Consideraciones sobre el estado actual del Departamento del Ecuador. Para el efecto dicta el decreto de 15 de octubre de 1828, donde se dice, en una de sus consideraciones, lo siguiente:

 

3°.- Que los mismos indígenas desean jeneralmente, y una gran parte de ellos han solicitado pagar solo una contribución personal quedando escentos de las cargas y pensiones anexas a los demás ciudadanos.[7]

 

También se dice que la abolición del tributo ha empeorado la condición del indio en lugar de mejorarla. Es decir, sin cambio alguno, se repiten los argumentos de los terratenientes. Esto, sin duda, sólo para halagar a sus partidarios, porque Bolívar es demasiado inteligente para creer que sean ciertos.

Los indígenas de dieciocho a cincuenta años quedan obligados a pagar la contribución personal, cambio de nombre con el que se quiere hacer olvidar al temido tributo. La tasa se fija en tres pesos cuatro reales al año. Y se exonera del pago a los inválidos tal como sucedía en la época colonial.

Se acepta, así mismo en esta ley, otro pedido de los hacendados: el restablecimiento de los cargos de protectores de indígenas. Ellos son, con pocas excepciones, sus aliados y cómplices de sus abusos. La usurpación de tierras de comunidad, casi siempre, tiene su visto bueno.

Esta legislación contraria al indio perdura por mucho tiempo.

Pío Jaramillo Alvarado, en su libro El indio ecuatoriano, denuncia que en la recién instaurada república del Ecuador, igual que en la colonia, se siguen cometiendo los mismos atropellos para el cobro de tributos.

El peso de la administración pública sigue así mismo sobre sus espaldas. La escritora Linda Alexander Rodríguez, en su obra Las finanzas públicas en el Ecuador (1830–1940), publica un cuadro que demuestra lo que acabamos de aseverar. De ese cuadro, nosotros, transcribimos las siguientes cifras que se refieren a los primeros años de nuestra vida como república independiente:

 

            Año                             Cantidad                            % de la renta

                                               de pesos                      gubernamental ordinaria

 

            1830                           201.379                                  28.4

            1831                           205.652                                  26.4

            1832                           197.000                                  35.6

            1839                           176.845                                  20.3 [8]

 

Mark Van Aken, en su estudio La lenta expiración del tributo en el Ecuador, calcula que en la década del 30 el cobro del tributo constituye casi el 35 % de los ingresos al Fisco. Y en la sierra, donde vive la mayoría de la población indígena, el porcentaje es increíble: oscila, a veces, entre el 50 y el 75 por ciento de las entradas de la región.

Estas cifras demuestran, de manera irrebatible, lo que antes se dijo: el peso del gasto público se asienta en las espaldas de los indios.

Desde la década del 40, sobre todo a partir de la revolución del 6 de marzo, las entradas por concepto de tributos declinan notablemente. Esto se debe a varias causas, siendo la principal sin duda, la rebaja de la tasa a 3 pesos acordada en 1851 mediante decreto de la Convención Nacional de ese año, donde también se exceptúa del pago –artículo primero– a los indígenas del Oriente, Guayaquil, Manabí y Esmeraldas.

Pero es en el gobierno progresista del general Urbina donde se inicia una decidida política a favor del indio. Un ejemplo de esa política es la ley que por pedido suyo dicta el Congreso el 23 de noviembre de 1854. Allí se suprime a los protectores de indígenas por ser antagónica a los principios democráticos. Se dispone que los indios no pueden ser obligados a servir en el ejército ni en la milicia nacional. Y, con el propósito de impedir que caigan en la esclavitud del concertaje, se prescriben que los conciertos de las haciendas y obrajes no podrán ser forzados a pagar sus deudas con trabajo, permitiéndoles dejar el servicio mediante el pago de lo que deben previa liquidación ante un teniente parroquial.

Las medidas anotadas, especialmente la última –artículo 51– son combatidas con furor por los latifundistas. El gobernador de Cuenca José Manuel Rodríguez Parra pide, en la siguiente forma, la derogatoria del artículo citado:

 

Sería necesario para el aprovechamiento de la agricultura la derogatoria del artículo 51 de la Ley del 25 de noviembre de 1854 sobre contribución y privilegios de la clase indígena. La licencia contenida en este artículo ha herido mortalmente a la agricultura y a la moral pública. En nombre de todos los propietarios de esta provincia… impone la derogatoria de este artículo… no sólo al privar a la industria agrícola de los brazos que la fomentan sino también autorizar al indígena para que sea legalmente malvado.[9]

 

La alharaca, con este motivo, prosigue con fuerza en el Congreso del año siguiente. Varios legisladores, apoyando a los propietarios, piden también la derogatoria del mortal artículo. Se dice que no se puede permitir que los indios puedan romper los contratos que tienen un tiempo determinado de vigencia.  En suma, se esfuerzan, para que los indígenas no caigan en la maldad legal…

La petición, afortunadamente, es rechazada.

Después de constatar en varios sitios la constante usurpación de las aguas de las comunidades indígenas por parte de los terratenientes, Urbina, pide así mismo al Congreso, que remedie ese mal. Expresa que en “el estado actual de nuestra sociedad, se ve con frecuencia que los avances de un poderoso prevalecen contra los derechos indispensables de una población o una comunidad.” Agrega que quiere combatir “los abusos ominosos que se alimentan con la opresión de las clases desgraciadas, que se hallan aún en la impotencia de hacer escuchar sus quejas”.[10]

Empero, la meta que persigue Urbina es la abolición del tributo. Y esto desde el inicio de su gobierno. Su biógrafo Camilo Destruge –Urbina. El Presidente– dice que en 1852, siendo jefe supremo, “dirigió un sentido mensaje a la Convención reunida en Guayaquil, reclamando por la desaparición del tributo… y pidiendo protección eficaz y efectiva para la raza indígena”.[11]

Desgraciadamente, este noble propósito, no puede ser cumplido debido a la tenaz oposición de los latifundistas. Se argumenta que los indios sin la obligación del pago del tributo dejarán de trabajar y destruirán la agricultura, pues según su criterio, son ociosos por naturaleza. Se dice también que las rentas fiscales sufrirán una gran disminución, cosa cierta pero exagerada, dada la declinación de la tributación en los últimos años como se dejó señalado. Pero no se dice que la reducción de entradas que se anota es consecuencia lógica de la vieja realidad antes señalada: que ellos, los dueños de la tierra, no pagan nada o pagan casi nada.

Otra vez, entonces, los latifundistas siguen luchando para que la carga de los gastos estatales prosiga sobre los hombros de los indios.

Aunque un poco tarde, por la cerril oposición sintéticamente reseñada, la reforma se realiza. Corresponde al régimen del general Robles, continuador de la política pro – indio de su antecesor, pedir y conseguir que el Congreso de1857 suprima la odiosa contribución. Su ministro de Hacienda, Francisco Pablo Icaza, que ya el año anterior había solicitado sin éxito la abolición, reitera su pedido en una luminosa Exposición de la cual, por la fuerza de la argumentación, vale la pena extractar algunos párrafos. Helos aquí:

 

Cuando en mi informe anterior os pedí que libertaseis a la clase más infeliz de los ecuatorianos del ominoso tributo que pesa sobre ella sola, que la tiene sumida en la esclavitud y la abyección, que le arrebata su escaso alimento, que la destruye, en una palabra, se me censuró amargamente, porque se pretendía que un Ministro de hacienda no podía pedir la eliminación de un impuesto que iba a dejar un déficit considerable en las rentas públicas; y a la sombra de esta observación, se invocaba la ruina de la agricultura, la estupidez y la pereza del indio, y su deseo de pagar el tributo. Pueda ser que yo no comprenda bien los deberes de un Ministro de Hacienda; pero yo creo que su preferente obligación consiste en procurar la observancia de la ley fundamental, teniendo por norma la justicia y por objeto el engrandecimiento del país.

 

¿Y habrá igualdad, habrá justicia, habrá libertad con las cifras que representan los impuestos en el Ecuador? He aquí las cifras:

 

   Tributo que pagan los que nada tienen; los que ganan veinte pesos al año en especies recargadas…… $ 150.000.

   Impuesto sobre los 50.000, de capitales que se calculan en el Ecuador…. $ 19.000.

Ante la elocuencia de estas cifras, todo razonamiento es pálido.[12]

 

Pone en picota, como se ve, los viejos y falsos argumentos para el mantenimiento de la pesada carga. Demuestra, de manera palpable, la injusticia y la parcialidad de la tributación vigente. Y saca a luz un viejo principio de la economía liberal: “El que tiene mucho, pague mucho. El que tiene poco, pague poco. El que nada tiene, nada pague.” [13]

Parece que en esta ocasión, los representantes de los terratenientes ya no pueden, por pudor o falta de ideas, seguir repitiendo sus viejas tesis. Y así, el 21 de octubre de 1857 –sancionado por Robles el 30 de ese mes– se dicta el decreto de abolición. Los dos artículos que tiene dicen lo que sigue:

 

   Art. 1° Queda abolido en la República el impuesto conocido con el nombre de contribución personal de indígenas, y los individuos de esta clase igualados a los demás ecuatorianos en cuanto a los deberes y derechos que la carta fundamental les impone y concede.

   Art. 2° Se redime a los indígenas lo que deben por la contribución expresada.[14]

 

Se reconoce en los considerandos que la imposición del tributo es anticonstitucional, aparte de ser bárbaro y antieconómico.

No terminan, sin embargo, las tribulaciones del indio. Sus enemigos consideran que la declaratoria de igualdad contenida en el decreto de abolición deroga las exenciones otorgadas por la ley de noviembre de 1854 y otras. Acto seguido se empieza a reclutar indios para los cuarteles y a cobrar derechos judiciales y otras contribuciones de las que se hallaban exonerados. Ante esta realidad los indígenas, sin otra alternativa, preparan un gran levantamiento “con el propósito firme de perecer en masa antes que aceptar las mudanzas, que se creían que se trataba de operar en su condición social”,[15] según dice el ministro Antonio Mata al Congreso de 1858, al informar que el gobierno había enviado órdenes circulares a todas las provincias del interior para que se respeten todos los privilegios concedidos para calmar los ánimos exaltados, finalidad que se consigue. Todo esto –demostrando así sus firmes convicciones democráticas– está precedido de un largo y sentido recuento de la explotación y abusos de que es víctima el indio ecuatoriano.

Después de esto viene la debacle de 1859 que pone fin a la política progresista de los gobiernos de Urbina y Robles. La clase terrateniente que comanda la insurrección, colmada de rencor por las reformas liberales introducidas, temen que estas se extiendan y sigan lesionando sus intereses. No sólo esto. Tal como afirma Benjamín Carrión en su libro García Moreno. El santo del patíbulo, quieren volver atrás y deshacer –de ser posible– las innovaciones consideradas como perjudiciales para su economía.

El odio terrateniente, sobre todo contra Urbina, es intenso. García Moreno, ya integrado de lleno en el conservadorismo por su introducción en la familia latifundista de los Ascásubi, lanza la frase que resume todo ese encono: monstruo que hasta el patíbulo infamara. Eso es Urbina para los terratenientes por haber tenido el atrevimiento de tomar medidas a favor de las clases explotadas.

El indio, en cambio, noblemente, demuestra su agradecimiento. Urbina, convertido en la espada contra la tiranía garciana –Montalvo es la pluma– le tiene como su leal aliado en la larga lucha que emprende. Al respecto, la escritora María Veintimilla dice que la “facción tendencialmente liberal que lidera Urbina consigue articular a una gran masa de campesinos e indígenas sobre todo en la actual provincia del Cañar y dirigir y conducir la oposición al régimen garciano, hasta llegar al enfrentamiento armado”.[16] Y esto sucede en varios otros lugares.

Por un lado el odio por bajos intereses. Por el otro, una sincera gratitud por un favor recibido.

 



[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. I, Editorial de la CCE Benjamín Carrión, Quito, 2007, pp. 321-332.

[2] José María Vargas, La Economía Política en el Ecuador durante la Colonia, Corporación Editora Nacional, Quito, s. f., p. 150.

[3] Idem, p. 150.

[4] Aurelio Noboa, Recopilación de leyes del Ecuador, t. III, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 29.

[5] Roberto Andrade, Historia del Ecuador, t. II, Corporación Editora Nacional, Quito, 1983, p. 308.

[6] Correspondencia del Libertador con el General Juan José Flores, Banco Central del Ecuador, Quito, 1977, p. 534.

[7] Alfredo Rubio Orbe, Legislación indigenista del Ecuador, Instituto Indigenista Interamericano, México, 1954, p. 20.

[8] Linda Alexander Rodríguez, Las finanzas públicas en el Ecuador (1830-1940), Banco Central del Ecuador, Quito, 1992, p. 84.

[9] Iván González y Paciente Vásquez, “Movilizaciones campesinas en el Azuay y Cañar durante el siglo XIX”, en Ensayos sobre historia regional, Casa de la Cultura Núcleo del Azuay, Cuenca, 1982, p. 216.

[10] Alejandro Noboa, Recopilación de Mensajes, t. II, Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1901, p. 258.

[11] Camilo Destruge, Urbina. El Presidente, Banco Central del Ecuador, Quito, 1992, p. 161.

[12] Francisco Pablo Icaza, Exposición que el Ministro de Hacienda del Ecuador presenta a las Cámaras Legislativas reunidas en 1857, Imprenta de V. Valencia, Quito, 1857, pp. 9-10.

[13] Idem, p. 12.

[14] Alfredo Rubio Orbe, op. cit., p. 62.

[15] Antonio Mata, Exposición del Ministro del Interior, Relaciones Exteriores e Instrucción Pública, dirigida a las Cámaras Legislativas del Ecuador en 1858, Imprenta del Estado, Quito, 1858, p. 7.

[16] María A. Veintimilla, “Las formas de resistencia campesina en la sierra sur del Ecuador”, en Revista del IDIS, Instituto de Investigaciones Sociales, Cuenca, 1981, p. 155.


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